Pasada la una y media de la madrugada del martes, nada más desembarcar, más pálida aún de lo habitual, Martina de Santo se había dirigido al destacamento de la Guardia Civil de Portocristo, que quedaba cerca del muelle.
En medio de la oscura noche, la subinspectora rompió a caminar con paso vivo, celebrando que la brisa de la bahía la fuera despejando de las claustrofóbicas horas sufridas a bordo, con el incesante vaivén del casco y los relámpagos rasgando la penumbra de su camarote a través de un ojo de buey.
De una sola planta, el acuartelamiento se levantaba en medio de un tétrico arenal, sobre un plafón de cemento crudo. A su alrededor, las dunas, tapizadas de jirones de niebla, modulaban un espectral paisaje nocturno.
La subinspectora entró al patio del cuartel. Un Land Rover cubierto de barro estaba aparcado junto a una galera cuyo caballo permanecía atado de las riendas a un poste de luz eléctrica. Detrás del acuartelamiento se erguía un pequeño y feo bloque de viviendas, con la pintura descascarillada por la humedad y ropas tendidas a secar. Martina supuso que debía albergar a las familias de los guardias, aislándolas de la población. En medio de ambas construcciones, decorado por un ralo jardín, se erguía un mástil con la bandera de España.
La subinspectora se identificó y preguntó por el sargento. Un guardia de retén le informó que su superior estaba despierto, trabajando en su despacho, y pasó a notificarle su presencia.
El sargento Romero la recibió tendiéndole una curtida diestra. Martina de Santo había elaborado una teoría sobre las distintas maneras de dar la mano. Un viril apretón como el que acababa de recibir por parte de aquel suboficial de castrense bigotito y vellosas matillas asomándole por los conductos auditivos le inspiraba confianza, una suerte de solvencia profesional. El flojo saludo, en cambio, de una diestra sudorosa o blanda la retraía instintivamente. Tampoco le agradaba que retuvieran la suya más tiempo del debido, como pretendiendo establecer una conexión, afluentes de simpatía o complicidad. Prefería las manos femeninas, sutiles y delicadas como divagantes pájaros.
Al saludarla, el sargento había mostrado un instante de vacilación, como si le desagradara el hecho de que la Jefatura de Policía de Bolscan hubiese destacado a un investigador para resolver casos acaecidos en áreas de su competencia.
La tarde anterior, el sargento Romero había recibido una llamada de su teniente coronel. El comisario Satrústegui había advertido a la Comandancia que enviaba un agente. Satrústegui se había abstenido de comentar que se trataba de una mujer, pero esa clase de ayudas, en cualquier caso, solían afectar al orgullo del sargento, pues las interpretaba como una velada acusación de incompetencia. Percatándose de ello, y recordando los consejos del comisario, la subinspectora se apresuró a invocar la mutua colaboración entre ambos Cuerpos, la necesidad de aunar fuerzas.
Romero se mostró solidario.
—Ningún inconveniente, subinspectora. Trabajaremos juntos, si lo desea. Tan sólo le pediré que me mantenga informado de cualquier progreso que pueda hacer. ¿Por dónde había pensado empezar?
—Pretendo examinar los cadáveres y entrevistarme con el juez de instrucción, así como con el marino que encontró los primeros restos. Doy por supuesto, sargento, que fueron sus hombres, mientras peinaban la zona, quienes hallaron el segundo cadáver, el de Santos Hernández.
El sargento lo confirmó. Martina siguió sondeándole:
—¿Qué han averiguado en los escenarios de los crímenes?
—Nada de relieve. La patrullera puede llevarla en cualquier momento, pero no vale la pena que se desplace hasta allá, se lo puedo asegurar. Mis hombres han recorrido las playas, sin incorporar nada nuevo a la investigación.
—De todos modos, creo que visitaré esos parajes.
—Como guste, subinspectora, pero no encontrará allí otra cosa que insalubres marismas y unos pocos embarcaderos y cobertizos para resguardar artes de pesca. Esa parte de la costa es muy solitaria. Hacia la sierra subsisten algunas parroquias y vaquerías aisladas, pero apenas mantienen población estable. En un radio de treinta kilómetros no viven cuatro gatos.
El sargento ofreció asiento a Martina, señalándole una de las duras sillas de su oficina, pero la subinspectora, un tanto decepcionada por la vaga explicación que el mando acababa de ofrecerle, prefirió permanecer en pie.
Detrás del escritorio, sujeto a la pared con chinchetas, se extendía un mapa del delta. Al discurrir por las tierras bajas, los canales dibujaban una especie de cáliz. Ese plano era más preciso aún que el proporcionado por el comisario a Martina. Registraba las curvas de nivel, los campos de arroz, las parcelas de labrantío, las pistas forestales y los caminos de carros. La subinspectora se acercó para estimar la distancia entre Portocristo y el cabo oriental del estuario, Forca del Diablo. Cuando se hubo situado espacialmente, comentó:
—Si las áreas próximas a los escenarios de los crímenes están semidesiertas, eso debería reducir la búsqueda.
El sargento fingió no haber captado la crítica implícita en esa observación, y repuso:
—Las marismas cuentan con una población flotante, por así decirlo. Y están los cazadores de patos, los pescadores de bajura, o los serranos, que bajan con sus galeras al mercado dominical de Portocristo.
—¿En serio no tenemos ningún sospechoso, sargento? —Insistió Martina—. Usted debe conocer bien a la gente de aquí.
—Nadie acaba de calar a estos lugareños. Son peculiares, una mezcla curiosa. Sus ancestros proceden de la sierra, pero la precariedad de recursos acabó convirtiéndolos en lobos de mar. Con ellos, como con los gallegos, nunca se sabe si vienen o van. No señalo a nadie. Mentiría si le dijese lo contrario.
Martina hizo un ademán de impaciencia.
—No pretendo realizar un estudio antropológico. Tampoco le estoy pidiendo que me revele a ciencia cierta el nombre de la persona capaz de clavar un arpón en el pecho de Santos Hernández, o de torturar a Dimas Golbardo hasta la muerte, seccionando sus manos y abandonando sus despojos en las rocas, pero lógicamente deberemos ponernos a trabajar sobre quienes mantuvieron con las víctimas algún tipo de relación conflictiva. Empecemos por Dimas Golbardo, si le parece. ¿Estaba atravesando alguna tragedia personal? ¿Tenía deudas? ¿Pleitos familiares? ¿Líos con mujeres?
Romero se rascó uno de sus peludos tímpanos.
—No lo creo. Apenas le traté, para serle sincero. En apariencia, era un hombre tranquilo. Tengo otra teoría, subinspectora. ¿De verdad no quiere sentarse?
Martina agradeció su insistencia, pero volvió a declinar la invitación. El sargento presumió:
—Ese crimen y el de Santos Hernández pueden guardar relación con el tráfico de estupefacientes. Antes o después, los escarmientos y ajustes de cuentas tenían que llegar incluso a este lugar apartado del ojo de Dios.
—¿Está sugiriendo que Dimas Golbardo y Santos Hernández formaban parte de un cártel?
—Sería prematuro afirmarlo, pero en los últimos tiempos hemos interceptado alijos de cierta importancia. No hace mucho, si recuerda, abordamos aquel mercante de bandera albanesa que transportaba quinientos kilogramos de coca. Estaba a punto de desembarcar la mercancía. Necesariamente tenía que contar con secuaces en tierra, pero nadie cantó. Ese pelo se nos quedó en la gatera.
Martina tenía conocimiento de esa acción gracias al dossier de Horacio Muñoz. Además de las aprehensiones de alijos, el archivero había elaborado un informe de la actividad criminal en la costa, a partir de los años cincuenta. En total, había inventariado tres asesinatos, ninguno de ellos debido al narcotráfico. Tales homicidios abundaban en los estigmas del crimen rural, a cuyo clásico esquema se remitían sus móviles. Pleitos familiares, retorcidos litigios de lindes o servidumbres de paso que acabaron resolviéndose, sin previo aviso, con el estampido de una escopeta de caza.
La subinspectora presumió:
—Dimas Golbardo debía conocer la costa como la palma de su mano, pero era demasiado viejo para andar trapicheando. ¿Tenía antecedentes?
—No. En principio no encaja en ese perfil, aunque nunca se sabe —vaciló el sargento—. De Santos Hernández ya tendría alguna duda.
—Hábleme de él.
—Era una especie de chamarilero, de buhonero ambulante. Poseía un carro, que apareció junto a su cuerpo sin vida. El carromato está en el patio, a la espera de que alguien lo reclame. Quizá lo haya visto al entrar. —La subinspectora afirmó—. Santos comerciaba con ropa, con ganado, levantaba refugios y muros con piedra de las canteras de la sierra. No me extrañaría que se dedicase a pasar pequeñas cantidades de hachís. Sigo pensando que en Portocristo no se han radicado aún traficantes a gran escala, pero otra cosa muy distinta son nuestras aguas jurisdiccionales. Como sabe, las operaciones de mayor envergadura suelen realizarse en alta mar. Los alijos cambian de barco, o se distribuyen en lanchas rápidas capaces de almacenar la droga en escondrijos costeros. Los acantilados de Forca del Diablo y de Isla del Ángel están plagados de grutas de muy difícil acceso. Si yo fuera un narco, lo tendría en cuenta. En tierra, la actividad es menor. La droga sale rápidamente hacia las grandes ciudades. Aquí tan sólo hemos detectado camellos de poca monta, que abastecen el mercado doméstico. Santos Hernández bien pudo ser uno de ellos. Pero el futuro es incierto. Que comiencen a actuar delincuentes autóctonos de mayor vuelo será sólo cuestión de tiempo. El dinero a ganar es mucho. La tentación, permanente.
La subinspectora sacó su pitillera. Ofreció un cigarrillo al oficial, pero éste lo rechazó. Sólo fumaba farias, dijo.
—Aparquemos por ahora esa hipótesis —propuso Martina—. ¿Han encontrado el arma con que descuartizaron a Dimas Golbardo?
—No.
—¿Qué tipo de hoja cree que fue utilizada?
—Con toda seguridad, un cuchillo de gran tamaño. Que, a estas horas, descansará en el fondo de las marismas. Mis hombres están drenando la ría del Muguín, pero me temo que no aparecerá fácilmente.
—¿Además de un cuchillo, el criminal pudo usar, también, un hacha?
—¿Por qué lo pregunta?
—De las fotografías que nos han enviado saqué la impresión de que a Dimas Golbardo no le cortaron o serraron las manos, sino que sus extremidades fueron amputadas de un solo tajo. Con un golpe seco, de arriba abajo. Si el asesino actuó con tanta contundencia, habrá dejado marcas en la roca.
—Suponiendo que lo descuartizasen en la Piedra de la Ballena —dudó el sargento—. Pudieron matarlo en cualquier otro lugar y, posteriormente, trasladarlo allí.
—¿Con qué propósito?
—¿Confundir a la Guardia Civil y a la enviada especial de la Policía de Bolscan, quizá?
Martina se inclinó por obviar la ironía. Algo más crudamente, cuestionó:
—¿Ha reconstruido los últimos movimientos de Dimas Golbardo?
—Por supuesto. Según su hijo, Teo, el viejo Dimas tenía previsto desplazarse a la ría del Muguín, hasta unas cabañas de las que son propietarios, a fin de inventariar las reparaciones necesarias de cara a la temporada turística, que no empieza hasta Semana Santa.
—¿Dónde queda esa ría?
Romero se arrimó al mapa.
—Junto a Forca del Diablo. Aquí.
—Desde Portocristo hay un buen trecho. ¿Cómo se desplazó Dimas hasta allá?
—En barca. Los Golbardo siempre han sido pescadores, pero cuando el viejo Dimas se retiró por causa de una artritis que le impedía maniobrar y manejar las redes, vendieron su embarcación y adquirieron la casa cural para restaurarla como posada. Hará unos cuantos años que la abrieron. Se llama El Pájaro Amarillo. Si no tiene alojamiento, le recomiendo que se hospede en sus habitaciones. Porque —añadió Romero, con aire de resignación— supongo que piensa quedarse algunos días entre nosotros.
La subinspectora replicó, con frialdad:
—Así es. Continúe.
—Como le decía, Dimas y su hijo Teo vendieron su barco pesquero, pero conservaron una pequeña barca con motor. Cangrejeras, las llaman en el delta. Teo solía acompañar a su padre cuando sentía nostalgia de la mar. Sin embargo, y a pesar de su artritis, el viejo Dimas seguía siendo capaz de aparejar la canoa, y a veces salía a navegar solo. El pasado domingo, antes de ayer, el día en que iba a morir, Dimas Golbardo se presentó en el muelle a primera hora de la mañana. Otros pescadores lo vieron, hablaron con él. Subió a la cangrejera y se dirigió hacia la desembocadura del Muguín. Nadie lo volvería a ver. Vivo, quiero decir. La barca, o lo que quedaba de ella, apareció ayer, lunes, destrozada contra los acantilados de Isla del Ángel. La marea debió arrastrarla.
—Lo que quiere decir que Dimas Golbardo no fue abordado en las marismas, sino mar adentro.
—Entraría en lo posible, en efecto.
—Por alguien que sin duda no le era desconocido.
El sargento se encogió de hombros.
—Está usted conjeturando.
La subinspectora porfió:
—Alguien que le obligó a abandonar la barca y lo retuvo contra su voluntad, hasta que decidió matarlo.
—Sigue especulando usted. También pudieron soltar el esquife y abandonarlo a merced de la corriente.
Martina le dio la razón. A veces, en su heterodoxia, cedía a la tentación de aplicar a los mandos el mismo tipo de técnicas de interrogatorio que utilizaba con los sospechosos.
—¿Cómo amaneció el domingo? ¿El tiempo era bueno?
—Un brumoso y fresco día de invierno.
—Ayer, en alta mar, hubo tormenta eléctrica —recordó la subinspectora—, pero no llovió. ¿Y en tierra, ha llovido desde el domingo?
—Tampoco.
Martina presionó el mapa. Se había fijado en un serpenteante camino de carros que bordeaba la sierra, hasta morir en las rías orientales, junto a Forca del Diablo, a la orilla del mar. Señaló una pequeña playa, entre las marismas.
—El nombre de este lugar, la Piedra de la Ballena, al fondo de la ría del Muguín, ¿qué significa, exactamente? ¿Qué tiene de especial?
—Si exceptuamos su configuración geológica, una losa de sílex pulida y plana, alabeada por las mareas, nada —comentó el sargento—. Creo que antiguamente los pescadores de ballenas, y Dimas Golbardo era uno de ellos, y acaso, por cierto, el más legendario, remolcaban hasta allí sus capturas. Pero de eso debe hacer medio siglo. Desde que estoy destinado aquí, y va para tres lustros, ese paraje no se ha vinculado con investigación alguna. De forma anecdótica, figura en las guías como información turística, junto a los milagros de Escolástica General, la beata, y otras curiosidades del delta.
—Hablando de curiosidades, sargento. En el expediente de Pedro Zuazo, el farero que se desnucó el pasado verano al caer por los acantilados de Isla del Ángel, se afirmaba que fue un marino quien encontró su cadáver.
Romero asintió.
—Creo recordar que así ocurrió, en efecto.
—¿Podría facilitarme los datos de ese marino?
—Naturalmente. José Sumí. Gobierna una embarcación llamada La Sirena del Delta. Por si iba a preguntármelo, le diré que se trata del mismo patrón que descubrió los restos de Dimas Golbardo en la Piedra de la Ballena.
La subinspectora sonrió melosamente, como adulando la capacidad de su interlocutor.
—Me lee el pensamiento, sargento. ¿Ha interrogado a Sumí?
—Desde luego.
—¿Sacó algo en limpio?
—No mucho. José Sumí sale a navegar casi a diario. De hecho, su embarcación es la única que se atreve a desatracar incluso con mal tiempo. Nadie domina la costa como él. No tiene nada de extraño que socorra a algún accidentado, o que se tope con alguien que, por desgracia, ya no necesita auxilio de ninguna clase.
Como ausente, Martina encendió un cigarrillo.
—¿El capitán Sumí conocía a los hombres cuyos cadáveres rescató?
—De hecho, eran amigos suyos. El impacto emocional de ver sus cuerpos deshechos, tener que cargar con ellos y trasladarlos a puerto le ha mermado el ánimo.
—¿Quiere decir que está enfermo? ¿Que padece una depresión clínica?
—Yo no diría tanto. Algo trastornado, quizá. Desde que enviudó, José Sumí no ha vuelto a ser el mismo. En los últimos tiempos ha envejecido, y apenas se relaciona con nadie. Con Dios, en todo caso.
—¿El capitán Sumí es viudo?
—Sí.
—¿Cuándo murió su mujer?
—Hará unos años.
—¿De muerte natural?
—Se ahogó en las marismas, delante de él. Habían salido a navegar, y ella se empeñó en lanzarse al agua, para nadar. Las corrientes la arrastraron hacia la desembocadura.
—¿Cuántos hijos tenían?
—Uno solo.
—¿Elifaz?
—¿Le conoce usted? —se asombró Romero.
La subinspectora aplicó una calada a su cigarrillo y clavó los ojos en los del sargento.
—¿Qué más puede decirme del capitán Sumí, sargento?
—Es, ¿cómo le diría?, un patriarca. Organiza travesías marítimas por el estuario y dirige el club parroquial, una asociación católica. Ahora está alicaído, según le comentaba, pero si cree que puede ser necesario siempre se le encontrará dispuesto. De manera desinteresada, desde que murió el farero se ocupa de mantener limpio y en condiciones el vetusto cementerio de Isla del Ángel. Si no fuera porque de vez en cuando José Sumí va por allá para arreglar las tumbas y arrancar la mala hierba, no sé qué sería de aquello.
—¿El capitán Sumí está deprimido, trastornado por las muertes de su mujer y de sus amigos, pero se dedica a limpiar tumbas en un remoto cementerio?
—Es un ferviente católico. Supongo que la religión le sirve de consuelo. Oiga —dijo el sargento, cambiando súbitamente de expresión—, ¿no estará pensando que José Sumí pudo hacerlo?
—No he dicho eso.
—Pero ha considerado la posibilidad, ¿no es cierto?
—No sé si lo hizo, sargento. No al menos, todavía. Pero sí sé que pudo hacerlo.
El sargento se sobó los carrillos. Martina se limitó a mantener su mirada, que comenzaba a brillar con un desafío contenido.
—No tiene sentido, subinspectora. ¿Por qué iba a matar a Dimas, con quien siempre le unió una estrecha amistad? ¿Y qué móvil podría impulsarle contra Santos Hernández?
—Yo no puedo saberlo. Respóndase usted mismo, sargento.
—La respuesta es obvia: ninguno. José Sumí no los mató.
—¿Por qué está tan seguro?
—Porque me lo juró sobre las tapas de una Biblia, y sobre la memoria de su esposa.
—¿Y usted le creyó?
—El capitán es hombre de una pieza. De los que ya no quedan. Un caballero.
Martina iba a hacer un comentario burlón, pero reparó a tiempo en que podía ofender a Romero.
—Espero que no todos los sospechosos se comporten de la misma manera, o jamás resolveremos el caso.
—Confíe en mí, Martina —apostilló el sargento—. Y en José Sumí. Puede ayudarnos, y lo hará.