En Kamtchatka
Kamtchatka, esa extensa península siberiana regada por el río de este nombre, se extiende entre el mar de Okhotsk y el Océano Glacial Ártico. Mide 1350 kilómetros por una latitud de 400.
Esta provincia pertenece a los rusos desde 1806. Después de haber formado parte del Gobierno de Irkutsk, forma una de las ocho grandes divisiones de que se compone la Siberia, administrativamente considerada.
La población de Kamtchatka es relativamente pequeña; apenas un habitante por kilómetro superficial, sin que haya indicios de que tienda a aumentarse. Además, el suelo no es muy a propósito para el cultivo, aunque allí la temperatura media sea menos fría que en otras partes de Siberia. Está sembrada de lavas, de piedras porosas, de cenizas que provienen de erupciones volcánicas. Su forma puede ser comparada a una gran cadena cortada que se extiende al Norte y al Sur, más próxima al litoral Este y que presenta elevadas cúspides. Esta cadena no se detiene en el límite de la península; más allá del cabo Lopatka se prolonga a través del rosario de las Kouriles hasta cerca de las tierras del Japón.
No faltan los puertos en la costa occidental, subiendo el istmo que reune a Kamtchatka con el continente asiático; Karajinsk, Chalwesk, Swaschink, Chaljulinsk, Osernowsk. El más importante es, sin duda, Petropavlosk, situado a unos 250 kilómetros del cabo Lopatka.
En este puerto ancló el Saint-Enoch el 4 de octubre a las cinco de la tarde. El ancla cayó tan cerca de tierra como lo permitía el calado del barco en el fondo de la bahía de Avatcha, bastante extensa para contener todas las flotas del mundo.
El Repton se encontraba ya de escala allí.
Si el doctor Filhiol había alguna vez soñado visitar la capital de Kamtchatka, iba a realizar su deseo en las más favorables condiciones. En aquel clima exuberante, donde se respira aire sano y húmedo, es raro que el horizonte esté completamente despejado. Sin embargo, aquel día, al entrar el navío en la bahía de Avatcha, se pudo seguir con la mirada el largo perfil de aquel magnífico panorama de montañas.
Numerosos volcanes se abren en aquella cadena: el Schiwelusch, el Schiwelz, el Kronosker, el Kortazker, el Powbrotnaja, el Asatschinska, y en fin, tras el pueblo, pintorescamente situado, el Koriatski, cubierto de nieve, cuyo cráter lanzaba vapores fuliginosos mezclados de llamas.
Respecto a la ciudad, aún en estado rudimentario, no se componía más que de un conglomerado de casas de madera.
Situada al pie de las altas montañas parecía uno de esos juguetes de niño cuyas casitas están colocadas sin orden. De las diversas piezas, la más curiosa era una pequeña iglesia del culto griego, de color rojo, con tejado verde y su campanario.
Dos navegantes, danés el uno y francés el otro, son honrados en Petropavlosk con monumentos conmemorativos: Behring y el comandante Laperouse; para el primero una columna, y una construcción octogonal, blindada con placas de hierro, para el segundo.
No encontró el doctor Filhiol en esta provincia establecimientos agrícolas de alguna importancia. Gracias a la humedad persistente, el suelo es siempre rico en pastos y da hasta tres cosechas anuales.
Respecto a las gramíneas son poco abundantes, y las legumbres no se dan sino medianamente, excepción de la coliflor, que adquiere proporciones colosales. Se ven algunos campos de trigo y avena, tal vez más productivos que en otras partes de la Siberia septentrional por ser el clima menos rudo entre los dos mares que bañan la península.
Bourcart no pensaba permanecer en Petropavlosk más que el tiempo preciso para procurarse carne fresca. La cuestión de la invernada del Saint-Enoch, realmente no estaba aún resuelta.
De esto hablaron él y Heurtaux a fin de tomar una resolución definitiva.
El capitán Bourcart dijo:
—Yo creo que no debemos pasar el invierno en el puerto de Petropavlosk, aunque un navío nada tenga que temer aquí de los hielos, puesto que la bahía de Avatcha queda siempre libre, aun en la época de los grandes fríos.
—¿Acaso piensa usted en regresar a Vancouver?
—Probablemente, aunque no sea más que para vender el aceite que tenemos en nuestros barriles.
—Una tercera parte del cargamento…, a lo más… —respondió el segundo.
—Lo sé, Heurtaux; pero ¿por qué no aprovecharse de la elevación de los precios, que es posible no se sostenga el año próximo?
—No bajarán, capitán, si, como parece, las ballenas abandonan estos parajes del Pacífico septentrional.
—En esto hay algo inexplicable —respondió Bourcart—, y tal vez los balleneros no volverán al mar de Okhotsk.
—Si volvemos a Victoria —dijo M. Heurtaux—, ¿invernará allí el Saint-Enoch?
—Eso lo decidiremos más tarde. La travesía de Petropavlosk a Victoria durará de seis a siete semanas…, ¡y quién sabe si en el camino se —presentará ocasión de que amarremos dos o tres ballenas!… Preciso es que estén en alguna parte, puesto que no se las encuentra ni en el mar de Okhotsk ni en la bahía Margarita.
—Es posible que busquen el estrecho de Behring, capitán.
—Tal vez, Heurtaux, pero la estación está muy avanzada para que nos elevemos tanto en latitud. Los bancos de hielo nos detendrían pronto… No… Procuremos dar algunos arponazos durante la travesía.
—¿Y no sería preferible volver a Nueva Zelandia en vez de invernar en Victoria?
—He pensado en el o —respondió Bourcart—. Sin embargo, para decidirnos esperemos que el Saint-Enoch esté en Vancouver.
—En resumen, capitán: a Europa no volveremos ahora, ¿verdad?
—No… sin haber hecho una campaña completa el año próximo.
—¿Y tardaremos poco en abandonar Petropavlosk?
—Cuando acabemos de hacer nuestras provisiones —respondió el capitán Bourcart.
Estos proyectos merecieron la aprobación general, excepto la del tonelero. Aquel mismo día, estando con el contramaestre Ollive en una taberna del pueblo ante una botella de vodka, dijo el primero:
—Y bien, viejo, ¿qué opinas de lo resuelto por el capitán?
—Mi opinión —respondió Cabidoulin— es que el Saint-Enoch haría bien en no volver a Vancouver.
—¿Por qué?
—Porque no está seguro el camino.
—¿Querrías invernar en Petropavlosk?
—Tampoco.
—¿Entonces?…
Lo mejor sería poner la proa al Sur para regresar a Europa…
—¿Esa es tu idea?
—¡Esa es mi idea…, y es la buena!…
El Saint-Enoch, salvo algunas reparaciones de poca importancia, no tenía más que renovar su provisión de víveres frescos y de combustible. Era indispensable dedicarse sin retraso a esta tarea, y así lo hizo la tripulación.
Se vió que el Repton practicaba las mismas operaciones, lo que indicaba iguales propósitos. Parecía, pues, probable que el capitán King aparejaría pasados algunos días. ¿Para dónde? Bourcart no había podido saberlo.
El doctor Filhiol dedicó sus ocios durante la escala a visitar los alrededores, lo mismo que en Victoria, aunque en menor radio.
Desde el punto de vista de la facilidad de los transportes, Kamtchatka no iguala aún a la isla de Vancouver.
Respecto a su población, presentaba un tipo muy diferente del de los indios que habitan Alaska y la Columbia inglesa. Estos indígenas tienen las espaldas anchas, los ojos saltones, la mandíbula prominente, gruesos los labios y el cabello negro: gentes robustas, pero muy perezosas. ¡Y cuán sabia se ha mostrado la Naturaleza dando la menor cantidad posible de nariz a naturales de un país donde los restos del pescado, arrojados al aire libre, afectan tan desagradablemente a la membrana pituitaria!
Los hombres tienen la tez amarillenta, que en las mujeres es blanca, por lo poco que se puede juzgar de esto, pues tienen la costumbre de cubrirse el rostro con una película, hecha de tripa de buey, pegada con una especie de engrudo y se afeitan con rojo de fuco mezclado con grasa de pescado.
El traje se compone de pieles teñidas de amarillo con corteza de sauce, camisas de tela de Rusia o Boukhara y pantalones que usan ambos sexos. En esto, los kamtchadales podían fácilmente ser confundidos con los habitantes del Asia septentrional.
Las costumbres locales, la manera de vivir son las mismas que en Siberia, bajo la poderosa administración moscovita, y la religión que allí se profesa es la ortodoxa.
Conviene añadir que, gracias a la salubridad del clima, los kamtchadales gozan de excelente salud y las enfermedades son raras en el país.
«¡Los médicos no harían aquí fortuna!» debió pensar el doctor Filhiol, al ver aquellos hombres y aquellas mujeres dotados del notable vigor y extraordinaria agilidad debidos a la práctica constante de ejercicios físicos, y que no encanecen antes de los sesenta años.
La población de Petropavlosk se mostraba hospitalaria, y si algún defecto hay que reprocharle es el de no amar más que el placer.
Y, realmente, ¿para qué esclavizarse al trabajo cuando es fácil alimentarse con poco gasto? El pescado, el salmón sobre todo, abunda en aquel litoral, y hasta los perros se alimentan de él. A estos perros se les emplea para tirar de los trineos. Un instinto seguro les permite orientarse en medio de las tempestades de nieve, allí muy frecuentes. Los kamtchadales no son solamente pescadores, sino que también se dedican a la caza, consistente en cibelinas, armiños, nutrias, renos, lobos, carneros salvajes, etc.
Los osos negros se encuentran igualmente en gran número en las montañas de la península. Tan temibles como los de la bahía de Okhotsk, es preciso tomar algunas precauciones contra ellos, pues aventurándose por los alrededores de Petropavlosk sus ataques son siempre de temer.
La capital de Kamtchatka no contaba entonces más que mil cien habitantes. Bajo el reinado de Nicolás I fue rodeada de fortificaciones, destruidas en parte por las flotas anglofrancesas en 1855. Estas fortificaciones se levantaron, porque Petropavlosk es un punto estratégico de gran importancia y conviene defender esta soberbia bahía de Avatcha contra todo ataque.
La tripulación del Saint-Enoch se ocupó también en hacer provisiones de madera en vista de una larga travesía y para el caso en que se pescara alguna ballena, pero no fue tan fácil procurarse este combustible en el litoral del Kamtchatka como en el litoral del mar de Okhotsk.
Los hombres tuvieron que alejarse tres o cuatro millas para llegar a un bosque que cubre las primeras rampas del volcán de Koriatski. Hubo necesidad de organizar trineos, arrastrados por perros, para transportar la leña a bordo.
El 6 de octubre, Cabidoulin, el carpintero Thomas y seis marineros, provistos de sierras y hachas, subieron en un trineo, alquilado por el capitán Bourcart, y que dirigía su conductor indígena, con la destreza de un verdadero mujik.
Al salir de la ciudad el trineo siguió un camino, más bien sendero, que serpenteaba entre campos de avena y cebada, y entrando después por terrenos de pastos, cuya última cosecha acababa de ser recogida, llegó al bosque a las siete y media.
No era el bosque realmente más que un conjunto de pinos y otros árboles resinosos de verdor permanente. Una docena de balleneros apenas si hubieran podido hacer allí la provisión de leña suficiente para sus necesidades.
—¡Decididamente, no es Kamtchatka quien hará hervir las calderas! —dijo el carpintero Thomas.
—Hay aquí más leña de la que hemos de quemar —respondió Cabidoulin.
—¿Por qué?…
—Porque las ballenas se han ido al diablo, y es inútil cortar árboles cuando no habrá que encender fuego.
—Bien —repuso el carpintero—; otros no son de esa opinión y esperan dar aún algunos arponazos.
En efecto; en aquel sitio algunos hombres trabajaban en la orilla del sendero. Eran media docena de marineros del Repton que, desde la víspera, habían comenzado aquella faena bajo la dirección del segundo Strok. ¿Quizás el barco inglés se dirigiría a Vancouver como el Saint-Enoch?
Después de todo, aunque no hubiera habido más que un centenar de árboles, hubiera bastado para los dos balleneros. Los tripulantes de uno y otro barco no tendrían, pues, que disputarse una raíz o una rama.
Por prudencia, el carpintero no condujo a su gente por la parte que ocupaban los del Repton, pues M. Bourcart había recomendado evitar todo contacto con ellos. Así es que los marineros del Saint-Enoch se pusieron a trabajar en el otro extremo del sendero, y el primer día dos estéreos de leña fueron transportados a bordo.
Pero sucedió que el último día, a pesar de los consejos del capitán Bourcart, los tripulantes del Repton y del Saint-Enoch acabaron por encontrarse y por cuestionar a propósito de un árbol.
Los ingleses no eran muy sufridos, ni los franceses tampoco; no se encontraban ni en Francia ni en Inglaterra, y bien pronto cambiáronse palabras malsonantes, y de esto a los golpes, no hay más que un paso entre marineros de diferente nacionalidad. Se sabe que el rencor de la tripulación del Saint-Enoch databa de algunos meses.
Durante la disputa, que ni Cabidoulin ni Thomas pudieron cortar, el marinero Germinet fue brutalmente rechazado por el carpintero del Repton. Este ser grosero, medio borracho de whisky y de ginebra, vomitó la serie de injurias que con tanta frecuencia salen de una boca sajona.
Las dos tripulaciones avanzaron con aspecto hostil. El segundo Strok no hizo el menor esfuerzo para detener a los suyos.
En primer lugar, Germinet, que no estaba de humor para aguantar el ultraje recibido, saltó sobre el inglés, le arrancó su sombrero y lo pateó, diciendo:
—¡Si el Repton no ha saludado al Saint-Enoch, al menos este inglés ha puesto su sombrero bajo nosotros!
—¡Muy bien! —añadieron sus compañeros.
Las dos tripulaciones eran iguales en número: iban armados de hachas y cuchillos, y si se lanzaban unos contra otros, tal vez se vertería la sangre, y hasta se ocasionaría la muerte de algún hombre.
Así es que el carpintero y Cabidoulin procuraban contener a sus compañeros que iban a tomar la ofensiva. Por su parte, el segundo Strok, comprendiendo la gravedad de las cosas, consiguió sujetar a la gente del Repton.
No hubo, pues, más que injurias cambiadas en las dos lenguas, y los franceses volvieron al trabajo. La tala de árboles quedó terminada aquel día, y las tripulaciones de ambos barcos no tendrían ya ocasión de encontrarse.
Dos horas después, el tonelero, el carpintero y seis hombres estaban de regreso a bordo con el trineo. Cuando M. Bourcart supo lo que había pasado, dijo:
—Felizmente, el Saint-Enoch no tardará en levar anclas… Si no, esto acabaría mal.
Efectivamente: era de temer que los marineros de los dos navíos, cada vez más sobreexcitados, llegasen a batirse en las calles de Petropavlosk, a riesgo de ser prendidos por la policía rusa. Así es que, deseosos de evitar una colisión y las consecuencias de la misma en las tabernas, el capitán Bourcart y el capitán King no concedieron a su gente permiso para ir a tierra.
Cierto que el Saint-Enoch y el Repton estaban anclados a menos de un cable el uno del otro, y las provocaciones se oían desde ambos navíos. Lo más acertado era, por tanto, apresurar los preparativos, embarcar las últimas provisiones y aparejar lo más pronto posible, y una vez en el mar, no navegar unidos, y, sobre todo, no dirigirse al mismo puerto.
Prodújose entonces un incidente propio para retrasar la partida del barco francés y del barco inglés.
En la tarde del 8 de octubre, aunque reinase viento de alta mar, muy favorable para la pesca, causó gran sorpresa ver que las chalupas de los kamtchadales forzaban la vela para ganar el puerto. Tal había sido la precipitación de aquella huida, que varias regresaban sin sus redes, abandonadas en la entrada de la bahía de Avatcha.
He aquí lo que la población de Petropavlosk no tardó en conocer.
A una media milla de la bahía, toda aquella flotilla de pesca fue presa del mayor espanto a la vista de un monstruo marino de gigantesco tamaño. El tal monstruo se deslizaba por la superficie de las aguas, que su cola agitaba con increíble violencia. Sin duda, la sobreexcitación de las imaginaciones aumentó el miedo de los pescadores. De creerles, aquel animal no medía menos de trescientos pies de largo, por un grueso de quince a veinte; tenía la cabeza provista de una crin, el cuerpo hinchado en el medio, y algunos añadían que iba armado de formidables pinzas como un enorme crustáceo.
Aunque no se trataba de la serpiente de Juan María Cabidoulin, aquella parte del mar había sido, o era aún, frecuentada por uno de aquellos animales prodigiosos, a los que no se debía atribuir un origen legendario. No era posible que fuese una inmensa alga semejante a la encontrada por el Saint-Enoch más allá de las Aleutinas. Se trataba de un ser vivo, como afirmaban los cincuenta o sesenta pescadores que acababan de regresar al puerto, y de tan gran tamaño, que a su poder no podría resistir un barco como el Saint-Enoch o el Repton.
Entonces M. Bourcart, sus oficiales y su tripulación se preguntaron si no era la presencia de dicho monstruo en los parajes del Norte del Pacífico la que había provocado la huida de las ballenas; si no era aquel gigante oceánico lo que las había hecho abandonar la bahía Margarita primero, el mar Okhotsk después; aquel del que había hablado el capitán del Iwing, y que, después de atravesar aquella parte del Océano, acababa de ser señalado en las aguas kamtchadales…
Todos se preguntaban esto a bordo del Saint-Enoch. ¿No daban los hechos la razón a Juan María Cabidoulin al afirmar éste la existencia de la gran serpiente de mar o de otra monstruosa bestia del mismo género?
Con este motivo hubo a bordo apasionadas discusiones.
¿El pánico no habría hecho ver a los pescadores lo que en realidad no existía? Esta era la opinión de Bourcart, del segundo, del doctor Filhiol y del contramaestre Ollive. Respecto a los dos tenientes, no lo afirmaban con tanta seguridad como los primeros, y la tripulación, en su mayoría, no admitía la posibilidad del error.
Para el a, la aparición del monstruo no ofrecía duda de ninguna clase.
—En fin —dijo Heurtaux—, exista o no ese animal extraordinario, creo que no demoraremos por eso nuestra partida.
—No pienso en el o —respondió el capitán Bourcart—; no hay motivo para cambiar nuestros proyectos.
—¡Qué diablo! —exclamó Romain Allotte—. El monstruo, por monstruo que sea, no se tragará al Saint-Enoch como un tiburón un cuarto de tocino.
—Además —dijo el doctor Filhiol—, en interés general, lo mejor es saber a qué atenerse…
—Esa es mi opinión —respondió Bourcart—, y pasado mañana nos daremos al mar.
Se aprobó la resolución del capitán. ¡Y qué gloria para el barco y para la tripulación que consiguieran librar aquellos parajes de semejante monstruo!
—Y bien, viejo —dijo el contramaestre al tonelero—. Partiremos a pesar de todo, y si nos arrepentimos…
—Será demasiado tarde —respondió Juan María Cabidoulin.
—Entonces, ¿será preciso no navegar más?
—Nunca.
—Tu cabeza no está buena.
—¿No confiesas que yo tenía razón?
El contramaestre se encogió de hombros.
—Sí…, yo…, puesto que la serpiente de mar está allí…
—Ya lo veremos…
—¡Todo está visto!
Y, en el fondo, el tonelero se encontraba entre el temor que debía inspirar la aparición del monstruo y la satisfacción de haber creído siempre en la existencia del mismo.
Entretanto, el terror reinaba en el pueblo de Petropavlosk. Se comprenderá que aquella población supersticiosa no podía poner en duda la llegada del animal a las aguas siberianas. Nadie habría admitido que los pescadores se engañaran. Los kamtchadales no se hubieran mostrado escépticos ante las más inverosímiles leyendas del Océano.
Así, pues, los habitantes no cesaban de vigilar la bahía de Avatcha temiendo que el terrible animal buscase refugio en el a. Si alguna ola enorme se levantaba a lo lejos, era que él agitaba el mar hasta sus profundidades. Si algún formidable rumor atravesaba el espacio, era que él agitaba el aire con su formidable cola. ¿Y si avanzaba hasta el puerto y se lanzaba fuera de las aguas arrojándose sobre la ciudad?… ¡No sería menos temible en tierra que en el mar!… ¿Y cómo escapar de él?…
El Saint-Enoch y el Repton hacían sus preparativos para marchar cuanto antes.
Fueran las que fueran las ideas de los ingleses con motivo de aquel ser apocalíptico, iban a darse a la vela, probablemente el mismo día que el navío francés. Puesto que el capitán King y su tripulación no vacilaban en partir, el capitán Bourcart y los suyos, ¿podían no seguir su ejemplo?
Resultó de aquí que el 10 de octubre por la mañana, los dos barcos levaron el ancla a la misma hora para aprovechar la marea.
Después, ayudados por el vientecil o de tierra, atravesaron la bahía de Avatcha, proa al Este, como si navegasen unidos.
Después de todo, en previsión de un terrible encuentro, ¡quién sabe si, a pesar de la antipatía que se profesaban, no les llevaría el azar a tener que prestarse auxilio!…
Respecto a la población de Petropavlosk, presa de espanto, no tenía más esperanza que el monstruo, después de haberse encarnizado contra el Repton y el Saint-Enoch, se alejara de las aguas siberianas.