Salieron a la plaza. La subinspectora tuvo que acoplarse al ceremonioso paso del juez. Algunos vecinos saludaron a Cambruno con el debido respeto. A una velocidad que exasperó a Martina, recorrieron el laberíntico barrio del Mercado, hasta la más ancha y recta calle Mayor.
La funeraria se acogía a un eufemístico rótulo: La Buena Estrella. En su escaparate se exhibían distintos modelos de ataúdes y lápidas. Las coronas de flores de lis estaban de oferta.
Cambruno agitó una campanilla que colgaba sobre el tirador. Les recibió el dueño, un individuo de cabello incoloro, alto y cargado de hombros, ataviado con un guardapolvo y un absurdo pantalón verde quirófano.
—De nuevo por aquí, Sobrino. En tareas de reconocimiento.
—Está usted en su casa, señor juez.
Cambruno empezó a descender los peldaños de una cripta excavada en roca viva. La subinspectora bajaba tras él. Preguntó:
—¿Se va a practicar la autopsia a los cadáveres?
—El hijo de Dimas, Teo, se ha negado en redondo —reveló el juez, mientras el lúgubre Sobrino, deslizándose como a impulsos de su grupa, procedía a conectar una serie de interruptores; desde las telarañas de la bóveda, tubos fluorescentes irradiaron una intensa luz blanca—. Caso contrario, tal vez habría autorizado el traslado al tanatorio de Bolscan, pero, en honor a la verdad, esa medida no me pareció imprescindible. Según el doctor Ancano, la autopsia de Dimas Golbardo, que por otra parte, y no lo interprete como una muestra de humor negro, ha venido a practicársela su sádico asesino, no nos revelaría nada más sobre los traumatismos de su muerte. En cuanto a Santos Hernández… La causa de su óbito también es obvia, subinspectora. Compruébelo usted misma.
La temperatura en la cripta era gélida. Martina pensó que ese frío hálito cuadraba bien a la muerte.
Cubiertos por lienzos, los cuerpos sin vida de Dimas Golbardo y Santos Hernández yacían sobre una ancha mesa de acero.
A pesar de la nube de pegamento y formol que flotaba en el subterráneo, y de un vago perfume a cera quemada, o a flores muertas, el olor a carne en descomposición, sin resultar insoportable, se percibía. Arrugando la nariz, el magistrado decidió permanecer a cierta distancia, junto al inexpresivo embalsamador.
En primer lugar, la subinspectora examinó las ropas y objetos personales. Apilados en dos montones, los haberes de ambos difuntos descansaban en cajas de cartón. El pantalón de Dimas Golbardo, la única prenda suya que se había podido conservar, junto con un raído calzoncillo de algodón, estaba manchado de sangre. Asimismo, la sangre había salpicado la camisa de Santos Hernández, aunque sus pantalones y zapatillas, según especificó el juez, aparecieron secos y en buen estado. Las zapatillas eran unas deportivas bastante nuevas, con cierre de velcro y un dibujo de rombos mallados en las suelas de goma. Dentro de la cartera de Santos había un carnet de identidad, caducado, una estampita de la Beata Escolástica, patrona de Portocristo, y cinco arrugados billetes de mil pesetas.
—¿Esto es todo? —Preguntó Martina—. ¿No encontraron nada más? ¿Anillos, monedas, llaves, medallas?
—Santos Hernández solía lucir un cordón de oro —apuntó el juez—, pero no ha aparecido. Se lo hurtarían.
—Siempre iba despechugado —agregó el embalsamador—, haciendo ostentación.
La subinspectora concedió un desdeñoso interés a este último comentario. Abrió su maletín, se dirigió a la mesa de acero y retiró las sábanas para iniciar el análisis de los restos.
Decidió comenzar por Dimas Golbardo, cuyas heridas habían sido suturadas con hilo quirúrgico.
La larga cuchillada del vientre y las torpes costuras de las articulaciones cercenadas deparaban una repulsiva visión. Martina pensó en un desmadejado muñeco de guiñol, en un roto títere.
El intestino grueso se conservaba a la vista, en un rincón, bajo la pila de un lavabo. Alguien lo había introducido en un recipiente colmado de líquido conservante. Encima de su hermético cierre, un vulgar frasco de vidrio contenía los globos oculares, que le habían sido limpiamente extirpados. La subinspectora observó que para ese cometido se había reciclado un bote de tomate envasado. Reprimiendo un comentario irónico, tomó fotos desde distintos ángulos. Redactó algunas notas en su libreta y pidió ayuda al silencioso dueño de la funeraria, a fin de invertir la posición del cadáver.
La espalda, los glúteos y la cara posterior de las piernas no presentaban otras heridas.
El cadáver volvió a quedar en posición supina. Tras un minucioso recorrido visual por la superficie de su piel, la subinspectora reparó en unos rasguños bajo la tetilla derecha de Dimas Golbardo. Diminutas marcas en forma de un ocho tumbado, o de dos eses mayúsculas, trabadas y cruzadas entre sí. Tan superficiales, que su trazado no había traspasado el subcutáneo. Podían haber sido grabadas con la punta de un cuchillo, o tal vez con un instrumento más fino.
—¿Había reparado en esas incisiones, juez?
Cambruno sacó de un estuche unas gafas de pasta y se inclinó sobre el tórax del muerto.
—No, no me fijé. Curioso.
—No tiene sentido que se las hiciera él mismo. Evidentemente, pretenden comunicar algo. ¿Qué le sugieren?
El juez aproximó la vista a escasos centímetros de las leves señales. El rigor mortis había extendido franjas azuladas por los cerúleos costados del pescador.
—Podrían ser un par de víboras reptando por la arena. Un pez. O las olas de un mar. Como esas olas de los retablos medievales. Un mar de Galilea sobre el que caminase nuestro Señor Jesucristo.
La subinspectora notó que el aire helado se le encogía en los pulmones. Acababan de asaltarle imágenes de los cuadros de Daniel Fosco. Mártires, santos, profetas. Esotéricos ecos de una religión pervertida.
—O el símbolo del infinito —apuntó la subinspectora.
—También —concedió el juez.
—¿La firma del asesino, quizá? —sugirió Martina.
El juez guardó un prolongado silencio. La subinspectora estaba tomando nuevas fotografías. La flatulenta sonrisa de Daniel Fosco seguía flotando delante de ella, en el espacio frío y vacío de la morgue. Intentó apartar al pintor de su mente.
—¿Había visto con antelación esas marcas, juez?
—No, ya le digo.
—¿Tampoco en el cadáver de Gabriel Fosco, el farmacéutico que resultó ahogado en la pasada Navidad?
Cambruno carraspeó, contrariado.
—Acaba de fallar el tiro, subinspectora. Aquel caso no presentaba complicación, lo recuerdo bien. Los síntomas de ahogamiento eran palpables. No concurrió violencia externa. Sin albergar la menor duda sobre la causa del deceso, ordené su inhumación. ¿Por qué lo pregunta? ¿No estará pensando que la muerte de esa excelente persona que fue Gabriel Fosco pueda guardar alguna relación con estos trágicos asesinatos?
—Tal vez. Los tres eran varones en edad madura. Los tres han perdido la vida en las marismas en un corto intervalo de tiempo. ¿Existían entre ellos vínculos que puedan ayudarnos a establecer un móvil común?
El juez se quitó las gafas y adoptó un tono sentencioso.
—Dimas Golbardo y Gabriel Fosco eran amigos de toda la vida, pero eso ¿qué prueba? Con Santos Hernández no creo que mantuvieran lazos ni obligaciones de ningún tipo. Que Dimas Golbardo y Santos Hernández han sido asesinados resulta tan obvio como el hecho de que Gabriel Fosco falleció de modo fortuito. Opino que este punto debería quedarle perfectamente nítido, subinspectora.
Martina ajustó un teleobjetivo, disparó el flash e inquirió:
—¿Dónde está enterrado Gabriel Fosco? ¿En Isla del Ángel?
—Así es.
—¿Quién lo decidió?
—Su viuda, María, y su hijo Daniel.
Martina respiró hondo. Tuvo la sensación de que el oxígeno se le solidificaba en el pecho.
—¿Qué respondería si le solicito formalmente una orden de exhumación del cadáver de Gabriel Fosco?
El juez hizo un molinete con las gafas.
—Podría usted tramitarla, desde luego, pero si a sus sospechas no añade hechos probados me ampararé en mi potestad de negársela. No existen motivos para alarmar a la población.
Martina esbozó una mueca sarcástica. Dio la vuelta a la mesa y se concentró en el cadáver de Santos Hernández, bastante más corpulento y obeso que el de Dimas Golbardo.
Una costura irregular, con los bordes tumefactos, se extendía desde su clavícula izquierda hasta las costillas flotantes, atravesando en zigzag la piel que había cubierto el corazón. El arponazo había causado una herida circular del tamaño de un puño. En esa zona había sido necesario coser con doble hilo. «O remendar, más bien», pensó Martina, a la vista del grotesco resultado.
—¿Le parece a usted un argumento menor, juez? Quien haya cometido estos salvajes crímenes anda en libertad. Llevando una vida normal, seguramente. ¿Volverá a matar? ¿Lo hará pronto? ¿Puede usted ofrecer garantías a la población, a fin de no alarmarla, de que nada de eso va a ocurrir de nuevo?
Había levantado la voz, lo que debió molestar al magistrado. Apoyado en su bastón, Cambruno permaneció tras ella, amparándose en una reserva hostil. Martina pidió unos guantes desechables, que Sobrino, sin pronunciar palabra, se demoró en prestarle, seleccionándolos con equina lentitud de una vitrina donde se alineaban sus pócimas e instrumentos de momificar.
La subinspectora se puso los guantes y fue palpando con detenimiento el velludo pecho de Santos Hernández, hasta separar con sumo cuidado los bordes de la herida mortal.
—¿Y el corazón?
—Quedó como un colador —dijo Sobrino—. He rellenado estéticamente el hueco. No era imprescindible, y tampoco resulta barato, pero me precio de ser perfeccionista.
Martina le dedicó una sonrisa glacial.
—Veo que disfruta con su oficio. ¿Cuál es su nombre?
—Juan Sebastián Sobrino.
—¿De qué manera le llaman sus amigos, si es que tiene usted alguno?
Tragándose la humillación, el propietario de la funeraria repuso:
—Por lo común, Sebastián.
—Encantada, Sebastián. Ayúdeme otra vez a incorporar el cadáver.
Los restos de Santos Hernández quedaron en decúbito prono. En la parte posterior del tronco, al margen del gran desgarro, toscamente cosido, ocasionado por la punta del arpón al horadar la espalda, no había incisiones ni heridas. Insatisfecha, Martina procedió a examinar el cuerpo con una atención microscópica, deteniéndose en cada pliegue de la piel, en las orejas, en las uñas, en el falo, que colgaba a un lado, y cuyo balano procedió a retirar, enrollándolo delicadamente con el pulgar y el índice. No dejó de escrutar los testículos, ni el orificio anal.
En la planta del pie izquierdo descubrió dos serpenteantes marcas, hechas con el mismo finísimo instrumento que se había utilizado para grabar la piel de Dimas Gol bardo. La subinspectora comprendió en el acto que esa prueba vinculaba ambos asesinatos, modificando su teoría inicial.
—Un ocho tumbado, un pez, o bien otras dos eses mayúsculas cruzadas entre sí —murmuró—. Como sus iniciales, señor Sebastián Sobrino.
El embalsamador abrió la boca, lívido, pero nada llegó a decir. La subinspectora fotografió repetidamente el enigmático icono y se situó luego junto al primer cadáver, el de Dimas Golbardo, para concentrarse en sus manos. Restos de un polvo mineral habían quedado adheridos a las uñas. Martina tomó una muestra. Después, con ayuda de una linternita, examinó su garganta. Hizo lo propio con la cavidad bucal de Santos Hernández y volvió a palpar y examinar ambos cuerpos, hasta hallarse convencida de no haber pasado por alto ningún otro indicio.
—El asesino pretende decirnos algo —concluyó—, ¿pero qué? ¿Tiene usted alguna idea, juez?
—Ni la más remota.
La subinspectora se quitó los guantes y los arrojó a una papelera.
—Una marca en el cadáver de Dimas Golbardo. Otra, parecida, aunque no idéntica, en el de Santos Hernández. Grabadas ambas con un mismo objeto punzante. ¿No se da cuenta? Se trata de un código. La representación del infinito sugeriría un proceso seriado, sin principio ni fin.
—¿Pretende establecer que nos enfrentamos a un asesino en serie?
—Eso es algo que está claro como la luz del día. Por otra parte, la infinitud revelaría una potestad más allá de lo humano. Una acción sobrenatural, de inspiración divina.
Cambruno sonrió, incrédulo.
—Y, dígame, ¿cuál fue el móvil que inspiró la venganza de ese ángel exterminador?
—A nosotros nos compete esclarecerlo. Si fue el asesino quien hizo esas marcas, el sargento Romero tendría razón al sostener que las víctimas debían estar relacionadas entre sí. Habrían pagado por la misma causa, o de lo contrario, el criminal no se habría atribuido los códigos de su piel. También cabe la posibilidad de que esos tatuajes hubiesen sido grabados con posterioridad a los crímenes, lo que explicaría que ni el doctor ni usted reparasen en las marcas al examinar en una primera instancia los cadáveres. En cualquier caso, la violencia de las ejecuciones resulta inquietante. Mucho me temo, juez, que el criminal, o criminales, volverán a actuar. Y nada me extrañaría que lo hubieran hecho con anterioridad, en un pasado más o menos cercano.
Cambruno manifestó su desacuerdo.
—Está usted yendo demasiado lejos, subinspectora. Y demasiado deprisa.
—¿Por qué? ¿Simplemente porque la cadena de eslabones escapa a su experiencia? Medite conmigo en voz alta, juez. Es mucho lo que sabemos ya. Tenemos ante nosotros los cuerpos sin vida de dos varones de la zona. Ambos mayores de edad, y asesinados de forma violenta, con ensañamiento y crueldad. El criminal, o bien alguno de sus cómplices, se ha tomado la molestia de dejar su rúbrica, lo que implica un desafío racional. No vamos a perseguir a un lunático, a un fantasma, sino a una mente lógica y fría, capaz de responsabilizarse de la acción de matar, y de envanecerse de ello. En la sombra se oculta alguien que nos está desvelando, de manera explícita, de su puño y letra, por así decirlo, que Dimas Golbardo y Santos Hernández han sido dos de sus víctimas. Nuestra obligación, juez, además de resolver la autoría de los asesinatos, y prevenir futuras agresiones, deberá remontarse a las actividades criminales que hayan podido preceder a éstas. Porque, respóndame, si puede: ¿cómo sabemos que otros no han caído bajo la misma mano?
Cambruno emitió una suerte de jadeo.
—Posee usted una fantasía desbordante, subinspectora.
Martina no se inmutó.
—Esos otros a los que me refiero tan sólo hablarán desde el sepulcro. Quisiera pensar que no se debió a incompetencia en la investigación, pero desde este mismo momento me temo que podemos empezar a lamentar lo contrario. Estoy casi segura de que interpretaron ustedes por muertes accidentales lo que en realidad fueron, también, homicidios.
Cambruno carraspeó hasta encontrar el tono. Que fue desabrido:
—Me parece inaudito que usted, una simple subinspectora de la Jefatura de Policía de Bolscan, que jamás había puesto un pie en el delta, venga a darnos lecciones de instrucción criminal. ¿Quiénes, por cierto, fueron las víctimas desapercibidas por la Guardia Civil y por este viejo y torpe juez de Portocristo? ¿Y por qué habla en plural, como si estuviésemos rodeados de un número incierto de asesinatos sin resolver, y de criminales en régimen de libertad?
Martina encendió un cigarrillo.
—Aquí dentro no se permite fumar —relinchó Sobrino.
La subinspectora expulsó una argolla perfecta. La gélida atmósfera la compactó, antes de deshilvanarla en serpientes de humo. El timbre de Martina repercutió contra la clave de la cripta.
—Que yo sepa, juez, al menos otros dos varones han muerto en el plazo de un año. Gabriel Fosco, el farmacéutico, del que ya hemos hablado. Y el farero de Isla del Ángel, quien, al parecer, se despeñó desde un acantilado.
—¿Zuazo? —Estalló el juez—. ¿Se ha propuesto meter a Pedro Zuazo en el mismo saco?
—¿No contaría el farero, por casualidad, alrededor de sesenta y cinco años, como los demás? ¿Y, también por causalidad, no se despeñaría en una fecha coincidente con alguno de los últimos solsticios?
—¡Usted no está en sus cabales! —Bramó Cambruno, adelantándose hacia las escaleras—. ¡No me deja otra salida que hablar con sus superiores! ¡No pienso tolerar que siga jugando a la caza de brujas!
Sobrino, el embalsamador, intentó ayudarle a ascender los empinados peldaños, pero el juez, espoleado por la ira, lo hizo por sus propios medios. Y no se detuvo. Cruzó la tienda sorteando los ataúdes y abandonó la funeraria como si tuviera urgencia de respirar aire puro.
Martina cubrió los cadáveres con los lienzos, apagó las luces de la cripta y subió las sórdidas escaleras de caracol. Sobrino se había parapetado tras el mostrador de la funeraria, desde donde la despidió con una mirada hostil. Cuando la subinspectora salió de La Buena Estrella, Antonio Cambruno se alejaba por la calle Mayor. Martina tuvo que correr para darle alcance.
—Aguarde un instante, juez. ¿Le he ofendido?
—¡Usted qué cree! —protestó Cambruno, sin mirarla ni dejar de caminar. Ahora lo hacía con mucha más viveza que antes, a tal punto que la contera de su bastón golpeaba con furia los adoquines de piedra—. Le recuerdo que no se encuentra en la capital, con todos esos ordenadores y expertos forenses. Aquí tenemos una determinada manera de hacer las cosas. Un poco lenta, quizá, pero eficaz.
Martina lo cogió por un codo. Unos paisanos transcurrían a su lado. De todos modos, la subinspectora alzó la voz:
—¿Por qué se resiste a investigar? Deje que los demás lo hagamos. Y colabore. Es lo mínimo que puede hacer.
El semblante del juez había palidecido. Se detuvo y dijo:
—En mis años de magisterio nunca me habían tratado con semejante falta de respeto. Nadie. Jamás.
La subinspectora lo vio alejarse por el centro de la calle, que, a pesar de su estrechez, era de las más anchas del pueblo. En el reloj de la iglesia parroquial sonaban las doce. A Martina le pareció que el tañir de campanas emitía un eco fúnebre, como un toque de difuntos. Portocristo se le impuso como un lugar inhóspito, habitado por seres de otro tiempo que respondían al pulso de pasiones primarias, la venganza, el odio, un atrabiliario sentido del honor.
Se sentía agotada. Le fallaban las fuerzas.
Tuvo que apoyarse contra la pared de un estanco. Vio su rostro duplicado en la vitrina, entre las cajas de puros, y se preguntó si, en realidad, Martina de Santo sería sólo ese reflejo, la ilusoria proyección de otro ser desconocido.
El vértigo se le pasó, pero su paladar seguía exudando un sabor a hiel. El juez era sólo una mancha al fondo de la calle, que daba a las escaleras del Juzgado, cuando lo abordó el secretario Gámez. Ambos se volvieron a mirarla. Cambruno la señaló y agitó su bastón en el aire. ¿Era posible que la estuviera amenazando? ¿No estaría soñando?
Como para confortar su debilidad, acudió a su memoria una imagen de su amiga Berta jugando con la gatita Pesca en el jardín de su casa. Por un momento, le conquistó la idea de abandonar la investigación, coger el primer barco y regresar junto a ella, a la calidez y seguridad de su ámbito doméstico.
Pero un resto de obstinación ayudó a la subinspectora a recuperar su fuerza de voluntad. Encendió un cigarrillo, cuyo ardiente humo abrasó sus pulmones, y se encaminó a la posada. Necesitaba un café, hacer algunas llamadas y, sobre todo, pensar.