Su propio nombre, en boca del guardia civil, le sonó ajeno. Por unos segundos, la devolvió a su intimidad. Experimentó un intenso deseo de llamar a Berta y preguntarle cómo estaba. ¿Se acordaría de ella? ¿Se habría preocupado de alimentar debidamente a la garita Pesca?
Romero parecía haber dado por zanjada la cuestión anterior, pero la subinspectora volvió a la carga:
—Entonces, sargento, y a pesar de que fue un mismo testigo, José Sumí, la primera persona en localizar los cadáveres de Pedro Zuazo, el farero, y de Dimas Golbardo, el pescador de ballenas, ¿descartaría usted que ambas muertes pudieran estar relacionadas?
—¿A qué viene tanta obcecación? Por supuesto que no lo están. Pedro Zuazo se cayó accidentalmente. A Dimas lo abrieron en canal. ¿Dónde está la relación?
Martina permaneció pensativa.
—Volvamos a la Piedra de la Ballena. El cadáver de Santos Hernández apareció en la playa, a bastante distancia del de Dimas Golbardo. A varios kilómetros. Aunque el capitán Sumí no se hubiese entretenido con el traslado del primer cadáver, difícilmente hubiera encontrado también el segundo.
—No entiendo Adónde quiere ir a parar.
—Al hecho de que José Sumí no pudo advertir la existencia de un segundo cadáver.
—¿Y bien?
—Lo que intento decirle, sargento, es que el criminal pudo haber planificado sólo uno de los crímenes, el que deseaba que fuese rápidamente descubierto, para que causase su efecto. De lo que podría deducirse que, en principio, el pasado domingo pensaba matar a un hombre, no a dos.
—¿Y cuál de esos dos desdichados era su objetivo?
—Dimas Golbardo, obviamente. Su cuerpo apareció en un lugar que reúne un cierto ritual, la Piedra de la Ballena. Sabemos que los arponeros desguazaban las ballenas sobre esa losa de sílex. El propio Golbardo debió destazar allí a sus capturas. Esos días habría fiesta en la ría del Muguín. Se comería en abundancia, y se bebería más aún. Dimas Golbardo jamás pudo sospechar que un día él mismo sería sacrificado en ese lugar, que su sangre correría sobre la sangre. ¿Le preguntó al capitán Sumí en qué posición encontró el cadáver?
—Boca abajo —precisó el sargento—, con las piernas unidas y los brazos extendidos.
—¿En forma de cruz?
—Sí.
—¿Alrededor del cuerpo había manchas de sangre?
—Ya lo creo. Todavía seguirán ahí.
—¿Encontraron rastros de sangre en otros lugares? ¿En el embarcadero, en las cabañas, en la barca de Dimas?
—No.
Martina fumó con calma.
—En la antigua Roma, las mutilaciones estaban relacionadas con el delito de hurto. Y lo mismo podría decirse del castigo de la cruz.
—¿Está sugiriendo que Dimas Golbardo era un ladrón? ¿Que robó algo valioso y que por eso lo liquidaron?
—Es posible. ¿Y los ojos, cómo aparecieron?
—Sobre la cabeza, uno a cada lado.
—¿Invertidos, como si mirasen desde el cogote?
El sargento afirmó. La subinspectora sacó su libreta de notas y pergeñó un rápido boceto.
—¿De esta forma? ¿Extirpados y prendidos sobre el occipital?
—Más o menos.
—El asesino quiso privarlo de la vista y del tacto —murmuró Martina—. Tal vez la culpa de Dimas Golbardo, su hurto o traición, estuviese relacionada con esos sentidos.
—¿Qué clase de culpa?
Martina suspiró.
—Todavía no puedo saberlo, sargento.
Romero esbozó una mueca levemente despectiva.
—¿Y por qué lo desnudaron de cintura para arriba y le abrieron el vientre de una cuchillada?
La subinspectora le destinó una mirada vacía.
—Si lo que quiere insinuar es que hay muchas preguntas sin respuesta, no necesita formulármelas una detrás de otra. Por ahora, limitémonos a considerar que Dimas Golbardo era la víctima elegida. Fueron a por él, deliberadamente, y lo sacrificaron de manera ritual.
—¿Y qué me dice de Santos Hernández? ¿No podría también significar algo el arpón que acabó con su vida?
—Esa muerte debió ser mucho más rápida —le contradijo Martina—. No se entretuvieron con él. Tenían prisa por huir.
—¿Opina que Santos Hernández murió porque fue testigo involuntario de la muerte de Dimas?
—Me parece la hipótesis más acertada. Supongo que el arma homicida que acabó con Santos Hernández obra en su poder, sargento. Quisiera ver ese arpón.
Romero ahogó un suspiro. Aquella mujer policía comenzaba a producirle una migraña feroz. Se tomó su tiempo para encender una faria, cuyo extremo, previamente, mordió. Escupió al suelo una hebra de tabaco, y transigió:
—Aguarde.
El sargento salió de la oficina con semblante adusto. A través de la puerta entreabierta, Martina lo oyó conversar con el retén de guardias. Romero desapareció por otra oficina y regresó sosteniendo un largo arpón enfundado en una bolsa de plástico.
—Mañana lo enviaré al laboratorio. Tenga, póngase estos guantes.
El arma quedó depositada sobre su escritorio. Martina protegió sus manos y la sacó de la funda. Había restos de sangre en la hoja dentada y a lo largo de la estaca. La subinspectora distinguió mínimos jirones de tejido humano, asimismo ensangrentados, adheridos a la hoja de hierro fundido.
—Al pobre Santos no hubo más remedio que arrancárselo del pecho —recordó el sargento—. Lo habían ensartado como a un pez espada. La punta asomaba por la espina dorsal.
—¿Se encargó usted de hacerlo?
—Varios de mis hombres se ocuparon de ello. El arpón se había clavado con fuerza. Como si hubieran querido partirle el alma.
—¿A Santos Hernández le causaron una herida, sólo una?
—Fue más que suficiente.
—¿Amputaciones?
—No.
—¿Está seguro? ¿Le arrancaron los ojos?
—No, ya le digo.
—¿Algún apéndice? ¿Revisó su aparato sexual, los testículos, el pene?
Romero meneó la cabeza, aborrecido. Estaba claro que aquella detective no iba a darle cuartel.
—El doctor Ancano fue quien lo examinó en profundidad. Me lo hubiera advertido.
—Debería haberlo hecho usted mismo. No se preocupe, yo lo haré en su lugar. El arpón parece bastante antiguo. Presenta herrumbre, de hecho. ¿Sabe a quién pertenece?
—El hijo de Dimas, Teo Golbardo, lo reconoció durante su declaración —desveló el sargento—. El arpón era de su padre. Un recuerdo de sus tiempos de cazador de ballenas. El viejo Dimas guardaba sus aparejos en un cobertizo de las cabañas del Muguín. Alguien debió sustraérselo.
La subinspectora ensayó otra opción:
—Quizá Dimas lo llevaba consigo cuando salió en la barca el domingo por la mañana. El asesino, después de abordarlo, pudo utilizarlo más tarde en la comisión de su segundo crimen. Para ensartar con él a Santos Hernández, en su calidad de inoportuno testigo.
El sargento guardó silencio. Su migraña iba en aumento. Temió soñar con aquella mujer, y no precisamente fantasías eróticas.
Martina siguió preguntando:
—¿Dónde encontraron sus hombres el cuerpo de Santos Hernández, exactamente?
—En las playas del Muguín, cerca de Forca del Diablo. Un paraje desértico, a unos tres kilómetros de la Piedra de la Ballena, bordeando la ría. Estaba tendido de lado, junto a su caballejo y su carro, con el arpón clavado.
—El asesino pudo recorrer ese trecho en poco tiempo.
Romero le dio la razón.
—La secuencia está clara, subinspectora. En primer lugar, pasado el mediodía del domingo, el criminal acabó con la vida de Dimas Golbardo. Lo siguió hasta las cabañas, se ocultó en los cañaverales, o en el bosque, lo asaltó y lo ejecutó. Abandonó su cuerpo mutilado sobre la Piedra, para que fuera más fácil de descubrir. Quería que alguien lo encontrase. Y que lo hiciera pronto.
—Eso es evidente. Pero, ¿por qué? ¿Para promulgar un escarmiento, para advertir o atemorizar a una futura víctima?
—O para llamar la atención sobre el segundo cadáver —insistió el sargento, resistiéndose a desvincular el móvil de ambos asesinatos—. Después de liquidar a Dimas Golbardo, y de soltar su esquife, el asesino cogió del cobertizo uno de sus arpones, se emboscó en la senda, esperó a Santos Hernández y se encargó de despacharlo.
—¿Cuánto tiempo esperó?
—Alrededor de una hora.
La subinspectora estaba redactando algunas notas en su libreta. Alzó la frente y preguntó:
—Estamos dando por supuesto que Dimas Golbardo fue asesinado en primer lugar. ¿Podemos deducirlo de la hora de sus respectivas muertes?
—Así es. El doctor Ancano lo certificó. Golbardo cayó primero, hacia las dos de la tarde del domingo. Una hora más tarde, sobre las tres, le tocó a Santos.
—¿Ese médico es forense?
—No.
—¿Qué especialidad tiene? ¿Medicina general?
Una tormentosa expresión nubló el rostro del sargento. La subinspectora prosiguió, inalterable:
—¿A qué hora de la tarde del domingo encontró el capitán Sumí el cadáver de Dimas Golbardo?
—Justo antes del anochecer. Sobre las seis.
—¿Qué hacía el capitán allí?
—Había salido a navegar sin rumbo, como muchas otras jornadas.
Martina guardó unos segundos de silencio, como para evidenciar lo endeble de esa coartada.
—¿Existía alguna conexión entre ellos?
—¿Entre quiénes?
—Entre Dimas Golbardo y Santos Hernández.
—Aparentemente, ninguna. Como ya le he dicho, Santos era un tipo solitario, sin ocupación estable. Vivía a las afueras de Portocristo, junto a la marisma, pero pasaba temporadas en la sierra, comerciando con los canteros, o con partidas de ganado vacuno, nomadeando para ganarse la vida… Quizá tenía alguna deuda, y se la hicieron pagar.
La subinspectora insistió:
—¿Dimas y él ni siquiera se conocían?
El sargento estalló.
—¿Cómo quiere que lo sepa? Le recuerdo que sólo llevo día y medio investigando los casos. ¿Sabe cuántas horas he descansado? Ni una sola. Me parece que es poco plazo para resolver dos crímenes violentos. ¿O es que ustedes, los listillos policías de Bolscan, los habrían resuelto ya?
Martina adoptó un tono exculpatorio.
—No pretendo presionarle. Formamos un equipo, recuérdelo. Déjeme preguntarle otra cosa. Después me voy.
El sargento aplicó una furiosa chupada a su faria.
—Trato hecho, subinspectora. Ultima pregunta.
—¿Tiene noticia de un grupo de jóvenes que se hacen llamar los Hermanos de la Costa?
Romero elevó los ojos al cielorraso.
—Como no me dé más pistas.
—Por lo que sé, que es muy poco, integran una especie de cofradía o secta de artistas. En principio, los juzgué como una pandilla de alocados adolescentes, pero ciertos detalles me han hecho pensar que algunas de sus actividades podrían guardar relación con los crímenes. Para divertirse, se reúnen en la Piedra de la Ballena, entre otros lugares abruptos, al menos dos veces al año, coincidiendo con las noches de solsticio. Al grupo pertenecerían, entre otros, Elifaz Sumí, Daniel Fosco, Gastón de Born y el hijo del farero, un tal Heliodoro Zuazo, burlona mente apodado por sus camaradas como El Quemao. Sus propios colegas lo definen como una suerte de monstruo.
—Ah, esos payasos —sonrió Romero, con suficiencia—. Yo en su lugar no perdería ni un minuto con ellos.
—No he venido a perder el tiempo, sargento. Intento establecer vínculos en una comunidad humana entre la que se oculta un criminal. Le pondré un ejemplo. Elifaz Sumí es hijo del patrón que encontró los restos de Dimas Golbardo en la Piedra de la Ballena. Y, antes, el pasado verano, los de Pedro Zuazo, en Isla del Ángel. Los Hermanos de la Costa celebran sus orgías en esos lugares. En los mismos parajes que han servido de escenario a los crímenes.
El sargento emitió otra carcajada.
—¡Los Hermanos de la Costa! ¡Por el mismo precio podrían hacerse llamar los Gilipollas de la Playa!
Romero celebró su propia gracia, pero Martina se mantuvo impertérrita. Cuando el sargento dejó de reír, y se hubo sonado la nariz con un pañuelo de dudosa blancura, se dirigió a él fingiendo humildad:
—Le quedaría muy agradecida si me cuenta lo que sabe de ellos.
Romero suspiró.
—Los Hermanos de la Costa, vaya por Dios. Ni siquiera sabía que se hicieran llamar así.
—¿Nunca había oído ese nombre?
—No. Y ésta, subinspectora, es su última consulta por esta noche, recuérdelo. Estamos hablando, sin más, de una pandilla de chicos maleducados y demasiado aficionados al porro y al licor pendenciero. Algunos viven en Bolscan, pero, como usted parece haber averiguado, cada cierto tiempo se reúnen en Portocristo para hacer de las suyas. Cuando se ponen ciegos de marihuana y alcohol resultan difíciles de controlar. Varios de ellos han sido detenidos por escándalo público. La semana pasada, sin ir más lejos, Gastón, el hijo de Mesías de Born, el director de Ecos del Delta, durmió la mona en el calabozo. Unos vecinos lo denunciaron por pasearse desnudo en pleno paseo marítimo, a la luz del día. Con esas borracheras que se agarran, bebiendo y fumando marihuana toda la noche, no es raro que le den la vuelta al marcador. Mesías de Born, abochornado, vino a recoger a su hijo. Como no teníamos ropa de civil, mientras el chico roncaba a pierna suelta le pusimos un uniforme nuestro. No se imagina la que montó al despertar, cuando se le pasó la trompa.
Martina decidió que la aportación informativa del sargento merecía una sonrisa cortés. La ejecutó con diplomacia, percibiendo que Romero acababa de atisbarle los pechos a través del escote. Le pareció que ese gesto de familiaridad le daba derecho a formular una nueva consulta.
—¿Conoce a Daniel Fosco, sargento?
Romero se rascó la nuca, exasperado.
—Está rompiendo nuestro trato, subinspectora.
—Oh, vamos, ayúdeme un poquito más. ¿Conoce a Daniel Fosco?
—Sí. ¿Y usted?
Martina encendió un cigarrillo con la brasa del anterior. Aspiró una profunda bocanada y retuvo el humo en sus pulmones.
—También es de Portocristo, según me dijo. Y otro de los Hermanos de la Costa. El segundo de la trinidad… ¿Trató usted al padre de Daniel Fosco?
Romero apeló a su paciencia. Que estaba a punto de acabarse.
—Un poco. Gabriel Fosco. El farmacéutico.
—¿Se llevaba bien con su hijo Daniel?
—Con todo el mundo. Era hombre bondadoso, ascético. Y un sabio con las plantas. En una ocasión estuve en su rebotica. Tenía la trastienda repleta de frascos con semillas, raíces, bulbos, flores secas.
—¿Quiere decir que era aficionado a la botánica, un naturalista?
—Eso es. Siempre estaba de excursión, por ahí, recogiendo especímenes.
Las estrechas fosas nasales de la investigadora expulsaron dos chorros paralelos de humo.
—¿Gabriel Fosco, el padre de Daniel, murió ahogado?
—Cierto.
—¿Accidentalmente, también?
El mando no vaciló:
—¿Quién iba a desearle nada malo a un hombre como el boticario? ¡Si era un beato!
—¿Como el capitán Sumí? —El sargento no contestó, hastiado; la subinspectora reincidió—: ¿Quién alertó de la desaparición del farmacéutico? ¿Fue su hijo Daniel?
De pésimo humor, el sargento frunció el ceño. Sus cejas, espesas y negras, casi llegaban a unirse sobre el puente de la nariz.
—No lo recuerdo. Alguien de su familia debió hacerlo, por supuesto. Su mujer, probablemente. Ocurrió… Sí, en las pasadas Navidades. Una patrulla encontró a Gabriel Fosco en las lagunas. No había señales de agresión. Todavía llevaba puestas sus botas de agua y el anorak que utilizaba para sus excursiones invernales. Pudo quedar atrapado en un lecho pantanoso mientras buscaba hacerse con nuevas especies.
La subinspectora aplicó una larga calada a su tabaco inglés. No había comido prácticamente nada desde el día anterior. Notaba el estómago como si fuera una bolsa de papel. Temía que, de un momento a otro, sus tripas comenzasen a gruñir en demanda de alimento. Sacó del bolso una barrita de cacao y se la pasó por los labios.
—Le propongo que hagamos un recuento de víctimas, sargento. Además de los dos últimos crímenes, todavía calientes, tenemos a un farero desnucado en Isla del Ángel y a otro hombre, Gabriel Fosco, el farmacéutico, ahogado en la marisma.
—Está viendo fantasmas, subinspectora. Sólo trabajaré sobre dos casos, recuérdelo: las muertes violentas, inducidas, recientes, de Dimas Golbardo y Santos Hernández. Los únicos casos que ahora mismo tengo sin resolver.
Como si no le hubiera oído, Martina preguntó:
—¿Gabriel Fosco sabía nadar?
—Lo desconozco.
—Desde que el farmacéutico murió, ¿quién regenta la botica? ¿Su viuda?
—Así es. De Pascuas a Ramos, el hijo se persona por aquí para echarle una mano.
—¿Daniel? No es posible. Vive en Bolscan. Es artista.
El sargento soltó un bufido.
—Eso dirá él, haciéndose la ilusión de ser un Dalí. No creo que haya vendido un cuadro en su vida. Tampoco es verdad que resida en Bolscan. Va y viene, según le da. Su madre acaba de despedir al mancebo que despachaba en la farmacia, por lo que ese maula de Daniel no tendrá más remedio que arrimar el hombro. Tampoco vaya a creer que tienen mucho trabajo. Aquí la gente es escéptica con los fármacos. Prefieren visitar a los curanderos de la sierra… ¿Se va?
Martina estaba recogiendo su gabardina y su sombrero.
—Ya le he distraído bastante. Tiene usted demasiados frentes abiertos. Debo buscar alojamiento. Creo que probaré en esa posada del Pájaro Amarillo regentada por la familia Golbardo. Estaremos en contacto. Porque somos un equipo, ¿no?
Romero asintió, con alivio. Casi no podía creerlo. Al fin iba a verse libre de aquella mujer.
—Por descontado, subinspectora. Una piña.
—Le llamaré.
—No se moleste en hacerlo antes del mediodía. Voy a estar muy ocupado.
—Creí que se sentía exhausto.
Romero le destinó una mirada admonitoria.
—Descansaré cuando hayamos solucionado los crímenes.
—Que tenga suerte.
—Lo mismo le deseo.
Martina abandonó el cuartelillo y salió a la noche. Miró el reloj. Eran las tres y media de la madrugada del martes 20 de diciembre. Se acercó al carro de Santos Hernández y acarició al caballejo. La galera estaba vacía, con unas pocas briznas de paja pegadas al fondo. Las ruedas del carromato eran anchas, con gruesos radios y llantas reforzadas por una banda de hierro remachada con clavos cuadrados.
La subinspectora tomó unas fotos del carromato y del dibujo de las llantas y empezó a desandar el camino en dirección al pueblo.
Portocristo se recortaba como una sombra encastillada contra la luna enferma que blanqueaba el arenal.