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Una cierta melancolía se había apoderado de ella. Para sacudírsela, se esforzó en retomar la actividad. Descolgó de nuevo el teléfono para contactar con el sargento Romero, pero en el cuartelillo le dijeron que había partido en la lancha guardacostas; no había regresado aún. En ese momento, desde el salón de la posada, a través del ventanal, Martina vio a un joven que llegaba a caballo por la senda del acantilado.

El jinete apenas debía haber cumplido los veinte años. Dueño de una figura atlética, era delgado y bien parecido. El pelo, largo y oscuro, le caía por la espalda. Usaba botas, pantalones de montar y una sudadera de una universidad americana. Descabalgó de un salto y condujo la montura hasta la cuadra. Junto a las pacas de heno, en compañía de sus perros, fumando tranquilamente un cigarrillo, paseaba Martel.

La subinspectora pudo observar cómo ambos conversaban durante unos minutos. El joven jinete se agachó y, con un palo, dibujó unas rayas en la tierra. Martel borró las señales con las puntas de sus botos vaqueros, palmeó los hombros del otro y se marchó con sus perros, prado abajo.

Alfredo Golbardo, el posadero, volvió a entrar a la amplia estancia que hacía las veces de sala de estar. Lo acompañaba el muchacho del pelo largo y los pantalones de montar.

—Soy Teo Golbardo —se presentó—. Bienvenida a la posada del Pájaro Amarillo.

Martina se preguntó si sólo sería casual que todos los jóvenes del delta con los que había trabado contacto, Daniel Fosco, Elifaz Sumí, Gastón de Born y, ahora, Teo Golbardo, ofrecieran ese mismo aspecto desafiante y altivo, y, a la vez, sutilmente perverso, como el de ángeles caídos. La subinspectora se levantó y le estrechó la mano. Su viscoso tacto le inspiró prevención.

—He sabido lo de su padre. Lo lamento sinceramente.

Teo retuvo su mano.

—Ha sido algo horrible. Inimaginable. De una crueldad diabólica. Nunca imaginé que tendría que enfrentarme a una situación como ésta. Al ser hijo único he tenido que hacerme cargo de… Bueno, ya me entiende. Estamos conmocionados.

A la subinspectora no se lo pareció. Ciertamente, una intensa palidez acusaba en el rostro de Teo la gravedad de los acontecimientos, pero ese aire macilento, pensó Martina, podía deberse a que apenas habría descansado en las últimas horas.

La mano del joven se desprendió al fin de la suya, abandonando en su palma una pátina de sudor.

—Mi tío me ha dicho que piensa quedarse unos días. ¿Puedo ayudarle en algo? ¿Ofrecerle alguna travesía por las marismas, excursiones por la sierra?

La subinspectora reflexionaba a toda velocidad. Ni el joven Teo Golbardo ni su tío Alfredo habían dado muestras de saber quién era. Existían bastantes posibilidades de que se enterasen en muy pocas horas, en cuanto alguien, por ejemplo, les advirtiese de que la habían visto en compañía del juez, pero, pensando que le extraería más información, se decidió a correr el riesgo de adoptar una personalidad falsa.

—Tal vez. Soy documentalista. Tengo la intención de recopilar materiales para escribir unos cuantos reportajes sobre el delta.

El hijo de Dimas mostró un moderado interés.

—¿Para quién trabaja?

Martina citó media docena de revistas y publicaciones especializadas en temas de ecología y viajes.

—Permaneceré en Portocristo alrededor de una semana, a fin de estudiar sus ecosistemas. Es poco tiempo, pero no dispongo de más. En breve deberé partir hacia Namibia, para fotografiar sus parques naturales.

Aparentemente impresionado, Teo afirmó:

—El delta le gustará. Es muy rico en especies.

—Lo sé. He traído conmigo abundante documentación. Pero pretendo exponer a mis lectores algo más que un muestrario gráfico de la fauna y la flora. Otros temas me interesan desde un punto de vista antropológico. La pesca de ballenas, por ejemplo. Pero en este capítulo la información de que dispongo es escasa.

—Podría ayudarla a completarla.

—En sus actuales circunstancias, sería un abuso por mi parte.

—No diga eso —la contradijo el joven Golbardo, educadamente—. Mi padre era apreciado por el trato que destinaba a sus huéspedes. ¿Sabía que dedicó a las ballenas una buena parte de su vida? De grumete estuvo enrolado en barcos balleneros. Dio la vuelta al mundo en varias ocasiones. Después se estableció en Portocristo, pero el gusanillo de la caza podía con él. Cuando se oteaban ballenas, solía salir desde la costa con una cuadrilla de valientes que no dudaban en arponear lo que se les pusiera por delante.

—De eso debe hacer mucho tiempo.

—La caza de ballenas cesó hacia los años cincuenta —calculó Teo—, cuando se extinguieron los últimos ejemplares de la ruta migratoria, que discurría a escasas millas de la ría del Muguín. Mientras el negocio fue lucrativo, aquella playa tuvo bastante actividad. Llegaron a construirse embarcaderos y hórreos de utillaje. Mi familia acondicionó esos refugios como cabañas para turistas, que arrendamos a precios muy módicos.

—Podría servirme como base de operaciones. ¿Me alquilaría uno de esos bungalós?

—Por mí no habría inconveniente, pero le prevengo que no se han limpiado ni reparado desde que acabó la temporada. Solemos emplear los inviernos para ejecutar tareas de mantenimiento. De hecho, mi padre se dirigía hacia allí cuando…

Teo se interrumpió, entristecido. Martina sacó su pitillera y le ofreció un cigarrillo.

—Gracias. Entonces, ¿cuándo quiere ir?

—En cuanto esté lista.

—Le daré la llave de una de las cabañas. Acostumbramos formalizar un contrato y exigir por adelantado la mitad del abono. En su caso, bastará con que me facilite un número de tarjeta de crédito. Ya pagará a la vuelta, no se preocupe. Acompáñeme al despacho de dirección.

Martina se dejó conducir hasta un angosto habitáculo con una pesada mesa atestada de papeles y una lámpara cuya pantalla arrojaba una verdosa claridad.

De las paredes de la oficina colgaban sencillas acuarelas y fotografías de época como la que decoraba la recepción. Una de ellas reproducía la imagen de un escuálido pescador enarbolando un arpón a horcajadas sobre una montaña de carne. La ballena cobrada reposaba a escasos metros de la orilla de una ría, sobre una superficie de piedra plana y brillante, como lavada por la marea.

Mientras se esforzaba por identificar el extraño olor, espeso y dulzón, que flotaba en el despacho, Martina señaló la instantánea.

—Dimas, mi padre —sonrió Teo, limpiando el cristal con un pañuelo que humedeció con su aliento—. Me concibió con más de cuarenta años, pero la diferencia de edad nunca supuso un obstáculo entre nosotros. Por desgracia, no conservamos muchas fotos suyas. Ésta es mi preferida.

—Era guapo —sonrió Martina—. ¿De qué año es la foto?

—Debieron tomarla a finales de los cuarenta. Ésa fue una de sus mejores capturas. Vaya ejemplar, ¿no es cierto? La arponeó él solo, y sin ayuda la arrastró hasta la costa. No me pregunte cómo, porque no lo sé. Esa clase de hombres no ha vuelto a nacer.

—Ese lugar… parece fascinante. Me encantaría escribir sobre él. ¿Tiene algún nombre?

Teo hizo un gesto de aprensión.

—La Piedra de la Ballena. ¿Había oído hablar de ella?

Martina acababa de reconocer el olor adherido al tapiz de las butacas. Era marihuana, sin duda.

Teo apagó la voz.

—Mi padre apareció muerto allí. Lo asesinaron. Lo mutilaron. ¿Está segura de que todavía quiere alquilar la cabaña?

Martina fingió un desasosiego que estaba lejos de padecer.

—Si usted insiste en que un criminal anda suelto por esos parajes…

Teo volvió a cerrar los párpados. Cuando los abrió, sus pupilas irradiaban determinación.

—No lo estará por mucho tiempo. Voy a organizar una batida. Acabaremos con esa mala bestia en cuanto se nos ponga a tiro.

—¿No sería mejor que la Guardia Civil se ocupase del caso?

—Usted no se imagina el nivel de incompetencia. Los picoletos serían incapaces de encontrar una piedra en su propio zapato. ¿Por qué no se sienta?

La subinspectora permaneció en pie. El techo de la oficina era muy bajo. Detrás de la butaca que ocupaba Teo, en una estantería con libros de teatro y archivadores contables, distinguió, medio vacía, una botella de absenta.

El joven Golbardo mantenía las manos apoyadas sobre la mesa. Había enlazado los pulgares y los hacía rotar, exactamente como Conrado Satrústegui cuando comenzaba a irritarse.

—¿Se decide a alquilar la cabaña, entonces?

—Creo que sí. Debo hacer mi trabajo.

—Alerte al puesto de la Guardia Civil, si con eso va a quedarse más tranquila, pero sepa que nosotros andaremos cerca.

—¿Nosotros?

—Mis amigos y yo —aclaró Teo.

—¿Puedo preguntarle algo?

—Desde luego.

—¿Quién cree que mató a su padre?

Teo se tomó unos segundos.

—No lo sé, pero déjeme advertirle sobre un siniestro personaje que vive en Forca del Diablo, a unos pocos kilómetros de nuestras cabañas. Heliodoro Zuazo, el hijo del farero. Se quemó de niño, y quedó desfigurado. Físicamente, es un desecho. Me cabe la duda de que mentalmente también lo sea.

—¿Sospecha de él?

Teo respiró. La subinspectora tuvo la impresión de que necesitaba meditar las respuestas más de la cuenta.

—A mi padre lo mataron el pasado domingo. La noche anterior, la del sábado, yo había bajado al pueblo con un amigo, Gastón de Born. Estuvimos en la Taberna del Puerto, tomando unas cervezas y charlando de nuestras cosas. A eso de medianoche vimos aparecer a Heliodoro con una borrachera que no se tenía. Lo echaron del local, y él se dirigió a su barca, tambaleándose. Estaba en pésimas condiciones, pero es duro de pelar y pudo arribar a Forca del Diablo unas horas antes de que mi padre apareciese por las cabañas.

—¿Insinúa que le estaba esperando?

—No puedo asegurarlo, pero El Quemao tendrá que responderme a ésas y otras preguntas.

—¿Su padre se dirigió solo a la playa ballenera?

—Si yo hubiese ido con él, tal vez estaría vivo. Pero el domingo por la mañana no me encontraba demasiado bien. Me había acostado tarde, y con tragos. Imagino que mi padre prefirió no despertarme.

—No vale la pena que se atormente. En el caso de que le hubiese acompañado, a lo mejor también usted estaría muerto.

El rostro de Teo se coloreó de ira.

—No lo creo. Cuatro brazos… Mi padre ya no tenía vigor para repeler una agresión.

—Pero sí para patronear una lancha —observó Martina, atenta a sus reacciones.

—Así es. Lo hizo siempre, durante toda su vida. Verá, su aliento vital pertenecía al mar. En cuanto dejaba atrás la bocana del puerto, renacía. Por eso, cuando decidía llevar a cabo una travesía por su cuenta todos mirábamos hacia otro lado. Le aseguro que no corría peligro. Dominaba estas aguas.

El hijo de Dimas Golbardo abrió un cajón y entregó a Martina una llave de hierro.

—Tenga. Le proporcioné un juego al sargento, el único que estaba numerado, para facilitarles la investigación. Por lo que me ha contado el juez, han batido los bosques y la ría del Muguín, sin resultado alguno. Ya le dije que nuestro destacamento no se caracteriza por su eficacia.

—Sin embargo, no hace mucho intervinieron un buque cargado de cocaína. Lo sé porque salió publicado.

—Fue mérito de la Interpol. Los picoletos se limitaron a abordar el mercante. No puedo recordar a cuál de las cabañas corresponde esta llave, pero no importa, todas son iguales. Pruebe las cerraduras. Alguna abrirá.

—¿Cómo llegaré hasta la Piedra de la Ballena?

—Por tierra, no se lo aconsejo. Creo que hay tramos de carretera inundados. La mejor manera de arribar a la ría del Muguín sería contratar una lancha, y costear.

—¿Me recomienda los servicios de algún patrón?

Teo Golbardo no vaciló.

—El capitán José Sumí sería el más indicado para llevarla.

—¿Dónde puedo localizarle?

—Lo encontrará en la Casa de las Buganvillas, a las afueras del pueblo, a unos dos kilómetros por el viejo camino de sirga. Dígale al capitán que va de mi parte. Es tío mío, y la tratará como merece.