Estaba concluyendo sus anotaciones cuando vio acercarse por la dársena, renqueando, a Horacio Muñoz. El archivero caminaba hacia ella con una gruesa carpeta. Martina dejó que llegara a su lado para preguntarle sin calor:
—¿Qué hace aquí? ¿Es que ha venido a despedirme?
—Algo así. Verá, subinspectora, quisiera contarle una vieja historia, si tiene cinco minutos para mí.
—¿Qué mosca le ha picado, Horacio?
—El aguijón de un crimen pasional —repuso el archivero—. He estado dudando toda la tarde, pero al final me he decidido a hablarle de un caso de doble asesinato que no me deja dormir desde hace tiempo.
—¿Un doble asesinato? ¿Tiene algo que ver con los crímenes que me toca investigar?
—¿Crímenes? Creí que se trataba de un sólo homicidio.
—Acaba de aparecer un segundo cadáver. ¿Su historia guarda relación con estos casos?
—No lo sé.
Martina suspiró.
—Adelante, Horacio, pero sea breve.
—Gracias por su atención. Lo seré. Todo empezó en 1950. En aquel año, un carpintero mató a su esposa a martillazos, en el taller de la vivienda de dos plantas que ambos compartían junto al muelle pesquero, aquí al lado. La carpintería todavía existe. Si se fija podrá distinguir su chaflán, junto a la lonja. Podemos acercarnos hasta allí, mientras le sigo contando.
Martina contempló el taller, situado a unos quinientos metros del punto en que se encontraban, al cabo del malecón. Lo había visto durante sus carreras matinales. La arruinada carpintería compartía fachada con las viejas naves de una fábrica conservera, también abandonada.
—¿Dice usted que el carpintero de ese taller mató a su mujer?
—En 1950, sí.
—¿Por qué lo hizo?
—Crimen pasional.
—¿La apuñaló?
—Le destrozó el cráneo con su martillo de trabajo. Después, aquel desgraciado se entregó de modo voluntario, y confesó. Sería juzgado y sentenciado a cuarenta años, pero, como tantas veces ha ocurrido, apenas llegaría a pasar entre rejas unos pocos lustros…
—¿En qué prisión?
—La Santidad, en Argenta. En un principio, el carpintero fue clasificado como un psicópata, pero acabaría beneficiándose de los informes penitenciarios. Hacia 1965, quince años después de cargarse a su mujer, saldría libre. Se llamaba Jerónimo Dauder. Y hablo en pasado porque el carpintero también la diñó. Alguien se encargó de darle pasaporte.
Horacio enarboló el archivador que había traído consigo y desanudó sus cintas.
—He aquí su ficha completa. El proceso judicial. ¡Incluso el libro de contabilidad de la carpintería, con todos sus asientos!
Martina lo contempló como si hubiera perdido el juicio.
—Espero, Horacio, que todo esto tenga algún sentido…
—Usted decidirá sobre ese punto. Vamos, acompáñeme hasta la carpintería del terror. Como le decía, Jerónimo Dauder salió de la prisión bastante antes de cumplir su condena. Supongo que, dentro de la cárcel, su oficio le reportaría algún privilegio. En especial, si la mujer del alcaide llegó a plantear cambios en su decoración doméstica. ¿Qué mejor tesoro, para un ama de casa, que un buen carpintero? De modo que, hacia 1965, Jerónimo Dauder, quince años más viejo, viudo, no sé si arrepentido, volvió a Bolscan y retomó el trabajo en su carpintería del puerto, como si nada hubiese ocurrido.
—No es por interrumpirle —murmuró la subinspectora; acababa de sentir una fuerte presión en las sienes, por lo que deslizó una aspirina en su lengua—. Pero no adivino la relación entre su anécdota y mis casos.
—Tenga paciencia, Martina, y siga caminando. Enseguida llegaremos a la encrucijada. Para merecer el perdón, recuperar la confianza de sus vecinos y granjearse nuevos clientes, Jerónimo Dauder redujo sus tarifas. Regalaba a los niños títeres y barquitos de madera que tallaba en sus ratos libres, o se olvidaba de cobrar sus labores de mampostería. Poco a poco, la comunidad volvió a aceptar al criminal. ¿No le parece revelador?
—¿De qué?
—De la naturaleza humana. De nuestra astucia. De nuestra codicia.
—Habría mucho que discutir sobre eso —le rebatió Martina. Una migraña feroz se había instalado en algún punto sensible de su occipital. Estuvo a punto de cortar la conversación, pero se contuvo.
—No en este episodio —porfió Horacio.
—¿Por qué lo dice?
Sin dejar de andar penosamente, Muñoz resolló:
—El carpintero volvería a casarse en 1967, con una mujer de la vida. En sus buenos tiempos fue toda una estrella del cabaret. Se llamaba Rita Jaguar.
Martina no pudo menos que soltar una carcajada. Habían llegado al puerto pesquero. Unos marineros se volvieron para mirarles.
—¿Rita Jaguar? ¿En serio era su nombre?
—No, claro. Su verdadero apellido era Vicente, Rita Vicente, pero debió temer, y con razón, que con semejantes credenciales jamás llegaría a sonreírle la gloria artística. Admiraba tanto a Gilda que cuando empezó a bailar adoptó las suyas. Hayworth se transformó en Jaguar. Así fue, Martina, no se ría. Nuestra Rita era pelirroja, como el mito, aunque ni de lejos tenía su clase. Nunca bailó ni cantó ni besó como Gilda.
Horacio se detuvo y rebuscó en el archivador hasta encontrar una lámina que blandió ante la subinspectora.
—Otras virtudes suyas resultan más difíciles de olvidar. Fíjese qué pechos.
Atónita, Martina observó la reproducción gráfica de una vedette sobre un sórdido escenario de cabaret, con una playa y dos palmeras pintadas. La exótica bailarina se contoneaba desnuda, a excepción de un collar de perlas y de un crótalo que se le enroscaba a la cintura. La víbora era real, y de un tamaño considerable.
—No puedo creerlo —murmuró Martina.
—¿Que sean naturales? Le recuerdo que en aquella época no existía la cirugía estética.
—No sea tonto. ¿Debo pensar que usted mismo ha recortado ese lúbrico grabado y lo ha añadido al expediente del caso a modo de ilustración documental?
Muñoz sonrió, libidinosamente.
—Sería el concepto, sí.
La subinspectora percibió que la aspirina comenzaba a surtir efecto. De mejor humor, adoptó un registro cómplice.
—Da la impresión de haber conocido muy bien a esa tigresa.
—Oh, un poco.
—Vamos, Horacio, me encantan las historias de amor. ¿Por qué no desembucha? En el fondo, está deseando escandalizarme.
El archivero sonrió con amplitud. Respiraba afanosamente. Su rostro estaba como la grana. Habían llegado a la carpintería, que estaba cerrada, deparando todo el aspecto de no haberse abierto en mucho tiempo.
—De acuerdo. Por entonces, y de eso hará cerca de veinticinco años, yo acababa de ingresar en la Policía. Estaba soltero, y me llamaba la noche. Solía perderme por los garitos de alterne, relajarme con una o dos copas, antes de acostarme. Las mozas me conocían, no me cobraban los tragos. Hoy, los de Asuntos Internos lo considerarían prevaricación, pero aquéllos eran otros tiempos. Buenos tiempos. Tuve alguna novia. Chicas de alterne, coristas. Nada serio, no vaya a creer; no era tan ingenuo. Pero con Rita Jaguar fue distinto.
—¿Por qué? ¿Fue ella la que le pegó la bofetada?
—Nunca le di motivos. La adoraba, aunque sabía que me era infiel. Lo era por naturaleza, como un animal libre y salvaje.
—¿Cómo la conoció?
—Actuaba en El Deportivo, el antiguo cabaret de la calle Sepulcro, que ya no existe. Hacía un número explosivo. Aparecía en escena con un tanga y un sujetador de escamas de cocodrilo, y con esa maldita serpiente amarilla de ojos negros como el carbón encendido. Y comenzaba a reptar por las tablas retorciendo la pelvis como si se estuviera follando a aquel bicho que actuaba con ella. Perdone la expresión, Martina, pero es que aquella mujer no hacía el amor: follaba. Tenía una mirada que hubiera puesto de rodillas al apóstol San Pedro, y un par de teticas capaces de empalmar a un muerto. Ya las ha visto usted. Me sorbió el seso. Cuando estaba con ella, me olvidaba de todo. De que era un policía, para empezar. Rita Jaguar te poseía con una intensidad que…
La voz de Martina se agravó, interrumpiéndole.
—Respóndame a una cuestión, Horacio, y no olvide que somos buenos amigos. ¿Al margen de decorar los expedientes con fotos pornográficas, desde cuando se dedica a exhumar casos archivados?
—¿Por qué lo pregunta?
—Porque tengo la impresión de que se está excediendo en sus funciones. Usted ya no es un detective. No puede andar hurgando en el pasado.
—¿Y qué, si es así? ¿Va a denunciarme?
—¿A qué está jugando?
Muñoz se irguió sobre su zapato ortopédico. Las gaviotas se habían posado cerca de él. Debían estar hambrientas, y chillaban.
—¿Cree que le tengo miedo a Satrústegui y al resto de fantoches de Jefatura? Ahí va mi respuesta, subinspectora: los casos que me interesan, sí, los exhumo.
Sin darle la razón, Martina asintió con lentitud, mirándole inquisitivamente. La brisa del puerto agitó su corta melena.
—¿Qué casos?
—¡Los que sufrieron un carpetazo en falso, como el mío propio! —Exclamó Muñoz, casi con odio, señalando su deforme pie—. ¿Sabía que hasta hoy hemos sido incapaces de identificar y detener al canalla que me hizo esto? ¿Sabe cuánto tiempo llevo pudriéndome en el archivo, cojo, jodido y solo? ¿Y qué cree que han hecho mis antiguos compañeros por esclarecer la procedencia del disparo que me destrozó la vida?
La mirada de Martina era tan fría que, a su lado, un pedazo de hielo habría quemado en la mano.
—Olvídelo, Horacio. Está generando una neurosis obsesiva. Acabemos con esto de una vez.
—Antes, subinspectora —la contradijo con obstinación el archivero, hablando más deprisa, como para evitar que ella volviera a cortarle—, concluiremos, ya que lo hemos reabierto, con el caso de Jerónimo Dauder. Nunca me ha gustado dejar mis investigaciones a mitad de camino. No le he dicho que Rita Jaguar, la segunda mujer del carpintero, la cabaretera, aportó al matrimonio dos hijos procedentes de una relación anterior. Ambos de padre desconocido. Un muchacho llamado Cayo, de unos catorce años, y una niña recién nacida, Celeste. Cuando se casó con Dauder, Rita Jaguar abandonó las candilejas y se trasladó a vivir a la carpintería, su nuevo hogar. Hasta ahí, todo parecía ir bien. Pero poco después, en 1968, transcurrido apenas un año desde sus segundas nupcias, Jerónimo Dauder, nuestro enamorado artesano, perdió la vida de manera violenta.
Martina se había resignado a escucharle. Más adelante resolvería cómo obrar frente a aquella patológica actitud. Preguntó, fingiendo interés:
—¿Qué pasó?
—Lo encontraron en su taller con la cabeza hecha migas. Reventada a martillazos. También le trituraron las manos. Alguien decidió aplicarle una sobredosis de su propia medicina. Qué casualidad, ¿no?
Martina estaba pensando, por asociación, en el destrozado cuerpo de Dimas Golbardo; pero contestó, de manera automática:
—En términos criminológicos, científicos, la casualidad no existe.
—Cierto —afirmó Muñoz—. Por eso me he tomado la libertad de unificar este segundo expediente, el de la cruenta muerte de Jerónimo Dauder, con el homicidio premeditado de su primera esposa, a fin de que puedan consultarse de modo correlativo. De ese modo, aunque no sepamos aún con qué objeto, podemos contemplar la película de los hechos en toda su extensión. El arma homicida que en 1968 acabó con el carpintero jamás apareció. Durante algún tiempo, la policía sospechó de algunos amantes de Rita Jaguar, entre los que debe usted descontarme, pues ella me había dejado tiempo atrás. Pero nada se pudo demostrar.
Muñoz hizo una pausa, como para asegurarse de que su interlocutora lo escuchaba con un poco más de atención. También las gaviotas les observaban, inquietas.
—El caso Dauder se archivaría definitivamente en 1977. Los cuerpos del carpintero y de su primera mujer, la que fuera su víctima, descansan en el cementerio municipal de Bolscan, a escasas calles uno de otro. Sus destrozados cráneos reposando para el resto de la eternidad… ¿Quién mató al carpintero? Misterio. Uno o varios asesinos quedaron libres. Supongo que seguirán llevando una existencia normal, como si nada hubiese ocurrido. Fascinante, ¿no cree?
Martina contestó, cáustica:
—Mi barco está a punto de salir. Volvamos al muelle, si ha terminado.
La subinspectora había iniciado el camino de vuelta. De nuevo parecía irritada. Muñoz renqueó hasta ponerse a su altura.
—¿No le ha interesado mi historia?
—¿Por qué habría de interesarme? Me habla de un caso archivado, del que han transcurrido quince años.
—¿Le parecen demasiados?
—Para establecer un nexo causal, sí.
—Permítame darle un consejo y proporcionarle un último dato, subinspectora. El consejo: desconfíe de las alianzas entre el tiempo y la muerte. La muerte está contenida en el tiempo como una araña en un frasco de cristal. Para aplastar a la araña, deberá abrir el frasco en el sentido contrario a las agujas del reloj.
—¿Qué demonios pretende sugerir?
—Que la explicación última, o primera, siempre hay que rastrearla en el pasado. En la ciencia criminal, el futuro no existe.
—Lo tendré presente. ¿Y el dato?
—Jerónimo Dauder era un carpintero muy hábil. Una de sus especialidades consistía en calafatear las embarcaciones de las últimas rutas fluviales. En su taller fabricaba laúdes, chalupas cangrejeras y los tradicionales lanchones que todavía se pueden admirar en las marismas costeras y en el estuario del río Madre.
Martina se detuvo en seco. Su mirada se había iluminado.
—¿Ese carpintero mantenía contacto con los pescadores del delta? ¿Jerónimo Dauder construía y reparaba sus barcazas?
—Así lo hizo, hasta que le sorprendió la muerte.
—¿Qué fue de esa mujer, Rita Jaguar?
Horacio sonrió como debía hacerlo Mefistófeles cuando iba a devorar un alma.
—Empieza a dejarse seducir por mis viejas historias, ¿no es así, subinspectora? A finales de los años sesenta, Rita se trasladó a Portocristo, y abrió un nuevo club. El Oasis. Parecido al Deportivo, pero a la orilla del mar.
—¿Cómo lo sabe?
—Digamos que la he visitado alguna vez. Para brindar por los viejos tiempos. ¿Puedo darle una opinión, subinspectora?
—¿No lo va a hacer, en cualquier caso?
Al sortear un noray, Muñoz había apoyado el peso sobre su bota ortopédica, y a punto estuvo de resbalar al agua. La subinspectora le ayudó a recuperar el equilibrio.
—Si yo estuviera en activo…
—¿Acaso no lo está?
—No se apiade de mí. Si pudiese volver a patrullar, como lo hice a conciencia a lo largo de un cuarto de siglo, desempolvaría el expediente del carpintero y reabriría el caso. Me gustaría que lo llevase consigo. No necesita formalizar solicitud.
—Ya tengo su dossier. Guarde esos otros papelajos, Horacio. Cuando disponga de tiempo les daré un vistazo, pero no ahora.
El ferry hizo sonar su bocina. Martina de Santo corrió por el muelle, pisó la colilla con el tacón y subió a bordo.