Martina había dejado abierta la puerta de la cabaña. El oblicuo sol de la tarde iluminaba el interior.
Heliodoro Zuazo respiraba entrecortadamente. Iba volviendo en sí. La subinspectora le había quitado el tenedor de la boca, y le apuntaba.
—¿Se encuentra mejor?
El Quemao sacudió las muñecas.
—¿Por qué me ha esposado?
—¡No se mueva!
—No lo haré. ¡Pero se está equivocando conmigo!
—¿Sufre con frecuencia esos ataques?
—Desde pequeño.
—¿Desde que se cayó a una hoguera?
—¿Cómo lo sabe?
—Dispongo de una cierta información acerca de usted. ¿Toma fármacos?
—¿Para qué? El doctor Ancano dijo que me había convertido en un aborto de la naturaleza, y que moriría sin dejar de serlo.
—¿Por eso bebe?
—Sí —sonrió el raquero, horriblemente.
Martina apagó el cigarrillo con el tacón y encendió otro.
—Respóndame ahora a algunas preguntas, y procure hacerlo con sinceridad. ¿Cuándo fue la última vez que estuvo en esta cabaña?
—Nunca había estado aquí dentro.
—No mienta. Mire esas huellas, junto a la entrada. Son suyas.
—Tienen que pertenecer a otro.
—Deje de fingir.
—No lo estoy haciendo.
—Claro que sí. Usted no está tan loco como pretende aparentar. No lo estaba el pasado domingo, cuando el viejo Dimas entró en esta misma cabaña para hacer un inventario de las reparaciones que debería llevar a cabo. Dejaría la puerta abierta, como ahora lo está. ¿Quién iba a querer molestarle en un lugar tan desierto? Usted pudo forcejear con él y arrastrarlo hasta la playa. Pudo acuchillarle el vientre y descuartizarlo en la Piedra de la Ballena.
El Quemao se había puesto a temblar de la cabeza a los pies. Sus dientes castañeteaban.
—¡Soy inocente!
—Tendrá que demostrarlo.
—¡Le repito que soy inocente!
—¿Le resulta familiar el nombre de Santos Hernández?
—Trae los bloques desde la sierra, para mis esculturas —barbotó Heliodoro—. Le esperaba hace unos días.
—¿El pasado domingo?
—Sí.
—¿A qué hora?
—A mediodía. Tenía que dejar los bloques de piedra en la hondonada del balneario, junto a las otras esculturas. Los desbasto allí, al aire libre.
—¿No le extrañó que no se presentase a su cita?
—Tampoco lo hice yo. Me olvidé. Estuve todo el día en la otra vertiente del cabo, recogiendo algas. Las destilo para fabricar pigmentos.
—¿Alguien más sabía que Santos Hernández iba a desplazarse por ese camino de carros?
—¿Quién iba a saberlo?
La subinspectora hizo una pausa. La mirada del Quemao era la de un animal acosado.
—La Guardia Civil ha batido la zona, buscando indicios de los crímenes. ¿No advirtió la presencia de los agentes?
—Le acabo de decir que estaba lejos, al otro lado de la Forca. Pasé la noche en la costa y no regresé hasta el día siguiente. ¿Qué ha sucedido con Santos?
La subinspectora respondió, con calma:
—Le clavaron un arpón en el pecho. Su cuerpo apareció a tres kilómetros de aquí, en la playa del balneario.
—Han vuelto a hacerlo —murmuró Heliodoro, como presa de pánico—. ¿Por qué tienen que mostrarse implacables? ¿No hay nada que pueda detenerles?
En el rostro de la subinspectora no se movía un músculo.
—¿Contra quiénes no se puede luchar?
—Contra los Hermanos. Ellos lo mataron.
—¿A Santos Hernández?
—A Santos, y también a Dimas.
—¿Puede probarlo?
El raquero asintió.
—¿Cómo?
—Venga a mi casa, en Forca del Diablo, y se lo mostraré.
—¿Qué es lo que va a enseñarme?
—Ya lo verá. Si es capaz de resistirlo.
—Iremos a su casa, pero antes quiero saber algo más. ¿Qué me dice de su padre, el farero, y de Gabriel Fosco, el farmacéutico? ¿Murieron accidentalmente, o alguien los despachó?
—Los Hermanos los liquidaron a todos.
—¿Por qué motivo?
El Quemao no vaciló.
—Para limpiar esta tierra de hombres mediocres.
Martina sonrió, fríamente.
—¿Como hacían los nazis?
—¡Debe creerme! ¡Me estoy jugando la vida al contárselo!
—¿A quién teme? Usted está metido en esto hasta el fondo. Daniel Fosco y Elifaz Sumí mencionaron su nombre en relación con esas reuniones que se celebran en las noches de solsticio.
—¿Esos miserables han hablado?
—Yo diría que no se fían de usted.
El raquero se estiró las guedejas.
—Estuve con ellos, no voy a engañarle.
—No lo intente. Teo Golbardo me contó algo más. Está convencido de que fue usted quien descuartizó a su padre, el viejo pescador de ballenas. Teo pretende tomarse la justicia por su mano, y enviarle a usted al otro barrio.
—¡Asesinos! —rugió Heliodoro, agitando las esposas—. ¿Por qué no me dejarán tranquilo? Se presentan de noche, a cualquier hora… ¿No entienden que he roto con todo? ¿Que he renunciado a sus macabras orgías?
Martina quiso atar otro cabo.
—¿Teo Golbardo pertenece a la Hermandad?
—Está con ellos. ¡Tiene que creerme, escúcheme!
—¿En calidad de artista incomprendido?
Un brillo de inteligencia asomó a los ojos azules del raquero.
—Le contaré lo que sé de ellos. Después me suelta, ¿de acuerdo?
La subinspectora asintió, imperceptiblemente. El Quemao, con aire delator, siguió diciendo:
—Teo es un actor mediocre. Las compañías de Bolscan lo han rechazado. Probó suerte en Argenta, pero terminó durmiendo en los bancos. Anduvo trapicheando con drogas, y pasó una temporada a la sombra. En la cárcel debieron romperle el culo. Lo tenía merecido. Regresó a Portocristo con el rabo entre las piernas, convertido en un fracasado. Como todos nosotros. Ha montado un grupo dramático con esa asociación católica del capitán Sumí. El día de Navidad pondrán en escena un auto sacramental. Los decorados corren a cargo de Daniel Fosco, ese pintorcillo de tres al cuarto. Patético, ¿no le parece? ¡Y esos ilusos se consideran artistas!
Heliodoro se echó a reír. Su risa tenía algo de desesperado y salvaje a la vez.
Martina preguntó:
—¿Cuándo se reunieron todos por última vez?
—En el solsticio de verano, en Isla del Ángel.
—¿Estuvo usted?
—Sí.
—¿Quiénes más?
—Daniel Fosco, Elifaz Sumí, Gastón de Born, Teo Golbardo y otro chico.
—¿Cómo se llama?
—No lo sé, no le conocía. Estaba oscuro, y llevaba una gorra calada.
—Cuénteme qué ocurrió.
—Yo estaba muy borracho. Habíamos fumado. Teo trajo una mierda que pegaba de verdad. Cuando llegamos a la isla era cerca de medianoche. Fuimos en mi barca, pero no sabría decirle cómo pudimos llegar. Las estrellas lucían en el cielo. Nuestras voces se perdían en el mar. Fosco estuvo a punto de caerse al agua, de lo pasado que iba. Elifaz era el único que se mantenía sobrio. ¡Él será quien venga a por mí si se entera que he hablado con usted!
—No lo sabrá. Continúe.
—Déme un cigarrillo.
Martina le puso un pitillo en la boca y se lo encendió. Frente a la llamita del encendedor, Heliodoro pestañeó temerosamente. El humo brotó por los caños de su nariz.
—Usamos mi linterna para trepar por el acantilado, pero al llegar a la cima me obligaron a apagarla. Fosco me la arrebató. Nos sentamos en círculo, en la oscuridad, junto al precipicio, delante del ángel de piedra del cementerio. El mar rompía abajo, muy abajo. Una botella pasó de mano en mano. Elifaz se levantó y tomó la palabra. Nos agradeció que estuviésemos allí, lejos de los vivos, en el mundo de los muertos, que era el nuestro. Elogió nuestra desesperación. Dijo que debíamos conjurarnos para alimentar nuestro odio, pero que ese sentimiento no era aún lo bastante fuerte como para eliminar a todos aquellos que nos habían vejado. A los viejos. A los jefes. A los padres. Elifaz dijo que había que clavar un arpón en el corazón de la humanidad. Debíamos actuar. Cercenar, mutilar. Eso dijo Elifaz. Y, entonces, señaló una tumba…
Mientras El Quemao hablaba, sus uñas habían arañado la madera del suelo.
—¿Qué es eso? —preguntó Martina.
—¿El qué?
—Las marcas que acaba de hacer en el piso.
—No me he dado cuenta —murmuró él.
—Parecen dos serpientes —observó la subinspectora—. O el símbolo del infinito. Vi ese signo en unas piedras talladas, cerca de aquí.
Heliodoro Zuazo la contempló con aprobación.
—Es mi firma.
—¿Qué representa?
—¿No se da cuenta?
—Dígamelo usted.
—Es muy fácil. Una ballena. Como las que vi de niño. Como las que mataban esos asesinos.
—Alguien grabó esas mismas marcas en los cuerpos de Dimas Golbardo y Santos Hernández. ¿Fue usted?
El raquero rompió a reír, demoníacamente. Un hilo de baba resbaló por su barbilla.
—¿No quiere saber cómo termina la historia de la isla? ¿No quiere saber lo que había en la tumba?
—¿Va a hacer una confesión?
—¡Un espectro nos observaba! —gritó El Quemao, enajenado—. Estaba sobre una lápida. Lo vi a la luz de la luna, y se me heló la sangre. ¡Fue como si la misma muerte hubiese acudido a buscarnos!
—¿Un espectro?
Heliodoro había comenzado a sollozar.
—En vida, fue un hombre. ¡Alguien, sí, me lo devolvió del infierno!
Se puso en pie, arrastrando la mesa, cuyos clavos habían saltado por la presión. Martina esgrimió la pistola.
—¡No se mueva!
Los ojos azules del raquero estaban cuajados de lágrimas.
—Un capote lo cubría. Fue Fosco quien le quitó la capucha. ¡La calavera tenía trozos de pelo y piel!
—¿Pudo reconocerlo?
—¿Acaso no reconocería usted a su propio padre? ¡Habían profanado su tumba, esas hienas!
Otro tirón acabó de liberar la mesa. La subinspectora retrocedió un paso.
—¿Con qué propósito?
—Era mi prueba de admisión en la Hermandad. Yo tenía que… juzgarle.
—¿Juzgar al cadáver de su propio padre?
—¡Debería haberlos matado! Pero estaba borracho, y tenía miedo. ¡Mi padre tenía razón! La última vez que hablé con él me dijo que había encontrado huesos humanos en el cementerio de la isla. Nadie le escuchó entonces. Serían los topos, llegó a decirle el capitán Sumí, las alimañas. ¡Los cárabos! ¡Las comadrejas! Sólo que aquellos vampiros tenían manos para empuñar palas y remover la tierra. Mi padre decidió informar al juez. Poco después, aparecería tendido en las rocas. ¿Qué quiere que piense? ¡Yo sé muy bien quien hizo aquello! ¡Los culpables estaban conmigo, y se burlaban de mí! ¡Los Hermanos lo empujaron al vacío, pero yo lo salvé de sus garras y lo cobijé! ¡Nadie volverá a profanarlo!
—¿Lo cobijó? ¿Dónde está el cadáver de su padre?
—¡Conmigo!
—¿Lo ha vuelto a enterrar?
El raquero se había puesto de rodillas y levantaba los ojos a la techumbre de la cabaña, como si estuviera rezando.
—¿Era ésa la prueba que quería enseñarme? —insistió Martina.
La pata de la mesa saltó, arrancada de cuajo, y el brazo del raquero se proyectó hacia adelante. La subinspectora sintió el golpe como una descarga en el interior de su cerebro. Cayó hacia atrás y perdió la pistola. Heliodoro se le echó encima. Martina sintió el acero de las esposas en sus mejillas. Golpeó a ciegas el rostro de su agresor y le clavó las uñas en la apergaminada piel, hasta que la sangre brotó y El Quemao se hizo a un lado. Martina corrió hacia la puerta de la cabaña, pero él le dio alcance en la pasarela, empujándola con tal violencia que el barandal se rompió y ambos cayeron sobre la arena. La atrapó y, a horcajadas sobre ella, siguió golpeándola con los esposados puños, hasta que la subinspectora perdió el sentido. De un tirón, el raquero desgarró la camisa y el sujetador de color cereza. Los pechos de Martina de Santo dejaron aflorar su rosada palidez. Heliodoro los contempló con fruición, sin tocarlos.
En ese momento sonó un estampido. El Quemao elevó los ojos al cielo. Durante tres segundos exactos contempló el vuelo de las grullas, asustadas por la detonación. Después se desplomó sobre la arena.