LA CIRUELA DE MARTE
David Starr estaba observando el rostro del individuo, de modo que vio cómo ocurría: lo vio morir.
Mientras aguardaba con paciencia al doctor Henree, David estaba disfrutando de la atmósfera del nuevo restaurante de la ciudad, el Internacional. Esta sería su primera fiesta después de haber obtenido su título y la cualificación para integrarse como miembro del Consejo de Ciencias.
No le molestaba aguardar. El Café Supreme aún brillaba con la reciente capa de pintura cromosiliconada. En la pared, junto al extremo de la mesa de David, había un pequeño y refulgente cuerpo cúbico; contenía la diminuta réplica tridimensional de la banda cuya música se expandía por todo el ambiente. La batuta del director era un destello de movimiento de un centímetro; la tabla de la tarima, por supuesto, era de «sanito», última palabra en materia de campos de fuerza y, exceptuada la deliberada fluctuación, casi invisible.
Los calmos ojos castaños de David se deslizaron por las otras mesas, semiocultas en sus reservados; y no lo hacía por tedio, sino porque la gente le interesaba más que cualquiera de los artilugios científicos que el Café Supreme ofreciera. La televisión tridimensional y los campos de fuerza eran motivo de maravilla diez años atrás, pero ahora ya estaban aceptados por todos. La gente, en cambio, no había variado; pero aún hoy, diez mil años después de la construcción de las pirámides y cinco mil después de la primera explosión atómica, constituía un misterio insoluble, un enigma sin desvelar.
Allí estaba aquella joven de hermoso vestido, riendo con suavidad junto al hombre que se sentaba frente a ella; un hombre maduro con sus incómodas ropas de fiesta, escogiendo el menú en el teclado del camarero automático mientras su mujer y dos niños le observaban con aire atento; dos hombres de negocios hablando con animación acerca del postre…
Y ocurrió cuando la mirada de David se fijó sobre esos dos ejecutivos. Uno de ellos, con la cara congestionada, hizo un movimiento convulsivo y vaciló. El otro, con un grito, lo cogió de un brazo, en un gesto inútil de ayuda, pero el primero ya había caído de su asiento y comenzaba a deslizarse bajo la mesa.
David se había puesto de pie a la primera señal de conmoción y ahora sus largas piernas devoraron la distancia entre las mesas en tres veloces zancadas. Ya dentro del reservado, una presión de su dedo sobre el contacto electrónico junto al aparato de tridivisión hizo descender una cortina morada con dibujos fluorescentes en la boca del pequeño recinto. A nadie podía extrañar que hubiese quienes quisieran gozar de una cierta soledad.
Tan sólo entonces el compañero del hombre accidentado halló las palabras adecuadas:
—Manning está enfermo. Es una especie de ataque. ¿Es usted médico?
La voz de David fue calmada, serena. Infundía fortaleza:
—Siéntese usted y no se altere. En seguida llegará el administrador y se hará todo lo que se pueda.
Cogió al accidentado para alzarlo: parecía un muñeco de trapo, aunque era un individuo pesado. Empujó la mesa hacia un lado, tan lejos como le fue posible: mientras aferraba la tabla, sus dedos permanecían a dos centímetros del mueble, rechazados por el campo de fuerza. Tendió al hombre sobre el asiento, y tras desprender el cierre magnético de la camisa, comenzó a practicarle la respiración artificial.
David no creía que aquel hombre pudiera recuperarse; pues los síntomas le eran bien conocidos: congestión repentina, pérdida de la voz y el aliento, breves minutos de lucha por la vida y, por último, el fin.
La cortina se agitó. Con notable presteza el administrador respondía a la señal de emergencia que David había enviado antes de abandonar su mesa. El administrador era un hombre bajo, de cara roja, vestido con un traje negro y ajustado, de corte conservador. Sus facciones estaban alteradas.
—¿Alguien aquí ha…? —sufrió un estremecimiento cuando sus ojos captaron la situación.
El otro ejecutivo hablaba con prisa histérica:
—Estábamos cenando, cuando mi amigo ha sufrido este ataque. Y en cuanto a este hombre, no sé quién es.
David abandonó sus inútiles esfuerzos. Apartó de su frente un espeso mechón de cabellos castaños y preguntó:
—¿Es usted el administrador?
—Soy Oliver Gaspere, administrador del Café Supreme —repuso el individuo regordete, lleno de azoramiento—. La llamada de emergencia de la mesa 87 suena; cuando llego, está vacía. Alguien me dice que un joven se ha precipitado hacia la 94, llego y me encuentro con esto. —El hombrecito giró—. Llamaré al doctor de la casa.
David lo detuvo:
—Un momento. No tiene sentido que lo haga. Este hombre está muerto.
—¿Qué? —gritó el otro ejecutivo—. ¡Manning!
David Starr lo empujó hacia atrás, contra la invisible tabla de la mesa.
—Tranquilícese, caballero. No puede usted ayudarlo y no es momento para alborotos.
—No, no —concordó Gaspere, de prisa—. No debemos sobresaltar a los otros comensales. Pero verá usted, señor, un médico ha de examinar a este pobre hombre y determinar la causa de su muerte. No puedo permitir irregularidades en mi restaurante.
—Lo lamento, señor Gaspere, pero prohíbo que este hombre sea examinado por nadie en este momento.
—Pero ¿qué dice usted? Si este hombre ha muerto de un ataque al corazón…
—Por favor. Le ruego que coopere usted conmigo y que no prosigamos una discusión sin sentido. ¿Cuál es su nombre, señor?
El amigo del muerto contestó con tono opaco:
—Eugene Forester.
—Vaya, señor Forester, quiero saber con exactitud qué han comido usted y su amigo.
—¡Señor! —el regordete administrador echó a David una mirada en la que los ojos se le salían de las órbitas—. ¿Sugiere usted que ha sido algo en la comida la causa de esto?
—No sugiero. Pregunto.
—No tiene usted derecho a preguntar nada. ¿Quién es usted? Es un don nadie. Exijo que un médico examine a este pobre hombre.
—Señor Gaspere, está usted hablando con un miembro del Consejo de Ciencias.
David descubrió la parte interna de su muñeca levantando la manga flexible de metallite. Por un instante sólo se vio la piel y luego una marca oval se fue oscureciendo hasta tornarse negra. Dentro del óvalo, diminutos gránulos luminosos danzaron titilando: reproducían las conocidas figuras de la Osa Mayor y de Orión.
Los labios del administrador temblaron. El Consejo de Ciencias no era un cuerpo gubernamental, pero sus miembros tenían acceso a muy elevados cargos en el gobierno; Gaspere murmuró:
—Le ruego que me excuse, señor.
—No es preciso que se excuse usted. Bien, señor Forester, ¿podrá ahora responder a mi pregunta?
—Ordenamos la cena especial número tres —murmuró.
—¿Ambos?
—Así es.
—¿Ninguno de los dos hizo ningún cambio? —inquirió David. Él mismo había examinado el menú en su propia mesa. El Café Supreme servía delicadezas extraterrestres, pero la cena especial número tres estaba integrada con los más comunes platos terrestres, sopa de verduras, chuletas de ternera, patatas asadas, guisantes, helado y café.
—Sí, hubo un cambio. —Forester arqueó las cejas—. Manning ordenó marciruelas en almíbar de postre.
—¿Y usted no?
—No.
—¿Y dónde están ahora esas marciruelas?
David también había comido ese postre. Eran ciruelas maduradas en los amplios huertos marcianos, jugosas y sin hueso, con un sutil sabor a canela que se unía al delicioso aroma de fruta fresca.
—Se las ha comido. ¿Qué se imagina usted? —repuso Forester.
—¿Cuánto tiempo antes del colapso?
—Alrededor de unos cinco minutos, creo. Aún no habíamos terminado el café. —El hombre empalidecía segundo a segundo—. ¿Estaban envenenadas?
David no respondió. Se encaró, en cambio, con el administrador.
—¿Qué pasa con esas marciruelas?
—Pues nada. No tienen nada malo. —Gaspere había cogido la cortina del reservado y la sacudía con fuerza, pero no se olvidaba de no alzar demasiado la voz—. Eran parte de un cargamento fresco de Marte, controlado y aprobado por el gobierno. Sólo en estas tres últimas noches hemos servido cientos de raciones. Nada semejante había ocurrido hasta ahora.
—De todos modos, será prudente que ordene usted que se eliminen de la lista de postres hasta que se les haga un nuevo análisis. Y por si no fueran las marciruelas, tráigame usted una bolsa de cualquier clase y recogeré los restos de la cena para que sean estudiados.
—En seguida, en seguida.
—Y, por supuesto, no hable de esto con nadie.
Al cabo de unos instantes el administrador regresó, enjugándose la frente con un pañuelo blanquísimo.
—No logro entenderlo. En absoluto —murmuraba.
David acomodó dentro de la bolsa los platos plásticos usados, con restos de comida aún adheridos, los trozos sobrantes de unos panecillos y puso a un lado los vasos en que se había servido el café. Gaspere dejó de estrujarse con frenesí las manos y alzó un dedo hacia la superficie de la mesa.
La mano de David se adelantó de prisa y el administrador se halló con que tenía la muñeca prisionera.
—¡Pero, señor, las migas!
—También las cogeré. —Utilizó su cortaplumas para recoger cada migaja; la afilada hoja de acero se deslizaba sin dificultades sobre la nada del campo de fuerza.
El propio David dudaba acerca de la conveniencia de utilizar campos de fuerza como tablas en las mesas. Su total transparencia no contribuía a crear tranquilidad. La vista de platos y cubertería descansando sobre nada debía llevar a los comensales a un estado de tensión; de modo que el campo tenía que estar fuera de fase, para inducir continuas interferencias que, con sus centelleos, brindaran la ilusión óptica de cuerpo, de volumen.
En los restaurantes eran muy comunes, ya que, finalizada la comida, sólo era preciso extender el espesor del campo unos pocos milímetros para hacer desaparecer cualquier miga o gota. Cuando David hubo terminado con su tarea de recogida, permitió a Gaspere que extendiera el campo de fuerza, removiendo primero el cierre de seguridad con un dedo y luego el hombrecito pudo hacer uso de su llave especial. Inmediatamente apareció una superficie totalmente limpia.
—Vaya, un momento. —David había observado el cuadrante metálico de su reloj y se dirigió hasta la cortina, uno de cuyos bordes alzó. Entonces llamó con voz suave—: ¡Doctor Henree!
Un hombre delgado, maduro, que se hallaba sentado en la misma silla que ocupara David quince minutos antes, se enderezó mientras echaba una mirada a su alrededor, sorprendido.
—¡Aquí estoy! —le dijo David, sonriente, y apoyó el índice sobre sus labios.
El doctor Henree se puso de pie. Las ropas le sentaban holgadas y sus cabellos grises y escasos estaban cuidadosamente peinados sobre el cráneo.
—Mi querido David, ¿estabas aquí ya? He creído que te habías retrasado. ¿Ocurre algo malo?
La sonrisa de David tuvo corta duración:
—Uno más.
El doctor Henree penetró en el reservado, al ver al hombre muerto murmuró:
—¡Válgame Dios!
—Ese es un modo de encarar la situación —apuntó David.
—Creo —dijo el doctor Henree, en tanto limpiaba sus anteojos bajo el suave rayo de fuerza de su barra limpiadora y los volvía a acomodar sobre la nariz—. Creo que lo mejor sería cerrar el restaurante.
Gaspere abrió y cerró la boca, sin un solo sonido, como un pez. Por último logró decir con voz estrangulada:
—¡Cerrar el restaurante! Pero sólo hace una semana que se inauguró. Eso será la ruina. ¡La ruina total!
—Oh, pero sólo por una hora o algo más. Tendremos que sacar de aquí el cadáver e inspeccionar la cocina. Sin duda usted querrá que le libremos del estigma de la comida envenenada, si es posible, y también sin duda, sería poco conveniente para usted que todo esto se hiciera en presencia de los comensales.
—Bien. Haré que el restaurante quede vacío, pero necesito una hora para que los clientes terminen de cenar. Espero que no haya publicidad.
—Ninguna, le doy mi palabra. —El rostro anguloso del doctor Henree era una máscara de pesar—. David, ¿quieres llamar a la recepción del Consejo y preguntar por Conway? Tenemos un procedimiento especial para estos casos. Él sabrá qué hacer.
—¿Debo quedarme aquí? —preguntó Forester de pronto—. Me siento enfermo.
—¿Quién es este hombre, David? —preguntó a su vez el doctor Henree.
—El compañero de mesa del hombre muerto. Se llama Forester.
—Vaya. Pues me temo, señor Forester, que usted tendrá que pasar su enfermedad aquí mismo.
Vacío, el restaurante resultaba frío y desagradable. Detectives silenciosos iban y venían. Con total eficiencia habían inspeccionado las cocinas, átomo por átomo. Por fin, el doctor Henree y David Starr quedaron solos. Se sentaron en un reservado vacío. No había luces y los aparatos de tridivisión de cada mesa eran meros cubos muertos de cristal.
El doctor Henree sacudió la cabeza.
—No lograremos saber nada. Ya he pasado otra vez por eso. Lo lamento, David. No es ésta la celebración que habíamos planeado.
—Ya habrá tiempo para celebraciones. Usted me ha mencionado en sus cartas alguno de estos casos de envenenamiento en la comida, de modo que estoy preparado, pero ignoraba que fuera necesario este absoluto secreto. De haberlo sabido hubiese sido más discreto.
—Oh, no te apures por ello. Ya no podremos ocultar la cuestión por mucho tiempo. Poco a poco se irá filtrando algún dato. Alguien ve a una persona morir mientras está comiendo y luego oye hablar de otros casos similares. Y siempre durante la comida. Esto ya está mal y se pondrá peor. Bien, volveremos a discutir el tema mañana, cuando hables con Conway.
—¡Aguarde usted! —los ojos de David se fijaron en los de su interlocutor—. Veo que algo le preocupa más que la muerte de un hombre o aún que la muerte de mil hombres. Algo que ignoro. ¿De qué se trata?
—Me temo, David —suspiró Henree—, que la Tierra está corriendo un grave peligro. La mayoría de los miembros del Consejo no lo creen así, y el mismo Conway sólo está convencido a medias. Pero yo tengo la certeza de que este supuesto envenenamiento de la comida es un inteligente y brutal intento de apoderarse del control de la economía y del gobierno de la Tierra. Y hasta el presente, muchacho, no hay el menor indicio acerca de quién está detrás de eso, ni de cómo se lleva a cabo esta operación. ¡El Consejo de Ciencias está inerme por completo!