27

Martina despertó de golpe de una pesadilla atroz. Estaba soñando que una sombra armada con un hacha ensangrentada la seguía por las marismas, en mitad de la noche. Con esa clase de certeza de que adolecen los sueños supo que su perseguidor era el autor de los crímenes del delta, pero, para su desesperación, no conseguía verle el rostro, ni tan siquiera intuir de quién se trataba. Resbaló en el lodo. Cuando la silueta del asesino se cernió sobre ella emitió un grito que la hizo incorporarse en la cama a la espera del golpe mortal. Pero ese aullido siguió sonando dos, tres segundos desde algún lugar exterior, hasta convencerla de que la voz no era la suya.

Una serie de furiosos ladridos contribuyó a persuadirla de que algo grave ocurría. La subinspectora se levantó de la cama y abrió los postigos. Aunque la noche era densa, tanto o más que en su pesadilla, pudo ver a los enloquecidos perros del otro huésped luchando por soltarse del árbol al que permanecían atados. Una de las bestias, la más grande, hizo saltar la correa y, hundiendo la cabeza entre los poderosos omóplatos, rompió a galopar por el sendero en dirección a los acantilados.

Martina se vistió con rapidez, cogió su linterna y bajó a toda prisa las escaleras del albergue. El farol que iluminaba la posada la alumbró durante un corto trecho, pero después tuvo que prender la lámpara para no caer acantilado abajo. El fuerte viento transportaba los ladridos, que le sirvieron de orientación. Cuando la bruma se espesó, comprendió que había llegado a la parte más escarpada de la senda, la que bordeaba las rompientes. Respiró hondo y avanzó con una mano rozando la escarpada pared.

El gran danés negro con pintas blancas, el macho de la pareja, ladraba en dirección al mar. Martina se detuvo a unos metros del animal, vigilándolo con el rabillo del ojo, y enfocó al farallón. En un primer momento no vio nada, pero al cabo del rato pudo adivinar un contorno humano tendido sobre las rocas.

El corazón le dio un vuelco: otra sombra acababa de pasar junto a ella, rozándola con su áspera carne. Martina se desequilibró; sintió crujir las estacas y su torso se inclinó hacia el agujero negro de las olas. Era el segundo perro, la hembra, que acudía junto a su compañero. Muy cerca de ella, los daneses removían la arenilla, encogiendo el pecho como si estuvieran reuniendo valor para saltar. Pero no se decidían, y empezaron a aullar lastimeramente.

Martina retrocedió algunos pasos, en busca de un escarpe para descender la pendiente. En la loma más próxima a la posada creyó descubrir un abrupto corte que, si bien muy arriesgado, aparentaba permitir el descenso. Apenas había empezado a bajar cuando oyó ruido de cascos. La sombra de un caballo negro, sin bridas ni montura, ocupó la senda. El viento arremolinaba la melena de Teo, que montaba a pelo.

—¿Qué ha pasado? ¡Oí un grito!

—¡Alguien ha caído a las rocas! ¡Intentaré bajar!

—¡No se arriesgue!

—¿Se le ocurre algo mejor?

—¡Espere ahí! ¡Iré por una cuerda!

Martina negó con la cabeza.

—Creo que podré. Avise a la Guardia Civil.

El caballo volvió grupas y se dirigió al pueblo atravesando los prados. Martina se quitó los zapatos, sostuvo la linterna entre los dientes e inició el descenso. El viento la sostenía contra la pared. Avanzaba muy lentamente, colocando un pie delante de otro y asegurándose de que sus manos encontraban algún punto de apoyo, una raíz, una hendidura. Bajar hasta la misma orilla no debió llevarle más de diez minutos, pero le parecieron un siglo. Después, todo fue más fácil. Simplemente tenía que esperar a la vaciante de la ola para saltar de una roca a otra.

Cuando llegó junto al lugar donde se había despeñado el cuerpo, la resaca amenazaba con arrastrarlo mar adentro. Milagrosamente, estaba vivo. Tuvo que tirar de él para arrastrarlo hasta una piedra más plana y a salvo del oleaje.

A pesar de las heridas, de la sangre que le bañaba la cara, identificó a Martel. Buscó el pulso en su muñeca; latía con debilidad.

En el acantilado sólo se distinguían las borrosas sombras de los perros, que seguían aullando. La subinspectora registró los bolsillos de Martel. En uno de ellos encontró una colilla de la misma marca que ella fumaba. La guardó, asombrada, y abrió la cartera. Había un carnet de identidad, una fotografía del propio Martel que parecía tomada en alguna ciudad del norte de África, abundante dinero y un sencillo plano de la costa de Portocristo, con una cruz marcada en el litoral oriental, a la altura de un punto situado entre Forca del Diablo y la Piedra de la Ballena.

Contemplando con una suerte de fascinación la rompida de las olas, y cómo la espuma, al restallar, se elevaba sobre ellos, derramándose en miríadas de gotas, la subinspectora permaneció junto al cuerpo inmóvil. Lo había cubierto con su chaqueta, de manera que su delgada blusa se iba empapando.

Al cabo de media hora se escucharon gritos en la cumbre. Dos guardias comenzaron a bajar por el mismo lugar por donde había descendido la subinspectora. Alcanzaron el arrecife y se aplicaron a la tarea de izar el cuerpo. Martina les precedió en la subida, remontando con agilidad las puntiagudas rocas. Arriba, en la senda, con una faria apagada entre los labios, los esperaba el sargento Romero.

—¿Se encuentra bien?

—Creo que sí.

—Se ha jugado la vida.

—Había una posibilidad de que ese hombre no hubiera muerto.

—¿De quién se trata?

—De un individuo llamado Martel —dijo la subinspectora, tras aceptar la mano que le tendía el sargento para salvar el último repecho—. Le oí caer y acudí en su ayuda. He revisado su documentación. Lleva mucho dinero, y un plano marcado.

Romero dio un vistazo al mapa. Junto con la cartera que acababa de entregarle Martina, lo guardó en un bolsillo de su guerrera.

El joven Golbardo estaba un poco más allá, observándoles con curiosidad. Había desmontado, y sostenía a su caballo por la brida. Martina se acercó al sargento y le susurró al oído:

—¿Sería posible, para un hombre joven y atlético, empujar a un hombre al vacío, regresar al extremo del sendero, montar un caballo, rodear los prados y fingir que acababa de despertarse en la posada, alarmado por un grito desgarrador?

Romero no respondió. A una indicación suya, Teo Golbardo se aproximó a él. Los guardias acababan de tender el cuerpo de Martel en una camilla. Respiraba a estertores, como si tuviese algunas costillas rotas. El sargento iluminó la cara del herido con una potente linterna.

—¿Conoces a este hombre, Teo?

—Se hospeda en el Pájaro Amarillo.

—¿Desde cuándo?

—Desde la noche de ayer.

—¿Lo habías visto antes?

—No.

—Trasládenlo al ambulatorio —indicó Romero—. Que el doctor Ancano lo examine de urgencia. ¿Llegaste a hablar con él, Teo?

—Por pura cortesía. Nada de particular.

—¿Tuvo contacto con alguien, realizó llamadas telefónicas?

—Que yo sepa, no.

—Vamos a tener que registrar su equipaje, si no hay inconveniente en que mis hombres entren en su habitación.

—Por mí, ninguno. ¿Tiene más preguntas?

—Por el momento, no.

—¿Puedo marcharme? Deberé madrugar, si quiero ocuparme del entierro de mi padre.

El sargento lo consintió.

—¿Qué hacemos con los perros? —le preguntó el cabo.

Los daneses corrían por el sendero, arriba y abajo. Intentaron arrimarse a la camilla, pero los guardias los habían espantado. Teo Golbardo se alejaba con su caballo embridado. La subinspectora había decidido acompañar a Martel y debía estar llegando al Land Rover. El cabo y el sargento estaban solos.

—Su dueño ya no podrá ocuparse de ellos, y podrían volverse peligrosos —dijo Romero—. Descerrájeles un tiro y arrójelos por las rocas. La marea se encargará del resto.

Mientras el sargento revisaba las estacas, el cabo, fumando un cigarrillo, esperó a que el motor del Land Rover dejara de oírse. Después desnudó su pistola y apuntó a los perros. Dos estampidos los enviaron al paraíso animal. Sus cuerpos rodaron por la pendiente, como caballitos de cartón.