«Debería haber comprado un árbol de Navidad», pensó Martina de Santo, sintiéndose un tanto rígida en su papel de anfitriona. «Uno de esos abetos enanos con sus bolas de colores y un Papá Noel como el que mi padre ponía en el pasillo cuando era una niña». Pero no se había hablado de la Navidad en toda la velada, y la subinspectora se resistió a dejarse arrastrar por el impulso sentimental de las fechas. Todavía no quería recordar al embajador, cuyo retrato aparentaba observarles desde una de las paredes, sobre la mesita de cristal donde descansaban el teléfono, una fotografía de sus padres y el revólver de Conrado Satrústegui. Al día siguiente iba a cumplirse un nuevo aniversario de la muerte de Máximo de Santo. Entonces pensaría en él.
—¿Tomará café, juez?
Antonio Cambruno se atusó la pajarita con la punta de los dedos y asintió. La subinspectora le había invitado a presidir la mesa que ella misma, con una funcionalidad de la que íntimamente se había admirado, fue improvisando en el salón de su casa, mientras sus invitados saboreaban una copa de jerez y fumaban en el porche.
No había flores en el jardín, pero en cuanto llegaron, a bordo del coche del comisario, la subinspectora se había apresurado a cortar un ramo de hortensias, cuyo tibio aroma se expandía ahora por el cuarto de estar. Pesca iba y venía de la cocina a la sala, excitada por las voces y el olor de los extraños. La viuda Margarel la había cuidado como a una reina, pero la gatita echaba en falta las caricias de su dueña. Su única dueña, a partir de ahora. Porque Berta…
El juez no parecía incómodo compartiendo esa cena de Nochebuena lejos de su casa y de su delicada madre, y en compañía de dos policías de Bolscan a quienes una semana atrás no conocía. A pesar de que la subinspectora, desde que retiró su primer plato prácticamente sin tocar, le había insistido, comió frugalmente. Sin embargo, Cambruno hizo aprecio al vino, tanto que, según se desprendía del achispado brillo de sus ojos, había bebido demasiado. El comisario, en cambio, se limitó a consumir medio vaso de Ribera de Duero, pero en compensación dio buena cuenta de todos los platos precocinados. Que no valían gran cosa, realmente. No en vano se trataba de un pedido de urgencia que la subinspectora se las había arreglado para encargar por teléfono, mientras esperaban en una salita del Hospital Clínico el diagnóstico del toxicólogo que atendía a Celeste.
La idea de celebrar juntos la Nochebuena había surgido de manera espontánea. Si la consulta se hubiera formulado a cada uno en un plano familiar, los tres se habrían visto obligados a admitir que se encontraban solos. En consecuencia, propuso Martina, ¿por qué no cenar juntos? Sería una atípica reunión de trabajo, en cualquier caso, y una buena oportunidad para intercambiar opiniones sobre la resolución del caso. Ni el comisario ni el juez tuvieron nada que objetar. A Satrústegui le esperaba una amarga madrugada en su apartamento de separado. Cambruno, por su parte, había tomado habitación en un hotel. Permanecería en la ciudad uno o dos días, hasta que Celeste estuviera en condiciones de declarar. El juez había decidido en el último instante partir hacia Bolscan en el helicóptero que trasladaba a los agentes, y a la propia Celeste, por lo que apenas tuvo tiempo de meter en el equipaje una muda y la navaja de afeitar. Ni siquiera había llevado consigo alguna de sus novelas policíacas. La perspectiva de pasar la Nochebuena solo debía agobiarle. Al igual que Satrústegui, aceptó de buen grado la invitación de Martina.
El día anterior, tal como se había comprometido con la subinspectora, el comisario, acompañado por el inspector Buj, se había desplazado, vía aérea, a la localidad azotada por los crímenes.
Buj y él se presentaron en el puesto de la Guardia Civil de Portocristo hacia las diez de la mañana del viernes 23 de diciembre. Satrústegui mantuvo sendas conversaciones con el sargento y con el juez. Quiso luego examinar el cadáver de Mesías de Born, que reposaba en la funeraria, desgarrado por los clavos que lo habían sostenido en la cruz. Acto seguido, el comisario se incorporó a los interrogatorios. Los careos y declaraciones se prolongaron durante la noche del viernes y la mañana del sábado.
Mientras los policías permanecían en el cuartelillo, verificando, junto al sargento Romero, las coartadas de los sospechosos, el doctor Ancano, sin moverse del ambulatorio, había mantenido las constantes vitales de Celeste; pero en ningún momento consiguió que recuperase el sentido. Su estado de inconsciencia venía prolongándose desde que Martina la sacó del club. El testimonio de la niña debería resultar decisivo. Por el momento sólo había aportado la acusación contra su hermano Elifaz. En cuanto el juez dio por terminadas las diligencias, dispuso el traslado de Celeste a un hospital de Bolscan.
—Es cuestión de paciencia —suspiró el comisario, aceptando una copa de champán; la subinspectora acababa de descorchar una botella y servido al juez, que se apresuró a catar y elogiar el cava—. La estaban hinchando a opiáceos. Un yonqui curtido no hubiera aguantado semejantes dosis. Es un milagro que esté con vida.
—Canallas —apostilló el juez, enervado por la cólera—. Hacerle eso a una menor. Drogaría hasta convertirla en un despojo. Vender su cuerpo al mejor postor. Si hasta Gámez, el muy rastrero… Con razón quería yo cerrar ese repugnante garito.
—Usted no podía saberlo —lo consoló el comisario—. ¿Cómo adivinar que algo así estaba ocurriendo en un pueblo pequeño y relativamente tranquilo? ¿Quién podía imaginar sus consecuencias, el torrente de sangre que esa locura haría correr?
Agradecido, el juez corroboró esa opinión. Lo imprevisible del caso aportaba un matiz sutilmente exculpatorio a su actuación.
—Y que lo diga, comisario. Yo jamás hubiera sospechado lo que sucedía puertas adentro de ese cubil, pero ya le dije a la subinspectora que mis dones detectivescos brillan por su ausencia. Éste no era un caso probatorio, de ahí su dificultad. ¿De qué indicios, pistas, sospechosos disponíamos? Por eso, cuando el sargento abatió a ese desdichado de Heliodoro Zuazo, dimos por demostrada su culpabilidad. Lo cierto es que todo le apuntaba: las huellas de sus botas en la cabaña, las marcas de los cadáveres… incluso la última palabra que acertó a pronunciar Mesías de Born, al ser desprendido de la cruz. Eli… Cuando el sargento nos la repitió, hasta yo mismo, inconscientemente, le añadí una hache. Heli… Pero estaba acusando a Elifaz Sumí. Heliodoro era inocente. Por desgracia, ya no hay salvación para él. Al menos, en esta tierra. Usted llevaba razón, subinspectora. Yo me equivoqué. Lo estuve desde un principio, y permanecí ciego durante el resto del tiempo.
Cambruno apuró su copa de champán, como ahogando de paso su frustración.
—Quisiera pedirle disculpas, Martina. Aprovecho para hacerlo delante de su superior. Nunca debí recusarla ni hablarle como lo hice. Ha demostrado usted una tenacidad y una intuición al margen de cualquier duda.
La subinspectora aceptó impasible sus disculpas.
—No me lo agradezca. Fue un veterano policía, Horacio Muñoz, quien nos puso sobre la pista. Sin la vinculación al caso de aquella trágica historia del carpintero Dauder, que él me sirvió en bandeja, seguiríamos a oscuras.
—No sea modesta. Fue usted quien hilvanó los hilos.
—A partir de La Sirena del Delta —recordó Martina—. Aquella embarcación… Tal vez no me crean, pero cuando la vi por primera vez, el pasado lunes, al amanecer, atracando en el puerto de Bolscan, tuve una impresión premonitoria. Como si algo estuviera fuera de lugar, o no se encontrase en su sitio. «Y si una nota falsa el tímpano golpea, al instante este paraíso se precipita hacia la nada…». La cita de Ezra Pound en el libro de poemas de Elifaz Sumí me hizo experimentar el mismo vértigo. Y si una nota falsa… En el ferry, antes incluso de arribar al delta, ya disponía de varias notas, o piezas, que no encajaban. Por otra parte, Horacio Muñoz me había dado un buen consejo: la araña del mal estaría contenida en el tiempo como en el interior de un frasco de cristal; para abrir ese frasco, debería girar la tapa en sentido contrario al de las manecillas del reloj. En otras palabras: el origen y la solución de los crímenes latía en el pasado. En la sensibilidad enfermiza de un poeta y en esa vieja carpintería donde un artesano reparaba los lanchones del estuario…
—Y donde vivía Rita Jaguar —observó el comisario.
Satrústegui iba a añadir algo, pero el juez, airado, le interrumpió:
—Hicieron bien en dejar que me ocupara de esa mala pécora. Llevaba demasiados años burlando a la justicia. Tenía una cuenta pendiente. Ahora la saldará.
A iniciativa propia, y después de asistir a la bochornosa confesión de su secretario, que admitió haber delinquido con una menor, Cambruno había interrogado a la dueña del Oasis. La hizo trasladar desde el lupanar, esposada, y se encerró con ella en su despacho del Juzgado, a solas, sin testigos, dispuesto a darle una lección. No abrió la puerta hasta haberle arrancado una confesión firmada, y cuando le permitió salir fue para enviarla al calabozo. Rita Jaguar había reconocido que prostituía a su hija Celeste, cuya paternidad, sin embargo, se negó obstinadamente a desvelar. Desde que Celeste cumplió los catorce años, su propia madre le suministraba sustancias tóxicas. El farmacéutico, Gabriel Fosco, le había proporcionado estupefacientes a trueque de gozar de los favores de la niña.
—Cómo intuir que ese pederasta sería el primero en ultrajar a la pequeña —estalló el juez; había cogido la taza de café y sepultaba la mirada en los cremosos círculos que su alterado pulso hacía temblar—. Derribada esa tenue barrera, la tentación se expandió, y fueron otros los que probaron la fruta prohibida. A cambio de dar rienda suelta a sus más bestiales instintos, pagaron un buen dinero. Cuando pienso que cualquiera de esos hipócritas, y que Dios me perdone, pero de su gloria les prive, pudo haberse revolcado en semejante iniquidad antes de tomar asiento a mi lado para jugar al dominó en nuestra partida de la Casa del Mar, se me revuelve el estómago. ¡Pobre niña! ¡Inocente criatura! Quién sabe si algún día se recuperará de los malos tratos, de la barbarie y crueldad de que ha sido víctima, o si quedará marcada para siempre, como le sucedió a su hermano…
La declaración de Cayo, que duró más de tres horas, había incluido un prólogo esclarecedor. En 1968, el hijo de Rita Jaguar tenía catorce años cuando encontró a su padrastro, Jerónimo Dauder, muerto en su carpintería del astillero de Bolscan. Alguien había penetrado silenciosamente en el taller y se había encargado de despachar al artesano. Le destrozaron el cráneo, y aplastaron sus manos con vesánica furia. Cayo estuvo a punto de desmayarse. Alelado, permaneció junto al cuerpo inerte hasta que su madre regresó de visitar a una quiromántica que le desvelaba el capricho de los astros. Rita se encargó de limpiar la sangre y avisar a la policía.
En ese punto de su declaración, Martina de Santo había preguntado a Cayo por la reacción de su madre frente al cadáver de Dauder. Rita no había dado la menor muestra de nerviosismo o compasión. Apenas, mientras aguardaban la llegada de los agentes, habló con el chico, y sólo lo hizo después, con la policía, para insistir en que ni ella ni su hijo habían visto nada. Nada sabían, de nadie sospechaban. En adelante, nunca más Rita volvería a referirse a ello, como si se tratara de un capítulo de su existencia que jamás hubiera acaecido.
Pero Cayo no había olvidado que una semana antes del asesinato de su padrastro, José Sumí estuvo en la carpintería. El capitán había bebido. Dauder y él discutieron en el taller con tal violencia que a punto estuvieron de llegar a las manos. Rita tuvo que poner paz entre ambos. Fue ella la que finalmente empujó al capitán hasta su embarcación, invitándole a poner rumbo a Portocristo.
Un destino que ellos, pocas semanas después de enterrar a Dauder, compartirían en el futuro. Por eso, aunque su madre nunca accedió a revelárselo, y también por el tímido afecto que José Sumí se esforzaba en demostrarle, Cayo siempre había pensado que el capitán era su padre, y el padre de su hermana Celeste. «Tenía que vivir con eso, e impedir que mi hermana sufriera lo que yo había sufrido», había afirmado Cayo durante su interrogatorio, con una voz resignada.
Ya en el tiempo presente, y a preguntas de la subinspectora, Cayo había recordado con precisión el día en que Rita subastó a la niña. Ocurrió en el solsticio de verano de 1982, tres días antes de las hogueras de San Juan. Para esa fecha, como cada año, la Casa del Mar y la asociación católica organizaban un rancho en la playa del Puntal. Cayo solía asistir, para invariablemente experimentar el silencioso rechazo de las honradas gentes de Portocristo. Las mismas que señalaban a Rita Jaguar en la plaza del Mercado y en voz baja la llamaban ramera. Un desprecio que Cayo, en su debilidad, se resistía a aceptar como inherente a su estigma.
El primer hombre que mancilló a su hermana fue Gabriel Fosco. El farmacéutico pujó muy cara su virginidad. Cayo no sabía con exactitud la cifra, pero vio a Fosco abrir su cartera y entregar un fajo de billetes a Rita Jaguar. Desde su habitación, pudo oír los gritos de Celeste, cómo su madre la golpeaba, la ataba como a un animal y la obligaba a dejarse atropellar por aquel viejo. A partir de ese momento, Rita empezó a sedar a la niña. Gabriel Fosco le enseñó a mezclar y preparar las dosis. El farmacéutico debió irse de la lengua porque, poco después, Rita entregaría la niña a Pedro Zuazo, el misántropo farero de Isla del Ángel. Dimas Golbardo y Mesías de Born serían los siguientes en frecuentar la alcoba donde Celeste, vestida de blanco, con una corona de flores prendida del pelo, bailaba para ellos antes de dejar resbalar el camisón y tenderse sobre el lecho con una sonrisa alucinada, la misma con la que respondía a Cayo cuando su hermano le preguntaba qué hacía en la alcoba de su madre, por qué tenía marcas en el cuello, en las muñecas, por qué razón apenas le hablaba pero todos los días nadaba en el mar hasta más allá de las corrientes, como si quisiera que una fuerza superior la arrastrase lejos de aquella vida miserable…
En el punto álgido de su interrogatorio, cuando la subinspectora hubo puesto todas las cartas sobre la mesa, y reiterado su ofrecimiento de considerar su confesión como un atenuante, Cayo había incriminado a Elifaz en los asesinatos del delta.
A veces, para rematar sus borracheras, la pandilla de Elifaz, Daniel Fosco, Gastón de Born, Teo Golbardo, incluso aquel primitivo Heliodoro Zuazo que les aguantaba las bromas más pesadas, hasta dejarse exhibir ante las chicas como un fenómeno de circo, recalaban en El Oasis. Solían ir muy pasados, tanto que rara vez se animaban a encerrarse en las habitaciones con cualquiera de las mujeres, limitándose a alborotar y a beber como esponjas.
Una de aquellas noches, Elifaz se había fijado en Celeste. La pequeña no acostumbraba a alternar, por orden de su madre, pero una de las camareras estaba enferma, y Celeste la sustituyó en la barra. Elifaz no se separó de ella. Cuando sus amigos decidieron dar por terminada la juerga, él siguió acodado a la barra, con el pelo revuelto, bebiendo una copa tras otra y prometiendo a la niña que le dedicaría un poema.
—Y lo hizo —dijo la subinspectora—. Escribió La herida celeste y le ordenó imprimir unos cuantos ejemplares a Gastón de Born. El título debería haberme abierto los ojos. No sólo contiene la tragedia de la niña, sino también la justificación moral, y estética, de los crímenes que su autor pensaba cometer. La mano que iba a abatir a los violadores no sólo obedecía a una pulsión sentimental, sino a la cólera celestial del poeta.
Después, muy borracho, Elifaz quiso acostarse con ella. Celeste le contestó que hablara con la madam. El poeta buscó a Rita por las habitaciones, hasta despertarla. Cayo se vio obligado a intervenir. Sacó a Elifaz a empujones, hasta la playa. Unas horas más tarde, al abrir el club, a mediodía, volvió a encontrarlo tumbado en las dunas, con los ojos deslumbrados por el sol y la ebria ensoñación de un repentino tormento de amor. «Tengo que verla», suplicó. Dispuesto a evitar una nueva trampa del destino, Cayo entró al bar, cogió una botella de ron y se llevó a Elifaz playa abajo. Cuando terminaron la botella, Cayo le había contado una historia que cambiaría su vida.
—El nada edificante relato del capitán Sumí, su doble vida, sus dos familias —evocó la subinspectora, removiendo con cuidado su taza de café porque Pesca acababa de acomodarse en su regazo, y con sus afiladas uñas amenazaba con tirar del mantel.
—¿Por qué lo hizo Cayo? —Preguntó el juez—. ¿Por qué le desveló que eran hermanastros? ¿Sólo para impedir que Elifaz se acostase con su hermana Celeste?
—Quizá porque ese tipo de secretos no puede ocultarse eternamente, o tal vez porque necesitaba ayuda y no sabía a quién acudir —reflexionó Martina—. Cayo nunca habría osado enfrentarse abiertamente con su madre, de la que dependía en todo, y cuya autoridad ejercía sobre él un dominio casi absoluto.
—Elifaz decidió convertirse en un héroe a los ojos de su hermana —apostilló el comisario—. Enamorarla, pero de otra manera. Idealmente.
—Una especie de amor redentor —asintió Martina—, que encajaba en su temperamento romántico. Los Hermanos de la Costa nunca serían, en puridad, sino tres hermanos, o hermanastros, unidos por una misma sangre: Cayo, Elifaz y la pequeña Celeste. Cayo se fue erigiendo en confidente de Elifaz, en su eficaz escudero. Fue él quien le desveló la identidad de los hombres que sojuzgaban a Celeste. De ahí a convertirse en su cómplice sólo quedaba un paso. El que Elifaz se resolvería a dar en cuanto lo tuvo todo dispuesto: el orden de las ejecuciones (pues realmente lo fueron) y las coartadas a cargo de la secta que él mismo había fundado en unión de Daniel Fosco.
—¿Qué me dicen de las patrañas del capitán? —Preguntó el juez—. ¿Les dieron crédito?
José Sumí fue llamado al cuartelillo inmediatamente después de que Cayo confesara. Una y otra vez insistió en no saber nada. No había tenido hijos con Rita Jaguar, ni cometió en el pasado homicidio alguno. Había tratado a Jerónimo Dauder, el carpintero de Bolscan, pero su relación se limitaba a confiarle su barcaza para tareas de calafateo. Todo lo más, según creía recordar, habrían tomado algún chato de vino por el arrabal portuario. Conocía a la mujer de Dauder, Rita, pero de simple vista.
—Mentía —aseveró el juez—. La madam contradijo su versión. Cayo es hijo del capitán. Mucho más tarde, cuando esa ramera se ocultó entre nosotros y abrió su babilónico establecimiento, siguieron entendiéndose, ayuntándose, hasta la fecha de hoy. Y algo más voy a decirle, comisario: yo no descartaría que José Sumí haya sido cómplice de los asesinatos. No olvidemos que fue el capitán quien encontró los cuerpos de Pedro Zuazo y Dimas Golbardo, y quien habría encontrado el cadáver de Santos Hernández si en lugar de haber caído en la playa del balneario lo hubiesen arponeado junto a la Piedra de la Ballena.
—En realidad, lo mataron allí —dijo la subinspectora—. Vi junto al camino las huellas de su carro, a no más de cincuenta pasos de la Piedra. Las llantas claveteadas de la galera de Santos se habían hundido en la arena debido al peso del bloque que transportaba para Heliodoro Zuazo. Santos alcanzó a ver el cuerpo de Dimas Golbardo, abierto en canal sobre la Piedra, en medio de un charco de sangre, y fue a prestarle auxilio. Pero Cayo y Elifaz se le echaron encima. Cayo lo apresó, como una hora antes había sujetado a Dimas, y Elifaz ensartó al chamarilero con uno de los arpones que el viejo pescador de ballenas guardaba en su cobertizo. Subieron a Santos al carro, y lo dejaron allí, malherido. Pero el caballejo proseguiría rutinariamente su camino, por la misma senda que estaba acostumbrado a recorrer, hasta su punto de destino, tres kilómetros más allá de la ría. El carro se detuvo frente al parque de esculturas de piedra y Santos cayó a la arena, donde los hombres de Romero lo encontrarían al día siguiente, ya sin vida. Elifaz y Cayo ocultaron en la casa de Heliodoro el collar de Santos Hernández y una bolsa de coca. Cogieron unas botas de agua del raquero y las imprimieron en el polvo de la cabaña. Después remolcaron la canoa de Dimas hasta Isla del Ángel, cuya corriente se encargaría de destrozarla contra las rocas, atracaron y se dirigieron al cementerio para preparar el cadalso de Mesías de Born.
El juez se frotó los ojos, como si esa imagen le resultara insoportable. La subinspectora continuó:
—Elifaz sabía, por Gastón de Born, que Mesías pensaba ir al cementerio de la isla al día siguiente, y se ofreció a llevarle en su bote. De manera que fue su Caronte. Cuando llegaron a la isla, Elifaz permitió que Mesías orase ante la tumba de su mujer, antes de golpearle el cráneo con una pala. Pero todavía faltaba lo peor. El dolor de los clavos al desgarrar su carne debió despertarle en el infierno. Elifaz terminó de clavar al madero sus manos y sus pies. Con la crucecita que llevaba colgada al cuello le reventó los ojos que habían gozado con el sufrimiento y la humillación de su hermana, y abandonó a Mesías desangrándose lentamente, a la espera de que los pájaros acudiesen a picotear sus heridas. Cogió el esquife y atravesó el brazo de mar en busca de Cayo. Juntos regresaron a la isla. Juntos cavaron el hoyo, alzaron el madero y lo sujetaron con piedras. Yo pude divisar la cruz desde la cubierta de La Sirena, cuando me dirigía a la ría del Muguín. La Sirena, una vez más…
El juez carraspeó.
—Hay detalles que no me han quedado claros. Usted afirma haber visto esa embarcación el lunes, al amanecer, en el puerto de Bolscan, ¿no es así, Martina? Y volvió a verla en Portocristo, en la mañana del martes. ¿Por qué motivo haría el capitán Sumí la travesía de la costa?
—La explicación a este enigma es muy sencilla, juez. El piloto no era él, sino su hijo Elifaz. La noche del domingo, después de depositar los restos de Dimas Golbardo en el muelle de Portocristo, el capitán había atracado en su embarcadero y regresado al pueblo para declarar ante el juez. Mientras su padre estaba ocupado en esas diligencias, Elifaz levó el ancla de La Sirena. Las carreteras, como el ferrocarril, estaban cortadas por las inundaciones, por lo que no tenía otro modo de desplazarse a la ciudad. En su rápido viaje de ida y vuelta agotaría el combustible; por eso, cuando yo alquilé La Sirena, el depósito se hallaba vacío, lo que sorprendió a José Sumí, que estaba seguro de haberlo dejado a media capacidad. Elifaz arribó al puerto de Bolscan a las siete de la mañana del lunes, después de navegar durante buena parte de la noche. Pude ver su sombra en la cabina del puente, la cabeza tocada con una gorra, el imberbe perfil en el que no abundaban precisamente las características barbas blancas de su padre. Elifaz se movió aprisa. Contactó con Daniel Fosco, con quien compartía un apartamento de estudiantes, y con su… chica, Berta.
La subinspectora hizo una pausa, hundiendo la mirada en el pelaje de Pesca.
—¿Con quién? —preguntó el juez, ahuecando la mano detrás de la oreja, como si no hubiera oído con claridad.
—Berta Betancourt, la fotógrafo. Vivía conmigo.
—¿Aquí, quiere decir? —Cuestionó cautelosamente Cambruno, después de un prolongado silencio—. ¿En su casa?
—No es necesario que hable de eso, Martina —intervino el comisario.
—Lo es, señor. Berta mantenía con Elifaz y con Daniel Fosco una relación compleja. Había participado en sus reuniones secretas, y se sentía atraída por una macabra visión del arte. Deseaba experimentar nuevas sensaciones.
El juez meneó la cabeza.
—¿Como la profanación de tumbas, por ejemplo?
—Fosco desenterraba a los muertos, los pintaba, jugaba con sus restos, pero no era un asesino —aseguró Martina—. No estaba al tanto de las actividades criminales de Elifaz. Siempre pensó que su padre, el farmacéutico, Gabriel Fosco, se había ahogado accidentalmente en las marismas, mientras buscaba nuevos especímenes. Nunca pudo sospechar que su amigo Elifaz lo había sacrificado con sus propias manos. Jamás habría adivinado que su padre fue el primero de la lista, ni que inauguraría una larga serie de crímenes cometidos por el mismo afán de venganza. En este sentido, Daniel Fosco era inocente. Berta Betancourt, también. Elifaz los utilizó.
—¿Cómo? —preguntó el juez.
—Les dijo que tenía razones para suponer que el crimen de Dimas Golbardo había sido cometido por su propio padre, José Sumí. Que hacía tiempo que el capitán desvariaba. Que padecía visiones y estaba obsesionado con la muerte. Las huellas de José Sumí aparecerían en el cadáver de Dimas. La policía no vacilaría en interrogarle a fondo… Elifaz sabía, por Berta, de mi condición, e intuyó que el caso de Dimas Golbardo podía llegarme en cualquier momento. Berta se lo confirmó, tras una llamada en la que fingió, a su vez, informarme del suceso. A partir de ahí, montaron toda una representación en mi honor. Desde el principio, Elifaz intentó desviar mi atención hacia otros presuntos culpables: Gastón de Born, falso autor de una tramposa apología del parricidio, y Heliodoro Zuazo, quien, al final, envuelto por la fatalidad de los acontecimientos, resultaría ser el erróneo responsable, la víctima propiciatoria.
—Pero antes le salvaría la vida —recordó el juez—. Todavía no nos ha dicho quién le pegó fuego al cobertizo, encontrándose usted dentro.
—Teo Golbardo lo hizo —afirmó Martina—. Sabía quién era yo, y que iba a dirigirme a las cabañas. No le importaba tanto que desentrañara el asesinato de su padre como el riesgo de que pudiera desbaratar una operación de narcotráfico que estaba en marcha. Teo era el enlace de un traficante llamado Martel, con quien suscribí un pacto del que el comisario está informado.
Satrústegui se apresuró a corroborarlo vigorosamente, impidiendo que el juez formulase alguna cuestión sobre dicho acuerdo.
—El hijo de Dimas era actor —prosiguió la subinspectora—. No demasiado bueno, pero tampoco tan malo como para no saber fingir voces mientras apilaba la leña y derramaba un bidón de gasolina. Heliodoro vio escapar por los bosques del Muguín a un hombre alto, y oyó relinchar a un caballo.
Teo Golbardo lo había admitido en su declaración. Para obtenerla, la subinspectora se había visto obligada a poner todas las cartas sobre la mesa, dándole a entender que Martel había cantado y amenazando a Teo con procesarle por tráfico de drogas. El hijo de Dimas aportó detalles sobre las reuniones de los Hermanos, regadas con absenta y exaltadas por la marihuana y la coca que él se encargaba de obtener. Se habían reunido en la isla y en la Piedra de la Ballena, entre otros lugares, coincidiendo con los solsticios. Elifaz llevaba la voz cantante. A Fosco sólo parecía interesarle jugar con los muertos. Teo sabía que había profanado varias tumbas, y utilizado restos humanos en macabras ceremonias, pero nunca había participado en esos ritos.
—Aunque en la posada del Pájaro Amarillo me hice pasar por una periodista —continuó Martina—, Teo conocía mi verdadera identidad. Elifaz había regresado al delta en La Sirena la misma noche del lunes, y tuvo tiempo de avisarle de que una mujer policía se proponía meter la nariz en sus asuntos. Para Teo, esos negocios se referían, fundamentalmente, a su pequeña red de distribución. Elifaz le sugirió que, si tenía ocasión, tratara de sugestionarme contra El Quemao: desde su punto de vista era indudable que Heliodoro Zuazo había asesinado a Dimas. Teo lo hizo, pero se le fue la mano, y a mí no dejó de extrañarme que tantas voces coincidieran en acusar al mismo individuo. Teo le hizo otro favor a Elifaz. Cuando me interesé por los servicios de un patrón de confianza que me llevase hasta la Piedra de la Ballena, no dudó en nombrar al capitán Sumí. Era una manera de reivindicar su inocencia, y desvincularlo del asesinato de Dimas. Pero el joven Golbardo cometió un error de bulto: cuando lo más lógico hubiera sido advertírmelo, omitió decirme que el capitán había encontrado los restos de su padre. No tenía sentido que me hubiese ocultado ese dato, lo que, unido al hecho de que Martel se alojase en la posada y a la conversación que mantuvo con él en cuanto ambos se vieron, me hizo sospechar de Teo.
—¿Y quién tatuó los cadáveres? —Cuestionó el juez—. Porque Cayo no supo responder a esa pregunta.
—Tuvo que ser Elifaz —sostuvo el comisario—. Ni el médico ni usted se darían cuenta al reconocer los cuerpos.
La conversación giró de nuevo hacia Elifaz Sumí. La Guardia Civil lo buscaba activamente, pero todavía no habían logrado dar con él. Ni Daniel Fosco ni Berta Betancourt, que permanecían preventivamente encarcelados en el cuartelillo de Portocristo, a la espera de la detención del principal acusado, y su posterior careo con él, habían desvelado su paradero. Elifaz abandonó la mansión indiana de la familia Fosco poco después de que lo hiciera Martina, y no volvieron a verlo. Tampoco se había puesto en comunicación con ellos. Los hombres de Romero habían registrado la Casa de las Buganvillas y el embarcadero de los Sumí, en el que faltaba el esquife. La lancha guardacostas patrullaba la costa en su búsqueda. Si había huido en la barca, no podía estar muy lejos. Romero presumía que estaba oculto en algún lugar de las marismas, que tan bien conocía.
Pasada la medianoche, el comisario y el juez se despidieron de Martina. La subinspectora los acompañó a la verja y se quedó mirando cómo el coche de Satrústegui desaparecía en la noche, hacia el centro de la ciudad. Después, fumó un cigarrillo en el porche, con la gatita Pesca acunada en su regazo, y recogió lentamente la mesa. No tenía sueño.
Hacia la una de la madrugada llamó a un taxi y le dio la dirección del Hospital Clínico. Subió a la planta donde estaba ingresada Celeste y pidió al celador autorización para verla un instante.
—Esto es completamente irregular, subinspectora, y ya he hecho una excepción.
El corazón de Martina empezó a latir muy deprisa.
—¿Una excepción? ¿Es que alguien ha entrado en su habitación?
—Ese caballero de la pajarita que les acompañaba a ustedes. Me aseguró que era el juez de la causa. Por eso le dejé pasar.
La subinspectora se apresuró a entrar en la habitación. Celeste dormía con una expresión de paz, abrazada a un peluche infantil. Una muñeca de trapo. Tenía el pelo castaño y un vestidito largo, de algodón, con una lazada roja. Sus ojos eran dos puntos de lana, y una luna en cuarto menguante le dibujaba la sonrisa. Martina cogió la muñeca y la sostuvo en sus manos, que temblaron ligeramente. Después se inclinó sobre la mesita de noche y descolgó el teléfono.