40

Salieron al pasillo, Cayo delante. A lo largo del corredor se disponían seis habitaciones más, tres a cada lado. Todas estaban cerradas. De un par de esas alcobas brotaban jadeos, el lenguaje animal del amor. La subinspectora clavó con más fuerza el cañón en los riñones de Cayo.

—¿Cuál es la alcoba de Rita?

—La del fondo.

—Llama como acostumbres a hacerlo.

—No abrirá.

—Dile que han matado a otro cliente. A Mesías de Born. Y que la policía ronda.

Cayo tocó con dos suaves golpes de nudillos.

—¿Madre?

Al otro lado de la puerta se oyó un susurro, como de ropajes arrastrándose por el piso.

—¿Sí, hijo?

—Abre.

—Ahora no. Estoy ocupada.

—Se han cargado a otro. La policía sospecha.

La hoja se abrió apenas un resquicio, aunque fue lo suficiente como para que Martina pudiese entrar, empujando a Cayo y obligando a hacerse a un lado a la madam.

Decenas de velas multiplicaban las sombras de las vírgenes de escayola. Cera caliente resbalaba por los candelabros, hasta caer al suelo en dorados goterones. Olía a pachulí y a una acre pestilencia, como de jaula sucia. Martina avanzó en silencio por el santuario de Rita Jaguar. Los afiches de la cabaretera la contemplaban desde las paredes, en tórridas imágenes de un pasado ya lejano.

Sobre la cama, de espaldas, desnudo, un hombre montaba a una mujer. Sus blancuzcos glúteos empujaban con furia. Al oír un crujido detrás de él, irguió del lecho el cuerpo flaco, brillante de aceite. Estaba despeinado, y una lujuriosa expresión crispaba su macilenta cara, pero Martina lo reconoció al instante: era Luis Gámez, el secretario del Juzgado.

—Vístase —ordenó la subinspectora, después de una pausa cargada de electricidad.

Sobre los muslos de la mujer, Gámez parecía haberse paralizado en un grotesco escorzo. La subinspectora pensó en un fauno apurando los últimos sorbos de la vida.

—¡Usted! —Exclamó la madam, como si acabaran de violar su intimidad—. ¿Por qué lleva un arma?

—Es policía —repuso el secretario, trémulo.

Sin dejar de mirar con ferocidad a Martina de Santo, Rita Jaguar entregó al secretario su batín, un corto quimono recamado con pavos reales y montañas nevadas que erguían sus picos sobre sicomoros y campos de té. Gámez gateó sobre el cobertor para cubrirse con aquella absurda prenda. Atada al cabecero de la cama, Celeste tenía los ojos abiertos, pero no parecía captar lo que sucedía en la alcoba. Una bandeja con jeringuillas descansaba en el suelo, cerca del terrario. La subinspectora vio en el cristal el reflejo de un reptil.

—Suéltenla —dijo Martina.

—¿A la serpiente o a la niña? —preguntó Cayo, con la cara encendida por el odio.

—No lo estropees todavía más —le aconsejó la subinspectora.

—¡Obedece, idiota! —le urgió la madam.

Cayo soltó las cuerdas. Los brazos de Celeste se desmayaron sobre el colchón.

—Siéntate contra la pared, Cayo —ordenó Martina—. Las manos donde yo pueda verlas.

La subinspectora pasó junto al secretario, que había retrocedido hasta la pared, junto a los candelabros. En la mesilla de noche descansaban una cinta de pelo y el pasador que Celeste había heredado de su madre. La subinspectora lo cogió y lo guardó en su americana.

—Eso no le pertenece —le advirtió Rita Jaguar.

—Son pruebas. Como esas sábanas, esas cuerdas, las jeringuillas.

Martina tomó el pulso a la chica. Debía haberle faltado poco. La subinspectora permaneció junto a ella, sin dejar de apuntar a Cayo.

A la luz de las velas, las sombras de las vírgenes se proyectaban sobre la cama. Martina dedicó a Gámez una mirada que combinaba la piedad y el desprecio.

—¿Hace mucho que dura esto, secretario?

La voz de Gámez sonó a remordimiento:

—He venido alguna vez, es cierto. Sabía que no estaba bien, pero…

—¿Por dónde suele entrar, para que no le reconozcan, por la puerta de atrás? ¿O se pone peluca?

—El señor secretario es un cliente ocasional —murmuró Rita—. Como tantos otros. Se asombraría usted, de acceder a sus apellidos. Ésta es una casa legal, con una clientela respetable.

La subinspectora emitió una risa irónica.

—Déjeme adivinar. ¿El señor De Born, el señor Fosco y otros caballeros de la tertulia dominical de la Casa del Mar también frecuentaban la casa?

La madam guardó silencio.

—¿Secretario?

—Venían.

—¿Todos juntos?

—Sé que venían, eso es todo.

—Parece que a los caballeros de Portocristo les unía algo más que las partidas de dominó. ¿Dimas Golbardo también participaba de estos secretos placeres?

Rita se ahuecó la melena, orgullosamente.

—No le daré nombres, pero… ¿qué hay de malo en un poco de expansión?

—¿Así llama a las degradantes prácticas a que somete a su hija? ¿De dónde saca la heroína?

—Celeste está enferma.

—¿La ha visto un médico?

—Necesita una dosis diaria de morfina. De lo contrario, enloquecería.

—¿Quién le proporciona la droga desde que el farmacéutico se ahogó en el estuario?

La madam aceró la mirada. Su desmedido busto subía y bajaba, oprimido por el escote.

—No contestaré a eso.

—Va a tener que responder a muchas cosas más —adelantó la subinspectora—. Aquí y ahora, o en el puesto de la Guardia Civil. Como prefiera.

—¿De qué se me acusa?

—De promover abusos sexuales contra una menor, lucrándose con ello.

—La niña lo hace por gusto —afirmó Rita—. Pregúntele.

—Lo haré en cuanto se recupere. Celeste vendrá conmigo.

El secretario había comenzado a vestirse en un rincón. Sus ropas descansaban cuidadosamente dobladas sobre el respaldo de una butaca. La subinspectora se encaró con la madam.

—No descarto reunir algún cargo más contra usted, Rita. Encubrimiento de asesinato, por ejemplo.

—¡Está usted loca! —exclamó Cayo.

—Es su madre quien lo está. Pero la locura no la eximirá de comparecer ante un tribunal. Y yo estaré presente para contar una nostálgica historia.

Martina hizo una pausa para encender un cigarrillo y arrojar por la nariz dos columnas de humo.

—La de una bailarina que actuaba en Bolscan, en un antiguo cabaret llamado El Deportivo. Ocasionalmente, ejercía la prostitución. Le gustaba seducir a los clientes, ponerlos a sus pies. A juzgar por esos carteles, debía ser usted muy atractiva, Rita. Tenía gancho con los hombres, y sabía manejarlos en la cama. Uno de ellos, Horacio Muñoz, un policía, cayó rendido ante sus encantos. Todavía no ha conseguido olvidarla, si eso la consuela. No sería el único. Aquel humilde carpintero del puerto, Jerónimo Dauder, también cometió el error de enamorarse de usted. Obsesionado con poseerla, en una escena de celos domésticos llegaría a asesinar a su propia esposa, lo que le costaría la cárcel. Pero usted no le correspondía, o lo hacía como una simple diversión. Su hombre era otro, siempre fue otro, y el mismo. José Sumí. ¿Fue él quien mató a su marido?

—¡Deja de mentir, zorra! —exclamó Rita.

—¡Tranquilícese! —Intervino el secretario; su mecanismo de autojustificación se había activado, y cedía a la ilusión de que una cierta autoridad le investía de nuevo—. Responda a la subinspectora.

—¡No tengo nada que decir!

—Le honra esa actitud, Gámez —dijo Martina, irguiéndose y agravando la voz, como si el secretario estuviera cumpliendo funciones propias de su cargo y ambos integraran un acusador tribunal—. Mientras el carpintero cumplía su condena en la prisión de Argenta, esta mujer, cuyo verdadero nombre es Rita Vicente, tuvo un hijo, Cayo. El padre no lo reconoció, como tampoco, más adelante, cuando la niña nació, reconocería a Celeste. ¿Dónde vino al mundo su pequeña, Rita? ¿En esta misma habitación, hace quince años, más o menos? Porque usted no acudió al hospital, ni registró el nacimiento.

—Nunca he necesitado ayuda para parir, ni instancias para llevar la cuenta de mis hijos.

—Mírela ahora. —Martina señaló la cama, donde Celeste se había desmadejado como una muñeca rota—. Asuma en qué la ha convertido. ¿Cuánto vale, por una noche?

—Hago lo mejor para ella —susurró Rita.

—¿Lo mejor? ¿El qué? ¿Que la violen? —La subinspectora se había inclinado sobre la muchacha, que respiraba con un estertor—. Necesita atención, pero ese doctor Ancano iba de camino a la funeraria, con la nueva cosecha de muertos. Porque mientras usted se divertía, secretario, hemos tenido bastante jaleo. ¿Desea que le informe de las últimas bajas? Alguien crucificó a Mesías de Born. Expiró en la isla, cuando el sargento y yo conseguimos desprenderlo del madero. Previamente, Romero había abatido a Heliodoro Zuazo, más popular, en esta parte de la costa, como El Quemao. Aunque no debería haberlo hecho, disparó contra él.

—¿Por qué? —preguntó el secretario.

—Intentaba matarme.

—¡Lástima que no lo consiguiera! —gritó Cayo.

—¡Cállate, inepto! —rugió su madre.

—Deje que suelte la lengua —dijo Martina—. Es probable que sea la única manera de reducir su condena. ¿Cuánto cree que puede caerle, secretario?

Gámez abrió desmesuradamente los ojos.

—¿Cayo los mató?

—¡Yo no he matado a nadie!

—¡No sigas hablando! —saltó su madre.

—Escucha, Cayo —dijo la subinspectora, acercándose a él, hasta cubrirlo con su delgada sombra—. Sé que le tienes miedo. Siempre se lo has tenido. Desde aquel día, en la carpintería del puerto. Ella enterró a Dauder y luego te trajo aquí y te convirtió en un alcahuete. Ahora puedes demostrarle que eres un hombre, y no un pelele que se dedica a sacar del club a los clientes borrachos, o a arrojarlos por los acantilados.

Transcurrieron treinta segundos. En los ojos de la subinspectora, Cayo leyó que Martel seguía vivo, y que había hablado.

—Te reconoció. Debiste haberte asegurado de que estaba muerto, como los otros.

Cayo dejó de mirar a la subinspectora y contempló a su madre con una expresión huérfana. El rostro de Rita Jaguar se mantenía impávido. Las palabras escaparon de la boca de su hijo, deslizándose como delgadas serpientes:

—Estuve allí, pero yo no lo maté.

Martina de Santo se acercó a él y le hincó el cañón de la pistola entre los ojos.

—¿Quién lo hizo, entonces?

—Subinspectora… —empezó a decir el secretario—. No creo que sus radicales métodos…

—¿Me va a dar lecciones de ética?

Gámez hizo un gesto, como desentendiéndose.

—¿Quién lo hizo, Cayo? —Volvió a preguntar Martina—. ¿Quién ahogó en las marismas a Gabriel Fosco? ¿Quién descuartizó en la Piedra de la Ballena a Dimas Golbardo? ¡Todos eran clientes vuestros! ¿Quién lo hizo? ¡Contesta!

Cayo no reaccionó. Estaba lívido. La subinspectora le golpeó con la culata.

—¿Quién los torturó? ¿Fue tu madre la que te ordenó acabar con ellos?

Cayo permaneció en silencio. Martina volvió a golpearle. Un hilo de sangre empezó a resbalarle por la comisura de los labios.

—¡Responde!

—¡Subinspectora! —exclamó el secretario.

Cayo se había cubierto la cara. Martina le apartó las manos.

—¡Habla!

Cayo empezó a llorar mansamente.

—Esto tenía que llegar antes o después, mamá.

Rita miraba a Martina con un odio que hubiera podido palparse. La subinspectora retrocedió un paso y amartilló el gatillo. Su gesto reflejaba la determinación de abrir fuego. El secretario se apoyó contra la pared, asustado.

—Te lo preguntaré por última vez, Cayo. Procura contestar, porque no tendrás otra oportunidad. ¿Quién mató a esos hombres? ¡Respóndeme, o te reunirás con ellos!

—Elifaz —dijo Celeste, detrás de ella; se había incorporado en la cama y contemplaba la escena con aire alucinado—. Mi hermano Eli los mató. Lo hizo por mí, porque no podía soportar el olor de esos viejos en mi piel. Él los castigó a morir.