31

Eran las tres de la tarde. El sol se había vuelto a esconder. Una cenicienta luz alumbraba un mundo muerto y antiguo.

Martina de Santo permaneció inmóvil hasta que La Sirena se hubo esfumado entre la bruma, como una embarcación fantasma. Después, recorrió el destartalado embarcadero del balneario y descendió hacia la playa. Patos marinos flotaban en la superficie de las olas, como pájaros de corcho. La marea había arrastrado montones de algas.

Una senda parecía dirigirse hacia la ría del Muguín y la playa ballenera. Detrás de las dunas, en la hondonada, el pasto había estragado el césped de un antiguo campo de golf. Todavía podían apreciarse los mástiles de las banderas. Aquí y allá, entre los quemados hoyos, se levantaban grandes y husiformes piedras, menhires que dibujaban un círculo. La subinspectora estimó que debían estar relacionados entre sí, como piezas de una misma escultura.

Martina se aproximó a uno de esos monolitos. La hierba silvestre crecía a su alrededor, pero en la base hizo un descubrimiento que la dejó confusa: un ocho tumbado, grabado a cincel, parecía glosar la firma del escultor.

El signo, si bien de mayor tamaño, era similar a los que alguien había tatuado en los cadáveres de Dimas Golbardo y Santos Hernández.

Las restantes piedras talladas carecían de rúbrica. Pensativa, Martina hizo algunas fotografías y retomó la senda.

Desde las torrenteras de la sierra, entre encinares y bosques de eucaliptos, el río Muguín discurría por tierras bajas. Al desembocar en el estuario, su enlodado caudal se disolvía en el piélago. La neblina difuminaba los contornos del paisaje, desnudándolo de cualquier referencia, salvo las ramas que emergían como muñones de las pútridas aguas. Olía a raíces podridas, a tierra enferma.

La subinspectora recorrió la playa ballenera, a trechos fangosa, y sembrada de podridos troncos, y se acercó a la Piedra de la Ballena.

La ancha losa de sílex parecía haber permanecido allí desde el principio de la creación. Pulida por la marea, su jaspeada superficie presentaba la forma de un trapecio irregular.

Martina imaginó una viva acuarela de chalupas remolcando ría adentro sus capturas. Sangre y espuma. Hogueras encendidas, marmitas con el rancho a punto. La aceitosa carne de las ballenas desparramada en trozos más grandes que un hombre. Y, en los lodazales, el impaciente mugir de los bueyes, asediados por las moscas.

Una lúgubre atmósfera pesaba sobre aquel lugar. La subinspectora encendió un cigarrillo y caminó en círculos sobre la Piedra, como si lo hiciera ritualmente. Luego subió a la linde de un bosquecillo de encinas y fumó a la espera de que el sol apareciera entre las nubes. Cuando lo hizo, sus rayos arrancaron acerados reflejos a la plataforma rocosa.

Entonces, vio algo.

En el centro de la Piedra, junto a las pardas manchas que debían corresponder a la sangre vertida de Dimas Gol bardo, había una serie de muescas. Las marcas, de unos quince centímetros de longitud, y distantes entre sí, apenas se diferenciaban de las hendiduras entre las que prosperaban raquíticos hierbajos.

Martina humedeció con saliva las yemas de sus dedos y las pasó por las muescas. Motas de polvillo mineral se adhirieron a ellas. Las cotejó con la muestra que había tomado de las uñas de Dimas Golbardo; esas mínimas esquirlas parecían coincidir en textura. Después colocó un cigarrillo sobre cada una de las marcas, se tumbó con los brazos en cruz y proyectó el cuerpo de Dimas a la espera de recibir el golpe de gracia. Quizá había perdido el conocimiento, a causa de las primeras heridas, o bien unos brazos lo sujetaron mientras él arañaba la roca, antes de que le cortaran las manos.

En el bosque, no lejos de la Piedra, a unos setenta u ochenta metros, encontró un semicírculo de requemados cantos y restos de leña y ceniza. ¿Algún cónclave de los Hermanos habría tenido lugar entre los claros del bosque? Daniel Fosco, recordó Martina, se había referido a los parajes idóneos para sus aquelarres. La Piedra de la Ballena era uno de ellos.

Junto al camino, impresas en la arena, la subinspectora distinguió huellas de herraduras y llantas de carreta. También se apreciaban pisadas. Unas, puntiagudas y lisas. Otras, redondeadas en la punta y con el tacón más señalado. Las terceras, finalmente, presentaban un dibujo en forma de malla romboidal, como las deportivas de Santos Hernández que Martina había visto en la funeraria, entre los objetos personales de las víctimas. Le llamó la atención que las llantas de carro se hundiesen profundamente, como si en ese lugar se hubiese detenido una galera muy pesada.

Se dirigió a las cabañas. Las tres parecían abandonadas. Compartían un porche corrido y un carcomido barandal. Debía hacer bastante tiempo que no recibían inquilinos.

Sacó la llave de hierro que le había entregado Teo Golbardo y probó a introducirla en la primera cerradura. La llave se resistió a girar. Lo intentó con la segunda. Empezó a abrirse, pero se atascó. Tuvo que empujar la hoja.

Entró. El interior estaba oscuro. Abrió los postigos. Una rústica mesa centraba la habitación. Intentó moverla, pero no pudo. Tampoco logró arrastrar una cómoda en cuyos cajones, en mohoso estado, se guardaba ropa de cama. Para evitar robos, alguien había clavado los muebles a la tarima del piso. Además del cuarto de estar, la cabaña disponía de una alcoba, con una cama de tablas, un mugriento colchón y un Cristo crucificado. No había baño.

La cocina estaba incorporada al salón. Un escarabajo, un ciervo volante, quizá, intentaba escalar el fregadero. Martina lo rescató y lo expulsó al reino inferior de las arenas, entre los pilares de madera rezumada por la humedad. El insecto cayó boca arriba. Intentaba incorporarse, pero, cuando estaba a punto de recuperar el equilibrio, el peso del caparazón volvía a tumbarlo. Apiadada, Martina bajó las escaleras y lo auxilió con la uña del dedo meñique.

Volvió a entrar a la cabaña. En el piso, que estaba muy sucio, especialmente en los rincones, había huellas de botas militares, las de los hombres del sargento, pero también otras, más grandes, y de un dibujo ondulado, que tal vez podrían responder a las suelas de unas botas de agua.

La electricidad no llegaba hasta aquel remoto lugar. Martina abrió los grifos: borboteó un agua turbia con olor a huevos podridos.

Acabó de revisar la cabaña. Había un hornillo de gas, con una bombona de butano y, en la despensa, latas de mermelada y caballa envasadas en factorías de Portocristo, cuyas fechas de caducidad habían sido borradas por el óxido.

Poco más tenía que hacer allí. Recorrió el barandal y se dirigió a un cobertizo que se alzaba a unos veinte pasos de las cabañas.

Las aguas del Muguín se estancaban en la ría. Martina dejó posar su mirada en las pacíficas ondas de la laguna. Le pareció inverosímil que el mar batiera más allá, detrás de los cañaverales. Los bancos de arena debían ejercer como submarinas motas, como invisibles fronteras del país del agua.

Un cisne se deslizaba frente al embarcadero. A Martina le agradaba verlos en el Jardín Botánico de Bolscan, pero nunca le habían proporcionado tal sensación de libertad. El cisne batió alas. Su vuelo rasante lo fue elevando a contraluz, como una flecha naranja.

El portón del cobertizo estaba atrancado con una barra de hierro. La subinspectora la quitó, dejándola apoyada junto a la entrada, y empujó la puerta, que giró sin dificultad, como si no hiciese demasiado tiempo que la hubieran abierto.

El cobertizo no tenía ventanas, ni siquiera un ventanuco. Su fábrica se limitaba a un zócalo de adobe y a una cubierta de brezo. Todo en esa caseta de herramientas estaba desordenado, amontonado, cubierto de polvo. Había faroles de navegación, motores ligeros con las turbinas al aire, velas desgarradas, oxidados anzuelos, anclas, redes, nasas, boyas, ganchos, bicheros, hasta un tridente que parecía haber posado en manos de algún Neptuno.

Mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra, Martina se fue abriendo paso entre los aparejos de pesca, del difunto Dimas Golbardo, dispuestos de cualquier modo. Buscaba un arpón como el que le había mostrado el sargento Romero, una punta de hierro forjado parecida a la que había atravesado el corazón de Santos Hernández. En su lugar, fue desempolvando otras herramientas a las que la mano criminal que erraba por el delta, si había decidido armarse allí, podría igualmente haberles destinado un uso predatorio: un cuchillo de desollar pescado, un hacha y, colgados de una panoplia, martillos, sierras, guvias.

Examinó el cuchillo y el hacha. No parecían haber sido utilizados hacía poco más de un par de días, cuando Dimas Golbardo fue asaltado y desventrado en ese mismo paraje.

La subinspectora apartó una pesada hélice y, pegándose a la pared, avanzó hacia el fondo del refugio. Súbitamente, su corazón dejó de latir: la puerta acababa de cerrarse de un golpe.

—¿Quién anda ahí? —exclamó.

Nadie contestó. Martina se abalanzó hacia la entrada. El sonido de la tranca de hierro al ocupar su posición le hizo maldecir por haber descuidado sus espaldas.

—¡Abra! ¡Vamos!

Empujó la puerta, pero su rudimentario pasador ofreció resistencia. El rumor de unos pasos merodeando alrededor del cobertizo le hizo comprender que, fuese quien fuese el que se encontraba al otro lado, no albergaba buenas intenciones. Martina apartó una montaña de trastos buscando un hueco en el muro, pero no existía otra salida. Aferró el hacha y golpeó la puerta. Al tercer impacto logró astillar un tablón. Por el hueco en forma de estrella hizo asomar la punta de su pistola.

—¡Tengo un arma! ¡Abra, o la utilizaré!

Martina disparó al azar, uno, dos balazos, más para confortarse que con la esperanza de alcanzar un blanco. Después se quedó quieta, escuchando. Al rumor de pasos se habían unido al menos dos voces y una serie de amortiguados chasquidos, como si afuera estuvieran acumulando alguna clase de material.

«Leña», presintió. «Están haciendo una pira. Van a quemarme viva».

Notando que rompía a sudar, y que su pulso se disparaba, continuó su esfuerzo con el hacha, hasta que la tensión la hizo jadear. Finalmente, el tablón saltó. Martina sacó una mano, en busca de la tranca, pero, aunque llegó a tocar la barra de hierro, no logró destrabarla.

—¡Abra la puerta!

La réplica fue un intenso olor a gasolina y, tras una sorda crepitación, las llamaradas.

En un lapso increíblemente breve, un humo acre invadió el cobertizo. Las llamas alcanzaron la techumbre, que comenzó a arder por los cuatro costados. Incandescentes fragmentos se precipitaron sobre los tesoros de Dimas Golbardo, prendiendo en los flotadores de corcho y en los ajados velámenes que el pescador de ballenas habría conservado por alguna razón sentimental. Hicieron combustión en el acto, como ígneas banderas.

Sintiendo que le faltaba el aire, la subinspectora siguió golpeando la puerta con el hacha. Otra tabla saltó bajo sus golpes. Pero, al otro lado, se elevaba un muro de llamas.

El cobertizo ardía como una tea.

Desesperada, Martina cargó contra los tablones y disparó hasta cuatro veces. Se quedó escuchando, pero la crepitación del fuego, que tiraba como una inmensa chimenea, no le permitió oír nada. Estaba sudando de la cabeza a los pies. Su mente se debilitaba. Se dio cuenta de que no respiraba oxígeno, sino algo espeso y caliente que le abrasaba los pulmones como una candente garra.

Intentó taparse la boca con un pañuelo, pero las rodillas se le aflojaron y su visión se desvaneció en una cortina de humo.