20

En la cumbre del acantilado, el viento soplaba con fuerza. Martina arribó a la posada helada hasta los huesos. Llamó al timbre, esperó a que le abrieran y entró a una sombría recepción.

—Necesito hospedaje. Me han recomendado este establecimiento.

La macilenta figura de un hombre mayor cerró la puerta.

—¿Viene recomendada? ¿Puedo saber por quién?

—Por el sargento Romero, de la Guardia Civil. ¿Tiene habitación?

—Lo comprobaré.

El posadero pasó detrás del mostrador y abrió el libro de reservas. Martina se dio cuenta de que esa semana de diciembre estaba en blanco. Sólo había registrado un nombre, inscrito en torpes mayúsculas que ella pudo leer al revés: Carlos Martel.

—Ha tenido suerte. Me queda una, en la primera planta. Con vistas al mar y a la sierra.

—Estoy segura de que me gustará.

Colgada en la pared, bajo un aplique de luz, destacaba una antigua fotografía. Una hilera de niños posaba delante de un aeroplano, en compañía de un piloto con polainas y gafas de aviador. De la mano del piloto se veía a una sonriente niña, de unos ocho o nueve años, con un menesteroso vestido y traviesos bucles enmarcando su carita de ángel.

La subinspectora comentó:

—Qué foto más curiosa.

—Cierto. Suele llamar la atención. Pero yo no puedo contemplarla sin que se me salten las lágrimas.

—¿Por qué lo dice?

—Porque ese niño de la izquierda, el que se apoya en la hélice, era mi hermano Dimas, que en paz descanse.

—¿Dimas Golbardo? En el pueblo dicen que…

—La verdad. Que lo han asesinado.

Martina fingió un horrorizado asombro.

—¿Asesinado?

—Digo mal. ¡Lo han cuarteado, descoyuntado! Lo han… La subinspectora guardó una respetuosa pausa, antes de inquirir:

—¿Es usted pariente suyo?

—Su hermano menor. Alfredo. Deberíamos haber cerrado el establecimiento, pero en honor a Dimas decidimos mantenerlo abierto. Él lo hubiese preferido.

—¿Su hermano era el dueño de la posada?

—Nos pertenecía a los dos.

—Lo siento mucho.

—Agradecido —murmuró Alfredo Golbardo, secándose los ojos con la manga del jersey—. Quiera el justo Dios que atrapen pronto a ese mal nacido.

—¿Quién ha podido hacer una cosa así?

El posadero se santiguó.

—El diablo. ¿Quién, si no?

Martina lo dejó con sus fúnebres reflexiones y subió a su habitación. La monacal alcoba, con suelos de loza, era muy amplia. Una cama con almohada de lana apoyaba en la pared su cabecero de forja. No había televisión ni teléfono. En el descomunal armario de roble se habría podido ocultar un cadáver.

El cuarto de baño estaba forrado en teca, como un camarote. Martina se quitó la ropa y se sumergió en una ducha caliente que inundó de vapor sus dos dependencias. Tuvo que abrir las ventanas y desempañar el espejo frotándolo con una toalla. Afuera, la oscuridad era absoluta. Silbaba el viento, y el mar golpeaba las rocas con un sostenido fragor.

Luego se tumbó desnuda sobre la cama y abrió el libro de Elifaz Sumí, La herida celeste. Una cita de Ezra Pound iluminaba la página de respeto: «Y si una nota falsa el tímpano golpea, al instante este paraíso se precipita hacia la nada». Leyó varios poemas seguidos, pero ni el ritmo ni las imágenes lograron despertar su interés. En contraste con la temerosa personalidad que su autor había manifestado en su casa, las estrofas de Elifaz Sumí le parecieron pretenciosas, hueras. Eran versos a un amor no correspondido, lamentos y súplicas dirigidos a una mujer ideal que, al parecer, ignoraba o menospreciaba al autor.

Dejó a un lado La herida celeste y se dispuso a leer los cuentos de Gastón de Born, que había hojeado superficialmente en el ferry. Contrariamente a lo que le había sucedido con las composiciones poéticas de Elifaz Sumí, muy pronto el contenido de esas páginas la sumergió en un estado de ansiedad.

Las narraciones de Los Hermanos de la Costa y otros relatos de terror estaban relatadas en primera persona. Sus protagonistas eran jóvenes asesinos cortados por un mismo patrón. Las invariables víctimas eran sus padres. Gastón de Born había ambientado sus sanguinarios argumentos en las marismas de Portocristo, transformadas por su pluma en tenebrosos lagunares animados por amenazas ocultas, por seres abocados al rencor, al odio, a la sed de venganza. En el libro, escrito con vigor, y con un cierto estilo, no había caracteres femeninos. Ni uno solo. Ninguna mujer.

Los relatos de Gastón de Born carecían de título. El primero de ellos arrancaba con la siguiente frase: «La noche en que por fin maté a mi padre, sentí tanto placer que me consideré desdichado por no haberlo hecho antes».

Martina leyó el libro hasta su última línea, tomando algunas notas sobre cada uno de los cuentos, hasta que se reafirmó en que todos obedecían al mismo esquema, el de un hijo desdichado que acababa matando a su padre en rebelión contra su despótica autoridad.

Después, aunque ya lo había expurgado, volvió a sumergirse en el catálogo de Fosco, Insania.

Alguien, cuya firma no constaba en parte alguna, había compuesto unos breves textos, cuyo estilo recordaba al de los relatos de Gastón de Born, para acompañar a las ilustraciones. El tormento estaba presente en la totalidad de ellas, pero la expresión de los desnudos mártires que soportaban el castigo era casi feliz, como si a través del dolor hubiesen alcanzado el éxtasis.

Los ojos se le cerraban. Encendió un cigarrillo para intentar mantenerse despierta, pero al poco rato se quedó dormida con el libro de Fosco abierto a un lado de la almohada.