38

—Puedes guardar la pistola —dijo Berta, con un tembloroso susurro, agitando los brazaletes de hierro.

Martina enfundó el arma.

—¿Dónde están?

—¿Quiénes?

—Fosco y Sumí.

—Se marcharon hace un rato. Pero volverán. Siempre lo hacen.

La subinspectora avanzó unos pasos. Las satánicas figuras que tentaban al Mesías enmarcaban la faz de Berta como un coro infernal.

—No te acerques —le advirtió su amiga—. No vayas a tocarme.

—¿Qué han hecho contigo?

—Nada que yo no les haya permitido hacer.

Martina respiró hondo. El pestilente olor se infiltró en sus bronquios.

—Creía conocerte, pero no imaginé que pudieras llegar a caer tan bajo.

—Nunca es fácil conocer a nuestra otra mitad.

—¿Cuándo empezó todo esto?

—Hace ya algún tiempo.

—¿Antes de que tú y yo…?

—Sí.

—¿Habías estado aquí?

—Sí.

—¿Posando para Fosco?

—Así es.

—¿Te acostabas con él?

—De vez en cuando.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—¿Estás enamorada de él?

—No lo sé.

—¿Y de Elifaz, lo estás?

—Tal vez. Sólo lo hago con él cuando los dos quieren. Al principio me daba miedo. Temía que me hicieran daño. Pero nunca he disfrutado tanto. Nunca como al tenerlos a los dos dentro de mí.

—¿Lo habéis hecho ahora?

—Sí.

Martina se mordió los labios.

—De manera que sois una trinidad.

—He llegado a sentirlo.

La subinspectora dijo, muy despacio:

—Te han azotado, Berta.

—Lo merecía.

—¿Se trata de una prueba?

—Todavía tendré que superar otras peores. La última ordalía, la de Teo Golbardo, fue realmente dura. Y yo no iba a ser menos.

—¿Qué tuvo que hacer Teo?

—Eso es secreto de confesión.

—¿Y Gastón de Born?

Berta sonrió con desdén.

—Simplemente tenía que imprimir los libros.

—¿En la imprenta de su padre, donde se tira el semanario comarcal?

—Eso es.

—¿Clandestinamente?

—El viejo Mesías nunca lo hubiera autorizado. Gastón manejaba la rotativa de noche, cuando no había nadie.

—De modo que así fueron viendo la luz los Libros del Ángel.

—Justamente. Sabemos que los compraste.

—¿Por el librero?

—Ese detalle no tiene importancia. ¿Los has leído?

—Me gustaron las historias de parricidios. Las que firmaba Gastón. Sólo que no las escribió él.

—¿Ah, no?

—No. Leí una crónica de Gastón, y estaba mal redactada. En cambio, los relatos tienen tensión. No podían pertenecer al mismo autor. ¿Quién los escribió? ¿Elifaz?

—Son buenos, ¿verdad? Elifaz y Daniel tienen talento, al contrario que los demás. Ellos encarnan el ideal de la Hermandad: la fusión del arte y la muerte.

La ropa de Berta estaba desperdigada por el suelo. La subinspectora observó que el sujetador estaba rasgado.

—No estoy aquí para recibir lecciones de arte. Encontré tu sudadera en el salón. Dime cómo puedo soltarte y vístete.

Berta escupió al suelo. Su rostro se asimiló a las repulsivas caras del cuadro. A pesar del frío que hacía en la cripta, su frente estaba perlada de sudor. Basculó sobre sus pies, como si estuviera borracha.

—¿Prefieres interrogarme vestida? Porque has venido a eso, ¿verdad?

La subinspectora se dejó caer sobre el borde del lagar. Los ojos le ardían.

—He visto el retrato que te está pintando Fosco. Es repugnante, pero prueba muchas cosas.

—No deberías hablarle así a una mujer en estado.

El corazón de Martina golpeó en su pecho.

—¿Estás esperando un hijo?

—En el fondo, Daniel es un pintor realista.

—¿Quién es el padre?

—¿A quién le importa?

—Puede que a mí.

—¿Esa pregunta tiene que ver con tu investigación?

—Puede que sí. ¿Por qué no respondes?

—El padre de la niña podría ser cualquiera de los dos.

—¿Estás embarazada de una niña?

—Hemos pensado llamarla Martina, en recuerdo de una amiga que perdí.

Detrás de Berta, en el oscuro fondo de la cripta, aleteó una sombra. La subinspectora se volvió, con los nervios de punta, pero sólo era un murciélago.

—Dime qué es lo que desprende ese olor.

—Son los muertos —murmuró Berta, con una voz que no parecía la suya.

—¿Dónde están?

—Ahí, debajo de ti.

—¿Enterrados en la cuba?

—A poca profundidad. Así es más fácil desenterrarlos. Hemos llegado a conocerlos bien. Fosco los ha inmortalizado en sus telas. Es un gran artista, aunque a nadie le interese. Yo los fotografié. Fue toda una experiencia. ¿Creías que la muerte era sólo un instante, una luz que se apaga? Descubrí que la muerte tiene vida propia. Que cada uno de esos cadáveres sigue muriendo hora tras hora. Que se mueven, Martina, que gimen y tiemblan, y que trozos de pelo y piel caen de pronto, como desprendidos por un aliento malsano. Crecen las uñas, palpitan los órganos, mutan sus olores, su pátina y coloración se alteran. Gusanos y larvas penetran los tejidos, la carne que se pudre y seca, hasta descubrir los esqueletos y abrillantar sus almas de marfil. ¿Habrán muerto, entonces? ¿Pero por qué crujen los huesos? Jamás capté imágenes como ésas. Nunca estuve tan cerca del destino del hombre, de la verdad.

A Martina le falló la voz. Un frío glacial le atenazaba la garganta. Tragó saliva y preguntó, vacilante:

—¿Hiciste aquí tus fotografías? ¿Tus Restos de Serie? ¿Las que yo vi por primera vez, el día en que te conocí en el Palacio de la Música?

—Muchas de ellas.

—¿Fosco desenterraba los cadáveres del camposanto de la isla?

—Acopia modelos para su juicio final —repuso Berta, riendo—. Se enamora de ellos. Los viste, disfraza, maquilla. En una ocasión me confesó que había llegado a probar su carne. Pero no todo es lúgubre en nuestra relación con los inmortales. Antes de que se corrompan, solemos divertirnos un poco. Forma parte del proceso creativo. Como aquella ocasión en que decidimos enfrentar al pobre Heliodoro con el espectro de su padre. Tendrías que haberle visto en el cementerio, cuando le quitamos la capucha a la momia. Ese idiota se emborrachó tanto que difícilmente podría recordar el aquelarre. Le hicimos creer que él mismo lo había vuelto a enterrar. Pero lo trajimos aquí, y Fosco lo dibujó. Pedro Zuazo es uno de estos diablos, el más odioso de todos.

Martina notó un zumbido en el cerebro. La cripta se desdibujó ante sus ojos.

—Tú no has muerto. Sin embargo, él te ha representado. Y Elifaz le sirvió de modelo para ese Cristo.

—La necrofilia de Fosco no es exclúyeme. Su arte también se inspira en los vivos.

—¿En los Hermanos?

—Preferentemente.

—Supongo que los conoces a todos.

—Si lo que quieres preguntarme es si asistía a las ceremonias de los solsticios, no me las hubiera perdido por nada del mundo.

—Creía que en la Hermandad no había ninguna mujer.

—Y no la hay, todavía. Alguna vez me disfracé, para acompañarles. Ese patán del Quemao nunca me reconoció. —Berta sacudió sus cadenas—. Ahora ya sabes algo más de nosotros. ¿Quizá habrías preferido seguir a oscuras?

Martina se obligó a seguir, a pensar.

—Debo admitir que al principio conseguiste engañarme, Berta, pero no estoy ciega.

—¿Sólo al principio?

—Después cometiste algunos errores. Todos los cometisteis.

—¿Ha comenzado el interrogatorio?

—Considéralo así.

—Muy bien, subinspectora. ¿Qué errores cometí?

—No deberías haberme llamado a Jefatura. Nunca lo habías hecho. Pero el lunes, poco después de las once, descolgaste un teléfono para informarme de un crimen. Lo habías oído en la radio, dijiste. Debiste escuchar con mucha atención, porque retuviste el nombre de la víctima. Un pescador de Portocristo, Dimas Golbardo. Estabas impresionada por la barbarie del asesinato.

—Yo diría que fue una reacción muy humana.

—Eso pensé. Y por eso, acto seguido, ingenuamente, te confié que me habían encomendado el caso. En consecuencia, te pusiste en acción. Pero disponías de poco tiempo. De la misma manera que habías amañado la noticia del suceso, inventaste una cita en el centro de Bolscan con un marchante, un tal Gustavo Adorno. He comprobado que ninguna emisora informó de la muerte de Golbardo hasta la una y media del mediodía, por lo que no podías tener noticia del asesinato a menos que alguien directamente implicado te hubiera puesto en antecedentes. Por otra parte, Gustavo Adorno nunca existió. No estuvo en casa, en nuestra casa, nunca admiró ni contrató tus fotografías. La viuda Margarel, nuestra vecina, permaneció toda la mañana podando el seto. Te vio salir poco después de que yo me marchara a comisaría, pero no te vio regresar. Tampoco pudo trasnochar Adorno en compañía vuestra porque los fantasmas, aunque Daniel Fosco, compinchado contigo, sostenga lo contrario, no toman cócteles margarita. Debo admitir que su interpretación ha sido ingeniosa. Casi tan convincente como la tuya.

—Estás celosa de él.

—Me engañaste, Berta, y eso, por encima de lo que hayas hecho, es lo que me seguirá doliendo cuando todo esto haya concluido.

—Aún no has resuelto nada.

Martina apagó el cigarrillo con el tacón y encendió otro.

—¿Me estás desafiando? ¿Crees que no conseguiré resolver los crímenes?

—Ya lo has hecho. El Quemao los mató.

—No estoy tan segura.

De una de las heridas de Berta brotó una gota de sangre que fue resbalando hasta deslizarse por su muslo, sobre cuya piel dibujó una serpiente bermeja. Martina sintió que una lágrima resbalaba por su mejilla. Sacó la pistola y la enjugó con la mira. Luego dijo:

—Todavía no sé exactamente dónde empieza y termina tu juego, Berta, pero sí sé que cometiste más errores.

—¿Cuáles?

—Además de tu llamada a mi oficina, y de la invención del personaje de Adorno, teñiste tu cabello y elegiste para tu falsa cita con el marchante una ropa que jamás te pondrías. ¿A qué venía ese súbito cambio de apariencia?

—Quizá pretendía sorprenderte.

—Más bien sospecho que querías evitar que alguien te reconociera mientras te dirigías al apartamento de Daniel Fosco y te reunías con él y con Elifaz Sumí. Esa reunión tenía que ser secreta. A fin de que vuestra coartada resultara creíble, yo debía seguir pensando que entre Fosco, Elifaz y tú nunca había existido otro vínculo que una mera relación de carácter intelectual, utópico.

—¿Y acaso ha sido de otra manera?

Martina exclamó, con rencor:

—¿También era idílica cuando te poseían los dos?

—Necesitaba nuevos estímulos. La rutina, contigo…

La subinspectora dejó salir el humo de su boca.

—Puedes hacerme daño, ya no me afecta.

—No mientas. Aún tengo poder sobre ti.

—¿De eso se trataba? ¿No estabas encubriendo a nadie? ¿Simplemente querías demostrar cuál de las dos era la más fuerte?

Su amiga había levantado los ojos. Miraba por encima de ella, hacia la boca del caño, donde se espesaban las sombras.

—Esa incógnita ha quedado resuelta —declaró—. ¡La imaginación ha derrotado a la inteligencia deductiva! La Hermandad tiene ya un nuevo miembro. ¿No es así, Fosco?

Berta agitó sus cadenas y rompió a reír alegremente. La subinspectora se volvió con los brazos caídos. Daniel Fosco y Elifaz Sumí estaban de pie en el último escalón, sonriendo con tranquilidad, y con una especie de lúcido y admirativo orgullo.

—¡Has estado maravillosa, querida! —proclamó Fosco—. ¡Estremecedora! Habías puesto el listón muy alto, pero te has superado. Realmente, tus límites son una incógnita. ¡Si hasta nos has hecho dudar!

El pintor atravesó la cripta jugueteando con una llave de hierro y la libró de sus cadenas. Berta comenzó a vestirse, agitada todavía por la risa. Sus heridas eran simples brochazos de pintura bermeja.

—Lo siento, Martina, yo…

—No se enfade con nosotros, subinspectora —dijo Elifaz, con dulzura, como si realmente quisiera consolarla.

—¿Le ha gustado la mansión? —preguntó Fosco; parecía exultante, como un anfitrión satisfecho—. Ya le comenté que era indiana, un tesoro. Mi padre ganó mucho dinero. Para mí, ¿se da cuenta? Ha visto la casa, ¿no es cierto? ¿Qué me dice del dormitorio principal, admiró el dosel? A veces me siento en el filo de esa cama, y veo dormir a mamá. Me pregunto cuánto tiempo vivirá.

El despecho ahogaba a Martina. Tuvo que apelar a un esfuerzo sobrehumano para dominarse, e ironizar:

—Podría dejar abierta una ventana, a fin de que la niebla encharque sus pulmones, o tomar prestado uno de sus almohadones y presionar sus vías respiratorias, hasta endulzar su tránsito. Sería como otro de sus juegos.

—No puedo desearle nada malo a mamá —protestó Fosco—. Vamos, subinspectora, sólo ha sido una broma. Pensamos que una prueba de este tipo era la que más se ajustaba a las condiciones de Berta. Si era capaz de jugarse su amistad con usted, podíamos estar seguros de que jamás nos traicionaría.

—Y lo estamos —subrayó Elifaz—. Plena, absolutamente seguros. La Hermandad ha perdido un socio, pero acaba de incorporar otro. Con toda justicia, diría yo. Creo que unos y otros hemos salido ganando. Usted también, Martina. Anímese.

La subinspectora permanecía en pie, rígida, inmóvil, con la expresión vacía.

—De manera que todo ha sido una farsa. Todo el tiempo han estado burlándose. Y todavía sostienen que he sacado un beneficio.

—¿Pero es que nunca lo va a admitir? —dijo Fosco, separando los brazos—. ¿Quién la puso sobre la pista del Quemao?

—¿Acaso no fuimos nosotros? —coreó Elifaz.

—La única culpa de Heliodoro Zuazo consistió en creer en esa irrisoria Hermandad. Lo que terminaría costándole la vida.

—Él se lo buscó —acusó Berta.

—No. Un disparo del sargento acabó con su vida, pero la causa de su muerte fue otra.

—La partida ha terminado, subinspectora —dijo Fosco, con calma—. Por lo que a usted respecta, debo recordarle que el caso está cerrado. Creo que me iré a dormir. Necesito descansar. ¿Vienes, Berta?

—Claro. Yo también estoy cansada. Pero os quiero a los dos. A menos, Martina, que no prefieras tomar una copa de vino conmigo. Te sentará bien. Prometo darte toda clase de explicaciones. No ahora, quizá, pero espero que más adelante, poco a poco, sepas perdonarme. La vida seguirá. No tiene sentido que lo perdamos todo. Que tú y yo nos separemos.

La subinspectora asintió lentamente. Luego dijo, con acidez:

—Cometisteis otro error, Berta. Por eso puedo asegurarte que este juego, si lo es, no ha concluido.

Empezó a subir los escalones de arenisca. No había alcanzado el exterior cuando oyó unas risitas ahogadas. Los Hermanos de la Costa celebraban su solsticio de invierno a costa de una nueva y singular víctima. Alguien que llevaba placa de policía y que forzosamente debía sentirse en una situación ridícula.