Una serie de furiosos ladridos la despertó a eso de las ocho de la mañana. Apenas había dormido cuatro horas. Se cambió y bajó a la recepción. La cocina estaba cerrada, pero un legañoso Alfredo Golbardo accedió a prepararle unos huevos fritos que le supieron a gloria. En el vacío comedor, de ambiente marinero, la subinspectora se sorprendió devorando con ansia, hasta mojar el pan en un resto de aceite y deliciosas yemas. En cuanto terminó su desayuno, se dirigió a recepción y ofreció un cigarrillo al menor de los Golbardo. Alfredo lo aceptó con temblorosos dedos.
—Quisiera ver esa fotografía de cerca, si no le importa —dijo la subinspectora, aludiendo a la imagen que decoraba la pared, junto al cajetín con las llaves de las habitaciones.
—Claro que no.
Martina pasó al interior del mostrador. La foto que la noche anterior había despertado su interés era de color sepia. La suciedad velaba el cristal.
—Debieron hacerla con una de esas antiguas cámaras de magnesio.
Alfredo había vuelto a abismarse en el acta de pésames. No se había afeitado. Era evidente que no había conseguido descansar.
—La máquina del pajarito, la llamaban.
Martina sonrió.
—¿Es usted alguno de esos niños?
—No. Yo acababa de venir al mundo cuando el Pájaro Amarillo, el primer artefacto volante en acometer la ruta transatlántica, ese cacharro que ve usted ahí, tuvo que aterrizar de emergencia en nuestras playas. Creo que fue en 1929. Mi hermano Dimas me llevaba diez años. En esa foto, él debía tener alrededor de doce. Yo todavía estaría en pañales.
—¿Quiénes son los otros chicos?
Sin necesidad de contemplar la imagen, Alfredo recitó, dándole la espalda:
—Rapaces del pueblo. Mesías de Born, el del pelo a cepillo. Gabriel Fosco, con esos anticuados bombachos. Pedro Zuazo, que a falta de algo mejor se haría farero de Isla del Ángel. Antonio Cambruno, el más serio, el juez. Y José Sumí, el capitán. Que siempre fue el jefe.
—Quizá le estoy despertando malos recuerdos.
—Todo lo contrario, señorita.
—¿Cómo sabe que no estoy casada?
Alfredo se volvió con una sonrisa conspicua.
—Cuando una mujer tan guapa viaja sola…
Martina le interrumpió:
—Hay una niña en la foto. ¿Quién es?
El posadero se frotó los párpados, pero no se giró.
—Sara María Golbardo, mi prima hermana. Corriendo el tiempo, llegaría a casarse con José Sumí. Murió hace unos años, la pobrecilla. Ahogada en los canales. Y eso que era una gran nadadora. Tenía que haberla visto buceando en los acantilados. Bajaba a pulmón hasta los criaderos de langostas. Ahora mismo la estoy contemplando con su bañador de cintas y aquellas lentes de buceo que se le enredaban en los tirabuzones… Y estoy viendo al capitán Sumí, muchos años después, con el cadáver de Sara María en brazos, entrando en la bahía a bordo de La Sirena… A veces pienso que ésta es una tierra maldita. Maldita por la misma muerte, mil veces maldita…
Martina abandonó la posada y, a buen paso, se dirigió al pueblo. La mañana era brumosa, fresca y gris, con grandes y pesadas nubes moviéndose sobre el plomizo mar. La parte antigua de Portocristo se cerraba en un laberinto de casas de piedra tan pegadas unas a otras que los vecinos podrían pasarse la sal a través de las ventanas. La niebla apenas permitía ver los tejados.
La sede del Juzgado se alzaba en la plaza José Antonio Primo de Rivera, junto al Ayuntamiento. Según pudo comprobar Martina, algunas de las calles principales de Portocristo continuaban ostentando los preconstitucionales nombres de Francisco Franco o Millán Astray. A la subinspectora le pareció como viajar hacia atrás por el túnel del tiempo.
Un ordenanza le informó de que el señor juez no se había presentado aún. Tras identificarse, Martina insistió en que debía entrevistarse con él por un asunto de la máxima urgencia, y solicitó sus señas particulares. El conserje vaciló. Como ella porfiase, y de una manera que al ordenanza le resultó perentoria, decidió consultar con el secretario, Luis Gámez, un funcionario de unos cuarenta años, con entradas en la frente y un apagado traje de color nazareno, quien accedió a proporcionarle la dirección de Cambruno.
—El señor juez vive en la plaza 18 de Julio. Justo encima del periódico local, sin pérdida posible.
Martina sacó la pitillera y encendió un cigarrillo. No se tomó la molestia de ofrecer a su interlocutor.
—¿Es cierto que no tiene teléfono en su domicilio particular?
El secretario hizo un gesto de resignación.
—El señor juez es así.
—¿Cómo dan con él cuando hay una emergencia?
—Es persona de costumbres fijas. Siempre sabemos dónde encontrarle.
La subinspectora se despidió con sequedad del secretario Gámez y abandonó el Juzgado. Un dédalo de callejuelas la desorientó. Le llevó un rato localizar la plaza 18 de Julio. Una vez en su perímetro distinguió enseguida el rótulo de Ecos del Delta, cuya redacción ocupaba la primera planta de la casa más alta.
No había ascensor. Martina atacó las escaleras. A la altura del entresuelo se detuvo porque había oído voces en el piso superior, el que debía corresponder a la gaceta comarcal.
En ese momento, la puerta de la redacción se abrió para dar salida a un hombre de majestuoso aspecto, con abrigo de paño y melena blanca, y, detrás de él, a un muchacho con el pelo largo y rizado, y aspecto de reportero, que llevaba una cámara de fotos en bandolera.
Ambos se detuvieron en el rellano y comenzaron a discutir agriamente. La subinspectora retrocedió unos peldaños, pegándose a la pared para impedir que su presencia fuese advertida. Pudo escuchar cómo el hombre mayor, en tono áspero, se dirigía a gritos al más joven.
—¡Estoy harto de ti, Gastón! —Vociferaba el viejo—. ¡De tus borracheras y de tus impresentables amigotes! ¡Harto de que me pongas en evidencia y me avergüences ante la gente de bien!
La réplica de Gastón se desgranó en un murmullo ronco:
—No tienes por qué aguantarme, padre.
—¡Lo hago porque eres mi hijo, pero te juro que si vuelves a montar un escándalo más, uno solo, te echaré de mi casa! De momento, voy a imponerte un castigo que no olvidarás. ¡Presentarse ebrio a trabajar! ¡Y en el aniversario de la muerte de tu madre! ¡Hasta aquí podríamos llegar! No quiero que vuelvas por la redacción, Gastón. Eres un mal ejemplo para el resto del personal. Ahora vete a donde te dé la gana, hasta que se te pase la trompa. No hace falta que me acompañes al cementerio. A tu madre no le gustaría verte en ese estado. ¡Borracho!
El padre comenzó a descender las escaleras. En el vestíbulo se cruzó con Martina de Santo, que fingía comprobar los buzones.
—Tenga usted buenos días, señora —la saludó el hombre de la melena blanca. A pesar de su esfuerzo por mostrarse cortés, seguía bajo los efectos de una notoria alteración.
—Discúlpeme. ¿El domicilio del juez Cambruno, si es tan amable?
—Tercer piso, izquierda.
—Gracias.
—A sus pies, señora.
Martina supuso que aquel alto y venerable caballero bien podía encarnar a Mesías de Born, el director de Ecos del Delta. Siguió subiendo las escaleras. Gastón se había derrumbado sobre uno de los peldaños. No se levantó ni se apartó para cederle el paso. La subinspectora lo orilló. El muchacho tenía la mirada surcada de rojas venillas, y el crapuloso aspecto de quien lleva demasiado tiempo sin dormir.
Dos plantas por encima de la redacción, Martina oprimió un timbre junto a una abrillantada chapa de níquel en la que podía leerse el nombre del juez.
Una anciana decrépita, con la espalda deformada por una joroba, le abrió la puerta. La subinspectora fue invitada a pasar al vestíbulo, tan oscuro y húmedo como la caja de escaleras.
Desde el fondo del pasillo se oyó una voz masculina.
—¿Quién es, mamá?
Como si estuviera sorda, la anciana se limitó a dirigir una seña a Martina y a precederla por el corredor.
El juez estaba sentado en su biblioteca, desayunando. Una bata de lana abrigaba su cuerpo enjuto. La invitó a sentarse, pero la subinspectora prefirió permanecer en pie, cerca de una mesa camilla envuelta en una atmósfera de calor debido a la combustión de un brasero de carbón. El despacho, atestado de libros jurídicos, olía a tabaco de pipa. «Y a vejez», pensó Martina.
Sin mayores rodeos, la subinspectora expuso al titular del Juzgado de Portocristo los motivos de su desplazamiento.
—El comisario Satrústegui me informó ayer de su llegada —dijo el juez—. Le respondí que su concurso no era necesario, pero él persistió. No conozco al comisario en persona, pero me pareció un hombre constante, inmune al desánimo. De hecho, estuvo llamándome toda la mañana, hasta que dio conmigo.
—La gravedad de los casos justificaba su insistencia —arguyó Martina, con aspereza.
—Tal vez —concedió el juez—. Es evidente —sostuvo mientras bebía a sorbitos su taza de té y secaba con pulcritud sus cárdenos labios—, que se trata de sendos crímenes. Dimas Golbardo y Santos Hernández han sido asesinados, pero aún no sabemos por quién ni por qué.
—La Guardia Civil no baraja ningún sospechoso. ¿Tampoco usted?
—No, tampoco yo.
—¿Dimas Golbardo, el pescador, era un hombre conflictivo? ¿Tenía enemigos? ¿Alguien que le odiase lo bastante como para atormentarlo hasta la muerte?
El juez descartó esa posibilidad.
—¿Conflictivo, Dimas? Un evangélico varón, eso es lo que fue durante toda su existencia. Que debería haber sido más larga, si en este mundo existiera caridad… No… Jamás le oí discutir. Ni siquiera cuando perdía al dominó.
El juez sonrió con amargura. No se había afeitado; la piel de su cara amasaba una blanquecina tirantez, como si nunca la expusiera al sol ni a la brisa de la costa.
—Dimas solía integrar nuestra partida de la Casa del Mar, los domingos por la tarde. Siempre era puntual. Antes de ayer, sin embargo, no acudió a nuestra cita habitual. Pensé que estaría enfermo, que habría sufrido otro de sus agudos ataques de artritis. Pero cuando, por la noche, me convocó el sargento, y encontré a mi compañero de partida tirado en el muelle, despedazado, muerto… Dios misericordioso… ¡Habría estrangulado con mis propias manos a quien lo masacró de ese modo!
Cambruno elevó hacia el techo sus flacos brazos, que temblaron a través del batín. La subinspectora dudó que con ellos pudiera causar el menor daño a nadie. El juez se santiguó, lo que pareció sosegarle. Después eligió una magdalena, la despojó con ceremonia de su envoltorio y la empapó en el té.
—¿Gusta?
Martina rehusó la invitación.
—¿Ha desayunado?
—En la posada. Que regenta, por cierto, un hermano de Dimas.
El juez masticaba. Hasta que no se hubo limpiado las migas de la boca, no habló.
—Alfredo, sí. Es un simplón, pero buena persona. Aquí la gente es sencilla. Por encima de todo, esté usted segura de una cosa, subinspectora: ningún vecino de Portocristo pudo haberlo hecho. Ni en un caso, ni en el otro. Tuvo que ser alguien de fuera. Uno de esos narcotraficantes que desembarcan alijos de cocaína. Un preso fugado. Un extranjero. Pero, no, nadie de aquí.
—¿Por qué está tan convencido?
—Porque conozco la villa en la que nací. Soy portocristiano por los cuatro costados. ¿Sabe? Ese amor a mi tierra fue uno de los impulsos que me hizo optar por la judicatura. Estudié Derecho en la facultad de Bolscan, pero durante décadas no llegué a ejercerlo. Tuve que hacerme cargo de mi madre. Hace tantos años que se encuentra mal, la pobre, que no descartaría que acabe por enterrarme. Está sorda, reumática y enferma del corazón, pero goza de una salud de hierro. En fin… Me ocupé de un negocio familiar hasta que, vencidos los cincuenta, y cansado, como tantos otros convecinos, de esos jueces jovenzuelos que sólo paraban por aquí para medrar, me animé a desempolvar los libros de leyes. Aprobé la oposición y ocupé una plaza que nadie pretendía. Soy juez de instrucción de Portocristo desde hace una década, por eso sé muy bien de lo que le estoy hablando. Ninguno de nuestros ciudadanos acabó con las vidas de Dimas Golbardo y Santos Hernández. Tuvo que ser un forastero.
—Plantea usted una visión idílica del pueblo, pero aquí hay traficantes de drogas, aunque sea en pequeña escala. Y, existe, por lo menos, un burdel.
Cambruno carraspeó.
—¿Se refiere al Oasis?
La subinspectora asintió.
—¿Qué me dice de una mujer llamada Rita Jaguar?
El juez Cambruno se pasó los dedos por las cejas.
—¿Por qué lo pregunta?
—Simple curiosidad femenina.
—Regenta el club, ese prostíbulo de mala muerte. Ha sido detenida en alguna ocasión, pero nunca por un período superior a veinticuatro horas. Si por mí fuere, hace tiempo que ese lupanar se habría clausurado. Usted sabe que la prostitución se mueve en un terreno legal muy ambiguo. Sin embargo, a instancias mías el sargento Romero ha practicado varios registros. Y no serán los últimos.
—Tengo entendido que esa mujer, Rita Jaguar, procede de Bolscan. Bailaba en un cabaret, allá por los años cincuenta.
—No lo sabía. No alterno en su local, como puede imaginar.
—Ya lo supongo. Decía usted que la Guardia Civil ha registrado ese establecimiento. ¿Encontraron drogas?
—No.
—¿El local está en regla, paga sus impuestos, garantiza la atención médica de sus trabajadoras?
—¿Ahora se llaman así? —ironizó Cambruno.
Martina pensó en los nombres de las calles del pueblo. En cómo la historia parecía haberse detenido en ellas, y en aquel retrógrado juez.
—¿No opina que esas mujeres cumplen una función social?
—Vamos, subinspectora, no me obligue a teorizar sobre la sociedad en que vivimos. De ninguna manera puedo aprobar ese perverso esparcimiento. Una de mis obligaciones, judiciales y cristianas, consiste en contribuir a depurar las costumbres.
Crispada por la oratoria del juez, Martina propuso:
—Cambiemos de tema.
—Se lo agradeceré.
—¿Dimas Golbardo hizo testamento?
Cambruno estaba manipulando una cucharilla de plata. Rescató de la taza un pedazo de magdalena, lo engulló y volvió a secarse los labios. Terminó su taza y procedió a armar meticulosamente una pipa.
—No. Según su hijo, Teo, que está muy afectado, por cierto, el difunto ni siquiera se planteó la conveniencia de formalizar su última voluntad. Verá, subinspectora, aquí la gente es muy poco dada a esa clase de previsiones. No se imagina la cantidad de herencias intestadas que acaban en litigios familiares. Lo único que, de manera verbal, Dimas Golbardo había expresado a los suyos, fue su voluntad de ser enterrado en Isla del Ángel, en lugar de en el camposanto moderno, que opera en las afueras del pueblo desde hace sólo un lustro. El nuevo cementerio municipal se construyó para evitar las molestas travesías hasta la isla, pero la mayoría de los ciudadanos, a la hora de presentar cuentas ante el juez supremo, siguen prefiriendo el peñón, haciéndose acompañar en el sueño eterno por las tumbas de sus mayores. Si le digo la verdad, a mí tampoco me importaría que me sepultasen en la roca. Isla del Ángel es un lugar muy agreste, pero tiene su encanto. Le recomiendo que no deje de visitarla.
La subinspectora aseguró que pensaba hacerlo. Después preguntó:
—¿Alguien ha reclamado el cadáver de Santos Hernández?
—No. Vivía como un hurón, y lo mataron igual que a un perro. No me había recuperado aún de lo de Dimas cuando la Guardia Civil me trajo a ese pobre diablo atravesado por un arpón. Hubo que arrancárselo del pecho en la lonja de pescadores. Fue algo dantesco. La sangre le brotaba a borbotones, como una fuente.
La subinspectora expresó su interés por examinar los cadáveres. El juez le informó:
—Los hice trasladar a la funeraria. Sólo hay una, en la calle Mayor. Me queda de camino al Juzgado. Puedo acompañarla, si lo desea.
Martina le agradeció la deferencia. Cambruno anunció que iba a vestirse y desapareció por un pasillo. La subinspectora quedó sola en el salón.
Mientras esperaba, se puso a curiosear las estanterías, agobiadas de libros jurídicos, pero también de novelas de evasión, en su mayoría de intriga criminal. En un rincón de la librería había una muñeca de trapo. Tenía el pelo castaño y un vestidito largo, de algodón, con una lazada roja. Los ojos eran dos puntos de lana. Una luna en cuarto menguante le dibujaba la sonrisa. Martina cogió la muñeca y la sostuvo en las manos. Por alguna razón, se sintió extrañamente conmovida. Acababa de dejarla en su sitio cuando oyó un ruido a su espalda. Se volvió, con el corazón latiendo deprisa, como si la hubieran sorprendido en una falta. Embutido en un traje príncipe de Gales, el juez la observaba con severidad, desde la puerta. Cerrando el cuello de su camisa destacaba una pajarita de terciopelo. Se había afeitado y peinado hacia atrás el canoso pelo.
—¿Le atrae la literatura, subinspectora?
—Desde luego.
—¿La intriga policial, quizá?
—Prefiero otros géneros.
—Me encantan las novelas policíacas. Ya sé que no son reales, pero a menudo plantean esquemas psicológicos de notable interés. Tengo que confesarle que casi nunca adivino la identidad del asesino. Supongo que eso me inhabilitaría para llegar a ser un perspicaz detective, como tengo entendido que es usted. Si desea algún libro, puede cogerlo. Ya me lo devolverá.
—Estos días no tendré tiempo para leer. Podemos irnos, si está listo.
Bajaron las escaleras, apoyándose en un bastón, el juez. Dos plantas más abajo, el joven reportero de Ecos del Delta continuaba en el mismo lugar. Se había quedado dormido, con la cabeza apoyada sobre uno de los fríos peldaños. Tiritaba. El juez le rozó con la contera de su bastón.
—¿Gastón?
El chico se hallaba semiinconsciente. Cambruno masculló:
—Qué juventud. Todo es libertinaje. Y lo que mal empieza, mal acaba. Nada me extrañaría que este desgraciado muchacho termine sentándose en un banquillo, frente a un tribunal. Su padre, Mesías de Born, tuvo que ir a rescatarlo recientemente del calabozo. Está advertido, pero no puede con el chico. Desde que murió su madre, Gastón anda por el mal camino. Mesías ha sido demasiado blando con él, y, ahora que pretende mostrarse autoritario, ya es tarde. Pena me dan los dos.
Martina se ratificó en que aquel Gastón de Born no podía ser otro que el autor de la crónica de la muerte de Pedro Zuazo, así como del libro de relatos cuyos argumentos denotaban una imaginación enfermiza, fuera de lo común, una obsesiva creatividad en torno al parricidio.
Cambruno abrió la puerta de la calle. Un haz de luz le aclaró la mirada.
—Convendrá conmigo, subinspectora, en que no existe oficio tan duro e ingrato como el de padre. Ni siquiera el de juez. Y se lo dice alguien que no ha tenido hijos. Creo que nunca hubiera podido soportar que me tratasen como a un rival. O como a un enemigo.