Carlos Martel pasó la tarde durmiendo. Al caer la noche, se puso otra de sus camisas de hilo y un pantalón que había hecho planchar y abandonó la habitación.
En la recepción del Pájaro Amarillo volvió a coincidir con la mujer del ferry. Supuso que también ella se alojaría en la posada. Debía regresar de la playa, porque llevaba los zapatos y los pantalones calados. Acababa de pedir línea telefónica, y parecía agotada.
Martel salió a la oscuridad. Orilló el pueblo por la senda de los acantilados, apenas iluminada por la luz de la luna. Siguió por las praderías, cuyo mar de hierba el viento hacía ondular, y fue descendiendo hacia la playa del Puntal, hasta El Oasis.
El interior del local estaba en penumbra. Olía a una mezcla de sexo y serrín.
Martel atravesó la sala, se dirigió a la barra y trepó a un taburete, del que quedaron colgando sus botas vaqueras. Saboreó un Carlos III —«Tres palitos», había ordenado— y, sin darse respiro, un ron con hielo y una deshilachada rodaja de limón que antes debía haber flotado en otros vasos. El trago era costoso, y de marca incógnita, pero no le importó.
Una de las putas se le acercó para darle carrete. Martel la invitó a un benjamín. Ella estuvo un rato tanteándole. Luego, con el pretexto de que dentro de la sala hacía calor, lo atrajo a una suerte de pérgola.
Una tarima se erguía bajo las estrellas, sobre la pura playa. Aquel tenderete recordó a Martel las fiestas de los pueblos, el olor a churros, las trompas de moscatel. El telón, acariciado por la brisa nocturna, lucía una playa amarilla, un cielo azul y, a los lados, palmeras pintadas de verde aceituna. La orquesta languidecía. «De hambre, de frío», pensó Martel. Sólo la cantante, una mujer pelirroja, gastada, de profunda y rascada voz, defendía la magia de las melodías de amor.
—¿Y esa reinona? —preguntó Martel, calibrando los grandes pechos de la intérprete, que oprimían su escote de lamé.
—Rita, la madam —contestó la chica.
—¿Por qué actúa a la intemperie?
—Se empeña en hacerlo. Cada noche, aunque no haya nadie. Le gusta cantar bajo las estrellas.
Martel pareció aprobar esa costumbre.
—Me va el romanticismo en la mujer. Todavía no me has dicho tu nombre.
—Nadia.
—Me refería a tu verdadero nombre.
—Ése es.
—Todas os lo cambiáis.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—¿Cuántos años tienes?
—Adivínalo.
—¿Veinte?
—Tengo suficiente edad para saber qué me conviene.
—La gatita enseña sus uñas. Demasiado vieja para mí.
«Y decididamente vulgar», pensó Martel. La voz gutural de la madam entonaba un bolero. Nadia le sacó a bailar. Hacía frío. Martel la atrajo hacia sí, aburrido. Antes de besarla, le dijo que le recordaba a una novia con la que anduvo encelado. Nadia no permitió que la besara en los labios.
—¿Te parece que vaya a contagiarte alguna enfermedad? —se airó Martel.
—Bailas muy bien —dijo ella, sobándole la nuca, para calmarlo.
—Tengo otras habilidades —se engalanó el hombre—. Vamos a dar una vuelta y te las mostraré.
Salieron del club por la puerta de atrás. Entre el burdel y el mar se extendía un oscuro arenal.
El resplandor de la pérgola se desvaneció en la negrura de la playa. Nadia se protegía los hombros con un chal. Después de caminar un rato, Martel se sentó en la arena.
—¿Tienes miedo?
La chica negó con la cabeza, pero estaba asustada.
—Quiero que bailes —dijo Martel—. Y que lo hagas desnuda.
Ella vaciló.
—¿A qué esperas? Desnúdate.
Nadia dejó resbalar el vestido y empezó a moverse al ritmo de la lejana música. Se oía el rumor de sus pies cepillando la arena. Se oía el mar.
Martel encendió un cigarrillo. La brasa hizo brillar sus ojos. Se puso a hablar solo, inaudiblemente.
La música cesó.
—Debe ser medianoche —dijo Nadia—. Rita y los músicos hacen un descanso, para cenar.
Los ojos de su cliente la hicieron temblar.
—Estoy helada —murmuró—. ¿Qué más quieres que haga?
Martel la miraba en silencio.
—Tú eres la profesional.
—Deberíamos volver. Hay habitaciones en el club. Puedo conseguir una. Te haré lo que quieras. Dicen que soy muy buena.
—A lo mejor luego me apetece.
Martel se puso en pie.
—¿Has estado en África?
—No —repuso Nadia, sin poder controlar un escalofrío—. Nunca he salido de aquí.
Recogió el vestido y se lo fue poniendo. Primero, una manga; luego, despacio, la otra. De improviso, rompió a correr hacia las luces. Martel le dio alcance sin dificultad. Para tranquilizarla, le contó que las playas africanas no se parecían a las de Portocristo. Le habló de las mujeres árabes. De cómo se podían comprar. De su sumisión. De cómo sabían odiar.
Regresaron al club por la puerta trasera. Martel atravesó el jardín, enderezó la barra y pidió a la camarera una copa de Carlos III. «Tres palitos», dijo, encaramándose a otro taburete.
La gramola emitía un pasodoble. Varias de las chicas bailaban apretadas en el centro de la pista, bajo una bola espejada de estroboscopios reflejos. Nadia se había sumado a ellas.
Apenas había clientes. Unos pocos hombres mataban el rato al abrigo de los reservados, conversando, bebiendo, eligiendo mujer.
La pelirroja madam se arrimó a Martel. El vestido de lamé dejaba al descubierto unos hombros grasos.
—¿Qué veo? ¿Un corazón solitario anda suelto por mi club?
Martel la invitó a sentarse.
—Quizá la estaba esperando. Me he entretenido en calibrar el género. ¿Una copa?
—No acostumbro a beber con los clientes.
—A veces es bueno hacer excepciones.
Martel sacó un fajo de billetes e indicó a la camarera:
—Sírvale a la emperatriz, hágame el favor.
Bajo la capa de maquillaje, Rita Jaguar sonrió. La camarera le preparó un cóctel de pipermín. La madam aceptó un cigarrillo y se humedeció los labios en el líquido verde y brillante.
—¿Cuánto? —preguntó Martel.
—Esta noche me siento generosa. Debe ser por la Navidad. Ahórreselo. Pague lo suyo.
Martel apuró media copa de brandy.
—Me refería a usted. ¿Cuánto?
—Ah, era eso —rió Rita, echando atrás la melena aleonada—. Acabo de decirle que no suelo alternar. Mucho menos lo otro.
—Todo tiene un precio —insistió Martel.
La mirada de la madam era impávida. Martel se atusó el mostacho.
—Usted elige siempre, ¿no? Para eso es la reina del lugar.
—Sólo necesito macho cuando otro me ha bajado la guardia —repuso Rita, jugando con los flecos de su vestido de noche—. Me gusta el hombre entero, que no se achanta.
—Tengo más —dijo Martel, desplegando los billetes encima del mostrador, como una baraja—. Para algo que sea realmente especial. Yo también quiero celebrar la Navidad.
Rita lo miró morbosamente.
—¿Cómo de especial? ¿Un trío?
—Estoy seguro de que es usted una mujer de recursos. ¿Por qué no me sorprende con algo más original?
Una mirada canalla anidó en los ojos pintados de la madam.
—¿Le gustaría hacérselo con una virgen?
Martel estalló en una risotada.
—¿Es que hay alguna, por aquí?
—Mi alcoba puede ser una caja de sorpresas.
La madam bebió un sorbo, sacó del cóctel el sombrerito de papel y lo alisó con una uña rota. Utilizó un pintalabios para escribir una cifra de cinco números.
—Precio de amiga —dijo—. Por una virgencita de quince años, linda y pura como una diosa. Piénselo con calma. Estaré arriba, en mi habitación. No tenga prisa.
Al cruzar la pista de baile, Rita susurró algo a Nadia. La chica observó de reojo a Martel y siguió bailando con su compañera, otra muchacha de piel reluciente, mulata clara, con el pelo en trencitas y unas corvas altas de hembra encendida. Asegurándose de que Martel las miraba, Nadia la ciñó por la cintura y la besó en la boca. En la caleidoscópica penumbra, Martel pudo ver cómo las manos de la mulata buscaban los pechos de Nadia y los acariciaban debajo del vestido. La bragueta se le alborotó. Agarró la botella de coñac y saltó del taburete.
—Andando, morita. El amor es tirano.
Nadia le siguió. Martel la había cogido de la mano. Abandonaron la sala por una puerta forrada de cuarteles de eskay punteados con clavos dorados y subieron a la segunda planta por una escalera angosta, mal iluminada por una bombilla desnuda.
—¿Dónde? —preguntó el hombre.
—La habitación de madam es la última.
Nadia llamó con respeto. Mientras aguardaban, Martel deslizó la yema de un dedo por su mejilla, satinada de maquillaje.
—No quisiera dejarte tan pronto, pero me han ofrecido un bocado más exquisito.
—Los viejos prefieren la carne tierna —repuso ella, sin expresión—. Los que pueden pagarla, claro.
La puerta se abrió. Una luz rosada bañaba la estancia. La madam había sustituido su vestido de lamé por un quimono con un dragón bordado y unas recamadas chinelas. Sus piernas eran fuertes y cavas, como de bailaora. El busto pugnaba por desbordar el escote, lo que le obligaba a ajustarse el batín.
Por las paredes, del suelo al techo, se veían fotos de Rita Jaguar actuando en escenarios de café concierto. Más joven, exhibiendo un cuerpo pleno y elástico, aparecía sin ropa, o en tanga de lentejuelas, como una libidinosa Kali. La avidez sexual se adivinaba en sus dientes. Y una enorme boa se enroscaba a su cuerpo.
—Eva y la serpiente —dijo Martel—. Sólo falta el paraíso, pero se puede comprar. Casi todo se puede comprar.
Avanzó hacia la cama y, como quien deposita una ofrenda, se inclinó para repartir un abanico de billetes a los pies del edredón. Pero tuvo que retroceder de un salto. A la vera del lecho, un crótalo acababa de estrellar su amarilla cabeza contra la urna de un terrario.
—Se llama Leila —musitó Rita—. Es un amor. Mi mejor amiga. Ha estado siempre conmigo. En los malos y en los buenos momentos.
La madam recogió el dinero, lo contó y lo guardó en un cofre, sobre el tocador.
—Puede ponerse cómodo, el caballero.
Martel se repantigó en un descalzador. No había lámparas. Las pantallas debían estar ocultas detrás de los muebles. Rita encendió palos de sándalo y los cirios de un candelabro.
—Vete, Nadia.
La muchacha obedeció y abandonó la alcoba. A su vez, Rita desapareció tras una cortina de terciopelo. La rosácea emanación lumínica se extinguió; sólo restaron las parpadeantes llamas de las velas para conferir a la estancia un aire de capilla consagrada a los afiches que enaltecían a Rita Jaguar, felina y sensual, y a sus inseparables víboras, profanando su carne. Los cirios iluminaron un anaquel con vírgenes de escayola. Lejos de purificar la estancia, esas tallas acentuaban el perverso ambiente del santuario.
La cortina de terciopelo osciló y una niña apareció en el dormitorio. Llevaba un camisón blanco y el pelo recogido por una corona de flores.
—Se llama Celeste —dijo Rita, empujándola hacia el lugar de Martel—. Desnúdate, pequeña.
Se hizo tal silencio que el camisón, al caer al suelo, sonó como una tela rasgada.
Celeste empezó a moverse con una sensualidad ensayada, como si estuviera luciéndose ante un público. Cuando bailaba, se imaginaba a sí misma nadando en el mar. A medida que un inaudible ritmo crecía en su interior, según escuchaba la música de las olas, el compás de la marea o los submarinos ecos del arrecife se contoneaba más y más, sinuosamente, como un pez pugnando por escapar de la red. A Martel le fascinaron sus brazos como algas flotantes, sus temblorosos pezones de muchacho.
La madam abrió una cajita de aluminio y acercó una vela a una cucharilla que al calentarse al fuego fulgió como si fuera de cobre. Luego, con parsimonia, preparó la aguja.
A un gesto de su madre, Celeste se tumbó en la cama y se dejó inyectar. Inmediatamente, se abandonó a una soñadora languidez. Rita desanudó la cinta de su antebrazo, donde había bombeado la vena, y volvió a colgársela a una de las vírgenes, como si fuera un amuleto.
—Están bendecidas —dijo, sosteniendo la jeringuilla vacía—. ¿Usted?
Martel se opuso con un vigoroso movimiento.
—¿Heroína?
—Morfina.
—¿Quién le pasa el material?
—Eso no es asunto suyo.
Rita guardó el estuche metálico en un cajón del secreter.
—Le ayuda a olvidar.
—Es tan joven —reprobó Martel—. ¿Para qué necesita el olvido?
—Hay cosas que usted no sabe. Que nadie sabe ni debe saber.
—¿Secretos de familia?
—Caliente —sonrió la madam; a Martel le pareció que con un jerárquico orgullo, como si fuese depositaría de un secreto cuya transmisión dependiera de su voluntad.
El quimono se abrió y fue resbalando por las carnes de la madam. Martel pudo ver las fauces del dragón arrugándose como una máscara de papel.
Desmedido, blanco, el cuerpo de Rita exhibió unos pechos caídos y una grieta cárdena, sin vello, señalando su caverna sexual. Mientras Celeste gemía y se retorcía en la cama, la cabaretera bailó con torpeza, acariciándose las tetas, las nalgas.
—Es hora de dar de comer a Leila —anunció.
Se inclinó sobre el terrario y abrió la urna. Martel observó al crótalo reptar sobre sus hombros, en la bicéfala ilusión de un diablo repetido. Rita permitió que el reptil se enroscara alrededor de su cuello, animándole a deslizar hacia su sexo la dura viscosidad de su lengua.
—Es hora de comer, Leila. Hora de comer… Martel no fue consciente de que el cigarrillo se le había caído, ni de que él mismo había resbalado del descalzador. Las rodillas se le clavaron al suelo de mosaico, que transmitió un frío agudo a su médula espinal.
La madam se le fue acercando, insinuándose, hasta que la cabeza del reptil estuvo tan cerca de él que Martel pudo leer la muerte en sus pupilas de metal lavado. Quiso salir de allí, abandonar aquella cárcel de repulsión y locura, pero se quedó quieto, hipnotizado por el peligro. Un aliento insano como la caricia del mal pareció flotar en la alcoba, pero era tan sólo la brisa nocturna, cuyo soplo acababa de abrir una ventana. Al fondo se adivinaban unas nubes rojizas flotando entre la fantasmagórica luna. Martel cerró los párpados, atemorizado. Cuando volvió a abrirlos, la serpiente avanzaba hacia la cama donde Celeste se agitaba en visiones que parecían habitarla.
Rita Jaguar permanecía inmóvil, desnuda y grotesca junto al candelabro, como una vigilante vestal.
—Es hora de comer, Leila. Hora de comer…
De pronto, la madam se fue hacia el hombre, se arrodilló, le abrió el pantalón, le sacó el miembro, lo templó, lo engulló. Martel dio un grito de salvaje placer.
Leila reptaba sobre el lecho. Con sus escamas de oro líquido cubrió a Celeste, montándola como un amante dominador.
La niña la rodeó con sus piernas. El monstruo disparó su cuello entre sus muslos. Martel volvió a gritar, pero esta vez su voz, ahogada por una materia gelatinosa que le crecía en la garganta, apenas brotó.
Ese quejido suyo se confundió con los agónicos jadeos de Celeste. La mujer-niña había puesto los ojos en blanco y era presa de espasmos. Su negra melena golpeó a uno y otro lado de la cama, hasta que sus manos se aflojaron sobre el viscoso lomo que la estaba poseyendo, y pudo desvanecerse en un sueño intranquilo.
La madam encerró a la serpiente en el sarcófago de cristal e indicó a Martel que había llegado su turno.
—La pequeña es suya. Haga con ella lo que le plazca. Puede montarla por detrás, no se rebelará. Puede azotarla.
Martel parpadeó, excitado. Seguía con el miembro erecto y la piel del escroto tensa como un tambor. Bebió un trago de la botella de coñac y se palpó los muslos, como si quisiera evaluar su propia potencia. El licor le resbalaba por la barbilla y el pecho, humedeciendo su vello púbico y haciéndole arder la base del pene. Bebió un trago y otro, hasta aturdirse, y se arrancó.
Mientras el hombre avanzaba hacia la cama, la alcoba quedó en un silencio desprovisto de cualquier significado, de toda esperanza, seco y mortal como el que debe reinar en el infierno. La carne inocente recibió toda su desesperación y su odio. Rita tuvo que frenar el brazo de Martel, para que dejase de azotar a la niña. Después la montó una vez más y siguió bebiendo hasta caer redondo.
Cuando despertó, en la habitación no había nadie. La cera de los candelabros se había derretido. El reptil dormitaba ovillado en su sepulcro de cristal. Las arrugadas sábanas testimoniaban el salvaje encuentro que sobre ellas había tenido lugar. Unas gotas oscuras sobre la almohada removieron la conciencia de Martel, acusándole de la violencia con que había sometido a la criatura. La madam la había encadenado del cuello, como a un animal núbil.
Martel recuperó sus ropas, amontonadas a los pies del descalzador, comprobó que nada faltaba en su cartera y se fue vistiendo. Aturdido por la resaca salió de la alcoba, recorrió el pasillo, con las puertas de las habitaciones cerradas, y bajó a la sala. Apenas había luz. Un hombre taciturno, de pelo rubio muy corto, recogía los vasos de la barra. Martel tropezó con las mesas antes de encontrar la puerta de salida.
Una racha de viento frío lo despejó como para atreverse a enderezar el sendero que ascendía al acantilado. Tenía prisa por regresar a la posada, darse una ducha caliente y tumbarse a dormir.
En la cima, el viento arreció. Martel escuchó el sonido del mar, que rompía en marea alta. El club quedaba abajo, en la playa, apenas una blanquecina mancha sobre la arena iluminada por el fulgor de neón. Por aquel tramo, el más alto, la senda caía a pico sobre el farallón. Una barandilla de madera protegía a los viandantes del amenazador vacío. Martel, tal era su inestabilidad, tuvo que agarrarse a las estacas para no caer.
No pudo distinguir la sombra que se deslizaba tras él, acechando su inseguro paso. Cuando sintió la opresión en su pecho, y la mano que le aferraba el cabello como si fuera a arrancárselo intentó ofrecer resistencia y golpeó el rostro de un hombre cuyos borrosos rasgos se le revelaron durante un segundo. Pero el suelo cedió bajo sus pies, su mandíbula golpeó contra un saliente, arañaron sus uñas una superficie rocosa y ya sólo fue consciente del grito inhumano que brotaba de su garganta mientras caía hacia las negras olas que parecían abrirse para recibirle en su tumba.