25

La tarde caía sobre el delta.

Martina necesitaba respirar aire fresco, por lo que salió a caminar por los alrededores de la posada. Se alejó hacia los prados. Frente a ella, el mar se iba cubriendo de una espesa bruma. Anduvo un cuarto de hora por serpenteantes caminos. Más abajo, en la playa, ya lejos del pueblo, distinguió una edificación encalada, rectangular, de dos plantas, con un rótulo de neón en la fachada.

Descendió por una senda escarpada y se acercó al club. Un hombre de unos treinta años de edad y pelo rubio, corto y duro, estaba barriendo el balasto que daba acceso al Oasis. Se había quitado la cazadora, que colgaba del mango de un rastrillo. Su cuello brillaba de sudor.

La puerta del garito se abrió para dejar salir a una mujer envuelta en un quimono con un dragón bordado. Iba despeinada, como si acabara de levantarse, o no se hubiera acostado aún.

—¡Mueve el culo, Cayo! —gritó—. ¡Hay mucho que hacer en mi casa! ¡Que también es la tuya, para desgracia mía!

El tono, más que imperioso, despótico, pareció intimidar a su destinatario. Cayo dejó lo que estaba haciendo y desapareció en el interior del antro.

Puesta en jarras, con la cabeza ladeada como un ave de presa, la matrona se quedó mirando a Martina de Santo; preguntándose, tal vez, qué andaría buscando por aquellos parajes una elegante señorita de ciudad ataviada con sombrero y una gabardina entallada que hacía destacar la esbeltez de su cintura. Después se retiró y cerró de un portazo.

Aunque ya no era la bailarina en plena juventud que sedujo a Horacio Muñoz, Martina había reconocido en el acto a Rita Jaguar. Eran sus mismas facciones, aunque abotagadas por la obesidad y el paso de los años. La misma salvaje melena pelirroja que debió lucir en sus tiempos de gloria, junto a sus serpientes y sus biquinis de lentejuelas, antes de casarse con aquel desdichado carpintero de Bolscan y abandonar las candilejas. La subinspectora no tuvo ninguna duda. Se trataba de aquella misma leona que bailaba desnuda ante un escenario con palmeras pintadas, y que sabía sojuzgar a los hombres.

La subinspectora decidió dar un vistazo al local.

Tras cerciorarse de que nadie la veía, rodeó un seto de castigados ailantos, cuyas raíces se hundían en un compacto albero, allá donde la agreste playa había sido nivelada y aplanada para cimentar la construcción. A través de sus ramas se distinguía otro seto, éste más tupido. Martina avanzó hasta la parte trasera, protegida con una valla de ladrillo erizada de cristales y un cerrado portón que sólo debía poder abrirse desde el interior. Empujó un contenedor repleto de botellas rotas y lo apoyó contra la pared para usarlo como atalaya. Por encima de la valla vio un jardín seco, una especie de estanque, o de fuente, con cuatro ranas de hierro expulsando chorritos de agua hacia los puntos cardinales y, en el centro, junto a una destartalada pérgola, un mísero escenario de café-concierto, con un piano y otros instrumentos abandonados al aire libre, como si los músicos fueran a regresar de un momento a otro. Una desvaída playa y dos marchitas palmeras, una a cada extremo, decoraban el pintado telón, anclado al escenario con una estructura de forja.

—¿Estás buscando algo, guapa?

Martina resbaló, y a punto estuvo de caer. Para evitarlo, se agarró a la tapia. Un dolor agudo la hirió. La punta de un vidrio se le había clavado.

—¿Ves, monina, lo que pasa por ser tan curiosa?

La voz, más bien masculina, había vuelto a sonar detrás de ella. Cayo la miraba con una tímida expresión, pero no era él quien había hablado, sino la mujer del quimono y el dragón bordado en el busto, que parecía ser su jefa. «O su dueña», pensó Martina.

—Buscaba la casa de un amigo —se excusó la subinspector, una vez en el suelo, frente a ellos.

La mano le sangraba. Se arrancó el cristal con los dientes, y con el pañuelo improvisó un rápido vendaje.

—¿Y a casa de un amigo entras a robar, so ladrona? —le espetó Rita Jaguar—. ¿Tendré que poner un cartel para gente de tu calaña? ¿No se te ha ocurrido pensar que ésta es una propiedad privada?

—Se trata de un error, créame.

El borsalino se le había caído. La subinspectora lo recogió y lo sacudió de arena.

—Mi amigo se llama Fosco, Daniel Fosco. Me proporcionó una dirección que he debido interpretar mal. Quizá ustedes le conozcan. Éste es un pueblo pequeño, al fin y al cabo. ¿Podrían decirme dónde vive? Y, de paso, ¿dónde queda el cuartelillo de la Guardia Civil?

—No conocemos a ningún Fosco —dijo Cayo, separando unos labios de color miel.

—¿Para qué quiere ver a los picoletos? —gruñó la madam.

—Para denunciar un robo —improvisó la subinspector—. Mi maleta desapareció del ferry nocturno. Mucho me temo que uno de los estibadores se la haya apropiado. Acepte mis disculpas, se lo ruego. Creo que encontraré la casa de los Fosco. Mi amigo me indicó que lucía dos palmeras en la entrada. Como las que tienen ustedes ahí pintadas, en el telón del jardín. Bonito escenario. ¿Hay fiesta por las noches? ¿Conciertos al aire libre?

—Una señorita como tú sabrá encontrar otras distracciones —opinó Rita—. A menos que estés buscando trabajo. —Sonriendo con lascivia, se ajustó el quimono. Globosos y fláccidos se insinuaron sus senos—. ¿Sí? ¿Era eso, gatina? Haber empezado por ahí. ¿Tenemos algún puesto vacante, Cayo?

—Aquí siempre hay trabajo, madre. Nos vendría bien otra camarera.

—¿Has oído? Si lo quieres, el puesto es tuyo.

—Lo pensaré —repuso Martina. Sentía deseos de alejar se, y de encender un cigarrillo, pero preguntó—: ¿Cuánto?

—Hablaríamos de un fijo, más comisiones y propinas.

—¿Qué tendré que hacer? ¿Poner copas? ¿Sólo eso?

—Déjame ver. Creo que debajo de esos trapos de marca se esconde algo que vale la pena.

Rita Jaguar la obligó a alzar la barbilla y le abrió la gabardina. Martina percibió su espeso aliento. Olía a tabaco y a algún licor dulce, pipermín, quizá.

—Podría servir. ¿Qué opinas, Cayo? ¿Cuánto pagarías por pasar un rato agradable con ella?

—Por favor, madre. Déjala ir.

Martina coincidió con su inesperado paladín en que había llegado el momento de retirarse y apartó las manos de la mujer, que se habían instalado en sus caderas con una posesiva presión.

—Volveremos a vernos, señora.

—Te estaremos esperando, bombón. No nos defraudes.

La subinspectora asintió, navegando sobre un océano de vejación, y se alejó por la playa. Cuando se dio la vuelta, Rita Jaguar y Cayo habían desaparecido.

Examinó su herida. Había dejado de sangrar, pero tardaría en cerrarse. Martina remontó una duna y se acercó a la orilla. La brisa marina le acarició la cara. Imaginó que a Berta le gustaría aquel paseo. «Tal vez podamos hacerlo juntas, más adelante», pensó. «Pasar unos días aquí cuando todo esto haya terminado».

Pero su mente no lograba fijar una cadena lógica. Su cerebro vagaba y cambiaba de orientación como las nubes del horizonte, prendidas de las bajas presiones en una línea de vapor azulado. Si había algo que la subinspectora, hecha al rigor, a la disciplina, odiara, era la tiranía de la dispersión. Aquel caso se estaba revelando cada vez más complejo. Martina tenía la intuición de que todo cuanto había sucedido en las últimas horas estaba relacionado entre sí, como las piezas de un rompecabezas, según diría su amigo Horacio. Pero, ¿cuál sería la clave principal, la llave maestra?

La subinspectora caminaba ahora más deprisa. Había sepultado la cabeza entre los hombros, como acostumbraba hacer cuando necesitaba concentrarse. Apenas reparó en que sus pies se hundían en la arena húmeda. Las vueltas de su impecable pantalón se habían chipiado, pero se limitó a quitarse los zapatos y a continuar andando, ensimismada.

¿En qué año habían asesinado al carpintero? ¿Cuándo se había sobreseído el caso? Tenía que existir una razón por la que esa mujer, Rita Jaguar, hubiese abandonado la ciudad para comenzar una nueva vida en un pueblo perdido, lejos de la capital, más lejos aún de su pasado. Un misterio que permanecía sepultado en la tumba del carpintero. ¿Dónde había dicho Horacio que estaba enterrado Jerónimo Dauder? En el cementerio de Bolscan, sí, a pocas calles del nicho donde reposaba el cuerpo de su primera mujer, a la que él había dado muerte. Alguien la vengaría, años después. Alguien sorprendería a Dauder en su carpintería y le rompería el cráneo a martillazos. ¿Quién?, había preguntado Horacio Muñoz.

El sol se ocultó tras las nubes, oscureciendo el agua y provocando un efecto de cónica luminosidad. En el centro de ese reflectante vértice, mar adentro, una líquida sombra nadaba sorteando las grandes olas. La subinspectora admiró su arrojo, pues el agua estaba fría y las corrientes debían implicar un serio peligro. La cabeza aparecía y desaparecía, pero los brazos no cejaban en su rítmico movimiento.

Cuando estuvo más cerca, a unos cincuenta metros de la orilla, la subinspectora adivinó que la nadadora era una mujer.

La espuma azotaba su melena, confiriendo a la natación una plasticidad heroica, de desigual enfrentamiento con el mar. A ratos daba la impresión de que iba a desaparecer, arrastrada por la resaca, pero volvía a emerger una y otra vez. Cuando hizo pie aprovechó el impulso de una ola para deslizarse hasta la playa.

Martina vio salir del agua, a la carrera, alzando con sus rodillas espumones de agua, a una chica morena, apenas una niña. Estaba desnuda, y sonreía, feliz.

Pero esa sonrisa, intuyó la subinspectora, no iba destinada a ella, sino a alguien que debía estar situado en algún lugar a su espalda. Martina se giró, convencida de no hallarse sola en el arenal; sólo pudo ver las ondulantes dunas y, a lo lejos, la fachada blanca de la casa del placer, con su rótulo de neón encendido.

—Hola —dijo la chica.

Su belleza resultaba casi dolorosa. Tenía el pelo negro y la piel bruñida por el sol y la sal, pero en el centro de su hermoso rostro los ojos eran como piedras gastadas. Martina había aprendido en las calles a distinguir el origen de ese mortecino resplandor. Las miradas de los jóvenes marginales emitían esa misma y opaca luz.

Un poco más allá, junto a las dunas, la nadadora había doblado su ropa y una desteñida toalla. La desplegó y empezó a frotarse. Martina se acercó a ella lentamente, con una sensación de pudor frente a su desnudez.

—Hubo un momento en que creí que la resaca iba a poder contigo. Decidí quedarme cerca, por si necesitabas ayuda.

—Ah, no. Conozco el mar. De todas formas, gracias.

—¿No tienes frío?

—Siempre me baño desnuda, excepto cuando estoy enferma. Aunque, en realidad, nunca lo estoy. —La niña adoptó un tono sarcástico—: Mamá se preocupa de darme mis medicinas.

Volvió a reír. Pero era una risa cansada, que burbujeaba en su garganta, propia de una persona de más edad.

Martina comentó:

—El agua debe estar helada.

—Todavía guarda el calor del verano. A partir de enero estará aún más fría. No eres de por esta parte, ¿verdad?

—Soy de Bolscan. Trabajo en una revista.

—Me chiflan las revistas. En casa recibimos algunas. Todas de cotilleo. Modelos y toreros, y también todas esas putitas que salen a pescar millonarios con yate.

—En realidad, mi publicación se dedica a otros temas. Ecología, naturaleza… He venido a observar a los pájaros. ¿Puedo preguntarte a qué te dedicas?

La niña dejó de secarse los muslos y señaló el arenal.

—Trabajo allí.

—¿En ese club, El Oasis?

—Ajá. Si alguna vez vienes, no tienes más que preguntar por Celeste.

La subinspectora encendió un cigarrillo. Las manos le temblaron ligeramente.

—Perdona, no te he ofrecido.

—Aguarda a que me vista y te cogeré uno.

Frente a la belleza bruta y natural de la chica, la subinspectora se sintió insegura, como si su sofisticación de mujer urbana, en lugar de proporcionarle confianza, la enconsertara. De repente, vio algo que la conturbó. La mujer-niña tenía señales cárdenas en las muñecas, y un hematoma en el cuello en forma de argolla.

—¿No te importa que te vean desnuda?

Celeste sonrió.

—Al contrario. Me gusta.

Había terminado de secarse el pelo. Su cuerpo, proporcionado y elástico, turbador, abundaba en las formas rotundas de una muchacha. Tenía unos pechos perfectos. Comenzó a vestirse. Primero, unas diminutas bragas blancas. Después, un sencillo vestido de algodón y unas alpargatas de esparto.

Al ajustarse el vestido, un pasador de pelo que debía haber guardado en uno de los bolsillos cayó a la arena. Martina lo recogió. Tenía un diseño llamativo, con una serpiente enroscada cuya bífida lengua sobresalía en dorados filamentos. La subinspectora había intervenido en numerosos casos de robos de joyas. Aquella pieza tenía toda la apariencia de ser auténtica.

—¿Oro? —preguntó Martina, sosteniendo el pasador entre los dedos.

Celeste asintió.

—Los ojos de la serpiente son dos brillantes. Me lo regaló Rita, hace unos días, para mi cumpleaños. Ella sigue siendo muy guapa, pero apenas se pone sus joyas. Dice que en mí lucen mejor.

—Debe apreciarte mucho para hacerte un regalo tan personal.

—Supongo que sí. Pero no tiene nada de raro. Es mi madre.

—¿Siempre lo dejas así, en la playa, escondido entre la ropa? ¿No temes que te lo roben?

—La gente es legal. Venga ese cigarrillo. Tengo unos minutos, antes de volver. ¿Me ayudas con el pasador?

La subinspectora se situó detrás de ella y le recogió la melena, que le caía en húmedas crines.

—¿En qué te ocupas, en el club?

—Siempre hay faena. Mi hermano Cayo ayuda bastante, pero hay que hacer las camas, el bar, la comida para las chicas… Y luego están la lavandería, la costura… En fin, que soy una esclava.

—Tantas mujeres lo son —divagó Martina—. Por eso, a muchas les gusta estar solas. Resulta más positivo que mal acompañadas. No te conozco, pero aseguraría que te atrae la soledad.

Celeste fumó con ansiedad. La nicotina avivó sus pupilas con un resplandor febril.

—Mi madre siempre está gritando. A Cayo, a las chicas, a esos horribles hombres que… Me gusta el silencio. Huyo de las voces, de los gritos. Es una suerte que al mar nunca le hayan enseñado a hablar.

Celeste hizo una pausa para atarse las cintas de las alpargatas, y añadió:

—No sé explicarme. Al nadar es como si me limpiase por dentro. Como si todo lo sucio desapareciera en cuanto entro en las olas. No hay nada que se le pueda comparar. ¿Por qué no vienes a nadar conmigo?

—No creo que fuese capaz.

—¡Vamos! Nadaré todo el rato a tu lado. Si te encuentras mal, me haces una señal y te arrastro hasta la costa. Eso, o nos ahogamos juntas.

Martina sonrió. Acababa de tener una romántica visión de dos mujeres sumergiéndose con las cabelleras enredadas hasta el fondo del mar. No había dejado de observar el rostro de la niña, cuya espontaneidad invitaba a asomarse a su interior. Sin embargo, dentro de aquel pozo el agua no era clara.

La subinspectora decidió levantar de golpe una baza:

—No me gustaría protagonizar un nuevo accidente. Parece que en los últimos tiempos se están produciendo demasiados percances en el delta. El sargento de la Guardia Civil, con quien acabo de hablar, para denunciar un robo, me ha dicho que algunas de esas muertes podrían responder a crímenes premeditados. Pero no deben tener ni la menor idea de quién los ha cometido.

Intuyó que la niña se ponía en guardia. Celeste hizo ademán de despedirse, pero todavía preguntó:

—¿Qué te han robado?

Martina se encogió de hombros.

—Objetos personales, sin mayor valor. Parte del equipaje que traía conmigo en el ferry. El sargento y sus hombres van a estar dedicados a resolver esos horribles asesinatos que les traen de cabeza, por lo que no creo que piensen ocuparse del hurto de mi maleta. ¿Para qué quejarse? Es comprensible que la Guardia Civil conceda prioridad a resolver las muertes de hombres del pueblo. Se los cargaron el domingo, creo. ¿Cómo dijo ese sargento que se llamaban? Sí… Dimas Golbardo y Santos Hernández… ¿Te suenan?

La chica palideció bruscamente. Fue como si de sus mejillas se hubiese retirado la sangre.

—¿Alguno de esos nombres te dice algo? —insistió la subinspectora.

—Ahora tengo que marcharme —murmuró Celeste, mirando por encima de los hombros de Martina, hacia el horizonte de arena.

A sus oscuros ojos había aflorado un huidizo reflejo, como el de un cervatillo acechado; otra vez Martina tuvo el pálpito de que cerca de allí había alguien más, vigilándolas. Pero el arenal, salvo unas cuantas gaviotas, estaba desierto.

—Rita me espera. Me ha gustado conocerte.

—Y a mí.

Celeste le apretó la mano.

—No tengo demasiadas amigas.

—Tampoco yo —repuso la subinspectora, pensando en Berta. Cada vez estaba más segura de que algo se estaba rompiendo definitivamente entre las dos.

Celeste echó a correr por la playa. Martina se quedó quieta, sintiendo en los dedos el calor de su piel. Iba a gritarle que se detuviera, que deseaba seguir hablando con ella, pero otra vez el pudor la detuvo.

La mujer-niña se volvió para decirle adiós con un gesto. Luego siguió corriendo y desapareció detrás de las dunas.