30

Martina de Santo debía llevar un rato al pie del embarcadero, inmóvil junto a la cabina de expedición de pasajes. La subinspectora había reconocido el mascarón, la toldilla, la rabiosa pintura escarlata del casco.

Lo primero que a José Sumí le llamó la atención, además de su sombrero y su estilizada figura, fue lo natural de su presencia, como si no concurriera nada de extraordinario en el hecho de que una atractiva forastera hubiera decidido aparecer en un embarcadero remoto, al norte del país, con los oleajes y el relente del invierno en ciernes.

—¿Se le ofrece algo? —voceó el marino.

Caminando con cierta dificultad por las resbaladizas tablas, la subinspectora avanzó hacia la sirenita de proa, que parecía mirarla con su expresión de ángel ciego.

—¿Es usted el marinero?

José Sumí replicó:

—Soy el capitán, no sé si para servirle a usted.

Con su envergadura y sus barbas blancas, el patrón parecía un oso polar. El hacha se veía pequeña en su mano.

—Disculpe.

—Perdonar es fácil, como herir.

Un tanto asombrada, pero alerta, Martina encendió un cigarrillo.

—Tengo que ir a un lugar llamado la Piedra de la Ballena. ¿Hace esa ruta?

El capitán recogió el hacha en el puente, acabó de limpiar la brocha en el filo del impermeable y la arrojó al cubo de aguarrás. Martina se preguntó si ese mismo capote habría servido para envolver los restos de Dimas Golbardo, sus manos cortadas, sus intestinos, sus ojos.

José Sumí la medía con mirada torva.

—Nunca la había visto por aquí.

—Estoy de paso.

—¿Para qué quiere ir a la Piedra?

—Me han dicho que ese paraje está rodeado de misterio. Tal vez escriba algo para mi revista.

El patrón no se decidió a responder hasta pasado un rato, cuando la hubo calibrado a su gusto.

—Verá. No me importaría llevarla a la Piedra de la Ballena, a cualquier orilla del delta, incluso al fin del mundo, pero es temporada baja. Estamos cerrados. No habrá servicio hasta Semana Santa.

—He alquilado esa propiedad —le informó la investigadora—. Su propietario, Teo Golbardo, me previno que la carretera del estuario está cortada por las inundaciones, pero me aseguró que su lancha podría trasladarme hasta la playa ballenera.

—¿Eso le dijo mi sobrino? ¡Buen tunante está hecho! Mejor haría en no meterse donde nadie le llama. ¿Supone que me ha indemnizado por los pasajes del último verano? Por supuesto que no. A Teo todo le da igual. Debe pensar que La Sirena y yo sólo aparejamos para él. ¡Cuán diferente era su padre, el noble Dimas, a quien Dios tenga en su gloria! Después soy yo quien tiene que quedar mal con gente como usted. Vamos a dejarlo, si le parece. O si no le parece.

Pero la subinspectora no había llegado hasta allí para arrojar la toalla.

—Me siento incómoda hablándole desde aquí abajo. ¿Le importa que suba al puente?

El capitán se limitó a señalarle una escala. El viento del amanecer rizaba la superficie del estuario. Una familia de cormoranes chapoteaba en la laguna, cuyas aguas, del color de la mirada del capitán, eran de un verde óxido. Los ribereños juncos dejaban asomar bancos de arena. Al fondo se transparentaban rocas oscuras y un peñón batido por las olas.

—Parece una postal —dijo Martina, deslizándose bajo la toldilla.

José Sumí acababa de descubrir en el bolsillo de su pantalón restos de un cigarro puro; prendió la pava con un mechero de alcohol.

—Veinte mil —dijo, tras expulsar el humo.

—¿Cómo dice?

—Si quiere que la lleve a la Piedra de la Ballena tendrá que abonarme veinte mil pesetas.

—¡Es un abuso! ¿Me ha tomado por una cándida?

—Puede regresar a Portocristo y contratar una cangrejera —repuso el patrón, con cuajo—. Cualquier pescador la llevará por la cuarta parte. Sólo que, si el gallego se pone a soplar en serio, como él sabe hacerlo, demorará una jornada, o no llegará. El río baja desbordado, y las rompientes imponen.

—En la taquilla figura el precio del billete —dijo ella. Agitó el cigarrillo y apuntó con la brasa el mostrador donde se expedían pasajes para las travesías panorámicas—. Acabo de comprobarlo. Cuesta mil pesetas. Novecientas noventa y cinco, exactamente.

—Precio de temporada, señora.

—Señorita.

—Señorita —repitió el capitán, sarcástico—. Cobramos esa cantidad por la travesía hasta las barras, ida y vuelta. Apenas cuarenta minutos. Pero usted pretende llegar bastante más lejos. ¿Le dijo mi sobrino Teo dónde queda su propiedad? De la Piedra de la Ballena nos separan dos o tres horas de navegación. Hay que remontar el estuario, evitando el reflujo de las barras. Salvar el arrecife, costear y otra vez adentrarse por la ría del Muguín. Si viajase acompañada podría partir gastos, y le saldría más económico. Así le resultará caro, lo sé. Siempre cobro por adelantado, no recuerdo si se lo he advertido.

—La memoria debe ser su punto débil, porque descaro le sobra a usted.

—En el delta somos francos, señorita —dijo el patrón de La Sirena; no parecía ofendido—. Aquí la vida es difícil. Lo toma o lo deja.

Martina abrió una cartera. En el espacio que los separaba extendió dos billetes nuevos.

—Sabia decisión —aprobó el marino, arrugándolos por sus bolsillos—. Hay café en el camarote. Si abre la alacena, descubrirá una caja de galletas. Coja una, o las que le apetezcan. Puede que estén rancias. De ser así, las arrojaremos a las gaviotas. Esas inocentes avecillas son criaturas predilectas de Dios. No en vano el Supremo creó antes a las aves que al imperfecto Adán. ¿Ha leído el Génesis, señorita? El cielo bendice la mano que les da de comer. Permítame. Subiré a bordo su equipaje.

Martina suspiró, agotada. En el ferry no había conseguido descansar. Tampoco en su habitación de la posada del Pájaro Amarillo, a la que arribó pasada la medianoche, pudo dormir. Al rayar la aurora, se vistió. Había descendido por la senda del acantilado y recorrido el camino de sirga hasta la Casa de las Buganvillas, donde nadie contestó a la aldaba. Razón por la cual se había encaminado al embarcadero de La Sirena.

José Sumí baldeó la cubierta, sucia de guano. Lustró sus botas con una gamuza, se puso una gorra que había pertenecido al legendario Abraham y liberó las maromas. El motor hizo un ruido infernal, como si una bestia se desperezase en la sentina, pero no arrancó.

—No hay combustible, por todos los diablos —masculló el capitán—. Juraría que quedaba medio depósito.

Moviéndose con pesadez, acarreó un bidón desde la caseta. La Sirena comenzó a deslizarse por la laguna.

—¿Es usted extranjera? ¿Italiana? ¿Argentina?

A Martina le tranquilizó el hecho de que no supiera quién era. José Sumí admiraba el óvalo de su rostro, la palidez de su piel.

—No, claro, no tiene acento. Ya ve: como arúspice, no me ganaría el cocido. ¿No procederá de la capital central? En ese caso, debo advertirle que sus paisanos no suelen ser bien recibidos. Demasiados siglos de explotación. Portocristo existía mucho antes, señorita, escrito está. Cuando Madrid no era corral de comedias. En toda mi existencia he pisado sus calles. Y tengo la sensación de no haberme perdido nada. Corríjame si me equivoco.

—Nací en Filipinas —repuso ella. Estaba intentando establecer si se las había con un hombre inteligente, capaz de matar, o con un charlatán—. Resido en Bolscan. Pero me he criado aquí y allá.

La laguna se ensanchaba. El canal por el que se alejaban del embarcadero acababa de unirse a otro afluente de cenagosas aguas. Vieron el mar. Su turquesa claridad perfiló un rectángulo de luz bajo el encapotado cielo.

—¿A qué se dedica usted? —siguió preguntando el patrón, pero Martina fingió no escucharle.

El capitán sacó la cabeza:

—¿Le gustaría pilotar mi Sirena?

La subinspectora entró a la cabina. El angosto compartimento olía a una mezcla de caldo de gallina y gasoil sin refinar.

En la contrachapada pared, colgadas junto al hacha, podían apreciarse fotografías en blanco y negro de los patrones del barco: Abraham, Isaac, el propio José Sumí.

Los dos primeros habían posado a bordo de la barcaza, que parecía no haber cambiado desde el día en que la botaron del astillero. Abraham lucía mostacho; Isaac, una perilla que le aportaba un aire velazqueño. Pero José Sumí, mucho más joven, y con la barba todavía oscura, se había retratado en dique seco, junto a otro hombre de sencillo aspecto que sostenía un martillo en la diestra.

—Esa foto suya no está tomada en el delta —apuntó Martina—. Yo diría que es el puerto de Bolscan, con el astillero al fondo.

José Sumí le dio la razón.

—Acertó. De vez en cuando se hacía necesario remendar a la pobre Sirena, y hasta allá nos íbamos.

—¿Quién es ese hombre que está junto a usted, con aspecto de artesano?

—Calafate. Buena gente. Jerónimo Dauder, se llamaba.

Martina notó como si una pinza le pellizcara las vértebras cervicales. En la posada, insomne, había comprobado el libro de asientos contables de la carpintería de Dauder, cuyas fotocopias le había facilitado Horacio Muñoz. La Sirena aparecía registrada en numerosas ocasiones. Entre los años 1947 y 1950, concretamente, no menos de una docena de veces.

—¿Vive?

—Ah, no. Murió. Y, con él, su artesano oficio. Desde entonces, yo mismo tengo que embrear las tablas de encina del casco. Echo de menos al buen Jerónimo, ya lo creo. Dejó un gran vacío.

—¿Ese carpintero no tuvo hijos que continuaran su labor?

—Creo que fue progenitor de uno, pero no debió heredar su ciencia, qué le vamos a hacer. En cambio, el mío, Elifaz, sí ha sentido la llamada del mar, aunque no la del trabajo. En cuanto puede, sube a su chalupa y sale a navegar sin rumbo. Pero dudo mucho que Eli me suceda al timón. Tiene la cabeza a pájaros. Cuando el Señor me llame a su vera, ignoro qué será de La Sirena. Supongo que alguien la comprará y montará un restaurante con lo que quede de ella.

Martina observó las fotografías. Jerónimo Dauder, el calafate, tenía un aire inofensivo y pulcro. Nadie habría adivinado que había cometido un asesinato. Mucho menos que, a su vez, había sido víctima de un crimen sin resolver.

Por su parte, los varones de la familia Sumí compartían la misma mirada aguada. Plebeyos trazos les dibujaban la nariz y la boca. Ecos del Delta había entrevistado a los marinos de la saga. Amarillentos reportajes que, como las fotos, se exhibían clavados a un panel, junto a un jirón de bandera republicana y una caricatura de Alfonso XIII, que había navegado a bordo.

—Corona de España —canturreó Sumí—, caballitos de mar… ¿Qué diadema brilla más?

—¿Qué está cantando?

—¿Preferiría un salmo?

—No, gracias. Hábleme de ellos —le invitó Martina, señalando a sus mayores.

Con el paso del tiempo, para distraer a los turistas durante la travesía de las barras, el capitán había ido elaborando un discurso. Erguido en el puente, con grave voz a la que el megáfono prestaba difusión tonante, describía a sus pasajeros el ritmo de las mareas, la matemática de los astros, las cacerías de cachalotes y ballenas cuando aquellas ensenadas eran tumbas de agua y arena. Entreveraba episodios, quién sabía si fantásticos, sobre La Sirena y su propia familia. En la genealogía de los Sumí, como esos canales confluyentes en las lagunas, la barcaza y sus tripulantes venían a compartir un mismo destino. Cuando hablaba de los suyos, del abuelo Abraham, quien, a su regreso de Cuba, había construido La Sirena con sus propias manos, a José Sumí le daba pálpito al corazón.

—Por el dinero que usted ha pagado, bien merece que le resuma alguna de las heroicas batallitas de mi abuelo Abraham —accedió el capitán, atento a los bancos. La subinspector estaba pensando que en aquel hombre no se adivinaba la menor huella de abatimiento o depresión, según le había apuntado el sargento Romero, sino más bien una dionisíaca vitalidad—. Permítame. Esta embarcación ha hecho aguas en varias ocasiones. La más gloriosa, en el 38, durante la guerra civil. El buen Abraham pilotaba un pasaje de exiliados republicanos, en su mayoría mujeres y niños, cuando fueron ametrallados desde aquel islote que se ve allá. —Indicó un promontorio que sobresalía como una concha de tortuga en el centro de la laguna—. Mi abuelo, con la pistola en una mano y la caña en la otra, maniobró para ganar mar abierta. Debió ser una travesía infernal. Un día después, achicando agua, escorada a babor, y con la cubierta llena de heridos, La Sirena arribó a puerto francés. Salvas de pólvora y vítores a la República aclamaron a los héroes.

Los nietos de aquellos milicianos, continuó exponiendo José Sumí, habían oído hablar del combate. Uno de ellos, profesor en un instituto de Argenta, le había asegurado que cierto libro glosaba la hazaña. Aquel profesor se había comprometido a enviarle un ejemplar, pero pasaron los meses sin que a la estafeta del capitán llegasen otros volúmenes que ediciones de poetas malditos, a nombre de su hijo Elifaz; tampoco regresó el docente erudito. El capitán llegó a obsesionarse con esas supuestas páginas que inmortalizaban la participación de los Sumí en la guerra civil. Preguntó en el quiosco de Portocristo. Indagó, en la sede de Ecos, a su director, Mesías de Born, quien tampoco supo darle razón. Desorientado, escribió a Elifaz.

El capitán reveló a su pasajera que su único hijo estudiaba filología clásica. Quería ser literato. Vivía en Bolscan, en un piso de alquiler, con otro muchacho, Daniel Fosco, el hijo del farmacéutico, pero retornaba al delta en las vacaciones de verano, por Semana Santa y Navidad, o cuando necesitaba dinero. Elifaz leyó la carta de su padre, alambicada y retórica, como todas las suyas, y se aplicó a visitar las bibliotecas y el rastro de libros antiguos. Sin embargo, el precioso ejemplar no apareció. Pese a ello, el capitán, dando por buena la información de aquel profesor a quien nunca volvería a ver, pero cuyas lentes de alambre le inspiraron confianza, había decidido incluir en su guía la referencia a un capítulo documentado de la guerra civil, con La Sirena navegando como un símbolo de libertad entre el plomo enemigo.

El gallego había empezado a soplar. Destemplada, la subinspectora tragó una aspirina a palo seco. Coquetamente, extrajo del bolso una pomada hidratante y se la aplicó al cutis.

—¿Se marea? —Preguntó el capitán—. Hágamelo saber. Si se indispone, le daré un remedio. No debe avergonzarse. Al fin y a la postre, es mujer.

Aquel tono ofendió a Martina. Le hizo recordar las maneras del inspector Buj.

—Creí que era usted un caballero.

José Sumí no se ofuscó.

—¿Le incomoda mi charla, señorita? Lo entendería si fuese aún un jovencito. Pero ya tengo una edad. Y mala memoria. Los turistas quieren saber cosas que he olvidado. Ni siquiera recuerdo cuando empecé a tripular este cascarón. Fui grumete de mi padre, Isaac. No me pregunte más. Pero de algo sí estoy seguro. De las reglas de educación. En el momento en que alguien pone los pies en mi barco, yo pregunto y el pasajero responde. Son las normas a bordo —concluyó, guiñándole un ojo—. Y, ahora, explíqueme cómo se gana la vida.

—Soy documentalista.

—¿Seguro que no es actriz? ¿De cine, de teatro? ¿Una famosa actriz de incógnito por estas tierras? Podría darle clases a mi sobrino Teo, que actúa como un autómata.

—¿Su sobrino es actor?

—Eso dice. ¿Quiere una galleta? En el camarote. ¿Café? Es de puchero. Sírvase, aún estará caliente… Adoro el teatro. Lustros habrán pasado desde que asistí a la última obra. En Bolscan, en el Monumental. Un clásico —recordó con una turbulencia de sus pobladas cejas—. ¿Lope? Ah, esta cabeza mía…

—¿Hace mucho que no va por Bolscan?

—Años.

—¿Usted asistía al teatro? A la vista de sus modales, le cuadraría más andar huroneando por los cabarets del puerto.

José Sumí explotó en una desagradable carcajada.

—De solteros frecuentábamos la revista —admitió—. Qué pandilla aquélla. Pedro Zuazo, Mesías de Born, hasta Antonio Cambruno, que hoy es todo un señor juez… Tiempos vacíos. Estaba lo bastante ciego como para desnortarme por cualquier hembra bien armada. Pero hice propósito de la enmienda, y Dios supo perdonarme. Él está ahí, ¿lo ve? Sobre las aguas. Aprenda a oír su voz, señorita.

La subinspectora removió su café y encendió un cigarrillo. Continuaron navegando en silencio. El cielo se iba despejando, pero hacia el horizonte, cuando los cañaverales permitían una visión panorámica, flotaban nubarrones en panza de burra.

El canal por el que avanzaban con lentitud, sondeando, murió en el cauce del río. El estuario se ensanchaba como una vena rota. José Sumí carraspeó. Una hebra de tabaco se le había trabado en el paladar. Escupió al cubo, pero no atinó. El marino siguió con su juego:

—Lo supe en cuanto la vi en el embarcadero. Ese porte. Su gabardina. El borsalino. Sólo podría llevarlo una actriz. Y luego están sus zapatos de tacón.

Volvió a guiñarle un ojo. Martina hizo un esfuerzo por sonreír.

—Sospecho que no me servirán de mucho. Esta región parece inhóspita.

Se agachó para quitárselos. Estiró el brazo y los arrojó a cubierta.

—Cogerá una pulmonía —le advirtió el patrón.

Ella puso las manos sobre el timón. José Sumí aprobó el gesto.

—¿Acepta el reto? ¡Bien hecho!

El capitán se apartó de la rueda, pero permaneció a su lado, dispuesto a intervenir. El hacha estaba justo detrás de él.

—¿Me presta su gorra?

El marino se descubrió y la ayudó a ajustarse la visera. La gorra de Abraham le quedaba airosa.

—Por la Beata Escolástica, está usted divina. Como…

Ella se humedeció los labios.

—¿Como quién, capitán?

José Sumí tragó saliva.

—Como un lirio de agua.

—¿Todos los hombres del delta son tan aduladores como usted?

—Algunos sabemos inclinarnos ante la belleza.

Ella emitió una risa cómplice.

—¿Le recuerdo a alguna de las artistas de los cabarets de Bolscan? ¿A aquella famosa vedette de El Deportivo, quizá? ¿La que bailaba con serpientes?

El capitán palideció.

—No sé de quién me habla. Ya le he dicho que yo también tuve veinticinco años, y la sangre caliente.

—Apuesto a que a un viril marino como usted se lo rifarían esa clase de chicas.

José Sumí se envaró.

—Desde que me iluminó la fe, jamás volví a pecar.

A la subinspectora se le resbaló la caña.

—¡Cuidado! —exclamó el patrón.

—Lo siento.

—Tranquila, está en buenas manos. Ponga rumbo a esas rocas.

Olas más bravas leían la tensión de las corrientes. Cerrando la desembocadura, una formación rocosa sobresalía del arrecife. Sus dientes de sierra rompían en paredes de espuma.

—¿Pretende que pasemos por allí?

—Apártese.

—Ah, no, capitán. Usted ha confiado en mí.

La Sirena fue virando hasta cabecear frente al arrecife. Una brusca resaca se dejó sentir en el casco, que progresaba con denuedo y crujía como si fuera a partirse. Al avanzar hacia las rompientes, Martina vaciló. El color del agua cambiaba. La Sirena se elevaba y hundía.

La agitada navegación se prolongó hasta que dejaron atrás el arrecife. Después, se estabilizó.

—Lo ha hecho muy bien, ¡bravo! —aplaudió el capitán. Una salpicadura había apagado su cigarro; volvió a prenderlo con el mechero de alcohol, que olía como el combustible del barco—. Es usted una mujer con personalidad. Una actriz de carácter.

—Después de esta interpretación, creo que saldré a proa. Me sentará bien un poco de aire fresco.

—No tengo champán, pero brindaremos con mi anís de fardacho. Lo destilo según una fórmula secreta.

—¿Anís de fardacho?

—Llamamos así al lagarto del país. Es grande como una rata. No sirve para nada, aparte de papar moscas, pero fía regusto al licor. Permítame.

La costa iba quedando atrás. El tiempo mejoraba. La pasajera se quitó la gabardina. José Sumí admiró su garganta, sus manos suaves como piedras pulidas.

Martina se acodó en la borda para recibir los tímidos rayos de sol. El viento le agitó la melena, y fue justamente entonces cuando la clarividencia de José Sumí se cegó con la aparición del espectro de Sara María Golbardo. Su mujer lucía el vestido rojo coral y le tendía los brazos en demanda de auxilio, como había hecho cuando se estaba ahogando. El patrón cerró con fuerza los ojos. Al abrirlos, el espíritu de su esposa había regresado al lugar desde donde proseguía atormentándole.

Cabizbajo, José Sumí bajó a la bodega. Al pasar junto a la subinspectora pudo atisbarle el busto: encajes de un sujetador cereza enmascarando apenas el bulto inocente del pezón.

El patrón subió con un frasco y dos catavinos de latón. Al ver al lagarto ovillado en el interior de la botella, Martina no pudo disimular un acceso de asco. El capitán le aseguró que su digestivo licor acreditaba propiedades medicinales. En la comarca, añadió, al paso de las generaciones, ese anisete se había consumido siempre.

La subinspectora bebió. De inmediato, asomaron lágrimas a sus ojos. Hizo señas de que la garganta le ardía.

La Sirena discurría frente a un colmillo rocoso.

—¿Y esa peña? —preguntó Martina, entre náuseas.

—Isla del Ángel.

Ella tosía. El capitán, como ausente, contemplaba el peñasco.

—Siglos atrás, en la época de las invasiones, la isla fue temida a causa de los naufragios, pero hoy es ámbito de recogimiento y oración. ¿Distingue esas manchitas blancas sobre el acantilado? Tumbas. Cruces. Lápidas. Para dar sepultura a restos humanos, la isla sigue siendo un lugar más soleado que la marisma. En los arenales laguneros todo se descompone y hiede. Un cadáver se pudriría antes de que el diablo viniera a recoger su alma.

José Sumí guardó silencio, estremecido. Acababa de recordar su testamento. Cerró los ojos porque le asaltaba una visión atroz: bajo la hierba de su jardín, entre las raíces de la palmera y del ciprés, las lombrices cavaban las arterias de su carne muerta. Peor opción, empero, sería la de un entierro en la isla. Allí, por las cosas que le había contado Pedro Zuazo antes de precipitarse al vacío, el reposo eterno no estaba garantizado.

Martina se animó a tomar otro trago.

—¿A qué cadáveres se refiere? ¿A los de los ahogados?

—A esos desgraciados, sí, fallecidos sin el sacramento de los santos óleos.

—¿Es fácil ahogarse en estas aguas?

—Mucho. Hay remolinos, fangos.

Martina bebió un nuevo sorbo.

—¿Vive alguien en la isla?

—A menos que crea en la resurrección de los muertos, nadie —replicó el capitán. Tenía la sensación de que una de esas imaginarias larvas se le había incrustado en la garganta. Escupió de nuevo, apuntando al cubo; tampoco acertó esta vez—. Hay quien jura que en las noches de solsticio se escuchan lamentos y gritos, como si los espíritus quisieran regresar al festín de la vida… Pero no, ya no… El farero, Pedro Zuazo, a quien Dios tenga en su seno, murió este verano. Yo mismo lo enterré. Dejó un hijo, Heliodoro. Un día fatal, hace ya muchos años, se abrasó en las hogueras que su padre prendía en las noches de niebla para avisar del paso de las ballenas. El chiquillo quedó desfigurado. Su carácter, como su piel, se oscureció para siempre. Pedro Zuazo bebía más de la cuenta. Pegaba al rapaz, y hasta repudiarlo quiso, pero algunos le persuadimos de que la desgracia de Heliodoro era también voluntad del sino y lo crió en el faro, sin permitirle poner un pie en tierra firme, supongo que para preservar su vergüenza. El chico creció como una alimaña. Ahora debe tener la cuarentena larga, pero sigue siendo un cachorro sin dueño. Se pasó años sin hablar con nadie, hasta que renegó de todo, de su padre y de Dios, y se hizo artista. Se fue a vivir a una vieja cuadra, en Forca del Diablo, cerca de su señor Luzbel, y de la cabaña que mi sobrino Teo le ha alquilado a usted. Esté ojo avizor con ese engendro, señorita. Suele vagar por la marisma, como el alma en pena que es y será hasta que Satán lo acoja en su reino.

—¿Es peligroso?

—Todos los endemoniados lo son.

—¿Usted cree en Satanás?

—En todos los dogmas. Luzbel existe, señorita, no le quepa la menor reserva.

La subinspectora fijó la vista en el faro.

—¿De qué manera murió el farero?

—Se despeñó. Cayó en aquella cala en forma de hocico de rata, y eso que conocía la isla como los pelos de su cabeza. La Parca está presente en el delta, señorita. Convive con nosotros, como el agua o la luz. Tras la muerte de Pedro Zuazo, el peñón quedó desierto. El faro dejó de emitir señales. Apenas costean barcos, por lo que la plaza de farero no se ha repuesto. El cementerio, según le decía, ha existido siempre, desde las epidemias de peste. Entonces morían a cientos, con las tripas ulceradas, en medio de atroces dolores…

—No siga, capitán.

—¿Por qué? ¿Es usted miedosa?

—Al contrario. Soy demasiado curiosa.

—Como todas las hembras.

Martina se indignó.

—Ya basta, capitán. No puedo soportar su machismo barato.

—En el camposanto medieval —prosiguió el patrón, haciéndole caso omiso—, se ha dado cristiana sepultura a hombres y mujeres, marinos, pescadores, pero también a serranos y vaqueros. Mi buen padre Isaac reposa allí. Fue su última voluntad. Quiso elegir la isla para descansar eternamente. Yo nunca se lo hubiera aconsejado. Es un lugar solitario. Y no es bueno que los muertos estén solos…

—¿Acaso no lo están?

—Puede que no… Pero hay cosas de las que no siempre me apetece hablar. Admire el paisaje, señorita… La peña es de una belleza desnuda, lunar. Si nos acercásemos, podría ver nidos de águilas colgando del farallón.

Martina aguzó los ojos.

—¿Qué es aquello?

—¿El qué?

—¡Esa especie de cruz, sobre el acantilado!

—Nada veo. Se habrá sugestionado usted. En la marisma ocurre a menudo.

—¿Qué quiere decir?

—Espejismos, ilusiones. Los viejos acabamos creyendo en presencias. Como Pedro Zuazo, que sostenía haber visto vampiros desenterrando las tumbas del cementerio. ¿Le gustaría escuchar ese cuento?

—Preferiría saber qué es esa cruz, capitán.

Un cúmulo de niebla difuminaba la isla. La subinspectora insistió:

—Estoy segura de que era una cruz. Y yo diría que algo más. O alguien más.

El marino rompió a reír.

—¿Un vampiro? ¿El ángel que tutela el cementerio con sus alas de piedra? ¡Por la Divina Providencia, amiga mía! Será uno de esos pelados pinos que se aferran a las pendientes del acantilado. Presentan formas caprichosas entre la calima.

—Quiero visitar la isla.

—Puedo llevarla, si tanto lo desea.

—¿Ahora?

—Ah, no. Usted ha pagado un servicio, y eso obtendrá.

—¿Mañana? —insistió Martina.

—Tengo un entierro, ¿no se lo he dicho?

—No. ¿De quién?

—¡Qué curiosas son las mujeres! El de Dimas Golbardo, cuñado mío. No piense que me agrada el oficio de sepultar, y menos tratándose de un deudo, pero alguien debe apechar con ese caritativo deber. ¡Tendría que ver el paso de los cortejos avanzando por el borde de los acantilados! Hay sendas en que si se mira abajo… Uno creería estar caminando tras el mismísimo Caronte. Entre las lápidas, inclinadas hacia la pendiente, la vista es… ¡Ah, tenemos compañía!

Una manada de delfines saltaba a estribor. Estuvieron un rato jugando con la estela de la lancha. Tan súbitamente como se habían dejado ver, desaparecieron.

El sol salió, pero volvió a ocultarse detrás de las nubes. Martina sintió frío. Se puso la gabardina y buscó refugio en el puente.

Costearon hacia Forca del Diablo. Los alcatraces se sumergían como flechas de plata.

Penetraron por la ría del Muguín. El gallego se calmó.

La subinspectora había perdido el sentido de la orientación. Los acantilados dieron paso a marismas que se extendían tierra adentro en una sucesión de espejos, de un opaco y vinoso añil. Como un cuchillo, la quilla destrozaba plantas de raíz acuática. Martina calculó que hacía más de dos horas que no veían a otro ser humano.

—La Piedra de la Ballena —informó al rato el capitán, girando hacia su pasajera su perfil de moneda, como tallado en una pipa de espuma de mar—. En condiciones normales arribaríamos al desembarcadero de Dimas, pero el Muguín baja revuelto.

La barcaza se había estancado en el centro de la ría, a contracorriente. Un tronco golpeó el casco. La soledad era plena. José Sumí pretendió abarcar con un gesto aquel prodigio de la creación y, como si recitara su guía oral ante un atento pasaje, declamó:

—Cuando en las atalayas de Isla del Ángel se prendían las hogueras, los balleneros de la costa, guiados por señales de humo, zarpaban en chalupas al encuentro de las bestias del mar. Dimas Golbardo, Isaac Sumí y otros bravos marinos de Portocristo hacían bogar los remos junto al arponero arrodillado en la proa con lanzas y cuerdas. Tanto se arrimaba la flotilla a las manadas que a menudo el oleaje o un golpe de cola las hacía zozobrar. El arponero alzaba el brazo. La mar se colmaba de roja espuma. ¡Cuánto tardaban en morir esas malditas! A golpe de remo, desangrándose, eran remolcadas hasta la Piedra, donde hachas y sierras desguazarían sus inmensas moles. Los pescadores, y también sus mujeres, se ataban espuelas a las botas de agua, a fin de no resbalar por las montañas de carne. Cuando habían destazado al animal, los trozos más grandes se ponían a hervir en calderos, para separar el aceite y la grasa. Por las descomunales bocas se extraían los huesos.

—¿Y el resto de la carne?

—Servía de alimento a los cerdos.

El acento del capitán se cerró como el de los arroceros del delta.

—Dimas Golbardo, el último arponero de Portocristo, se casó tarde, como en la edad madura lo hice yo con su hermana Sara María. Dimas tuvo un hijo, Teo. Orgulloso se sentía de él. ¡Incauto! ¡Tan ciego estaba como las ballenas frente al arpón que habría de sacrificarlas! Ignoraba Dimas que por las venas de ese ingrato sobrino mío corre la sangre de Caín. En vida le consagró su amor paterno. Lo educó. Pescó y construyó para él. Por él cumplió con escrúpulo sus deberes para con la comunidad cristiana. A cambio…

El sol brotó en una ráfaga, como una herida. Los ojos de la subinspectora se irritaron con la luminosidad. Buscó en su americana unas gafas oscuras y afirmó, casi con ternura:

—A cambio lo mataron. ¿No era eso lo que iba a decir, capitán?

José Sumí apuró el aguardiente de un trago.

—Así fue, señorita, y no de otro modo. Para ser forastera, está usted bien informada. Dimas apareció muerto ahí mismo, en la Piedra de la Ballena, a pocos metros de la cabaña que usted ha alquilado. Estaba desnudo como un bacalao. Sin manos, con los ojos arrancados de las órbitas y la barriga abierta en canal.

—¿Vio usted su cadáver?

—Yo lo encontré.

—Debió ser atroz.

—Lo fue.

—¿Cómo lo descubrió?

—Por pura casualidad.

—Las casualidades no existen, capitán. Los hechos están conectados entre sí. Todos. Siempre.

—¿Usted cree? —Reflexionó el marino, como si esa idea no fuera del todo nueva para él—. Es posible que tenga razón.

—Sospecho que así es. Dimas Golbardo estaba predestinado a morir de esa forma. Y usted lo estaba para encontrarlo.

El capitán mordió la punta del cigarro.

—Curioso. De hecho, yo también pensé que lo habían abandonado allí para que mi Sirena y yo nos topáramos con él.

—¿Antes de que el diablo bajase a recoger su alma?

—Dimas era un católico ejemplar, señorita. A esta hora estará contemplando el rostro del Señor.

—Y Teo, ¿también es un piadoso cristiano?

—Preferiría no hablar de mi sobrino, señorita.

—¿Tenía algo contra su padre?

—Le despreciaba. Debía ser poco para él. Ese muchacho es un resentido, pero no me obligue a seguir hablando.

Martina se apoyó en la caña. La diestra del marino era nudosa y rojiza como un sarmiento. La subinspectora casi pudo percibir su energía, poderosa, seca, contundente como un mazo. Pero fue la zurda la que empleó para anotar una observación en su cuaderno de ruta.

—¿Qué está escribiendo?

—Me gusta llevar un diario de las mareas. Por todo el estuario tengo puestas unas varas de nivel.

La subinspectora preguntó, aparentando indiferencia:

—¿Dimas Golbardo vivía cuando usted lo encontró?

El capitán escupió al cubo. Esta vez acertó.

—Si se puede llamar existir a padecer las convulsiones que sufriría un lagarto después de arrancarle la piel, sí, alentaba.

Martina volvió a pensar en dos arrapiezos, Elifaz Sumí y Daniel Fosco, recorriendo los arenales en busca de cangrejos y víboras para capturarlos y someterlos a lentos tormentos. Y pensó en los ángeles, tan crueles y humanos, de los cuadros de Fosco.

—¿Dimas Golbardo alcanzó a decirle algo? ¿El nombre de su agresor?

José Sumí se puso rígido.

—¿A qué viene tanta pregunta?

—Quizá esta historia interese a mi editor.

José Sumí se limitó a acariciarse las barbas. La subinspectora comprendió que por el momento no iba a sonsacarle mucho más. Para reanimar su locuacidad, se resolvió a cambiar de escenario.

—¿También el farero estaba vivo cuando dio con él?

El capitán volvió a escupir. Se secó con la manga y dijo:

—Desnucado, con la cabeza girada como un trompo. Los pájaros le habían sacado los ojos. Y eso que él mismo los alimentaba y recuperaba las crías que caían farallón abajo, haciéndolas anidar en el faro.

—Quizá alguien les facilitó ese trabajo —apuntó la subinspectora.

El capitán enmudeció. Contemplaba a su pasajera con un cariz distinto. Abandonó la rueda para arrojar a las gaviotas un balde de pescado crudo. Sus crueles chillidos celebraron la ofrenda.

La barcaza se escoraba hacia la orilla. Martina sostuvo la caña.

—¿Cree que pudo existir alguna relación entre ambas muertes?

—En absoluto.

—¿Y en el hecho de que usted descubriera ambos cadáveres? ¿Quién sabía que se proponía llevar a cabo esas travesías?

El marino mordisqueó la punta de su cigarro.

—Esa pregunta sólo la haría un policía.

Martina dejó brotar una risa cándida.

—Soy actriz, ¿recuerda?

—Pudiera ser ambas cosas. Policía y actriz.

—¿Conoce a muchas mujeres policías?

—En Portocristo tenemos una guardia urbana. La hija de Rodolfo, el barbero. Pero no es tan bonita como usted.

La Sirena seguía deslizándose hacia las márgenes. Árboles muertos sobresalían del agua. Una garza se posó con majestad en el fango. El capitán aferró el timón.

—De seguir aquí, embarrancaremos. Vamos a virar.

El lanchón fue dejando atrás colonias de cormoranes y patos, hasta salir de nuevo a mar abierta. Siguiendo la línea de la costa, en la playa, a bastante distancia, se perfilaba un palacete.

—El balneario —señaló José Sumí, aunque su pasajera no le había interrogado; Martina dedujo que deseaba relegar el tema de los crímenes—. Hace años que las termas son pasto de la mala hierba. Ya Alfonso XII se desplazaba en el yate real para tomar las aguas. Y también su hijo y sucesor. Mi abuelo Abraham solía transportar en La Sirena a parte del séquito. Camareros, doncellas, oficiales, secretarios… Por esta misma ruta, entre los traidores canales. Una mañana de bonanza pretendieron arribar ¡a Biarritz! Estos Borbones… Las termas siguieron abriendo en temporada, pero no eran rentables y la sociedad quebró. Descubrirá las banderas del campo de golf enterradas en las dunas, entre las endemoniadas esculturas que ese poseso de Heliodoro Zuazo va erigiendo en homenaje al falo de Satán… ¿Piensa quedarse mucho tiempo?

—Depende.

—¿De qué?

—De lo que sea capaz de encontrar.

El embarcadero del balneario no estaba en mucho mejores condiciones que el de la Casa de las Buganvillas. La Sirena se arrimó a las tablas, acolchadas con neumáticos.

—Feliz estancia, señorita. Espero que encuentre lo que anda buscando.

—Casi siempre lo hago. Regrese a por mí, para llevarme hasta la isla.

José Sumí soltó otra carcajada. Sus risotadas no se diferenciaron demasiado de los graznidos de las gaviotas.

—¿Ha olvidado que La Sirena y yo vamos de entierro? ¿Pretende que pasemos a recogerla con un muerto a bordo, el monaguillo y el cura?

—Déjelo, ya me las arreglaré. Algún pescador me llevará.

La lancha viró y puso proa a la ría. Desde la orilla, Martina pudo ver por última vez a la sirenita ciega, con su cola de pez, y la silueta del capitán Sumí, oscura y erguida en el puente, diciéndole adiós con la mano izquierda.