Durante los meses de otoño e invierno, el ferry de Bolscan registraba escasa demanda.
La Compañía Marítima del Norte tan sólo dejaba en servicio uno de los barcos pequeños, capaz para un centenar de pasajeros, entre camarotes y butacas de cubierta. Disponía de una reducida bodega con un garaje para transportar unos cuantos automóviles, pero en ningún caso material de construcción o maquinaria pesada para la residual industria pesquera y conservera del delta. La ruta, paralela a la costa, a prudente distancia de los acantilados, era siempre la misma. Salvo con mar gruesa, se mantenía la frecuencia diaria de la travesía.
Carlos Martel, aquel hombre de baja estatura, había adquirido su pasaje a Portocristo en el puerto de Bolscan, en la terminal de la compañía transbordadora, que ofrecía descuentos por temporada baja.
Martel había llegado a la capital norteña a primera hora de la tarde de aquel lunes de diciembre, en un automóvil que había alquilado muy lejos, más allá del otro extremo del país; en Ceuta, para ser exactos. Después de cruzar en barco el Estrecho de Gibraltar, hasta Algeciras, había atravesado la península conduciendo hora tras hora, sin apenas detenerse, salvo para reponer combustible en áreas de servicio. Llenaba el depósito, dormitaba un rato recostado contra el volante y proseguía el viaje mientras en la radio los programas matinales sucedían a las tertulias nocturnas y él combatía el sueño encendiendo un cigarrillo negro cada tres cuartos de hora.
Debía conocer bien el centro de Bolscan porque se orientó con facilidad. Sorteó el tráfico y aparcó sin vacilaciones en el hangar de la agencia de alquiler de vehículos.
Al salir del coche notó las piernas entumecidas por el largo viaje. Para oxigenarse y estirar los músculos, se puso a practicar flexiones. Ante la asombrada mirada de una señora que esperaba ser atendida, Martel tomó carrera, cruzó la nave, dio una voltereta en el aire y ejecutó una serie de acrobacias, hasta quedar apoyado contra la pared, en la posición del pino. Después recogió las monedas que se le habían caído de los bolsillos, fingió agradecer con una reverencia las ovaciones de un público imaginario y abrió el maletero. Dos grandes daneses saltaron como enjaulados demonios. Eran casi tan altos como su dueño. Cuando se encaramaron sobre sus hombros, lamiéndole con sus sucias y grisáceas lenguas, rebasaron su talla. Uno, el macho, era negro con manchas blancas. La otra, la hembra, blanca con pintas negras.
Un empleado apareció en la puerta de una oficina anexa.
—¡Eh! ¿Quién es usted?
—Un cliente que suele tener razón —adujo con desparpajo aquel hombre que parecía escapado de un mariachi, y que desdobló y entregó al empleado la póliza de alquiler.
—Prohibimos viajar con animales. ¿No se lo advirtieron mis compañeros de… —el encargado consultó la sede de expedición— Ceuta?
—Tal vez —repuso Martel—. Pero no lo recuerdo. La memoria no es mi fuerte. Soy hombre de futuro. Y ahora estamos todos aquí. La cosa ya no tiene remedio, ¿verdad, jefe?
El viajero permanecía junto al coche. Mientras hablaba, no había dejado de acariciar la chapa como si fuese el lomo de uno de sus perros. Martel era tan pequeño que su coronilla apenas sobresalía de la portezuela, pero poseía un tórax ancho, de boxeador o de levantador de pesas. Para superar el complejo de su baja estatura, usaba botas camperas, con tacón. Cuando deseaba encararse con su interlocutor, por lo general más alto que él, se elevaba disimuladamente de puntillas.
Las carreras de los perros pusieron nervioso al empleado. El más grande, el macho, que alzaba la envergadura de un caballo enano, ladraba sin cesar. Asustada, la señora se había desplazado al otro extremo del hangar, desde donde contemplaba con aprensión el bigote mexicano de Martel.
—Revisaré la tapicería, si no le importa —dijo el agente.
—¿Por qué desconfía? Mis pequeñuelos están acostumbrados a viajar en el maletero. Lo encontrará limpio. En realidad, hemos parado en demanda de información. Quiero proseguir viaje.
—¿Hacia dónde se dirige?
—A Portocristo, en la costa. Olvidé preguntar en Ceuta si su agencia disponía de sucursal allí, a fin de devolver el vehículo.
—No, no tenemos delegación. Además, la carretera está cortada por las inundaciones. El buen tiempo ha derretido la nieve de las montañas.
—¿Cómo podré llegar? ¿En ferrocarril?
—Las vías han sufrido daños. Le aconsejo que tome el ferry. Sale del muelle. Está a tiempo de cogerlo.
Martel devolvió las llaves, recuperó la fianza y el saldo del combustible y pagó la factura. Caminando a buen paso, cruzó el casco antiguo y se dirigió hacia el puerto. Por todo equipaje, atravesada en la espalda, a modo de fardo, acarreaba una bolsa de lona.
Hacía un tiempo brumoso, pero la temperatura era grata. Sujetos por correas de cuero, los perros arrastraron a su dueño hacia las glorietas del paseo marítimo. Martel atribuyó su excitación al prolongado encierro y al exuberante estímulo de las alamedas de Bolscan, bendecidas por el clima atlántico. Refrenándolos, se detuvo para secarse el sudor y respirar el perfume de las lilas.
El mar golpeaba los espigones de una ciudadela militar. Una pareja de guardiamarinas custodiaba la entrada al recinto portuario. Sobre una plataforma de cemento atravesada de cabestrantes y grúas, se alzaban las bordas de los cargueros.
Anochecía. Faltaban unos minutos para la salida del ferry. Martel los empleó en tratar de vencer la oposición del sobrecargo, que se resistía a embarcar a los perros.
—Son animales de compañía, apenas unos cachorros —argumentaba su propietario, gesticulando con un aire histriónico—. Bien adiestrados. Inofensivos, se lo puedo jurar. Y, naturalmente —agregó, agitando dos rígidas estructuras de cuero y acero—, disponen de sus reglamentarios bozales. Respóndame a una cuestión, almirante: ¿por qué nos considera indignos de viajar en su barco? Soy contrario a la anarquía, un ciudadano respetuoso con la ley.
La compañía marítima era mercante, desde luego, pero aquel oficial, pensó Martel, perfectamente podía haber sido educado en la disciplina de la marina de guerra. De hecho, los galones bordados en su chaquetilla evocaban un eco castrense. Sin embargo, poco a poco, la terquedad del viajero, dispuesto a cualquier cosa con tal de no abandonar a sus animales en tierra, fue conquistando un terreno más propicio. Debió favorecerle el hecho de que, al ser frías las noches de invierno, no se hubiesen vendido butacas de cubierta, por lo que difícilmente sus perros iban a molestar al pasaje.
Estalló una sirena, y ronroneó un motor. El ferry iniciaba la maniobra. Como recogidos por fantasmales manos, los cabos fueron desovillándose de sus recios amarres. Martel se arrodilló e imploró al sobrecargo. Acodados a la borda, los marineros del ferry acogieron burlones la cómica escena. Magnánimo, el oficial accedió al fin. El viajero recogió su bolsa y, agitando las traillas, subió la pasarela. A punto estuvo de tropezar con una pasajera alta y delgada, cuyo pálido rostro quedaba un tanto enmascarado bajo el ala de un borsalino de fieltro.
—Le debo una, almirante —dijo, en medio de un coro de ladridos.
—No quiero líos —le advirtió el sobrecargo—. Mantenga a esos chuchos atados durante toda la travesía.
Martel se dirigió a la cubierta de popa y amarró las correas a los remos de un bote salvavidas. Los daneses parecían hambrientos. Su amo sacó un abollado plato de aluminio y los alimentó con pienso artificial.
Zarparon despacio, tras la estela del práctico, entre buques-cisterna, petroleros y el transatlántico de la ruta americana, cuyas amuras se alzaron sobre ellos como rascacielos de una ciudad de cristal.
Caía la noche, y la niebla con ella. En la cubierta comenzaba a notarse frío. El pasajero desenterró del fondo de su equipaje una arrugada gabardina y se la puso sobre su traje de desfasado patrón, con solapas demasiado anchas y pantalones entallados como los que estuvieron de moda a principios de los años setenta.
Carlos Martel había pasado en África la mitad de su turbulenta vida. Había sido cazador furtivo, importador de vinos y traficante de armas. Con las privaciones y la edad, pero sobre todo con su desprecio al pasado, que sólo le devolvía aromas de derrota, restos de un naufragio personal, su memoria se había tornado frágil. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que un sastre de Tánger confeccionara para él, sobre una pieza de algodón egipcio, aquel terno de coloniales hechuras?
Dejaron atrás los muelles, el astillero, los fanales del puerto pesquero. De la lonja, a través del contaminado brazo de mar, llegaba un olor ácido, una pestilencia a pescado podrido, a redes arrastreras tendidas a secar.
Salieron a mar abierta. Martel estaba solo en la plataforma de popa. Cuando unas olas negras encresparon el océano, comprendió por qué nadie había adquirido billete de cubierta. Resignado a pasar la madrugada a la intemperie, se arrebujó en la manta de viaje. Las toldillas cazaban el viento y lo expulsaban con un eco. Plop.
A medianoche, con violenta marejada y una neblina rasa que cegaba los ojos, el sobrecargo subió a cubierta. La oscuridad era tan densa que tuvo que ayudarse con una linterna para localizar al pasajero. Ajeno a la inestable navegación, y al desasosiego de los perros, que gruñían ovillados para darse calor, Martel, tumbado entre dos butacas, roncaba con la cabeza torcida en una inverosímil postura. Sus insensibles dedos sostenían una colilla apagada.
—¡Despierte!
El hombre del bigote tardó unos segundos en situarse, en comprender por qué aquel piso resbaladizo se inclinaba bajo sus botas vaqueras.
—¡Tenemos galerna! Estará mejor abajo. ¿Viene conmigo?
—¿Y mis perros?
Detrás de la cortina de bruma no se veía nada. El viento borraba las voces.
—¿No puede vivir sin ellos? —gritó el sobrecargo, aferrándose a la borda.
Descendieron por una escotilla. Forrado de planchas de acero, el pasillo de camarotes hacía de caja de resonancia al temporal.
En la diminuta cafetería, el humo del tabaco flotaba alrededor de las lámparas.
—Tomaré orujo —decidió el oficial—. ¿Me acompaña?
—Coñac —prefirió Martel—. Tres palitos.
—¿Cómo dice?
—Una copa doble de Carlos III. Ter-ce-ro. Tres palitos.
Algunos miembros de la tripulación jugaban a las cartas. La galerna no parecía inquietarles. Estirándose sobre sus cabezas, en puntas de pie, Martel indagó:
—¿Guiñote?
—Tute —repuso uno de los marineros—. ¿Se anima?
—No quisiera arruinarles la partida. Verán: los juegos de mesa no son mi fuerte. Pero les puedo formular una proposición deshonesta: póker.
—¿Por qué no? —Suscribió otro de los tripulantes—. Estoy harto de esta mariconada del tute.
—He traído baraja —aseguró el pasajero, quitándose la gabardina, tan arrugada y sucia que con ella parecía haber lavado un coche—. Por si me aburría. Está nuevecita, sin estrenar. A propósito: me llamo Martel, Carlos Martel. No confundir con el de los tangos.
Nadie rió, pero él había soltado una carcajada gangosa. Se sentó y alisó unos billetes sobre la mesa. Desprecintó el mazo y barajó. El corte de los naipes sonó como el rasguido de una guitarra.
—Podemos empezar con prudencia, hasta que nos vayamos conociendo mejor. ¿El descarte a mil?
—A doscientas —moderó el sobrecargo.
—Como quiera. Usted sale, almirante.
Tras los ojos de buey, el temporal desataba su ira. La nave cabeceaba como una atracción de feria. El segundo de a bordo se ausentó durante un par de manos. Cuando volvió no daba muestras de intranquilidad, pero no habló y se descartó pésimo en la siguiente ronda.
Otros pasajeros se habían refugiado en la cantina. Entre ellos, una mujer alta, vestida con elegancia, aunque con un estilo excesivamente masculino para el gusto de Martel. Había ocupado la mesa del rincón y tomaba café sumergida en la lectura de un libro cuya portada mostraba la imagen de un hombre prácticamente desnudo, a excepción de un lienzo —«un taparrabos», pensó Martel— que le envolvía la cintura. La ilustración era realista, impactante. Con el torso atravesado por sangrantes puntas de flecha, el apóstol del libro recordaba a los mártires cristianos.
También de la lectora emanaba un aura espiritual. «Como si estuviera mal follada», sentenció Martel. Mientras saboreaba a pequeños sorbos su copa de balón, miró con descaro a la silenciosa pasajera. Pero Martina de Santo, tras sostener su mirada con indiferencia, dejó el libro y cogió un grueso dossier. Como si a su alrededor nada existiera, se puso a revisarlo con total concentración.
La información de Horacio Muñoz resultaba bastante reveladora. Según los datos recopilados por el archivero, otros hombres habían perdido la vida en el delta, en accidentes de navegación, o ahogados por las corrientes costeras. Entre ellos, el invierno anterior, corroborando la versión de su hijo Daniel, un varón llamado Gabriel Fosco, farmacéutico de profesión, cuyo hinchado cadáver había aparecido flotando en la marisma.
El informe de Muñoz incluía, además de un censo de la población de Portocristo, diversas monografías del estuario, fotocopiadas y subrayadas en sus aspectos de mayor utilidad. La subinspectora se consideró satisfecha. Había suficiente lectura como para mantenerla ocupada durante las horas muertas de la travesía marítima.
A su lado, continuaba la partida. El capitán bajó a la cantina para templarse con un carajillo. A consulta de la subinspectora aseguró que arribarían a Portocristo sin novedad, si bien con demora sobre el horario previsto. El norte polar, advirtió, soplaba con fuerza. Los señores pasajeros debían abstenerse de salir a cubierta.
Al ver entrar al capitán, Martel se había apresurado a recoger el dinero de la mesa; idéntico reflejo apresuró las callosas manos de los tripulantes. Si el capitán se había percatado de la timba, supo disimularlo. Nada más apurar su taza, y salir, se reanudaron las rondas.
—Subo a mil —se estiró Martel—. Para comprobar si me estoy jugando los cuartos, o no, con marineros de agua dulce.
—Le atrae el riesgo, ¿verdad? —comentó el sobrecargo, que atravesaba una mala racha.
Martel había ganado varias vueltas seguidas.
—Iguale mi apuesta y saldrá de dudas, almirante.
Con el cambio de guardia, terminó el póker. Los marineros se levantaron de mal humor. Habían perdido unos pocos miles de pesetas; una minucia en comparación con la suerte corrida por el segundo de a bordo.
Martel fue recogiendo sus cuantiosas ganancias. Apuró su copa y la alineó en la contraventana, junto a la vajilla que tintineaba con los bandazos del barco. La pasajera del libro de estampas religiosas debía haberse retirado. En el cenicero de su mesa habían quedado media docena de colillas sin filtro, teñidas de carmín. Martel cogió una y se la guardó en el bolsillo.
—Ha sido un placer, caballeros. Yo pagaré las bebidas. ¿Se ofenderán si añado una ronda a cuenta? Disfrútenla a mi salud en la travesía de vuelta.
Desoyendo los consejos del capitán, Martel subió a popa. La noche era aún más gélida y oscura. El viento lo despejó. Los perros temblaban. Al reconocerlo, ladraron salvajemente. Martel se arrodilló entre las brasas de sus ojos, y les habló.
Los rayos iluminaban el mar con eléctrica claridad. Sin embargo, no rompería a llover. A la luz de los fogonazos, hacia la costa, se distinguían montañosas sombras, dramáticas como el decorado de un ballet o de una ópera fantástica.
El ferry se acercó a los acantilados. Pasada la medianoche, se adentró en la bahía de Portocristo. El viento había amainado, pero la niebla hubiera podido cortarse con un cuchillo. Estremecido bajo sus ropas húmedas, Martel gozó de una sensación de paz, como si navegaran sobre un estanque.
Apenas se distinguían los contornos del muelle. Al desembarcar, Martel se despidió del sobrecargo.
—Ha sido un honor viajar bajo su bandera. Un último viático, hágame el favor. ¿Sería tan amable de recomendarme alojamiento en el pueblo?
—La posada del Pájaro Amarillo —repuso el oficial; su hosca mirada evidenciaba que no se había recobrado de sus pérdidas—. Una castiza hostería, con una tasca más típica aún y jugadores de cartas a quienes podrá desplumar. Tiene jardín, se lo digo por sus chuchos. No es barata, pero usted podrá pagarla —añadió, vengativo.
Vio cómo Martel desaparecía en la niebla. Su equipaje de lona le desbordaba la espalda. Caminaba con agilidad, fumando y gritando consignas a sus animales. El sobrecargo se preguntó qué podría llevar a Portocristo a un hombre como aquél.
«Maldito tahúr», masculló.