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TELETRANSPORTE

¡Qué maravilloso que hayamos tropezado con una paradoja! Ahora tenemos alguna esperanza de hacer progresos.

NIELS BOHR

¡Yo no puedo cambiar las leyes de la física, capitán!

SCOTTY, ingeniero jefe en Star Trek

El teletransporte, o la capacidad de transportar instantáneamente a una persona o un objeto de un lugar a otro, es una tecnología que podría cambiar el curso de la civilización y alterar el destino de las naciones. Podría alterar de manera irrevocable las reglas de la guerra: los ejércitos podrían teletransportar tropas detrás de las líneas enemigas o simplemente teletransportar a los líderes del enemigo y capturarlos. El sistema de transporte actual —desde los automóviles y los barcos a los aviones y los trenes, y todas las diversas industrias que sirven a estos sistemas— se haría obsoleto; sencillamente podríamos teletransportarnos al trabajo y teletransportar nuestros productos al mercado. Las vacaciones no requerirían ningún esfuerzo, pues nos teletransportaríamos a nuestro destino. El teletransporte lo cambiaría todo.

La versión más antigua del teletransporte puede encontrarse en textos religiosos tales como la Biblia, donde algunas personas desaparecen como por encanto.[9] Este pasaje de los Hechos de los Apóstoles en el Nuevo Testamento parece sugerir el teletransporte de Felipe de Gaza a Azoto: «Y en saliendo del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe, y el eunuco no volvió a verle, pero siguió gozoso su camino. Felipe, sin embargo, apareció en Azoto y viajó por todas las ciudades predicando la buena nueva hasta que llegó a Cesárea» (Hechos 8.36-40).

El teletransporte forma parte también del arsenal de trucos e ilusiones de cualquier mago: sacar conejos de una chistera, cartas de la manga y monedas de detrás de las orejas de alguien. Uno de los trucos de magia más ambiciosos de los tiempos recientes presentaba a un elefante que desaparecía ante los ojos de unos espectadores estupefactos. En este espectáculo, un enorme elefante de varias toneladas de peso era colocado dentro de una caja. Luego, con un toque de la varita del mago, el elefante desaparecía para gran asombro de los espectadores. (Por supuesto, el elefante no desaparecía realmente. El truco se realizaba con espejos. Detrás de cada barrote de la jaula se habían colocado largas y delgadas tiras verticales de material reflectante. Cada una de estas tiras verticales reflectantes podía pivotar, como una puerta. Al comienzo del truco de magia, cuando todas estas tiras reflectantes verticales estaban alineadas detrás de las barras, los espejos no podían verse y el elefante era visible. Pero cuando los espejos se rotaban 45 grados ante la audiencia, el elefante desaparecía, y los espectadores se quedaban mirando la imagen reflejada del lateral de la jaula).

Teletransporte y ciencia ficción

La primera mención del teletransporte en la ciencia ficción ocurría en la historia de Edward Page Mitchell «El hombre sin cuerpo», publicada en 1877. En dicha historia un científico era capaz de desensamblar los átomos de un gato y transmitirlos por un cable telegráfico. Por desgracia, la batería se agotaba mientras el científico estaba tratando de teletransportarse a sí mismo. Solo conseguía teletransportar su cabeza.

Sir Arthur Conan Doyle, bien conocido por sus novelas de Sherlock Holmes, estaba fascinado con la idea del teletransporte.[10] Tras años de escribir novelas y relatos cortos de detectives empezó a cansarse de la serie de Sherlock Holmes y finalmente acabó con su sabueso, haciéndole caer por una cascada con el profesor Moriarty. Pero las quejas de los lectores fueron tantas que Doyle se vio obligado a resucitar al detective. Puesto que no podía acabar con Sherlock Holmes, Doyle decidió crear una serie completamente nueva, protagonizada por el profesor Challenger, que era la contrapartida de Sherlock Holmes. Ambos tenían un ingenio rápido y una vista aguda para resolver misterios. Pero mientras que Holmes utilizaba una fría lógica deductiva para descifrar casos complejos, el profesor Challenger exploraba el mundo oscuro del espiritismo y los fenómenos paranormales, teletransporte incluido. En la novela de 1927 La máquina desintegradora, el profesor conocía a un caballero que había inventado una máquina que podía desintegrar a una persona y luego recomponerla en otro lugar. Pero el profesor Challenger queda horrorizado cuando el inventor presume de que si su invento cayera en las manos equivocadas, podría desintegrar ciudades enteras con millones de personas con solo apretar un botón. El profesor Challenger utiliza entonces la máquina para desintegrar a su inventor, y abandona el laboratorio, sin recomponerlo.

Más recientemente, Hollywood ha descubierto el teletransporte. La película La mosca, de 1958, examinaba gráficamente lo que podría suceder cuando el teletransporte sale mal. Mientras un científico trata de teletransportarse a través de una habitación, sus átomos se mezclan con los de una mosca que accidentalmente ha entrado en la cámara de teletransporte, y el científico se convierte en un monstruo mutado de forma grotesca, mitad humano y mitad mosca. (En 1986 se hizo una nueva versión protagonizada por Jeff Goldblum).

El teletransporte se hizo familiar por primera vez en la cultura popular con la serie Star Trek, Gene Roddenberry, el creador de Star Trek, introdujo el teletransporte en la serie porque el presupuesto de los estudios Paramount no daba para los costosos efectos especiales necesarios para simular el despegue y el aterrizaje de naves a propulsión en planetas lejanos. Sencillamente era más barato emitir la tripulación del Enterprise a su destino.

Con los años, los científicos han planteado varias objeciones sobre la posibilidad del teletransporte. Para teletransportar a alguien habría que conocer la posición exacta de cada átomo de un cuerpo vivo, lo que probablemente violaría el principio de incertidumbre de Heisenberg (que afirma que no se puede conocer al mismo tiempo la posición y la velocidad exactas de un electrón). Los productores de la serie Star Trek, cediendo a los críticos, introdujeron «compensadores de Heisenberg» en la cámara transportadora, como si se pudiesen compensar las leyes de la mecánica cuántica añadiendo un artilugio al transportador. El caso es que la necesidad de crear estos compensadores de Heisenberg quizá fuera prematura. Tal vez esos primeros críticos y científicos estuvieran equivocados.

El teletransporte y la teoría cuántica

Según la teoría newtoniana, el teletransporte es claramente imposible. Las leyes de Newton se basan en la idea de que la materia está hecha de minúsculas y duras bolas de billar. Los objetos no se mueven hasta que se les empuja; los objetos no desaparecen de repente y reaparecen en otro lugar.

Pero en la teoría cuántica, eso es precisamente lo que las partículas pueden hacer. Las leyes de Newton, que imperaron durante doscientos cincuenta años, fueron abolidas en 1925, cuando Werner Heisenberg, Erwin Schrodinger y sus colegas desarrollaron la teoría cuántica. Al analizar las extrañas propiedades de los átomos, los físicos descubrieron que los electrones actuaban como ondas y hacían saltos cuánticos en sus movimientos aparentemente caóticos dentro de los átomos.

El hombre más íntimamente relacionado con estas ondas cuánticas es el físico vienés Erwin Schrodinger, que estableció la famosa ecuación de ondas que lleva su nombre, una de las más importantes de toda la física y la química. En las facultades universitarias se dedican cursos completos a resolver su famosa ecuación, y paredes enteras de bibliotecas de física están llenas de libros que examinan sus profundas consecuencias. En teoría, la totalidad de la química puede reducirse a soluciones de esta ecuación.

En 1905 Einstein había mostrado que las ondas luminosas pueden tener propiedades de tipo partícula; es decir, pueden describirse como paquetes de energía llamados fotones. Pero en los años veinte se estaba haciendo evidente para Schrodinger que lo contrario también era cierto: que partículas como electrones podían exhibir un comportamiento ondulatorio. Esta idea fue señalada por primera vez por el físico francés Louis de Broglie, que ganó el premio Nobel por esa conjetura. (Demostramos esto a nuestros estudiantes de grado en la universidad. Disparamos electrones dentro de un tubo de rayos catódicos como los que se suelen encontrar en los televisores. Los electrones pasan por un minúsculo agujero, de modo que normalmente uno esperaría ver un punto minúsculo donde los electrones incidieran en la pantalla del televisor. En lugar de ello se encuentran anillos concéntricos de tipo onda, que es lo que se esperaría si una onda, y no una partícula puntual, hubiera atravesado el agujero).

Un día Schrodinger dio una conferencia sobre este curioso fenómeno. Fue retado por un colega físico, Peter Debye, que le preguntó: si los electrones se describen mediante ondas, ¿cuál es su ecuación de ondas?

Desde que Newton creó el cálculo infinitesimal, los físicos habían sido capaces de describir las ondas en términos de ecuaciones diferenciales, de modo que Schrodinger tomó la pregunta de Debye como un reto para escribir la ecuación diferencial para las ondas electrónicas. Ese mes Schrodinger se fue de vacaciones, y cuando volvió tenía dicha ecuación. Así, de la misma manera que antes que él Maxwell había tomado los campos de fuerza de Faraday y extraído las ecuaciones de Maxwell para la luz, Schrodinger tomó las ondas de materia de De Broglie y extrajo la ecuación de Schrodinger para los electrones.

(Los historiadores de la ciencia han dedicado muchos esfuerzos a tratar de averiguar qué estaba haciendo exactamente Schrodinger cuando descubrió su famosa ecuación que había de cambiar para siempre el paisaje de la física y la química modernas. Al parecer, Schrodinger creía en el amor libre y a menudo estaba acompañado en sus vacaciones por sus amantes y su mujer. Incluso mantenía un diario detallado donde apuntaba sus numerosas amantes, con códigos elaborados concernientes a cada encuentro. Los historiadores creen ahora que estaba en la villa Herwig, en los Alpes, con una de sus novias el fin de semana en que descubrió su ecuación).

Cuando Schrodinger empezó a resolver su ecuación para el átomo de hidrógeno encontró, para su gran sorpresa, los niveles de energía exactos del hidrógeno que habían sido cuidadosamente catalogados por físicos anteriores. Entonces se dio cuenta de que la vieja imagen del átomo de Niels Bohr que mostraba a los electrones zumbando alrededor del núcleo (que incluso se usa hoy en libros y en anuncios cuando se trata de simbolizar la ciencia moderna) era en realidad equivocada. Estas órbitas tendrían que ser reemplazadas por ondas que rodean el núcleo.

El trabajo de Schrodinger también envió ondas de choque a través de la comunidad de físicos. De repente los físicos eran capaces de mirar dentro del propio átomo, examinar en detalle las ondas que constituían sus capas electrónicas y extraer predicciones precisas para esos niveles de energía que encajaban perfectamente con los datos.

Pero quedaba una cuestión persistente que no ha dejado hasta hoy de obsesionar a los físicos. Si el electrón está descrito por una onda, entonces, ¿qué está ondulando? Esta pregunta fue respondida por el físico Max Born, que dijo que esas ondas son en realidad ondas de probabilidad. Estas ondas dan solamente la probabilidad de encontrar un electrón concreto en cualquier lugar y cualquier instante. En otras palabras, el electrón es una partícula, pero la probabilidad de encontrar dicha partícula viene dada por la onda de Schrodinger. Cuanto mayor es la onda en un punto, mayor es la probabilidad de encontrar la partícula en dicho punto.

Con estos desarrollos, azar y probabilidad se introducían repentinamente en el corazón de la física, que hasta entonces nos había dado predicciones precisas y trayectorias detalladas de partículas, desde planetas a cometas o a balas de cañón.

Esta incertidumbre fue finalmente codificada por Heisenberg cuando propuso el principio de incertidumbre, es decir, el concepto de que no se puede conocer a la vez la velocidad y la posición exactas de un electrón;[11] ni se puede conocer su energía exacta, medida en un intervalo de tiempo dado. En el nivel cuántico se violan todas las leyes básicas del sentido común: los electrones pueden desaparecer y reaparecer en otro lugar, y los electrones pueden estar en muchos lugares al mismo tiempo.

(Resulta irónico que Einstein, el abuelo de la teoría cuántica que ayudó a iniciar la revolución en 1905, y Schrodinger, que nos dio la ecuación de ondas, estuvieran horrorizados por la introducción del azar en la física fundamental. Einstein escribió: «La mecánica cuántica merece mucho respeto. Pero una voz interior me dice que esto no es toda la verdad. La teoría ofrece mucho, pero apenas nos acerca más al secreto del viejo. Por mi parte, al menos, estoy convencido de que Él no juega a los dados»[12]).

La teoría de Heisenberg era revolucionaria y controvertida, pero funcionaba. De un golpe, los físicos podían explicar un gran número de fenómenos intrigantes, incluidas las leyes de la química. A veces, para impresionar a mis estudiantes de doctorado con lo extraña que es la teoría cuántica, les pido que calculen la probabilidad de que sus átomos se disuelvan repentinamente y reaparezcan al otro lado de una pared de ladrillo. Semejante suceso de teletransporte es imposible según la física newtoniana, pero está permitido según la mecánica cuántica. La respuesta, no obstante, es que habría que esperar un tiempo mucho mayor que la vida del universo para que esto ocurriera. (Si utilizáramos un ordenador para representar gráficamente la onda de Schrodinger de nuestro propio cuerpo, encontraríamos que refleja muy bien todos los rasgos del cuerpo, excepto que la gráfica sería un poco borrosa, con algunas de las ondas rezumando en todas direcciones. Algunas de las ondas se extenderían incluso hasta las estrellas lejanas. Por ello hay una probabilidad muy minúscula de que un día nos despertemos en un planeta lejano).

El hecho de que los electrones puedan estar aparentemente en muchos lugares al mismo tiempo forma la base misma de la química. Sabemos que los electrones circulan alrededor del núcleo de un átomo, como un sistema solar en miniatura. Pero átomos y sistemas solares son muy diferentes. Si dos sistemas solares colisionan en el espacio exterior, los sistemas solares se romperán y los planetas saldrán disparados al espacio profundo. Pero cuando los átomos colisionan, suelen formar moléculas que son perfectamente estables y comparten electrones. En las clases de química de bachillerato el profesor suele representar esto con un «electrón difuminado», que se parece a un balón de rugby que conecta los dos átomos.

Pero lo que los profesores de química raramente dicen a sus alumnos es que el electrón no está «difuminado» entre dos átomos. Este «balón de rugby» representa la probabilidad de que el electrón esté en muchos lugares al mismo tiempo dentro del balón. En otras palabras, toda la química, que explica las moléculas del interior de nuestros cuerpos, se basa en la idea de que los electrones pueden estar en muchos lugares al mismo tiempo, y es este compartir electrones entre dos átomos lo que mantiene unidas las moléculas de nuestro cuerpo. Sin la teoría cuántica, nuestras moléculas y átomos se disolverían instantáneamente.

Esta peculiar pero profunda propiedad de la teoría cuántica (que hay una probabilidad finita de que puedan suceder los sucesos más extraños) fue explotada por Douglas Adams en su divertida novela Guía del autoestopista galáctico. Adams necesitaba una forma conveniente de viajar a gran velocidad a través de la galaxia, de modo que inventó el propulsor de improbabilidad infinito, «un nuevo y maravilloso método de atravesar enormes distancias interestelares en una nadería de segundo, sin toda esa tediosa complicación del hiperespacio». Su máquina permite cambiar a voluntad las probabilidades de cualquier suceso cuántico, de modo que incluso sucesos muy improbables se hacen un lugar común. Así, si uno quisiera saltar al sistema estelar más cercano, simplemente tendría que cambiar la probabilidad de rematerializarse en dicha estrella, y voilá!, se teletransportaría allí al instante.

En realidad, los «saltos» cuánticos tan comunes dentro del átomo no pueden generalizarse fácilmente a objetos grandes tales como personas, que contienen billones de billones de átomos. Incluso si los electrones de nuestro cuerpo están danzando y saltando en su viaje fantástico alrededor del núcleo, hay tantos de ellos que sus movimientos se promedian. A grandes rasgos, esta es la razón de que en nuestro nivel las sustancias parezcan sólidas y permanentes.

Por consiguiente, aunque el teletransporte está permitido en el nivel atómico, habría que esperar un tiempo mayor que la edad del universo para presenciar realmente estos extraños efectos en una escala macroscópica. Pero ¿podemos utilizar las leyes de la teoría cuántica para crear una máquina para teletransportar algo a demanda, como en las historias de ciencia ficción? Sorprendentemente, la respuesta es un sí matizado.

El experimento EPR

La clave para el teletransporte cuántico reside en un famoso artículo de 1935 escrito por Albert Einstein y sus colegas Boris Podolsky y Nathan Rosen, quienes, irónicamente, propusieron el experimento EPR (llamado así por las iniciales de los apellidos de los tres autores) para acabar, de una vez por todas, con la introducción de la probabilidad en la física. (Hablando de los innegables éxitos experimentales de la teoría cuántica, Einstein escribió: «Cuanto más éxito tiene la teoría cuántica, más absurda parece»).[13]

Si dos electrones vibran inicialmente al unísono (un estado llamado coherencia), pueden permanecer en sincronización ondulatoria incluso si están separados por una gran distancia. Aunque los dos electrones puedan estar separados a años luz, sigue habiendo una onda de Schrodinger invisible que los conecta, como un cordón umbilical. Si algo sucede a un electrón, entonces parte de esta información es transmitida inmediatamente al otro. Esto se denomina «entrelazamiento cuántico», el concepto de que partículas que vibran en coherencia tienen algún tipo de conexión profunda que las vincula.

Empecemos con dos electrones coherentes que oscilan al unísono. A continuación, hagamos que salgan disparados en direcciones opuestas. Cada electrón es como una peonza giratoria. Al giro del electrón se le llama espín y puede ser espín arriba o espín abajo dependiendo de que el eje de giro apunte hacia arriba o hacia abajo. Supongamos que el giro total del sistema es cero, de modo que si un electrón tiene espín arriba, entonces sabemos automáticamente que el otro electrón tiene espín abajo. Según la teoría cuántica, antes de hacer una medida el espín del electrón no es arriba ni abajo, sino que existe en un estado de espín arriba y abajo simultáneamente. (Una vez que hacemos una observación, la función de onda «colapsa» y deja la partícula en un estado definido).

A continuación, se mide el espín de un electrón. Si es, digamos, espín arriba, entonces sabemos instantáneamente que el otro electrón está en espín abajo. Incluso si los electrones están separados por muchos años luz, sabemos instantáneamente cuál es el espín del segundo electrón en cuanto medimos el espín del primer electrón. De hecho, lo sabemos más rápidamente que la velocidad de la luz. Puesto que estos dos electrones están «entremezclados», es decir, sus funciones de onda laten al unísono, sus funciones de onda están conectadas por un «hilo» o cordón umbilical invisible. Cualquier cosa que le suceda a uno tiene automáticamente un efecto sobre el otro. (Esto significa que, en cierto sentido, lo que nos ocurre a nosotros afecta de manera instantánea a cosas en lejanos confines del universo, puesto que nuestras funciones de onda probablemente estuvieron entrelazadas en el comienzo del tiempo. En cierto sentido hay una madeja de entrelazamiento que conecta confines lejanos del universo, incluyéndonos a nosotros). Einstein lo llamaba burlonamente «fantasmal acción a distancia» y este fenómeno le permitía «demostrar» que la teoría cuántica estaba equivocada, en su opinión, puesto que nada puede viajar más rápido que la velocidad de la luz.

Originalmente, Einstein diseñó el experimento EPR para que fuera el toque de difuntos por la teoría cuántica. Pero en la década de 1980, Alain Aspect y sus colegas en Francia realizaron este experimento con dos detectores separados 13 metros, midiendo los espines de fotones emitidos por átomos de calcio, y los resultados concordaban exactamente con la teoría cuántica. Al parecer, Dios sí juega a los dados con el universo.

¿Realmente viajaba la información más rápida que la luz? ¿Estaba Einstein equivocado al decir que la velocidad de la luz era la velocidad límite en el universo? No en realidad. La información sí viajaba más rápida que la velocidad de la luz, pero la información era aleatoria, y por ello inútil. No se puede enviar un mensaje real, o un código Morse, mediante el experimento EPR, incluso si la información está viajando más rápida que la luz.

Saber que un electrón en el otro extremo del universo tiene espín abajo es información inútil. No se pueden enviar las cotizaciones de la Bolsa de hoy por este método. Por ejemplo, supongamos que un amigo lleva siempre un calcetín rojo y otro verde, en orden aleatorio. Supongamos que miramos un pie y este lleva un calcetín rojo. Entonces sabemos, a una velocidad mayor que la de la luz, que el otro calcetín es verde. La información ha viajado realmente más rápida que la luz, pero esta información es inútil. Ninguna señal que contenga información no aleatoria puede enviarse mediante este método.

Durante años el experimento EPR fue utilizado como ejemplo de la resonante victoria de la teoría cuántica sobre sus críticos, pero era una victoria hueca sin consecuencias prácticas. Hasta ahora.

Teletransporte cuántico

Todo cambió en 1993, cuando científicos de IBM, dirigidos por Charles Bennett, demostraron que era físicamente posible teletransportar objetos, al menos en el nivel atómico, utilizando el experimento EPR.[14] (Más exactamente, demostraron que se podía teletransportar toda la información contenida dentro de una partícula). Desde entonces los físicos han sido capaces de teletransportar fotones e incluso átomos de cesio enteros. Quizá en unas pocas décadas los científicos sean capaces de teletransportar la primera molécula de ADN y el primer virus.

El teletransporte cuántico explota algunas de las propiedades más extrañas del experimento EPR. En estos experimentos de teletransporte, los físicos empiezan con dos átomos, A y C. Supongamos que queremos teletransportar información del átomo A al átomo C. Entonces introducimos un tercer átomo, B, que inicialmente se entrelaza con C, de modo que B y C son coherentes. Luego ponemos en contacto el átomo A con el átomo B. A explora B, de modo que el contenido de información del átomo A es transferido al átomo B. A y B se entrelazan en el proceso. Pero puesto que B y C estaban originalmente entrelazados, la información dentro de A ha sido transferida al átomo C. En conclusión, el átomo A ha sido ahora teletransportado al átomo C, es decir, el contenido de información de A es ahora idéntico al de C.

Nótese que la información dentro de A ha sido destruida (de modo que no tenemos dos copias de A después del teletransporte). Esto significa que cualquier ser hipotéticamente teletransportado moriría en el proceso. Pero el contenido de información de su cuerpo aparecería en otro lugar. Nótese también que el átomo A no se ha movido hasta la posición del átomo C. Por el contrario, es la información dentro de A (por ejemplo, su espín y polarización) la que se ha transferido a C. (Esto no significa que el átomo A se disuelva y luego reaparezca de repente en otra localización. Significa que el contenido de información del átomo A ha sido transferido a otro átomo, C).

Desde el anuncio original de este gran avance ha habido una fuerte competencia entre grupos diferentes por estar en la vanguardia. La primera demostración histórica de teletransporte cuántico en la que se teletransportaron fotones de luz ultravioleta se llevó a cabo en 1997 en la Universidad de Innsbruck. Al año siguiente, investigadores del Caltech hicieron un experimento aún más preciso con teletransporte de fotones.

En 2004 físicos de la Universidad de Viena fueron capaces de teletransportar partículas de luz a una distancia de 600 metros por debajo del río Danubio utilizando un cable de fibra óptica, lo que establecía un nuevo récord. (El propio cable tenía una longitud de 800 metros y estaba tendido a lo largo de la red de alcantarillado por debajo del río Danubio. El emisor estaba en un lado del río y el receptor en el otro).

Una crítica a estos experimentos es que fueron realizados con fotones de luz. Esto apenas es materia de ciencia ficción. Por eso fue importante que, en 2004, el teletransporte cuántico se demostrara no con fotones de luz, sino con átomos reales, lo que nos lleva un paso más cerca de un aparato de teletransporte más realista. Físicos del Instituto Nacional de Normas y Tecnología en Washington D. C. consiguieron entrelazar tres átomos de berilio y transfirieron las propiedades de un átomo a otro. Este logro fue tan importante que fue portada de la revista Nature. Otro grupo también consiguió teletransportar átomos de calcio.

En 2006 se logró otro avance espectacular, que incluía por primera vez a un objeto macroscópico. Físicos del Instituto Niels Bohr de Copenhague y el Instituto Max Planck en Alemania consiguieron entrelazar un haz luminoso con un gas de átomos de cesio, una hazaña que involucraba a billones y billones de átomos. Luego codificaron la información contenida dentro de pulsos de láser y fueron capaces de teletransportar esta información a los átomos de cesio a una distancia de casi medio metro. «Por primera vez —dijo Eugene Polzik, uno de los investigadores—, se ha conseguido teletransporte cuántico entre luz (la portadora de la información) y átomos».[15]

Teletransporte sin entrelazamiento

Los avances en teletransporte se suceden a un ritmo cada vez más rápido. En 2007 se produjo otro avance importante. Los físicos propusieron un método de teletransporte que no requiere entrelazamiento. Recordemos que el entrelazamiento es el aspecto más difícil del teletransporte cuántico. Resolver este problema podría abrir nuevas perspectivas en teletransporte.

«Estamos hablando de un haz de unas 5000 partículas que desaparecen de un lugar y reaparecen en algún otro lugar», dice el físico Aston Bradley del Centro de Excelencia para Óptica Atómica Cuántica del Consejo de Investigación Australiano en Brisbane que participó en el desarrollo del nuevo método de teletransporte.[16]

«Creemos que nuestro esquema está más cercano en espíritu al concepto de ficción original», afirma. En su enfoque, él y sus colegas toman un haz de átomos de rubidio, convierten toda su información en un haz de luz, envían este haz de luz a través de un cable de fibra óptica y luego reconstruyen el haz de átomos original en una localización lejana. Si su afirmación es válida, este método eliminaría el obstáculo número uno para el teletransporte y abriría modos completamente nuevos para teletransportar objetos cada vez más grandes.

Para distinguir este nuevo método del teletransporte cuántico, el doctor Bradley ha llamado a su método «teletransporte clásico». (Esto es algo confuso, porque su método también depende mucho de la teoría cuántica, aunque no del entrelazamiento).

La clave para este nuevo tipo de teletransporte es un nuevo estado de la materia llamado un «condensado de Bose-Einstein», o BEC, que es una de las sustancias más frías de todo el universo. En la naturaleza la temperatura más fría se encuentra en el espacio exterior; es de 3 K sobre el 0 absoluto. (Esto se debe al calor residual del big bang, que aún llena el universo). Pero un BEC está a una millonésima de milmillonésima de grado sobre el 0 absoluto, una temperatura que solo puede encontrarse en el laboratorio.

Cuando ciertas formas de materia se enfrían hasta casi el cero absoluto, sus átomos se ponen en el estado de energía más baja, de modo que todos sus átomos vibran al unísono y se hacen coherentes. Las funciones de onda de todos los átomos se solapan, de manera que, en cierto sentido, un BEC es como un «superátomo» gigante en donde todos los átomos individuales vibran al unísono. Este extraño estado de la materia fue predicho por Einstein y Satyendranath Bose en 1925, pero pasarían otros setenta años hasta que en 1995 se creara finalmente un BEC en el laboratorio del MIT y en la Universidad de Colorado.

Así es como funciona el dispositivo de teletransporte de Bradley y sus colegas. Primero empiezan con un conjunto de átomos de rubidio superfríos en un estado BEC. Luego aplican al BEC un haz de materia (hecho asimismo de átomos de rubidio). Estos átomos del haz también quieren colocarse en el estado de energía más baja, de modo que ceden su exceso de energía en forma de un pulso de luz. Este haz de luz es entonces enviado por un cable de fibra óptica. Lo notable es que el haz de luz contiene toda la información cuántica necesaria para describir el haz de materia original (por ejemplo, la posición y velocidad de todos sus átomos). Luego el haz de luz incide en otro BEC, que transforma el haz de luz en el haz de materia original.

El nuevo método de teletransporte es enormemente prometedor, puesto que no implica el entrelazamiento de átomos. Pero este método también tiene sus problemas. Depende de forma crucial de las propiedades de los BEC, que son difíciles de crear en el laboratorio. Además, las propiedades de los BEC son muy peculiares, porque se comportan como si fueran un átomo gigantesco. En teoría, efectos cuánticos extraños, que solo vemos en el nivel atómico, pueden verse a simple vista con un BEC. En otro tiempo se pensó que esto era imposible.

La aplicación práctica inmediata de los BEC es crear «láseres atómicos». Los láseres, por supuesto, están basados en haces coherentes de fotones que vibran al unísono. Pero un BEC es una colección de átomos que vibran al unísono, de modo que es posible crear haces de átomos de un BEC que sean todos coherentes. En otras palabras, un BEC puede crear la contrapartida del láser, el láser atómico o láser de materia, que está hecho de átomos de BEC. Las aplicaciones comerciales de los láseres son enormes, y las aplicaciones comerciales de los láseres atómicos podrían ser igualmente profundas. Pero puesto que los BEC existen solo a temperaturas muy próximas al cero absoluto, el progreso en este campo será lento, aunque constante.

Dados los progresos que hemos hecho, ¿cuándo podríamos ser capaces de teletransportarnos? Los físicos confían en teletransportar moléculas complejas en los años venideros. Después de eso quizá en algunas décadas pueda teletransportarse una molécula de ADN o incluso un virus. Nada hay en principio que impida teletransportar a una persona real, como en las películas de ciencia ficción, pero los problemas técnicos a los que se enfrenta tal hazaña son verdaderamente enormes. Se necesitan algunos de los mejores laboratorios de física del mundo solo para crear coherencia entre minúsculos fotones de luz y átomos individuales. Crear coherencia cuántica que implique a objetos verdaderamente macroscópicos, tales como una persona, está fuera de cuestión durante un largo tiempo. De hecho, probablemente pasarán muchos siglos, o un tiempo aún mayor, antes de que puedan teletransportarse —si es siquiera posible— objetos cotidianos.

Ordenadores cuánticos

En última instancia, el destino del teletransporte cuántico está íntimamente relacionado con el destino del desarrollo de ordenadores cuánticos. Los dos utilizan la misma física cuántica y la misma tecnología, de modo que hay una intensa fertilización cruzada entre estos dos campos. Los ordenadores cuánticos podrían reemplazar algún día al familiar ordenador digital que tenemos en nuestra mesa de trabajo. De hecho, el futuro de la economía mundial podría depender en el futuro de tales ordenadores, y por ello hay un enorme interés comercial en estas tecnologías. Algún día Silicon Valley podría convertirse en un cinturón de herrumbre, superado por las nuevas tecnologías que surgen de la computación cuántica.

Los ordenadores ordinarios computan en un sistema binario de 0 y 1, llamados bits. Pero los ordenadores cuánticos son mucho más potentes. Pueden computar con qubits, que pueden tomar valores entre 0 y 1. Pensemos en un átomo colocado en un campo magnético. Gira como una peonza, de modo que su eje de giro puede apuntar arriba o abajo. El sentido común nos dice que el espín del átomo puede ser arriba o abajo, pero no ambos al mismo tiempo. Pero en el extraño mundo de lo cuántico, el átomo se describe como la suma de dos estados, la suma de un átomo con espín arriba y un átomo con espín abajo. En el extraño mundo cuántico todo objeto está descrito por la suma de todos los estados posibles. (Si objetos grandes, como los gatos, se describen de este modo cuántico, significa que hay que sumar la función de onda de un gato vivo a la de un gato muerto, de modo que el gato no está ni vivo ni muerto, como explicaré con más detalle en el capítulo 13).

Imaginemos ahora una cadena de átomos alineados en un campo magnético, con el espín alineado en una dirección. Si un haz láser incide en esta cadena de átomos, el haz rebotará en la misma y cambiará el eje de giro de algunos de los átomos. Midiendo la diferencia entre el haz láser incidente y el saliente, hemos conseguido un complicado «cálculo» cuántico, que implica el cambio de muchos espines.

Los ordenadores cuánticos están aún en su infancia. El récord mundial para una computación cuántica es 3 x 5 = 15, que difícilmente es un cálculo que suplante a los superordenadores de hoy. El teletransporte cuántico y los ordenadores cuánticos comparten la misma debilidad fatal: deben mantener la coherencia de grandes conjuntos de átomos. Si pudiera resolverse este problema, sería un avance trascendental en ambos campos.

La CIA y otras organizaciones secretas están muy interesadas en los ordenadores cuánticos. Muchos de los códigos secretos en todo el mundo dependen de una «clave», que es un número entero muy grande, y de la capacidad de factorizarlo en números primos. Si la clave es el producto de dos números, cada uno de ellos de 100 dígitos, entonces un ordenador digital podría necesitar más de 100 años para encontrar estos dos factores partiendo de cero. Un código semejante es hoy día esencialmente irrompible.

Pero en 1994 Peter Shor, de los Laboratorios Bell demostró que factorizar números grandes podría ser un juego de niños para un ordenador cuántico. Este descubrimiento despertó enseguida el interés de la comunidad de los servicios de inteligencia. En teoría, un ordenador cuántico podría descifrar todos los códigos del mundo y desbaratar por completo la seguridad de los sistemas de ordenadores de hoy. El primer país que sea capaz de construir un sistema semejante podría descifrar los secretos más profundos de otras naciones y organizaciones.

Algunos científicos han especulado con que en el futuro la economía mundial podría depender de los ordenadores cuánticos. Se espera que los ordenadores digitales basados en el silicio alcancen su límite físico en términos de potencia de ordenador en algún momento después de 2020. Podría ser necesaria una nueva y más poderosa familia de ordenadores para que la tecnología pueda seguir avanzando. Otros están explorando la posibilidad de reproducir el poder del cerebro humano mediante ordenadores cuánticos.

Por consiguiente, hay mucho en juego. Si pudiéramos resolver el problema de la coherencia, no solo seríamos capaces de resolver el reto del teletransporte, sino que también tendríamos la capacidad de hacer avances en todo tipo de tecnologías de maneras nunca vistas mediante ordenadores cuánticos. Este avance es tan importante que volveré a esta cuestión en capítulos posteriores. Como he señalado antes, es extraordinariamente difícil mantener la coherencia en el laboratorio. La más minúscula vibración podría afectar a la coherencia de dos átomos y destruir la computación. Hoy día, es muy difícil mantener coherencia en más de solo un puñado de átomos. Los átomos que originalmente están en fase empiezan a sufrir decoherencia en cuestión de un nanosegundo, o como mucho, un segundo. El teletransporte debe hacerse muy rápidamente, antes de que los átomos empiecen a sufrir decoherencia, lo que pone otra restricción a la computación cuántica y al teletransporte.

A pesar de tales desafíos, David Deutsch, de la Universidad de Oxford, cree que estos problemas pueden superarse: «Con suerte, y con ayuda de recientes avances teóricos [un ordenador cuántico], puede llegar en menos de cincuenta años […] Sería un modo enteramente nuevo de dominar la naturaleza».[17]

Para construir un ordenador cuántico útil necesitaríamos tener de cientos a millones de átomos vibrando al unísono, un logro que supera nuestras capacidades actuales. Teletransportar al capitán Kirk sería astronómicamente difícil. Tendríamos que crear un entrelazamiento cuántico con un gemelo del capitán Kirk. Incluso con nanotecnología y ordenadores avanzados es difícil ver cómo podría conseguirse esto.

Así pues, el teletransporte existe en el nivel atómico, y eventualmente podremos teletransportar moléculas complejas e incluso orgánicas dentro de algunas décadas. Pero el teletransporte de un objeto macroscópico tendrá que esperar varias décadas o siglos, o más, si realmente es posible. Por consiguiente, teletransportar moléculas complejas, quizá incluso un virus o una célula viva, se califica como imposibilidad de clase I, que sería posible dentro de este siglo. Pero teletransportar un ser humano, aunque lo permitan las leyes de la física, puede necesitar muchos siglos más, suponiendo que sea posible. Por ello, yo calificaría ese tipo de teletransporte como una imposibilidad de clase II.