Regresó al Pájaro Amarillo por el camino de los acantilados. Desde lo alto se divisaba una mágica vista de la costa, el mar rompiendo con fuerza y, hacia el sur, los picos de la sierra, coronados por sombreritos de nieve como cucuruchos de limón.
—Tengo que usar el teléfono —dijo la subinspectora, frente al mostrador de recepción.
—En la sala —repuso Alfredo—. Le pondré línea.
El receptor era de baquelita, una auténtica antigualla. Al descolgarlo, una blanda sensación de cansancio invitó a Martina a descansar. Atribuyó su decaimiento a la falta de sueño. Desde que el ferry la había depositado en el puerto apenas habían transcurrido doce horas, pero era como si llevase en Portocristo jornadas enteras. En aquel húmedo paraíso de agua y luz el curso del reloj era mucho más lento que en la ciudad. «También para el asesino», pensó. «Ha tenido todo el tiempo del mundo para preparar sus crímenes. Y para ejecutarlos».
Marcó el número de la Jefatura de Policía de Bolscan. Desde centralita, un agente le comunicó con Adela. El comisario se encontraba en su despacho, pero en ese momento no podía ponerse. «Acabo de pasarle otra llamada», dijo la secretaria de Satrústegui. «Del juez Cambruno», añadió, con un cínico barniz.
La subinspectora dedujo que el juez había hecho real su amenaza. Aquella llamada a su superior sólo podía obedecer a su decisión de instruir una queja. Imaginó a Cambruno despachándose a gusto contra sus agresivos métodos, advirtiendo a Satrústegui que en su jurisdicción no iba a tolerar desplantes como el que acababa de haber sido objeto. Sin embargo, no se alteró. Confiaba en el comisario. Satrústegui tenía a gala respaldar a su gente.
Marcó el número de Homicidios. El inspector Buj parecía encontrarse de mejor humor de lo que en él era habitual, pero enseguida la subinspectora pudo comprobar que se trataba de una falsa alarma. El Hipopótamo no se iba a convertir de la noche a la mañana en un príncipe azul.
—Se te echa en falta, encanto —dijo la pastosa voz del inspector, tomada por el alcohol—. Nuestra leonera no es lo mismo sin ti. Todos nos sentimos un poco huérfanos. Como si nos faltara una hermana.
—¿Ahora me ve como a una compañera? ¿Ya no soy un pedazo de carne?
—La hermana Martina… Me gusta. ¿Alguna vez quisiste ser monja, De Santo? A lo mejor en un convento encontrabas las respuestas a tus grandes preguntas.
—Ésta es una llamada de trabajo, inspector.
—Claro que sí, ricura. Ya sé que siempre estás de servicio. Que eres una adicta al Cuerpo. Pero algún día me gustaría saber qué hay realmente debajo de esa dura piel de mujer policía.
—Ya basta, inspector. No siga pasándose conmigo. Se lo advierto por última vez.
—No vayas a pensar que soy tan mala persona —rió Buj—. Yo también tengo sentimientos, aunque no lo parezca. Y no he descartado por completo que en un futuro no muy lejano lleguemos a apreciarnos sinceramente. Pero mientras llega esa fecha feliz cuéntame qué has estado haciendo en ese pueblaco, además de pasear el palmito.
Con frialdad, pero sin omitir ningún dato relevante, Martina le hizo un resumen de las pesquisas realizadas. Incidió en las marcas de los cadáveres, aquellos irregulares peces tatuados a punzón en el pecho de Dimas Golbardo y en la planta del pie de Santos Hernández.
—Quiero ver esas señales —dijo Buj—. Positiva las fotos y envíamelas. ¿Algún sospechoso?
—El asesino o los asesinos podrían ser pescadores del pueblo —reflexionó la subinspectora, subrayando el condicional—, pero también algunos de los jóvenes de la localidad, que han formado una especie de secta.
—¿Una secta? ¿De qué clase?
—No estoy muy segura. Algo así como una liga de artistas fracasados que organizan aquelarres y se imponen unos a otros pruebas físicas de admisión. Vigilancias, ayunos. Tal vez, torneos de resistencia al dolor.
—¿Cuántos miembros componen esa secta?
—Por lo que sé, alrededor de media docena de muchachos.
—¿Edades?
—La mayoría, en torno a los veinte años. Pero hay uno mayor, de unos cuarenta.
—¿El jefe?
—No lo sé.
—¿Cómo se llama?
—Heliodoro Zuazo. Lo apodan El Quemao.
—Búscalo y exprímelo. ¿Esos pardillos consumen drogas?
—Es posible.
—Quiero saberlo todo de ellos. Ponte las pilas.
La subinspectora colgó y marcó de nuevo el número de Jefatura. Desde la sección de archivo, Horacio Muñoz se alegró de oírla, pero pronto dedujo que el ánimo de la subinspectora se hallaba enervado.
—¿Dónde se aloja, por si tengo que localizarla?
—En la posada del Pájaro Amarillo.
—Suena muy pintoresco.
—Aquí casi todo lo es. La hostería tomó el nombre de un biplano que cruzó el Atlántico en 1929. El piloto se fotografió con un grupo de niños del pueblo. Sospecho que, además de Dimas Golbardo, algunos de ellos han muerto en circunstancias poco claras. Gabriel Fosco, farmacéutico. Pedro Zuazo, farero, y Sara María Golbardo, esposa del capitán Sumí. Anote estos nombres y procure reunir información.
—Ya veo que no va a darme respiro.
—Eso no es todo, Horacio. Necesito saber dónde y cuándo se han editado tres volúmenes de un sello editorial desconocido, Libros del Ángel. Un poemario de Elifaz Sumí, el catálogo de cuadros de Daniel Fosco y el libro de cuentos de Gastón de Born que usted mencionó en nuestra conversación de ayer.
—Tomo nota, subinspectora.
—Y una última cosa, Horacio. Quiero que averigüe todo lo que pueda sobre un individuo llamado Carlos Martel. Ha venido en mi barco y se aloja en mi posada.
—¿Demasiadas coincidencias, en tan poco tiempo?
—Hay algo raro en ese tipo.
—Quizá se trate de un secreto admirador. De otro hombre que lo deja todo por seguirla al fin del mundo.
—Hasta el fin del mundo, usted lo ha dicho. En eso último no le falta razón.
Martina colgó e intentó de nuevo comunicar con el comisario. Esta vez Adela, a regañadientes, le pasó con él. Satrústegui le comentó que no había novedades respecto a los crímenes, pero que, en otro orden de cosas, los muchachos de Estupefacientes estaban tras la pista de un desembarco de coca en esa zona de la costa.
—Un viejo conocido suyo, Pico Uriarte, podría estar detrás de la operación —agregó el comisario—. Debe contar con un enlace en tierra, de modo que abra bien los ojos. ¿Quién sabe? A lo mejor tienen ustedes un encuentro inesperado, y se le presenta la ocasión de saldar esa antigua deuda. ¿Cómo le va con el sargento Romero, Martina? ¿Mejor que con el juez Cambruno?
Martina justificó su comportamiento con el magistrado en base a su escasa colaboración. Después, reveló al comisario que en los cadáveres habían parecido unas extrañas marcas.
—Acabo de hablar con el inspector Buj. A lo largo del día intentaré enviarle las fotografías.
Satrústegui se mostró alarmado.
—Descríbame esas incisiones, subinspectora.
Martina lo hizo minuciosamente.
—Se trata del sello del criminal, con seguridad —opinó Satrústegui—. ¿Cuál es su interpretación?
—Por el momento —arriesgó Martina, pero con un fondo de prudencia en el tono—, me inclinaría a pensar que se trata del signo del infinito.
—Eso supondría que nos enfrentamos a un proceso seriado.
—Así es, señor. Su deducción coincide con la mía. Tengo la impresión de que esto no ha hecho más que comenzar.
—No se exponga para nada, Martina —le aconsejó el comisario—. Limítese a trabajar con el sargento. Voy a enviarle refuerzos.
—Con el debido respeto, señor. Creo que puedo manejarme sola.
—Obedézcame, Martina. Limítese a secundar a la Guardia Civil. ¿Ha surgido alguna pista fiable?
—Ninguna. Romero y sus hombres dan palos de ciego. Aunque el sargento me ha asegurado que no encontraré nada, pretendo desplazarme a los escenarios de los crímenes, para comprobar si se les escapó algún detalle.
—Hágalo, pero no vaya sola. Y regrese de inmediato al pueblo.
La subinspectora colgó y volvió a descolgar para llamar a Berta, pero la línea se había interrumpido. Tuvo que salir de la cabina y solicitarla de nuevo, en recepción. Al ir a marcar se dio cuenta de que había olvidado su propio número. Esa clase de amnesias pasajeras únicamente solían afectar a sus datos personales: cuenta corriente, matrícula del coche, número del pasaporte. Rebuscó en su cartera hasta encontrar una hojita con sus códigos, número telefónico entre ellos, y marcó intentando despejar la premonitoria sensación de que algo anómalo había sucedido en su ausencia.
Nadie contestaba en su casa. Dejó sonar la señal, colgó y volvió a marcar. Transcurrido un rato, una voz masculina, que le resultó vagamente conocida, preguntó:
—¿Eres tú, querido?
—He debido equivocarme, lo siento.
—¿Martina? —la reconoció el dueño de la voz, cuya identidad fue abriéndose paso en el cerebro de la subinspectora—. ¿Es usted?
—¿Con quién hablo?
—Con su amigo Daniel Fosco. Sabrá perdonar mi confusión. Estaba esperando una llamada de mi compadre Elifaz. Desde anoche no sabemos nada de él. ¿Pero cómo está usted? ¡Cuánto me alegra oírla! ¿Se encuentra ya en Portocristo?
La subinspectora no acertó a replicar. Intentaba representarse al pintor en las habitaciones de su propia casa. ¿Desde qué supletorio estaría hablando? ¿Desde el salón, desde el dormitorio de Berta? La boca se le había quedado seca. Tragó saliva.
—¿Está Berta?
—Oh, claro. Pero, ahora mismo… Aguarde un segundo. Creo que iba a darse una ducha. Anoche, Berta, Elifaz y yo estuvimos de copas con ese marchante, Gustavo Adorno. Un falsario, ya le adelanto, como todos esos buitres… Me temo que Berta bebió demasiado. En realidad, todos lo hicimos. Cócteles margarita, nada menos… Yo mismo tengo la cabeza como un campanario. He venido temprano, para comprobar cómo se encontraba nuestra común amiga, si necesitaba algo. Ayer, créame, se puso enferma de verdad… No se retire. Acabo de oír un pestillo.
El supletorio hizo un chasquido. Martina recordó que la mesilla de noche de Berta tenía la superficie de chapa. Se trataba de un mueble exclusivo que su amiga había adquirido a un diseñador especializado en convertir domicilios en decorados de ciencia ficción. Contuvo el aliento porque le había parecido distinguir la voz de Berta. Muy tomada, como si estuviera afónica. No pudo entender sus palabras.
—Verá, subinspectora —dijo Fosco, en su lugar—. El caso es que Berta no está en casa. Supongo que habrá salido a despejarse al jardín, o a dar una vuelta. ¿Desea que le transmita algún recado?
—No será necesario —repuso Martina, esforzándose por aparentar indiferencia; en realidad, sentía una amarga decepción—. Volveré a llamarla esta noche.
—Es probable que tampoco estemos —adelantó Fosco.
El plural se clavó en alguna víscera de Martina. Su interlocutor pudo ser consciente de ello, porque, acto continuo, su tono se hizo más dulce, casi tierno. «Como el de un médico informando a su paciente de un mal irreversible», sentenció Martina.
El pintor añadió:
—Hemos quedado en el centro con Gustavo Adorno, para cenar. Está loco por Berta. Por su obra, no vaya a pensar.
A más de ciento veinte kilómetros de allí, Fosco emitió una risa álgida. Martina sintió que su mundo se tambaleaba. Fue consciente de lo lejos que se encontraba de su centro de gravedad.
—¿Sigue ahí, subinspectora?
Martina colgó y se dejó caer en uno de los sillones de cuero que conferían al salón de la posada una eclesial severidad. Los postigos, salvo uno, por el que se transparentaba una luz litúrgica, estaban cerrados. Un loro, cuya jaula no había visto antes, partía con el pico pipas de calabaza.
La fantasmal presencia de Alfredo Golbardo se materializó bajo el umbral.
—¿Pudo hablar? ¿Le dejó el lorito?
Martina no contestó. El cigarrillo le quemaba las puntas de los dedos. En su mente se iba formando una imagen de Berta desnuda, envuelta en toallas, mientras Fosco, tumbado en su cama, se burlaba de ella, de ellas…
—¿Cargo las llamadas a su habitación?
—Como quiera.
La subinspectora se hundió en el sofá. Para liberarse del peso que le oprimía, le hubiese gustado llorar.
No lo hacía desde la muerte de su padre. En aquella ocasión, tuvo que apelar a toda su entereza para no exteriorizar sus emociones.
Se había mostrado estoica frente al cadáver que ya no podía verla desde su capilla ardiente, pero después lloró la muerte de Máximo de Santo sola, en el coche aparcado bajo los cipreses del cementerio, mientras los amigos del embajador entraban a dedicarle el último adiós, o salían de velarle. Su padre no había conseguido superar la muerte de su esposa, la madre de Martina, fallecida tan sólo unos meses antes que él, de un cáncer que la devoró con inusual rapidez. A partir de ese momento, Máximo de Santo apenas salió a la calle. Ocupaba el día bebiendo ginebra y pasando las páginas de álbumes de fotos en los que se sucedían paisajes de sus destinos diplomáticos, Mozambique, Chile, Filipinas. Alguna vez su hija conseguía arrastrarlo a un cine, o a un estreno teatral, pero era como si acomodara a su lado a una figura de cera. Mientras duró el buen tiempo, Martina lo instalaba en el jardín, en una mecedora, con una manta sobre las rodillas. Allí, bajo los tuliperos, contemplando sus ramas con una mirada ausente, volvía a encontrarlo al regresar de comisaría, la taza de manzanilla o el vaso de ginebra junto a sus pies, invadidos por las hormigas, y en el rostro aquella mórbida expresión resignada a dar la bienvenida a la muerte.
El embajador no podía dormir. Por las noches se encerraba en la biblioteca del ático —donde más adelante Berta dispondría su estudio—, para seguir bebiendo a escondidas y releer su carpeta de correspondencia, aquellas cartas de cancilleres y ministros cuyos remotos testimonios le devolvían restos de su pasado esplendor. Martina se esforzó hasta el final por combatir su apatía, pero todo fue inútil. Su padre había perdido las ganas de vivir.
Pronto iba a cumplirse el tercer aniversario de aquel día de Navidad en que le administraron la extremaunción. Máximo de Santo murió en sus brazos. Martina quiso creer que lo había hecho confortado por la perspectiva de reunirse con su madre… De no ser así, ¿por qué no luchó como le había enseñado a batallar a ella?
La muerte de su padre sumió a Martina en una cierta depresión. Rompió con Mario, un joven cónsul, destinado en Brasil, con quien venía manteniendo una intermitente relación por la que apostaba su padre —no en vano fue el embajador quien los había presentado en una recepción diplomática—, pero en la que ninguno de los dos protagonistas creía demasiado. Hasta entonces, la religión le había parecido a Martina una ingeniosa excusa para aceptar las miserias, el horror del mundo. Sin embargo, obsesionada por la estéril corrupción de los cuerpos de sus padres, llegó a establecer, bajo una sensación de culpa, que su agnosticismo les privaba del consuelo de la eternidad. Antes de depositar en el panteón claveles frescos, predilectos de su madre, y las rosas amarillas que el embajador cultivaba en el jardín, leía en voz baja unos versículos del Evangelio. Empeñada en la búsqueda de respuestas, discutió largamente con el cura comunista del distrito marginal de Montemolín, al sur de la ciudad, cuyas conflictivas calles, en largas jornadas de lluvia o sol, le tocaba patrullar de uniforme.
Su retorno a la fe sería breve.
Martina de Santo dejó de creer en nada que no pudiese ver o tocar, que no se alzase a unos palmos sobre la tierra cuando su compañero de ronda y ella misma descubrieron en varios contenedores el cadáver troceado y envuelto en bolsas de basura de una niña de trece años, cuya desaparición había alarmado al arrabal. Por toda la piel se distribuían quemaduras y golpes. El asesino la había violado y sometido a tales vejaciones que los agentes más curtidos dudaron de su condición humana. Pero, como ya otras veces había ocurrido, el autor de la barbarie resultó ser un individuo normal, un tendero sin antecedentes delictivos, dueño de un establecimiento de ultramarinos que hacía las veces de panadería y charcutería. Un hombre casado y con hijos que vendía globos y tabletas de chocolate a la multirracial chiquillería de Montemolín. Sería capturado gracias a un testigo que lo había sorprendido con la niña por las inmediaciones de la estación suburbana. En un principio, se declaró inocente. Después, bajo la presión de los interrogatorios, empezó a contradecirse, a blasfemar y llorar, hasta que pidió perdón y confesó. ¿Por qué lo había hecho? No lo sabía. Dijo que, cuando caminaba con la chiquilla por las vías del tren, sintió deseos de acariciarla. Ella se resistió y echó a correr, gritando, hacia un túnel. En la oscuridad, la amordazó y la violó. Al darse cuenta de que había dejado de moverse, la golpeó y abrasó sus miembros con un mechero de alcohol. Regresó a su tienda, cogió el cuchillo que utilizaba para despiezar canales y segmentó el cuerpo. Envolvió los pedazos en bolsas, esperó a que cayera la noche y los fue desperdigando por distintos contenedores. Volvió a su casa, cenó y vio la televisión en compañía de sus hijos. Antes de irse a la cama, bebió un vaso de leche. Y pasó la noche durmiendo plácidamente junto a su mujer.
No sabía por qué lo había hecho… Era, dijo, como si una cortina de sangre le hubiese velado la mente…
Martina asistió al entierro de la pequeña. Todavía no habían atrapado al culpable. Durante el funeral, el odio de familiares y vecinos flotaba en la iglesia. La subinspectora sabía muy bien qué había dentro de aquel ataúd.
En lo más profundo de su ser esperaba algo, una súbita revelación, la promesa de una cierta justicia, pero cuando un muro de ladrillos terminó de sellar el nicho de la niña asesinada decidió no seguir engañándose. Allí no había nada más. Nadie más. Sólo la muerte y su repugnante cortejo. Entonces, un brazo la zarandeó. Hubo de soportar los improperios de la familia, cuyos miembros se sublevaban frente a lo que para ellos era una muestra de pasividad policial. Una más, acusaron.
Esa noche, Martina cenó en un restaurante chino. Todo el rato pensaba en la chiquilla muerta. Tuvo que esforzarse para tragar los bocados de cerdo con miel a través del nudo que se le había formado en la garganta. Luego se emborrachó en un bar y a punto estuvo de terminar acostándose con el primer hombre que puso empeño en ello. Aquel desconocido la besó en un coche del que al final tuvo que salir de manera violenta. Paradójicamente, cuando despertó, se sintió liberada de una pesada carga. La sensación de culpa se había diluido y ella recuperaba su básica e imprescindible ambigüedad. Las cosas no eran blancas y negras, sino rosadas y grises como un fundido atardecer.