Cuando volvió en sí, lo primero que vio fue un planeta de piel abrasada inclinándose sobre ella y dos ojos de un azul tan transparente que parecían de cristal. Encima de ellos, sin rastro de pelo, se abombaba un cráneo rugoso, de cuya nuca colgaban sucias guedejas. La barba, igualmente descuidada, era más clara, del color del whisky añejo. En medio de aquel rostro deforme se abría una boca sin dientes. Y esa boca, de la que emanaba un pestilente aliento, la había besado.
Una oleada de horror suspendió a Martina.
—¿Qué está haciendo? —acertó a balbucear.
—Tranquila —repuso el monstruo; tenía una nariz inconcebible, como una cercenada trompa, con dos orificios por los que el aire se filtraba angustiosamente—. Ha sufrido un shock.
La subinspectora tuvo la impresión de haberse convertido en algún personaje de cuento infantil, cuyos imaginarios druidas la hubieran narcotizado con sus pócimas. Pero alguien había intentado matarla. Y aquello no podía ser una fantasía.
El humo seguía irritándola cuando se incorporó sobre un codo. El cobertizo continuaba ardiendo. Una columna de humo se elevaba hacia el cielo. El ogro de los cuentos y ella se encontraban en la ladera del bosque, a cierta distancia del incendio, fuera de peligro.
—¿Quién es usted?
El hombre elefante hizo un lastimoso mohín.
—¿Eso qué importa?
—Si no fuera así, no se lo preguntaría.
—Heliodoro Zuazo. Puede llamarme Heli. O El Quemao, como prefiera.
Aquel repulsivo ser sólo llevaba, pese a la fresca temperatura, una rasgada camisa de leñador, por la que asomaba el hirsuto vello del pecho. En cuclillas a su lado, mantenía apoyada en su muslo una de sus manos, más parecidas a zarpas. Las uñas eran amarillas y negras, como las de un animal. La subinspectora sintió náuseas.
—¿Me ha estado practicando la respiración artificial?
Tal vez El Quemao intentara sonreír, pero sólo consiguió esbozar una simiesca expresión.
—No piense que he disfrutado. Escupa, si le doy asco.
Martina empezó a toser de manera convulsa. Con dificultad, se puso en pie. Tenía magullado el hombro contra el que había golpeado la puerta del cobertizo.
También Heliodoro se había incorporado. Su envergadura era poco común, pero globosa y blanda, como si su carne de maíz estuviera inflada.
En su zurda, El Quemao sostenía una hoz. Con un principio de pánico, recordando vertiginosamente el cuerpo mutilado de Dimas Golbardo, Martina pensó que, mientras había durado su desvanecimiento, esa afilada hoja debió permanecer cerca de su garganta. De sus manos. De su vientre. De las cuencas de sus ojos.
Las vigas del cobertizo se derrumbaron con estrépito. Una lluvia de cenizas se dispersó hacia ellos.
—¿De qué modo escapé de ahí dentro?
—Usted no pudo salir —contestó El Quemao, con una voz de ultratumba—. Yo la salvé. Supe que había alguien atrapado porque oí disparos. Vi el fuego, y me asusté. Me trae malos recuerdos. Después escuché sus gritos, y derribé la puerta. Y ahí estaba usted, rodeada por las llamas. La cargué e intenté reanimarla. Pensé que estaba muerta. Por suerte, reaccionó.
—¿A sus besos?
Heliodoro pareció excusarse.
—No sabía qué hacer.
—Se lo agradezco —dijo la subinspectora, dulcificando el tono; pero acababa de darse cuenta de que le faltaba la pistola, y estaba tensa—. Ahora no tengo más remedio que volver a entrar.
—¿Al cobertizo? ¿Está loca?
—He metido la nariz en sitios peores, se lo puedo asegurar.
—Es imposible entrar.
—He perdido algo de valor, y quiero recuperarlo.
El Quemao levantó el faldón de su camisa y se palpó un costado. También su pantalón estaba desgarrado por varios sitios. Sus perneras se remetían en los caños de unas enormes botas de agua. Martina calculó que debía calzar al menos un cuarenta y seis.
—¿Se refiere a esto?
Sosteniéndola por el cañón, como si deseara librarse de un objeto contaminado, le tendía su pistola. No hizo ademán de pretender usarla. La subinspectora recuperó el arma y comprobó que el cargador estaba vacío. Ella misma lo había desperdiciado, alocadamente. Llevaba otro de reserva en el bolsillo de su americana, un poco más arriba de la franja de muslo donde se había apoyado la manaza de Zuazo.
—Estaba junto a usted. Imaginé que sería suya.
—De Dimas Golbardo, por supuesto, no iba a ser —replicó la subinspectora.
—Supongo que no.
—¿Cree que, de poseer un revólver, habría tenido más probabilidades de sobrevivir?
—No entiendo lo que quiere decir.
—¿Ah, no? ¿Para qué lleva esa hoz?
—Desbrozo los caminos. La mala hierba está creciendo siempre.
—¿Dónde vive usted? —Preguntó Martina después de una pausa, que empleó en observar las cicatrices de su cuello—. ¿Cerca de aquí?
—En Forca del Diablo. Aquella casa que se ve en la cima.
—¿Qué es, un guardabosques?
Zuazo adoptó un tono modesto y orgulloso a la vez, como si estuviera desvelando un secreto personal, algo íntimo.
—Soy artista. Raquero. Trabajo con materiales naturales. Rocas, conchas, huesos. Amo la expresión plástica en su desnuda pureza. Detesto todo recurso, cualquier artificio. Aspiro a fundirme en la creación natural, de la que procedemos. A devolver al barro lo que del barro es. Y, al fuego, lo que del fuego fue.
Martina recordó que en alguna oportunidad su amiga Berta le había hablado de esa clase de chiflados. Los raqueros. Misántropos repartidos por los parajes más solitarios, empeñados en sustanciar la naturaleza con su vocación artística. «Normalmente, acaban en un manicomio», había comentado Berta.
—Admiro el arte —dijo Martina, destinándole una mirada algo más cálida.
Aquella declaración pareció complacer al raquero.
—¿Le gustaría contemplar mi obra?
—Desde luego. Pero, antes, no me importaría averiguar quién ha intentado matarme.
El Quemao abrió la boca. Su lengua era pastosa, como si se alimentase de bayas silvestres. Tenía la piel de los brazos manchada por las antiguas quemaduras.
—¿Matarla? ¿Habla en serio?
—¿No supondrá que no tenía nada mejor que hacer que jugar con cerillas en ese chamizo?
—Entonces, ¿no fue un accidente?
—Claro que no. Alguien apiló leña y le pegó fuego. ¿Pudo verle?
—Ahora que lo dice, puede que me pareciera ver una sombra huyendo hacia el bosque. Después oí un relincho.
—¿Cuántos eran? ¿Sólo uno?
—Creo que sí.
—¿Distinguió algún rasgo? ¿Era alto, bajo?
—Alto, creo.
—¿Declararía eso delante de un juez?
—Abomino de la justicia de los hombres. Una vez ya intentaron procesarme.
—¿Por qué motivo?
Heliodoro hizo chasquear la lengua contra el paladar.
—Me masturbé en una taberna del pueblo. Estaba borracho, muy borracho.
—Entiendo —vaciló la subinspectora; el hombre elefante la miraba con una expresión espantosamente risueña, como si acabara de cometer una travesura colegial—. ¿Preferiría hablar con la Guardia Civil?
El Quemao agitó su enorme cabeza. Las grasientas guedejas se le enroscaron al cuello.
—¿Por qué no responde? ¿Tiene miedo a los guardias? ¿Ha estado alguna vez en el calabozo, como su amigo Gastón de Born?
Martina tuvo la impresión de que Heliodoro Zuazo aferraba la hoz. Con un rápido movimiento, la subinspectora sacó el cargador de repuesto, montó el arma y le apuntó. En un bufonesco gesto, El Quemao se protegió la cara.
—¡No dispare!
—No lo haré, si no me obliga. Deje esa hoz en el suelo.
Martina la recogió y pasó un dedo por su filo. Aquella hoja era capaz de mutilar extremidades humanas. Con un golpe seco. De arriba abajo. Exactamente de la manera en que habían cercenado las manos de Dimas Golbardo.
—Camine hacia las cabañas. Delante de mí.
La subinspectora abrió la puerta del bungaló y le obligó a entrar. Las pisadas de Heliodoro quedaron impresas en el polvo junto a las otras, las que parecían corresponderse con unas botas de agua. Tanto el tamaño como el dibujo de la suela eran exactos.
Martina inquirió, a bocajarro:
—¿Mató usted a Dimas Golbardo?
—¡Yo no he hecho nada!
—¿Pretendía acabar conmigo? ¿Le pegó fuego al cobertizo?
La mirada del raquero manifestó una profunda decepción.
—¡Me arriesgué para salvarla!
—¿Sabe quién soy, y a qué he venido?
—¡No sé quién es usted! ¡Dígamelo!
Martina se abrió un botón de la blusa y le mostró su placa. Siempre la llevaba de ese modo, colgada de una cadena, pegada a la piel.
—Subinspectora De Santo, Homicidios.
El Quemao alzó los brazos y soltó un golpe que restalló en el aire. Una décima de segundo antes, Martina se había agachado. Moviéndose con agilidad, flexionó las rodillas y le apoyó el cañón en la sien.
—Túmbese. ¡Al suelo!
Heliodoro se dejó caer, como se habría derrumbado un saco.
—Las manos sobre la nuca. ¡Separe las piernas!
La subinspectora lo cacheó. De sus bolsillos sacó un manojo de llaves y un fajo de billetes.
—¿Cómo ha obtenido tanto dinero?
—¡Vendí una escultura, maldita sea!
—¿A quién?
—¡Al juez Cambruno! ¡Es todo lo que tengo! Lo llevo encima para evitar que me roben. Escuche… ¿es cierto que Dimas Golbardo está muerto?
—¿No lo sabía?
—No.
Sin dejar de apuntarle, Martina le clavó una mirada de hielo.
—Las botas. Quíteselas.
El raquero obedeció. Sujeto al gemelo, apareció un machete.
—Tire el cuchillo y empújelo hacia mí. ¡Despacio!
La subinspectora dio un puntapié al machete, lanzándolo al exterior de la cabaña.
—Boca abajo, otra vez. Las manos, en la nuca. A Dimas Golbardo lo mataron el pasado domingo con un cuchillo como ése. Y lo desmembraron con un hacha o con una hoz como la suya. ¿Dónde estaba usted en la madrugada del domingo?
Una de las pantorrillas del raquero comenzó a temblar.
—Ahora mismo no puedo acordarme.
—Voy a refrescarle la memoria. Estaba en la Taberna del Puerto, en Portocristo, emborrachándose. Al menos dos testigos, dos amigos suyos, le vieron: Gastón de Born y Teo Golbardo.
—Ésos que acaba de nombrar no son amigos míos.
—¿Qué hizo después? ¿Subió a su barca y la manejó de vuelta a casa?
—Es posible.
—¿Llevaba a bordo la hoz y el machete?
—Siempre van conmigo. De noche, la marisma es poco segura.
—¿Había amanecido cuando llegó aquí?
—¿Cómo quiere que me acuerde?
—¿Se cruzó en la laguna con Dimas Golbardo? ¿Dónde lo asaltó?
Heliodoro aplastó la cara contra el suelo y comenzó a golpearse el cráneo.
—¡Yo no le hice ningún daño!
—¿Tampoco se lo hizo a su padre, el farero? ¡Estése quieto!
Pero la crisis no había hecho más que empezar. Primero fueron los brazos; enseguida, el torso del Quemao se convulsionó en movimientos espásticos.
La subinspectora se inclinó sobre él. En ese instante, el raquero se incorporó de un salto.
—¡Me las vas a pagar, hija de puta!
Pero no llegó a agredirla. Presa de violentas convulsiones, se desplomó a sus pies.
Se estaba tragando la lengua. Martina abrió el cajón de la cocina, encontró un tenedor de palo y le separó las mandíbulas.
Los espasmos duraron varios minutos, hasta que se moderaron en leves temblores. El raquero había perdido el conocimiento. La subinspectora lo esposó a la mesa. Cogió sus botas y las comparó con las huellas de pisadas. Eran idénticas.
Martina encendió un cigarrillo, a la espera de que volviera en sí. Como no daba muestras de recuperar la conciencia, llenó un cubo de agua turbia, con un fuerte olor a putrefacción, y se lo arrojó encima.