Capítulo XIII

Un escollo que se mueve

Cuando el capitán King y sus compañeros habían llegado al Saint-Enoch la bruma era tan espesa que, a no oírse los gritos de los náufragos, éstos hubieran pasado de largo el escollo.

Descendiendo al Sur, los ingleses no podían encontrar ni la costa asiática, ni la costa americana. Aun admitiendo que el viento hubiera disipado la niebla, ¿cómo hubieran ellos franqueado centenares de millas hacia el Este o hacia el Oeste? Además, sin galleta para apaciguar el hambre sin agua dulce para calmar su sed, pasadas cuarenta y ocho horas no hubiera quedado vivo uno solo de los náufragos del Repton.

En el Repton, entre oficiales y marineros, había un total de 36 hombres. Veintitrés solamente se habían arrojado en las embarcaciones; y añadiendo este número al personal del Saint-Enoch, disminuido desde la muerte del marinero Rollat, resultaban 56 hombres a bordo.

En el caso de no poder poner a flote su barco, ¿cuál sería la suerte del capitán Bourcart y de sus antiguos y nuevos compañeros? Aun en el supuesto de que hubiese tierra cerca de allí, isla o continente, las piraguas no podrían llevarles a todos. A la primera ráfaga de viento que son muy frecuentes en aquellos parajes del Pacífico, el Saint-Enoch, asaltado por las monstruosas olas, que reventarían contra el escollo, quedaría destruido en pocos instantes. Sería, pues, preciso abandonarle, y los víveres que Bourcart contaba renovar en Victoria serían insuficientes para una tripulación aumentada casi en el doble desde la llegada de los náufragos del Repton.

Los relojes de a bordo indicaban las ocho. Al ponerse el sol bajo la espesa cortina de brumas, ningún síntoma de viento. La noche sería profundamente obscura y llena de calma. No había que esperar que el navío se pusiera a flote en la pleamar, y no era posible aligerarle más, a no ser sacrificando su arboladura.

El capitán King se reunió con Bourcart, Heurtaux, el doctor Filhiol y los dos tenientes. Supo entonces la situación en que se encontraban, y que si sus compañeros y él habían encontrado refugio a bordo, no significaba esto que su salvación tuera un hecho. Tal vez en breve plazo el Saint-Enoch correría la misma suerte que el Repton.

Importaba conocer los detalles del naufragio. He aquí lo que refirió el capitán King:

El Repton estaba inmóvil entre las brumas cuando la víspera, un momento de claridad dejó ver al Saint-Enoch a tres millas a sotavento. ¿Por qué el Repton se dirigía hacia él? ¿Era con la intención más o menos hostil de arreglar la cuestión de la ballena herida por las dos tripulaciones? El capitán King no dijo nada sobre este punto, ni era tampoco momento oportuno para recriminarle.

Se limitó a decir que cuando corto trecho separaba a los dos navíos, el Repton experimentó un choque de los más violentos.

Roto su casco, la mar le invadió. El segundo Strok y doce marineros fueron, los unos lanzados al mar, los otros aplastados por los mástiles. El capitán King y sus compañeros hubieran sucumbido también a no recogerlos las canoas. Durante más de veinticuatro horas, los sobrevivientes del Repton erraron a la ventura, sin víveres de ninguna clase, tratando de descubrir al Saint-Enoch. Al fin la casualidad les llevó a él.

El capitán King, que hablaba correctamente el francés, añadió:

—Pero lo que no me explico es que exista un escollo en estos parajes. Yo estaba seguro de mi posición en longitud y latitud…

—Como yo de la mía —respondió Bourcart—, y a menos que recientemente se haya efectuado el levantamiento submarino…

—Esa es la única hipótesis admisible —dijo Heurtaux.

—En todo caso, capitán —repuso el capitán King— el Saint-Enoch ha sido menos desdichado que el Repton

—Sin duda —confesó Bourcart—; pero ¿cuándo podrá ponerse a la vela?

—¿Tiene averías graves?

—No, y su casco está intacto. Pero parece que se ha clavado a este escollo, y aun después de haber sacrificado todo su cargamento, no ha podido ponerse a flote.

—¿Y qué partido tomar? —preguntó el capitán King, cuyas miradas se habían fijado sucesivamente en Bourcart y sus oficiales.

Esta pregunta quedó sin respuesta. Cuanto hasta entonces había intentado la tripulación para poner al Saint-Enoch en su línea de flotación no había producido resultado. ¿Harían los elementos lo que los hombres no habían podido hacer? Embarcarse en las piraguas, ¿no era correr a una muerte segura? Al Norte, al Este, al Oeste, centenares de millas separaban las tierras más próximas, fueran las Kouriles o las Aleutinas. El fin de octubre se aproximaba.

El mal tiempo iba a desencadenarse muy pronto. Las débiles barcas estarían a merced de él y no resistirían al primer temporal.

Además, no podían albergar a cincuenta y seis hombres, y los que quedasen no tenían probabilidad de salvarse, a no ser que algún barco los recogiera.

Entonces el doctor Filhiol dirigió al capitán King la siguiente pregunta:

—¿Cuándo abandonamos juntos a Petropavlosk?, ¿habrá sabido usted que los pescadores acababan de señalar la presencia de un monstruo marino, ante el que huyeron precipitadamente?

—En efecto —respondió el capitán King—, y confieso que los tripulantes del Repton sentían gran espanto por ese motivo…

—¿Creían en la existencia del monstruo? —preguntó Heurtaux.

—Creían que era un calamar, un kraken, un pulpo gigantesco, y no veo la razón de que no lo creyeran.

—Por la razón —respondió el doctor— que esos pulpos, esos krakens, esos calamares no existen, capitán.

—No lo afirmemos tan categóricamente, monsieur Filhiol —dijo Romain Allotte.

—Entendámonos, mi querido teniente. Se han encontrado muestras de esos monstruos, se ha perseguido a alguno de ellos… hasta han sido izados a bordo… Pero no tenían las dimensiones colosales que se les atribuía, y que son puramente imaginarias.

Pase que existan gigantes de esa especie capaces de destruir una embarcación… pero no capaces de arrastrar al fondo del mar un navío de algunos cientos de toneladas… No…

—Esa es también mi opinión-dijo Bourcart —y monstruos de tal poder deben ser colocados entre los animales legendarios…

—Sin embargo —insistió el teniente Coquebert—, los pescadores de Petropavlosk hablaban de una especie de enorme serpiente de mar que ellos habían visto…

—Y —añadió el capitán King— su espanto ha sido tal, que regresaron precipitadamente al puerto.

—Pero, después que partieron ustedes de Petropavlosk —preguntó el doctor Filhiol— ¿se les apareció a ustedes ese Briareo de cincuenta cabezas y de cien brazos, ese descendiente del famoso gigante de la antigüedad que amenazaba al cielo, y que Neptuno encerró en el monte Etna?

—No —respondió el capitán King.-Sin embargo, el Saint-Enoch, como el Repton, habrá encontrado restos en la superficie del mar, trozos de piraguas, cuerpos de ballenas que no parecían haber sido muertas a arponazos… ¿No puede todo esto ser obra de ese monstruo marino señalado en Petropavlosk?

—No solamente es posible, sino muy probable —dijo el teniente Allotte.

—¡Qué quiere usted! —replicó el doctor.-Mientras no lo vea con mis propios ojos, no lo creeré.

—En todo caso —dijo Bourcart dirigiéndose al capitán King -¿atribuye usted la pérdida del Repton al ataque de ese monstruo marino?

—No —respondió el capitán King—, no…, aunque, a dar crédito a alguno de mis hombres, nuestro desventurado barco fue agarrado por brazos gigantescos con formidables pinzas y arrastrado al abismo… De esto hablaban mientras nuestras piraguas buscaban al Saint-Enoch.

—Los dichos de la gente de usted encontrarán aquí eco —dijo Bourcart—. La mayor parte de nuestros hombres está persuadida de que tales monstruos existen. El tonelero no ha cesado de referirles toda clase de historias sobre este punto. En su opinión, la destrucción del Repton ha sido debida a un animal extraordinario, mezcla de serpiente y de pulpo. Por mi parte, y hasta tener prueba en contrario, yo afirmo que nuestros navíos han chocado contra arrecifes de formación reciente y no indicados en los mapas del Pacífico.

—Esa es también mi opinión —añadió el doctor Filhiol—, diga allá abajo lo que quiera Juan María Cabidoulin.

Eran las nueve de la noche. La esperanza de que durante ésta el Saint-Enoch se pusiera a flote no podía ser conservada, pues la marea, como se ha dicho, sería menor que la precedente. Sin embargo, no queriendo descuidar nada, el capitán Bourcart hizo poner fuera las barcas, después de cargarlas.

Inútil era pensar en aligerar ya más el navío, a menos de echar fuera su arboladura, lo cual, sobre ser gran faena, dejaría al Saint-Enoch desamparado, sin que pudiera resistir al mal tiempo. En fin, al siguiente día, si levantaba la bruma, y el sol permitía una buena observación y la situación podía ser determinada con la exactitud, se vería lo que convenía hacer.

Ni el capitán Bourcart ni sus oficiales pensaban en descansar. Los marineros, tendidos sobre el puente, no habían ido al puesto. La inquietud les tenía despiertos. Solamente algunos grumetes habían luchado en vano contra el sueño, y el estampido del trueno no les hubiera despertado, ni a la mayor parte de los tripulantes del Repton, rendidos por la fatiga. El contramaestre Ollive se paseaba por la toldilla, mientras un grupo de cinco o seis hombres rodeaba al tonelero que refería… lo que el lector puede figurarse.

La conversación entre la oficialidad produjo el resultado de costumbre, o sea el de que cada cual se afirmase más en sus ideas sobre la existencia o no existencia del monstruo marino. La discusión tomaba ya demasiado calor entre el doctor Filhiol y Allotte, cuando un repentino incidente puso término a la misma.

—¡Atención! ¡Atención! —exclamó Heurtaux levantándose de un salto.

—¡El navío está a flote! —añadió el teniente Coquebert.

—¡Sí… está a flote! —afirmó Romain Allotte, cuya sil a se había deslizado por el suelo.

Algunas sacudidas acababan de agitar el casco del Saint-Enoch.

Parecía que la quilla oscilaba por la superficie del escollo. De babor a estribor se produjo cierto balanceo, y la inclinación del navío no era más acentuada. Bourcart y sus compañeros se lanzaron fuera.

¡En aquella noche negrísima, que la bruma obscurecía aún más, ni una luz, ni un resplandor! ¡Ningún soplo atravesaba el espacio!

La mar apenas se rizaba con suave oleaje, y no se percibía el ruido de la resaca en el escollo.

Antes que Bourcart hubiera aparecido en el puente, los marineros se habían levantado apresuradamente. Ellos también, al sentir la sacudida, pensaban que el barco iba a ponerse a flote, Después de algunos balanceos, el Saint-Enoch se había enderezado ligeramente. El timón fue sacudido con tal violencia, que Ollive hizo amarrar la rueda.

Entonces los gritos de los tripulantes se unieron a los del teniente Allotte:

—¡Flota!… ¡Flota!

El capitán Bourcart y el capitán King observaban la sombría superficie del mar. Lo que más les asombraba era que la marea estaba casi en lo más bajo, sin que pudiera, por tanto, atribuirse a el a el movimiento del navío.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Heurtaux al contramaestre Ollive.

—El navío se ha levantado ciertamente, y temo que el timón se haya desmontado.

—¿Y ahora?

—Ahora, monsieur Heurtaux, estamos tan inmóviles como antes —dijo Ollive.

Bourcart, el doctor Filhiol y los dos tenientes subieron a la toldilla, donde un marinero llevó dos faroles, con lo que al menos pudieron verse las caras.

Tal vez el capitán tuvo el pensamiento de enviar gente a las embarcaciones, a fin de intentar un nuevo esfuerzo para mover al Saint-Enoch; pero por haber tomado éste su inmovilidad de antes, comprendió que la maniobra sería inútil. Mejor era esperar la próxima marea, se intentaría la operación si las sacudidas se reproducían.

¿Cómo explicarse la causa de aquellas sacudidas y cuál había sido el resultado de el as? ¿Se había separado la quilla del fondo rocoso y se había desmontado el timón?

—Esto debe ser —dijo Bourcart a su segundo—, y ya sabemos que el mar es profundo en torno del escollo.

—Tal vez —respondió Heurtaux— bastaría un retroceso de algunos pies para poner el barco a flote. Pero, ¿cómo obtener ese retroceso?

—Lo que hay de cierto —dijo Bourcart— es que la posición del navío ha sido modificada, y ¡quién sabe si esta noche o mañana él mismo no flotará!

—No me atrevo a contar con el o, capitán, pues la marea no gana, sino al contrario. Será tal vez preciso esperar la nueva luna.

—Eso sería pasar ocho días en estas condiciones. Con mar en calma, el Saint-Enoch no correría grandes peligros… pero el tiempo no tardará en cambiar; y a estas brumas que ahora nos envuelven suceden generalmente violentos huracanes.

—Lo más fastidioso —observó el segundo— es no saber dónde estamos.

—Muéstrese el sol mañana, aunque no sea más que durante una hora, y yo haré el punto y sabremos a qué atenernos —respondió Bourcart—. De todos modos, esté usted seguro, mi querido Heurtaux, que cuando el choque se ha producido estábamos en buen camino. No… Las corrientes no han podido desviarnos de él.

Vuelvo, pues, a la explicación que más aceptable me parece. Este escollo es de formación reciente.

—Así lo creo, capitán, y la desgracia ha hecho que el Saint-Enoch venga precisamente a dar en él.

—Como el Repton en un escollo de igual naturaleza —concluyó Bourcart—. Gracias a Dios, por lo menos nuestro navío no se ha ido a pique, y confío en sacarle de aquí.

Tal era la explicación que daba Bourcart, y que aceptaban Heurteux, el doctor Filhiol, el contramaestre, y quizás también el capitán King. Los dos tenientes no afirmaban nada en este asunto.

En cuanto a los tripulantes, bien pronto se manifestó su opinión.

He aquí en qué circunstancias.

Los hombres agrupados al pie del palo mayor hablaban del asunto. No veían más que una cosa, y era que las sacudidas no habían podido ser producidas ni por la mar, que estaba en profunda calma, ni por la marea, muy débil. Después, las sacudidas habían cesado por completo, y aunque el Saint-Enoch se había levantado un poco sobre babor, ahora guardaba absoluta inmovilidad. Esto es lo que hacía observar el arponero Pierre Kardek, añadiendo como conclusión:

—Preciso es, pues, que sea el escollo mismo el que se ha movido…

—¡El escollo! —exclamaron dos o tres de sus compañeros.

—Vamos, Kardek —replicó el herrero Gil a Thomas—, ¿crees que tenemos tragaderas para pasar esa bola?

Esta respuesta pareció muy en su punto… ¡Un arrecife que se mueve como una boya! ¡Esto no se podía decir entre marineros muy al corriente de las cosas del mar! Nadie podía admitir que un movimiento submarino hubiera agitado en aquel sitio el fondo del Pacífico.

—¡Vaya… a otros con esa historia! —exclamó el carpintero Ferut.—

He sido tramoyista, y he visto en este oficio cuanto hay que ver… pero aquí no estamos en la escena de la Opera o del Chatelet… No se pone en movimiento un escollo si no es de cartón o lienzo pintado.

—Bien respondido —añadió el arponero Luis Thiebaut—; ni un grumete creería esas cosas.

No… Antes que aceptar aquella explicación, realmente bastante lógica, todos estaban dispuestos a admitir las más inverosímiles.

En este momento, el arponero Juan Durut dijo, bastante alto para que Bourcart pudiera oírlo desde la toldilla donde estaba:

—En suma, háyase o no movido el escollo, ¿se conseguirá poner a flote el barco?

Aquel a observación respondió a la preocupación general. Pero, como se comprende, por nadie podía ser contestada.

—¿Acaso el Saint-Enoch va a quedar eternamente en esta situación, pegado como una ostra a la roca? —dijo Ferut.

—No… —respondió una voz conocida de todos.

—¿Es usted Cabidoulin, quien dice que no? —preguntó Juan Kardek.

—Yo…sí.

—¿Y asegura usted que el barco saldrá de aquí?

—Sí…

—¿Cuándo?

—Cuando al monstruo le plazca…

—¿Qué monstruo? —exclamaron a la vez varios marineros y grumetes.

—¡El monstruo que ha cogido al Saint-Enoch y que le sujeta con sus brazos o piernas…El monstruo que le arrastrará,… o que le hundirá en el fondo del Pacífico!

No pensó la tripulación en aquel momento en burlarse de los krakens y otras serpientes de mar de Juan María Cabidoulin.

Al contrario; en opinión general, el tonelero tenía la razón contra el capitán Bourcart, el segundo, el doctor Filhiol…en suma, contra todos los que no opinaban como él.

El contramaestre Ollive gritó:

—¿Has acabado, viejo chocho?

Pero de la tripulación se elevó un murmullo, indicando que tomaban el partido del tonelero.

Sí… A todos los que le escuchaban, aquello que él decía parecía evidente.

Un monstruo gigantesco asolaba aquellos parajes, y sin duda era el señalado por los pescadores de Petropavlosk. Él era quien había deshecho embarcaciones y los cascos de los navíos, de los que se habían encontrado los restos; él quien había matado a las ballenas encontradas en la superficie del mar; él quien se había arrojado sobre el Repton, arrastrándole al fondo del mar; el que había asido al Saint-Enoch y le tenía entre sus brazos…

Bourcart, que había oído lo que Cabidoulin decía, se preguntaba si tal declaración no iba a producir gran pánico. Su segundo, sus oficiales y él bajaron a la toldilla.

Ya era tiempo… ¡demasiado tarde quizás!

Sí… El espanto no permitía a aquellos hombres conservar su sangre fría. La idea de que se encontraban a merced de un formidable animal les hacía rebelde a las observaciones, a las órdenes del capitán… nada escucharían… Se lanzarían a las piraguas. Algunos daban ya el ejemplo…

—¡Deteneos!… ¡Deteneos! —gritó el capitán Bourcart—. Al primero que intente abandonar el barco le rompo la cabeza.

Y a través de la ventana de su camarote cogió un revólver que estaba sobre la mesa.

Heurtaux y los tenientes Coquebert y Allotte se unieron a su jefe.

El contramaestre Ollive se lanzó en medio de los marineros, a fin de mantener el orden. Respecto al capitán King, los suyos no le escucharían.

¿Cómo contener a aquella gente enloquecida por el pensamiento que el monstruo podría arrastrarles a las profundidades del Océano?…

De pronto, nuevas sacudidas conmovieron al barco… las oscilaciones le inclinaron tan pronto a babor como a estribor. El casco parecía que se dislocaba. Los mástiles gimieron sordamente…El timón fue rechazado tan bruscamente, que uno delos envergues se rompió, y la rueda se agitó con tal fuerza, que dos timoneles no hubieran podido sujetarla…

—¡A las piraguas!… ¡a las piraguas! Este fue el grito general, y, sin embargo, todos no podían encontrar sitio en el as…

Bourcart comprendió que no sería el amo a bordo si no mostraba rigor contra el autor de aquel desorden. Así es que, dirigiéndose a Cabidoulin, de pie junto al palo mayor, le dijo:

—Cabidoulin… ¡usted tiene la culpa de cuanto sucede!…

—¿Yo…capitán?

—Sí…usted…

Y dirigiéndose al contramaestre Ollive, añadió:

—Enciérrele usted en el fondo de la cala.

Algunas protestas se elevaron. El tonelero dijo con calma:

—¡Encerrarme a mí, capitán!… ¿Acaso porque he dicho la verdad?

—¿La verdad? —exclamó Bourcart.

—Sí… ¡la verdad! —respondió Juan maría Cabidoulin.

Y como en apoyo a lo que acababa de decir, el navío se levantó de proa a popa con violentísimo movimiento… Al mismo tiempo, terribles mugidos se dejaron oír algunos cables en dirección Sur…

Después una enorme ola avanzó sobre el Saint-Enoch, y en medio de las tinieblas fue arrastrado con incalculable velocidad por la superficie del Pacífico.