Cuando el aparato se elevó, la subinspectora tuvo la impresión de que penetraba en un mundo acolchado, hecho de algodón, regido por leyes físicas que nada tenían que ver con las que sostenían a los hombres en su penoso discurrir por la superficie de la tierra. Se sintió ligera, imaginativa, como desprendida al fin de las pesadas sensaciones que venían lastrándola en las últimas horas transcurridas en Portocristo. También su cerebro flotaba entre esas nubes a las que el faro de la aeronave arrancaba extraños colores, reflejos de un gaseoso universo.
El helicóptero siguió ascendiendo hasta dejar abajo la barrera de niebla, y estabilizarse en un cielo insondable. La luna brillaba sobre ellos. Parecía estar muy cerca, casi al alcance de la mano. «Bastante más cerca que la solución de los crímenes», pensó Martina, experimentando un leve vértigo, un cierto decaimiento y, al mismo tiempo, la renovada impresión de que la solución al enigma se encontraba delante de ella. Sólo que no acertaba a verla.
La subinspectora se desabrochó el cinturón de seguridad y se desplazó hasta la cola del aparato. Carlos Martel permanecía tendido en una camilla. Le habían lavado la sangre de la cara, pero seguía teniendo el rostro contusionado, hinchado, y el labio inferior, partido por la mitad, deformado por los puntos que el doctor Ancano le había aplicado en el ambulatorio mientras aguardaban la llegada del helicóptero procedente de la Unidad de Salvamento de la Guardia Civil, con sede en Bolscan, hacia cuyo helipuerto se dirigían ahora.
Manuel Ancano, el director del ambulatorio de Portocristo, era un hombre de unos cincuenta y cinco años, con el cráneo desprovisto de pelo y una protuberante boca que generaba una salivilla blanca al hablar. A la subinspector le extrañó que en plena noche vistiera un elegante traje de alpaca de color perla y una impecable corbata de listas rojas y azules, y que sus zapatos negros de marca refulgieran como si acabara de aplicarles betún y una vigorosa friega de cepillo abrillantador. Cuando la camilla de campaña que había transportado a Martel ingresó en la sala de urgencias del ambulatorio, tras un accidentado periplo por la senda del acantilado y las irregulares pistas de tierra que jalonaban las praderías, el doctor había ordenado que le quitaran la ropa, se había despojado él mismo de su americana y había reconocido las heridas de Martel con un aire profesional no exento de preocupación.
—Tiene múltiples fracturas, y no descarto que sufra lesiones internas —diagnosticó—. Hay que intervenir, pero no dispongo de medios, ni de personal especializado. Convendría trasladarlo. Cuanto antes, mejor.
La subinspectora se había responsabilizado de llamar al helicóptero. Efectuó la llamada desde el despacho de dirección. El ambulatorio quedaba en la parte norte del pueblo, rodeado de estrechas calles y casas de piedra, por lo que indicó al piloto que aterrizase en la playa del Puntal, en la parte más ancha de la bahía, a unos dos kilómetros del muelle. El helicóptero medicalizado estaba siempre a punto para despegar en tareas de rescate, y con mayor motivo en invierno, debido a los frecuentes percances de montaña, pero la distancia entre Bolscan y Portocristo era considerable, y la espesa niebla de la costa no iba a contribuir a acelerar la travesía aérea. Calculando que deberían esperar al menos un par de horas, la subinspectora salió al pasillo a fumar un cigarrillo. El doctor Ancano se reunió con ella.
—Le he dado un calmante, para el dolor. Espero que resista hasta que lleguen al Hospital Clínico. Dígale al piloto que lo trasladen a ese centro. Avisaré al servicio de traumatología.
—Últimamente están teniendo mucho trabajo, doctor —observó la subinspectora.
Ancano se encogió de hombros.
—¿Lo dice por los crímenes? La práctica forense no es exactamente mi especialidad, ni plato de mi gusto, pero alguien tiene que hacerse cargo, cuando toca.
—Pude examinar en la funeraria los cuerpos de Dimas Golbardo y Santos Hernández. Los habían adecentado y cosido. Sin embargo, usted no realizó las autopsias.
El director del ambulatorio la miró con reproche.
—Si tiene en cuenta que el propósito de la necropsia no es otro que establecer la causa de la muerte, creo que se equivoca hasta cierto punto, subinspectora.
—No obstante, la ley…
—Sé lo que dice la ley, y también supe enseguida cómo los mataron. Tendría que haber visto el cadáver de Dimas cuando fue desembarcado en el puerto. Sus intestinos, sus vísceras. Y ese arpón clavado en el pecho de Santos Hernández. Me pudo la certeza de que ya habían sufrido bastante. Certifiqué la hora de los óbitos, así como las causas de ambos fallecimientos, y ordené al embalsamador que recompusiera los cuerpos, a fin de que los familiares no padecieran un tormento añadido.
—Quisiera ver esos certificados, doctor.
Manuel Ancano la contempló con cierta desconfianza. Martina se apresuró a ofrecerle un cigarrillo, que el médico aceptó.
—Como es preceptivo, obran en posesión del juez. Puede solicitárselos a él. Por lo que sé, ha decretado secreto de sumario, pero supongo que no tendrá inconveniente en facilitárselos a los investigadores.
La subinspectora le dio fuego con su encendedor de plata.
—¿Hizo constar en esas memorias que en ambos cadáveres figuraban unas extrañas señales?
—¿A qué se refiere?
—Marcas tatuadas en la piel. Prácticamente idénticas en ambos cuerpos.
El doctor se la quedó mirando con absoluta extrañeza. Entre sus gruesos labios pendía un filamento de saliva, que después iría acumulándose en las comisuras. En contraste con su elegancia, los dientes del médico estaban renegridos por el tabaco, y su aliento exhalaba un acre olor procedente de las profundidades de su estómago. La subinspectora enderezó su espalda para alejarse unos centímetros de él.
—Le juro que no las vi. ¿Qué forma tenían?
—Un dibujo parecido al signo del infinito. Del tamaño de una moneda, más o menos. El tatuaje de Dimas Golbardo estaba bajo su tetilla derecha. El de Santos Hernández, en la planta del pie izquierdo. Debieron ser trazados casi al mismo tiempo, y lo hizo un zurdo.
—¿Cómo lo sabe?
—Por la presión del objeto punzante que fue utilizado.
—No puede ser —murmuró el médico—. Examiné los cadáveres con todo detenimiento.
—Quizá alguien dibujó esas marcas después de que los reconociera usted.
—Tal vez, pero no tiene demasiado sentido. ¿Por qué razón? ¿Y quién pudo hacerlo?
—Alguien que tuviera acceso a la funeraria, evidentemente.
—Esa lista es muy reducida, subinspectora. Sólo abarcaría al juez, al sargento, al propietario del establecimiento y a los deudos de las víctimas. Que se limitan a la familia Golbardo, puesto que, por el momento, nadie se ha tomado la molestia de reclamarlos restos de Santos Hernández.
—¿El chamarilero no tenía parientes?
—Al parecer, no.
—De los Golbardo, ¿quiénes fueron llamados a la funeraria para reconocer el cadáver?
—Su hijo, Teo, y su hermano Alfredo.
—¿En algún momento permanecieron a solas en el interior de la cripta?
El médico fumó reflexivamente.
—Tendría que hacer memoria. Creo que no. El pobre Alfredo lo pasó muy mal. Se abrazó al cadáver de su hermano, llorando desconsoladamente. Sobrino, el embalsamador, tuvo que retirarlo.
—¿Estaba presente el juez?
—Desde luego. Se encontraba conmigo, a mi lado.
—¿Alfredo Golbardo sufrió una crisis de histeria?
—Tuvimos que sacarlo a la calle, para que le diera el fresco. Le hice tomar un valium.
—¿El juez Cambruno le ayudó a atenderle?
—Subió las escaleras con él, y lo estuvo consolando unos minutos.
—¿Mientras eso sucedía, el hijo de Dimas, Teo, quedó solo en la cripta?
—Es posible, pero no podría recordarlo con precisión. Todo sucedió muy deprisa, y ya se puede imaginar la tensión emocional que nos embargaba a todos. ¿No estará pensando que ese muchacho pudo marcar los cadáveres?
Martina replicó, con suavidad:
—Alguien lo hizo, antes o después de los crímenes.
—¿Con qué propósito?
—Bien para reivindicar sus muertes, bien para confundir la investigación.
Ancano bajó la voz.
—Entonces, ¿el autor de esos símbolos es el asesino?
—No podría afirmarlo con rotundidad.
El médico se quedó mirando fijamente la brasa de su cigarrillo. Tenía unos ojos redondos, algo saltones.
—Acabo de recordar que hubo alguien más en la funeraria.
—¿Quién?
—El capitán Sumí.
—¿El patrón que había encontrado los restos de Dimas?
—Exactamente. Después de depositar el cuerpo en el muelle y de atracar en su embarcadero, volvió para ofrecerse a prestar declaración.
—¿El juez lo había requerido?
—Sí.
—¿Lo interrogó en la funeraria?
—No. Los vi marcharse juntos, con el secretario del Juzgado. Era ya de noche cerrada. Imagino que abrirían las oficinas de la sede judicial, y que Cambruno le tomaría declaración allí. En cualquier caso, tendré que examinar de nuevo los cuerpos.
—Hágalo, doctor. E infórmeme de cualquier otra observación que pueda incorporar. Me propongo acompañar al herido al hospital de Bolscan, pero intentaré estar de regreso mañana por la noche, o pasado mañana. En ese momento volveré a hablar con usted. Hasta entonces, intente recordar el aspecto de otros dos cadáveres sobre los que, en los últimos meses, dictaminó su escrutinio forense: el de Gabriel Fosco, el farmacéutico, a quien doy por supuesto que usted conocía, y el del farero de Isla del Ángel, Pedro Zuazo.
—Esas muertes fueron accidentales, subinspectora.
—El juez opina lo mismo, pero yo no me encontraba presente para corroborarlo. Algunos elementos de la investigación me han hecho contemplar la posibilidad de que Gabriel Fosco y Pedro Zuazo fueran asimismo asesinados. ¿Repasará sus notas, doctor?
—Lo haré, por supuesto, si con ello voy a ayudarla, pero le adelanto que puede descartar la intriga criminal. Ninguno de ellos tenía enemigos. No hubo amenazas, ni les robaron nada. Y los síntomas eran claramente fortuitos, créame. Gabriel Fosco se ahogó. Pedro Zuazo se despeñó. Eso fue todo.
Una hora más tarde, hacia las cinco y media de la madrugada del miércoles, el helicóptero sobrevolaba las luces de Bolscan. La niebla se había despejado un rato antes, en cuanto se alejaron de los acantilados costeros y de la fría corriente polar que bañaba la desembocadura del delta, provocando las alteraciones térmicas típicas del estuario.
Como si regresara de un largo viaje, Martina tuvo la impresión de que había abandonado la ciudad mucho tiempo atrás. Intentó distinguir su casa cuando el aparato discurrió ruidosamente sobre las alamedas del paseo marítimo, pero las luces de su urbanización estaban apagadas, y apenas vislumbró la chata colina sobre la que se levantaban las antiguas mansiones modernistas en las que residían algunas de las más acomodadas familias de Bolscan. Intentó imaginar a Berta, en su estudio, trabajando a la luz de un flexo, o dormida en su habitación, con los ojos blandamente cerrados, respirando mal por la entreabierta boca, pero algo le decía que en los hábitos que regían su vida, y la de ambas, se había producido un cambio. Temió que Berta estuviese por ahí, bebiendo, divirtiéndose. O en la cama con cualquier hombre. Con Daniel Fosco, pensó, dándose cuenta de que había empezado a odiar su fláccida cara, la cínica sonrisa del pintor.
Una ambulancia los estaba esperando en la Unidad de Salvamento. El aparato aterrizó en el helipuerto, levantando una bolsa de aire caliente en derredor suyo. Casi de inmediato, los dos sanitarios que habían atendido al herido durante el vuelo, y ella misma, se encontraron en el interior de un vehículo cerrado, claustrofóbico, donde les aguardaba una doctora muy joven, con una cola de caballo y un chaleco de color naranja sobre su camisa de invierno. Martel se quejó durante todo el trayecto, pero no llegó a recuperar la conciencia.
Cuando llegaron al Hospital Clínico, un equipo médico se hizo cargo de Martel. La subinspectora vio desaparecer su cama rodante hacia las plantas de quirófanos, situadas en el subsuelo.
Esperó hasta las siete de la mañana, hora en que abrieron la cafetería, y desayunó sin ganas, obligándose a tomar con el café con leche unas insípidas galletas que, en lugar de aportarle energía, la sumieron en una sensación de lentitud y fatiga. Se quedó adormilada en las sillas del vestíbulo, entre otros usuarios que parecían esperar turno de llamada. A eso de las ocho y media, después de asearse en un lavabo, bajó a urgencias y solicitó información sobre el estado del herido. El médico de guardia le informó que el paciente seguía siendo intervenido.
—Su estado es grave —añadió el médico—. Tiene varios huesos rotos y hemorragias internas. ¿Es cierto que rodó por los acantilados de Portocristo? Si se trata de las mismas paredes por las que yo he descendido, debió caer desde una enorme altura.
—¿Conoce la costa?
—Soy aficionado a los deportes de aventura —repuso el médico, con una limpia sonrisa; era atractivo, musculoso; no tendría más de treinta y cinco años. Martina lo imaginó en una casa de las afueras, con una mujer pulcra y rubia, y tal vez con algún niño de corta edad—. Cuando puedo escaparme del hospital practico el rápel o la escalada libre. A veces elegimos los acantilados, por eso le decía. Un descuido en cualquiera de esas paredes puede resultar mortal de necesidad.
—Ese hombre es un testigo. ¿Cuándo podré hablar con él?
—Dependerá del cirujano. Esta tarde, quizá.
—Le llamaré antes, para saber cómo ha ido la operación.
El médico de guardia le dedicó una deslumbrante sonrisa. Martina supuso que a las enfermeras de la planta no les desagradaría recibir de vez en cuando una gratificación como ésa. Quizá a alguna no le importaría aceptar una invitación a cenar. Para repasar los fallos y necesidades del servicio, simplemente.
—Será un placer atenderla, subinspectora.
—Puede llamarme Martina.
—Desde luego, Martina. Si me deja un número, yo mismo le informaré en cuanto sepa algo.
La subinspectora le facilitó el número de Jefatura y salió a la agradable mañana. La temperatura superaba en varios grados a la que enfriaba las brumosas marismas del delta.
En la puerta del hospital cogió un taxi y se dirigió a comisaría.
Conrado Satrústegui ocupaba su despacho desde primera hora. La recibió abandonando su mesa con la mano extendida, como aliviado de volver a verla sana y salva.
—Siéntese, Martina.
La subinspectora permaneció en pie.
—No estoy cansada.
—Su aspecto la desdice. ¿Un café?
Martina sonrió, débilmente.
—Me temo que no he avanzado demasiado, comisario.
—Eso lo decidiré yo. Veamos qué me trae.
—No mucho. En realidad, tan sólo una pista sólida. Esas marcas en los cadáveres de las que le informé en nuestra última conversación.
—¿Las que fotografió? ¿No quedó en enviármelas?
—No tuve ocasión de revelarlas. El carrete sigue en la máquina.
—Démelo.
El comisario llamó a su secretaria. Adela entró con la misma expresión con que había saludado a Martina: como si estuviera en un funeral.
—Que revelen esta película, y amplíen las copias. Llame al inspector Buj.
El Hipopótamo no tardó más de treinta segundos en aparecer. El esfuerzo de recorrer el pasillo y las escaleras que separaban su oficina del despacho del comisario le había hecho aflorar un brillo de sudor en las patillas. Sus ojillos paquidérmicos taladraron a la subinspectora con una mirada en la que se desbordaba el recelo. Sin decir palabra, tomó asiento frente a la butaca de Satrústegui.
—Adelante, Martina —indicó el comisario.
La subinspectora inspiró el viciado oxígeno.
—Como le decía, esas marcas suponen nuestra única pista. Debieron realizarse con un punzón o un instrumento muy fino, y las ejecutó un zurdo. El doctor Ancano, el médico que examinó los cadáveres, no las advirtió, pero yo no descartaría por completo que pudieran habérsele pasado desapercibidas; tan leves son. Forzosamente tuvo que dibujarlas el criminal, o uno de sus cómplices. Otra hipótesis carecería de significado.
—Estoy de acuerdo —murmuró Satrústegui.
—¿El sol sale por la mañana? —se preguntó el Hipopótamo, ahogando una risita.
El comisario le destinó una mirada represiva.
—Ahórrese las coñas, Buj. Avanzaremos más deprisa. Continúe, Martina. ¿Fue el médico de Portocristo quien realizó las autopsias?
—Las estimó innecesarias.
—¿Porqué?
—Las cosas, en una pequeña población como Portocristo, son de otra manera. El doctor Ancano renunció a las necropsias para aliviar el sufrimiento de los familiares. En parte —estimó Martina—, puedo coincidir con él. No creo que nos hubieran revelado mucho más.
—Volvamos a esas señales sobre la piel de las víctimas —dispuso Satrústegui—. Apuntaba que tal vez fueron hechas a posteriori del examen médico.
—Es una posibilidad. Que habría tenido lugar a partir del momento en que los cuerpos descansaron en la funeraria, a la espera de ser restaurados.
—Esa teoría depara algunas lagunas —opinó el comisario—. Presupondría que el asesino, en lugar de marcarlos en la escena del crimen, apuntándoselos como trofeos, aguardó a que los cuerpos fueran descubiertos, trasladados y examinados, para tatuarlos posteriormente.
—A lo mejor el coco de Portocristo es el hombre invisible —rió Buj—. Por eso no lo cogeremos nunca, desenlace para el que la subinspectora nos está preparando meticulosamente. Su coartada es espléndida, Martina. Supera a la del propio criminal. Quien, no por desconocido, está dejando de revelarse como más competente que usted.
El comisario terció, francamente irritado:
—Ya basta, Buj.
La subinspectora había retrocedido un paso. Seguía de pie, pálida.
—¿Quién pudo hacer las marcas, Martina? —preguntó el comisario.
La subinspectora tuvo que hacer un esfuerzo para proseguir su argumentación.
—En el supuesto caso de que dichas señales hubieran sido impresas después de que tuviera lugar el reconocimiento médico, tan sólo cinco o seis personas tuvieron la oportunidad de hacerlo. Aquéllas que, en un momento u otro, bajaron al depósito de la funeraria y se acercaron a la mesa de acero donde descansaban los cadáveres.
—Sería, en principio, su lista de sospechosos —adujo el comisario; Martina desprendió que intentaba animarla, y se sintió todavía peor.
—Sí.
—Vamos con ellos.
—Teo y Alfredo Golbardo, en primer lugar. Hijo y hermano de Dimas, respectivamente. El hermano sufrió una crisis, y tuvo que salir a la calle. Teo pudo quedarse solo en la cripta.
—Teo Golbardo —repitió el comisario, apuntando el nombre—. Más.
—José Sumí. El marino que halló a Dimas Golbardo en la Piedra de la Ballena, y lo trasladó a puerto. Esa misma noche se presentó en la funeraria para declarar ante el juez. Estuvo solo un rato. Unos minutos, tal vez.
Satrústegui anotó la referencia. Martina completó su lista:
—Además del doctor Ancano, del sargento Romero y del juez Cambruno, también permaneció lógicamente en contacto con los restos el propietario de la funeraria: un tal Juan Sebastián Sobrino. Fue él quien cosió y adecentó los cadáveres.
—Seguro que le gustará la música clásica —bromeó el Hipopótamo, fingiendo que tocaba amorosamente un violín.
Satrústegui volvió a advertirle. Después anotó el nombre de Sobrino junto a los otros dos.
—Tres sospechosos, en definitiva.
—No tape todavía la pluma, jefe —dijo Buj—. Hay más. La pandilla de mocosos del delta.
—Informé al inspector Buj de la existencia de una secta cuyos miembros se hacen llamar los Hermanos de la Costa —explicó Martina al comisario—. Me inclinaría a pensar que se trata de una inofensiva y casi histriónica agrupación de artistas si no fuese porque las actividades de esos jóvenes rondan una y otra los crímenes. A veces tengo la impresión de que se limitan a jugar con fuego, pero otras sospecho que han tenido algo que ver con los asesinatos. He establecido contacto con algunos de ellos. Están llenos de contradicciones y caprichos.
—¿Cómo se llamaba el de más edad? —Preguntó Buj, con sorna—. ¿Cara Quemada? No, eso es de alguna película. ¿El Quemao?
—Heliodoro Zuazo —musitó la subinspectora; sabía perfectamente que el inspector intentaba ridiculizarla delante de Satrústegui, pero ya era tarde para dar marcha atrás—. Reside en un paraje conocido como Forca del Diablo, cerca de los escenarios de los crímenes. Todavía no he tenido ocasión de hablar con él.
—Esto es de locos, comisario —dijo Buj, poniéndose serio—. ¿Cuánto tiempo vamos a seguir hablando de gilipolleces? Le propongo que enviemos de inmediato a un par de nuestros mejores hombres. Carrasco y Salcedo están libres. Concédales carta blanca y verá qué pronto se deshace este entuerto.
—He confiado el caso a la subinspectora —replicó el comisario—. Por el momento no veo razones para revelarla. Díganos qué pasos piensa dar a partir de ahora, Martina.
—He regresado con un testigo, para trasladarlo al Hospital Clínico, pues se encuentra herido. Han tenido que intervenirle. Podré hablar con él dentro de unas horas, en cuanto supere el efecto de la anestesia. Lo interrogaré y regresaré al delta.
—¿De vacaciones? —preguntó Buj.
La subinspectora iba a replicar, pero estaba afectada, y se limitó a inclinar la cabeza. El comisario se resolvió a cortar por lo sano.
—Punto final, inspector. Quédese un minuto conmigo, quiero hablarle. Usted continúe con su trabajo, Martina. Manténgame informado de ese interrogatorio, y de los avances que pueda suponer.
—Gracias, señor.
—Retírese.
La subinspectora salió del despacho con la autoestima por los suelos. La propia Adela debió captar su estado de ánimo, porque la dejó salir sin someterla a sus habituales pullas.
Martina descendió las escaleras que conducían al archivo. El comisario la había defendido de los despiadados ataques de Buj, pero era obvio que no se sentía satisfecho de su labor. ¿Había cometido errores? ¿Debería haber orientado la investigación en distinta dirección?
Horacio Muñoz estaba sentado al ordenador. Enseguida se dio cuenta de que la detective De Santo no traía buenas noticias.
—¿Cómo le fue por Portocristo, Martina?
—Supongo que mal. Buj acaba de darme un buen revolcón delante del comisario.
—Eso quisiera ese perro. Vamos, anímese. Puedo hacerle un café cargado, si le apetece.
Martina se encogió de hombros.
—Necesitaría algo más fuerte.
—¿Whisky, entonces? Tengo una botella escondida por alguna parte.
La subinspectora sonrió, pero su entereza de ánimo se había esfumado. Se sentía insegura y débil, como una adolescente. Horacio le sirvió en un vaso chato que tenía toda la pinta de haber sido sustraído de un bar. Martina bebió el whisky de un trago, echando la nuca atrás.
—Póngame otro.
Separó los labios y se lo bebió del mismo modo que el anterior.
—Otro.
—Déjelo, Martina, o se caerá redonda y deberé recogerla en mis brazos y someterla a la respiración artificial.
—He dicho que me ponga otro.
—Está bien, pero será el último. Después se portará como una buena chica. Se tranquilizará y me contará todo lo que ha pasado.
Martina liquidó el tercer trago y dejó que un calor abrasador le quemase el estómago y fuese ascendiendo hasta empañar la mirada, que afloró un destello de humedad, como si fuera a llorar. Tuvo que apoyarse en el filo del escritorio hasta que esa abrasadora sensación dio curso a un grato abotagamiento. Después encendió un cigarrillo y comenzó a hablar. Punto por punto, refirió a Horacio cuanto había hecho en Portocristo. Sus entrevistas con el sargento y con el juez. El examen de los cadáveres. Las marcas en la piel.
Sin embargo, no lo contó todo. Como había hecho en el despacho del comisario, omitió hablar de esa barcaza que había vislumbrado el lunes al amanecer, entrando al puerto de Bolscan, y que después volvería a ver, reconociéndola por el color del casco y la forma del mascarón, en el muelle de Portocristo. La Sirena del Delta, del capitán Sumí. Tampoco se detuvo Martina en la conversación con Elifaz Sumí y Daniel Fosco, previa a su partida, ni desgranó el contenido de las obras de los Hermanos de la Costa. No sabía de qué manera encajar esos elementos aleatorios y temía en revesar el relato, así como ahondar en su propia desorientación, distanciándose de la línea correcta a seguir. Mientras Horacio guardaba silencio, limitándose a afirmar de vez en cuando, Martina siguió hablándole de Carlos Martel.
El archivero le permitió expresarse sin interrumpirla, hasta que la detective, exhausta, hubo concluido.
—De manera que ha venido escoltando al señor Martel —dijo Horacio, tras una pausa que empleó en manipular su ordenador—. No me parece que se trate de una compañía recomendable, precisamente. Tiene su historial en pantalla. Échele un vistazo.
La subinspectora consultó la ficha. Martel había estado encarcelado en varias ocasiones, todas ellas por delitos relacionados con el tráfico de drogas. Cocaína y hachís, fundamentalmente.
—Dos cadáveres y un traficante —susurró Horacio, detrás de ella, tan cerca que Martina pudo distinguir el olor de su loción—. Podría ser una conexión.
—Martel llevaba un mapa de la costa, señalado con una cruz.
—El lugar de la entrega, tal vez. Apriétele las tuercas.
—A estas horas no sé si está vivo o muerto.
—Ese acantilado por el que cayó estaba cerca de la posada, ¿no es cierto?
—Así es. El pueblo queda más abajo, junto a la playa, algo alejado.
—Conozco el paraje —reveló Horacio—. Ya le dije que alguna vez he visitado la zona para saludar a una vieja amiga. Rita Jaguar. No me ha revelado si tuvo el placer de saludarla.
Brevemente, la subinspectora le relató su encuentro con la cabaretera.
—No entiendo cómo esa mujer pudo sorberle el seso, Horacio. Tiene un aspecto terrible, con la desgreñada melena pelirroja y esas piernas de bailaora retirada.
—Los años no la han respetado, pero tampoco a mí. Eso tenemos en común: que somos dos fracasados.
—No hable así.
—¿Por qué no? Nuestro tiempo pasó, y sólo nos dejó aromas de derrota.
—Parecería un bolero, si…
—¿Si qué? —sonrió Horacio, con tristeza.
—Si esa mujer no diera la impresión de ser muy capaz de hacer daño.
—¿A quién, a sus clientes? No dramatice. En el fondo, no es más que una puta vieja a la espera de su jubilación. ¿Ha vuelto a preguntarse por aquella historia que le conté en el puerto? La del crimen del carpintero, ¿recuerda?
—Apenas he tenido tiempo para pensar en ello. En cuanto me concedan unos días libres me ocuparé de ese asunto, según le prometí.
—Suponía que no iba a disponer de un segundo. Por eso he releído en su lugar el expediente de Jerónimo Dauder. Hay cosas curiosas, Martina. El libro de asientos de la carpintería, por ejemplo, registra movimientos y cargos de reparación y construcción de embarcaciones fluviales, hasta el año 1950, cuando Dauder ingresó en prisión. Muchas de esas lanchas procedían del delta.
—Hágame un favor, Horacio —cedió Martina, para terminar de una vez con aquel enojoso asunto—. Foto cópieme ese expediente. Lo llevaré conmigo.
En ese instante sonó el teléfono de la sección. Muñoz descolgó el receptor.
—Está aquí, sí. Un momento, por favor. Es para usted, Martina.
La voz procedía del Hospital Clínico, y era pausada y sonora. La subinspectora pensó que aquel tono poseía algún tipo de cualidad balsámica, como si pudiese penetrar bajo la piel y expandirse como una suerte de dulce calor.
—Tengo buenas noticias para usted —dijo el médico de guardia que la había atendido antes—. El paciente por el que se interesaba ha sido trasladado a planta. La operación ha debido ser compleja, pero parece que se ha resuelto con éxito.
—¿Cuándo podré hablar con él?
—En cuanto salga de la anestesia. Un par de horas, más o menos.
—Allí estaré. Le agradezco la llamada.
—De nada. Si no tiene nada mejor que hacer, y le apetece compartir conmigo el modesto menú hospitalario, puedo invitarla a comer.
Martina iba a rechazar la invitación, pero lo pensó mejor. Pensó que necesitaba seguir escuchando esa voz.
—Muy bien. ¿A qué hora?
—¿Sobre la una y media?
—Perfectamente.
Eran las doce cuando Horacio Muñoz acabó de fotocopiar el expediente de Jerónimo Dauder. Mientras el archivero se ocupaba de ello, la subinspectora hizo un par de llamadas para completar la información de que disponían sobre Carlos Martel.
A partir de la relectura de su ficha policial, consiguió hablar con un inspector sevillano, Francisco Belmonte. Años atrás, ese inspector había detenido a Martel en aguas del Estrecho, a bordo de una motora que intentaba pasar un contrabando de hachís. Por aquel delito, Martel había dado con sus huesos en el penal del Puerto de Santa María, donde permaneció ingresado durante treinta y tres meses. Belmonte le dijo a la subinspectora que Martel solía trabajar por libre, aunque a veces se enrolaba en alguna operación con bandas colombianas, en particular con el cártel de Pico Uriarte, que operaba indistintamente en el norte y en el sur del país. Paralelamente, Martel había llegado a acuerdos con los gallegos, introduciendo a algunos de sus capos en el negocio del Estrecho. Era malagueño, pero vivía a caballo entre Ceuta y Tánger. No resultaba infrecuente sorprenderlo por Marbella, cuyos clubs solía visitar cuando disponía de dinero fresco. No se le conocía familia, ni relaciones estables.
—Un putero, si me entiende, con hechuras de proxeneta, y un tipo duro —recordó Belmonte—. Nada sofisticado, pero muy eficaz. Desde que salió del Puerto sabía que le seguíamos los pasos, que su capacidad operativa se había limitado considerablemente. De ahí, quizá, que haya buscado en el norte nuevas oportunidades.
La subinspectora le dio las gracias por la información. Se despidió de Horacio y abandonó el archivo. Salió a la calle y cogió un taxi en la avenida del Príncipe.
En su casa no había nadie. La puerta principal estaba cerrada con doble vuelta, tal como ella solía dejarla cuando se marchaba por algunos días. La señora que les venía a limpiar también cerraba de esa manera. Esa mujer acudía los martes y los jueves. Había estado el día anterior, por tanto. Desde entonces, no parecía que alguien más hubiese entrado.
La gatita Pesca la recibió en el salón. Martina no necesitó llamar a Berta, porque sabía que no se encontraba allí. La subinspectora recorrió la planta baja buscando inútilmente alguna nota de su amiga. Entró en la habitación de Berta. Todo estaba en orden. Abrió su armario, que seguía tan revuelto como de costumbre, y subió al ático. Las fotografías que había visto fugazmente en la tarde del lunes, antes de partir en el ferry, permanecían colgadas de las cuerdas de secar. Se trataba de una serie. Las observó con mayor detenimiento. Llevaban el inconfundible sello de Berta, pero los motivos eran nuevos para ella. En las imágenes, deliberadamente difusas, se veía la sombra de una mujer con los brazos encadenados en forma de cruz. Aunque la melena le ocultaba el rostro, Martina pudo reconocer la boca de Berta dilatada en una expresión de fiereza o placer, y sus pequeños dientes, regulares y blancos, destacando contra el fondo oscuro del paladar. El equipo fotográfico seguía en el mismo sitio. Las cámaras, los negativos, las cajas con obras enmarcadas, los sobres plastificados con impresiones de su archivo particular. Eso le hizo pensar que quizá su amiga no se había marchado definitivamente.
Entró a su dormitorio, se desnudó y se regaló una larga ducha de agua hirviendo. Frotó su cuerpo con un guante de crin, como si quisiera depurar su piel, se lavó el pelo y se arregló las uñas pensando vagamente que aquella higiene podía tener algo que ver con su cita en el hospital. Después se cambió de ropa, llamó a la gatita, salió de la casa y volvió a cerrar con doble vuelta. Con Pesca entre los brazos, llamó a la verja de la viuda Margarel y le pidió que cuidara a su gata hasta su regreso.
—¿Tu amiga tampoco va a estar en casa? —preguntó su vecina.
—No sé nada de ella.
—Se marchó el lunes por la noche —dijo la viuda Margarel—, poco después de que te despidieras de mí. La acompañaban dos jóvenes. Uno vestido de negro, otro de claro. Los dos altos, delgados y con el pelo largo. Se fueron andando, calle abajo. ¿Quiénes eran, artistas también? Ella les cogía del brazo y parecía muy contenta de…
La subinspectora la ayudó a terminar la frase:
—¿De alejarse?
—Líbreme el Señor de meterme en tus cosas, Martina.
—Cuide de Pesca, Julia.
—Puedes ir tranquila. No va a pasarnos nada. ¿Te aviso si… si ella vuelve a aparecer?
—No creo que regrese tan pronto. De todas maneras, le facilitaré un teléfono.
Martina escribió en una hojita de su agenda el número de la posada del Pájaro Amarillo y descendió la calle casi sonámbula, como si flotara sobre el asfalto, entre los tilos y plátanos que sombreaban el barrio residencial.
Otro taxi la dejó en la puerta del Hospital Clínico.
Era la una y media en punto cuando entró al comedor de la cafetería. El médico de guardia la estaba esperando en una mesa del fondo. Las restantes estaban ocupadas por personal sanitario. Los cubiertos resonaban contra las bandejas de acero inoxidable.
—Patatas y carne, el menú de hoy —la saludó el médico—. Todavía está a tiempo de mirar por su salud y elegir otro restaurante.
—La verdad es que tengo hambre —sonrió ella, sentándose a su lado.
Se llamaba Juan Cortés. Estaba separado. Vivía en un adosado de las afueras, con garaje y jardín, y, cuando le correspondía la custodia, con una niña de seis años, fruto de su matrimonio con una de las enfermeras del hospital, con la que seguía manteniendo una aceptable relación.
—¿Por qué se ríe, Martina?
—Porque lo había adivinado casi todo.
—Menos la razón que nos impide tutearnos.
—Eso tiene fácil solución.
Cuando Martina volvió a mirar el reloj, eran las tres. Se asombró de lo rápido que se le había pasado el tiempo de esa comida informal, la mayor parte de la cual continuaba en la bandeja. No habían parado de hablar. Martina le contó cosas de la comisaría, de Ernesto Buj y de Adela, la secretaria de Satrústegui. Le habló de su padre, Máximo de Santo. Y le confesó por qué se había hecho policía.
Juan Cortés abrió un yogur, hundió la cucharilla de plástico y se la llevó a la boca.
—Me gustaría volver a verte.
Ella se puso súbitamente en pie.
—Es hora de trabajar. Quiero ver a ese hombre.
—Está en trauma, en la 404 —dijo el médico, algo turbado por su reacción—. Te acompañaré.
—No hará falta. Gracias por todo.
Lo dejó allí, apoyado contra la pared del comedor, con la cucharilla de yogur entre los dedos, y subió en el ascensor hasta la cuarta planta. El celador la dejó pasar en cuanto le mostró la placa.
La subinspectora abrió sin ruido la puerta de la habitación 404.
Blanco como la sábana, desnudo de cintura para arriba, Carlos Martel estaba tumbado en una cama con el respaldo alzado. Tenía entre las manos el mando de la televisión, y estaba viendo las noticias. Sin pronunciar palabra, Martina se dirigió al aparato, que colgaba alto en la pared, cerca del techo, como los de los bares, y lo apagó.
—¡Eh, oiga! ¿Qué está haciendo?
—Asegurarme de que va a entender lo que vengo a decirle.
—¡Hice poner una moneda! —exclamó Martel, incorporándose con tal brusquedad que a punto estuvo de derribar los goteros. Las heridas debieron producirle un dolor insoportable, porque se derrumbó en la almohada con el rostro crispado.
—Tómeselo con calma —le aconsejó Martina—. Deberá permanecer en el hospital varios días. Semanas, quizá. Tendrá tiempo para ver la televisión. Yo, en cambio, apenas dispongo de margen. Por eso he venido a proponerle un trato.
—¿Quién es usted?
—Subinspectora De Santo, Homicidios.
El hombre hizo una mueca de desdén. Sin embargo, su expresión fue atemperándose, como en un rápido proceso de adaptación a la nueva situación.
—La recuerdo borrosamente… ¿Fue usted quien me rescató de las rocas?
Martina hizo un gesto afirmativo.
—Oí sus gritos al caer por el acantilado, y corrí desde la posada. ¿Qué ocurrió?
—Alguien me empujó.
—¿Pudo verle, o estaba usted demasiado borracho?
Martel la miró con una expresión de astucia.
—¿Qué importa si lo estaba? Dijo que había venido a proponerme algo. ¿De qué se trata?
—De un acuerdo amistoso.
—No hago tratos con policías.
La subinspectora hizo chasquear la lengua.
—Sé quién es usted, Martel, y para qué fue a Portocristo. Un transbordo en alta mar nunca resultaría seguro de no contar con un grupo de apoyo en tierra. Usted iba a coordinar ese grupo. El desembarco de la mercancía va a hacerse efectivo en un paraje de la costa oriental, en algún punto entre Forca del Diablo y la Piedra de la Ballena. Tengo razones para sospechar que la operación se ejecutará muy pronto. Seguramente a estas horas alguno de sus amigos se estará preguntando por qué han perdido contacto con usted. Quizá decidan suspender la entrega, pero lo más probable es que se resuelvan a sustituirle por cualquier otro. Pico Uriarte es un hombre práctico. Seguirá adelante con o sin su ayuda.
Martel guardó un silencio huraño. La subinspectora le dio la espalda y se dirigió a la ventana de la habitación. Desde allí, entre las manzanas de casas, podía verse el puerto. Los mástiles de un buque escuela asomaban entre los edificios, como si los barcos estuvieran enterrados a la altura del asfalto. Martina recordó que el ferry salía a las seis, y que debía cogerlo.
—¿Cuál es el trato?
La subinspectora no se volvió. Su aliento empañaba el cristal de la ventana. Encendió un cigarrillo, y dijo:
—Voy a permitir que esa operación se lleve a cabo. Nadie lo sabrá. Tampoco que tuvieron que intervenirle en un hospital, ni que habló con la policía.
—Pero yo no estaré allí, en Portocristo.
—Su gente, sí. Arrégleselas con ellos. Estoy segura de que Teo Golbardo sabrá sustituirle. Me pareció un muchacho muy competente. Ambicioso y frío, nada temperamental. Conocedor de la costa. El lugarteniente ideal. ¿Vamos con la otra parte, con lo que quiero de usted?
Martel no contestó. Miraba la pantalla apagada de la televisión. La voz de la subinspectora se hizo más persuasiva cuando se acercó a su cama.
—Algunos hombres han muerto asesinados en el delta. Se trata de crímenes violentos, sin explicación aparente. Todas las víctimas son varones de cierta edad. Honrados ciudadanos que en apariencia llevaban vidas corrientes y que se conocían entre sí, al menos de vista. Pero ahora usted, un forastero, ha estado a punto de engrosar esa fúnebre lista, y no creo que los nombres de quienes han perdido trágicamente la vida le digan nada. Usted supone una excepción, Martel, y por eso debo saber todo lo que hizo en Portocristo, desde el momento en que bajó del ferry el pasado lunes por la noche. Absolutamente todo, sin omitir detalle. Tiene que existir un punto que le relacione con los demás, ¿me sigue?
La subinspectora se había sentado en el filo de la cama, y jugaba con su cigarrillo. Martel pareció meditar durante un minuto eterno. Martina le tendió el pitillo. El hombre lo aceptó y se lo llevó a los labios.
—Usted me gusta —dijo Martel—. Tiene un corazón de hielo. ¿En qué cree? En nada, ¿verdad?
—Sólo en mi instinto.
—¿Su olfato le dice qué fue de mis perros?
—No lo sé. Supongo que alguien se habrá encargado de ellos.
Martel fumó y volvió a refugiarse en el silencio. Finalmente, dijo:
—¿Sólo quiere eso, un relato de mis andanzas en Portocristo?
—Nada más.
—¿Y saldré de esto sin cargos?
—Le doy mi palabra.
—De acuerdo. Le contaré lo que hice, Adónde fui, con quién hablé, con quién me acosté. Pero encienda la televisión. Así olvidaré más fácilmente que estoy delatando a alguien. Pensaré que fue un mal sueño, y que usted nunca existió. Que jamás recibí la visita de una mujer policía ni me dejé engañar por una cara bonita y un cigarrillo manchado de carmín, como si fuera Carlos Gardel.
Martina sonrió.
—Le escucho.