13

La subinspectora se dirigió al salón para contestar la llamada. El receptor descansaba sobre una mesa de cristal, justo debajo del retrato del embajador Máximo de Santo, cuya pintura al óleo presidía la estancia con una mirada escrutadora y cristalina, muy parecida a la de su hija.

Al otro extremo del hilo, la subinspectora escuchó la voz de Conrado Satrústegui.

—¿Martina, es usted?

—¿Comisario?

—Me alegro de cogerla en casa.

—Estaba a punto de salir hacia el puerto. Le escucho, señor.

—¿Es que se va en barco?

—La carretera está cortada, y el ferrocarril, interrumpido. No hay otro medio.

—Es increíble que estas cosas sucedan a finales del siglo veinte. Si me lo hubiera dicho, habría tratado de conseguirle un helicóptero.

—No importa, señor. Estaré en Portocristo a media noche.

—Me alegro, porque le espera más trabajo del inicialmente previsto. Doble faena. ¿Preparada? Acaba de aparecer un segundo cadáver, cerca del anterior. A unos pocos kilómetros de la Piedra de la Ballena.

La subinspectora tomó aliento.

—¿También mutilado?

—No exactamente. Con un arpón clavado en el pecho, a la altura del corazón. La Guardia Civil ha identificado el cuerpo. La víctima es un tal Santos Hernández. Sesenta y siete años. Natural del delta.

Martina reprimió una exclamación.

—¿Sigue ahí, subinspectora?

—Desde luego, señor. ¿Alguna pista?

—Por el momento, nada. El cadáver ha sido trasladado al Juzgado de Portocristo. Supongo que, a falta de depósito, lo enviarán a la funeraria. Podrá examinarlo allí, junto con los restos de Dimas Golbardo.

—¿Alguien ha reclamado el segundo cuerpo?

—Por ahora, no.

—¿Consiguió hablar con ese juez, Antonio Cambruno?

—Tiene tres llamadas mías aguardándole, pero todavía no ha debido dignarse poner los pies en el Juzgado. Me he tomado la molestia de indagar sobre su persona en círculos próximos a la judicatura; sus propios colegas le catalogan como un excéntrico. Por otro lado, he advertido a la Comandancia de la Guardia Civil que se incorporará usted a la investigación. En cuanto llegue a Portocristo, preséntese al sargento Romero, en el puesto.

Satrústegui tomó aire, antes de aconsejarle:

—Todo esto es muy extraño. Vaya con cuidado, Martina. No se le ocurra actuar por su cuenta y riesgo. E infórmeme en cuanto haya esbozado un primer análisis de la situación.

—Descuide, señor. Le mantendré al tanto.

La subinspectora colgó. Aunque en el interior de la casa la temperatura era fresca, notó alfileres de sudor aflorándole en las sienes.

Desde la cocina le llegaron unas ahogadas risitas. Daniel Fosco y Elifaz Sumí habían intercambiado sus asientos. Ahora Fosco ocupaba la silla que estaba colocada justo enfrente del pasillo. Martina tuvo la sospecha de que habían escuchado su conversación con el comisario.

—¿Malas noticias, subinspectora? —se interesó el pintor, esforzándose por expresarse con seriedad, pero sin llegar a reprimir la sonrisa que bailaba en su boca.

—En mi oficio, casi nunca son buenas.

El joven Sumí aparentó recobrar un cierto grado de compostura. Se levantó, caminó unos pasos hacia el salón e inquirió:

—¿Podría decirme, señora, quién es ese caballero?

Martina desprendió que aludía al retrato del embajador.

—Era mi padre.

—¿Ha muerto?

—Sí.

Con ansia, el poeta se frotó las palmas de las manos en las musleras de sus pantalones.

—¿Se portó bien con usted?

—¡Vamos, Elifaz! —protestó Fosco—. ¡Hay cosas que no tienes derecho a preguntar!

—Déjelo —dijo Martina—. No tengo inconveniente en responder. Fue un buen padre, si era eso lo que quería saber.

—¿Lo fue siempre?

—No, no siempre.

—No siempre —repitió Elifaz, como si acabara de condensar un axioma—. ¿En alguna ocasión abusó de usted?

—¡Elifaz! —exclamó Fosco—. ¡No sigas por ese camino! ¡Discúlpate ahora mismo!

—¿Por qué? No tengo de qué arrepentirme.

—¡Sí lo tienes! ¡Debes expulsar de tu mente esas ideas de Gastón!

—¿Qué ideas? —preguntó Martina, alarmada por aquel estallido de agresividad.

—El parricidio como camino de liberación —reveló el pintor—. Desde hace algún tiempo, nuestro amigo Gastón de Born está obsesionado por la catarsis de ese tipo de crímenes. De hecho, su escasa obra literaria gira sobre la psicología del parricida. Gastón tiende a confundir la realidad con la ficción. Su alienación ha llegado a hacerle creer que hay alguien dispuesto a acabar por la vía rápida con los abusos en familias allegadas a las nuestras y…

La subinspectora decidió que había llegado el momento de poner un poco de orden.

—¿Qué familias, qué padres, qué abusos? ¿Y qué tiene que ver todo eso con los Hermanos de la Costa, esa secta de la que antes, cuando sonó el teléfono, me estaban hablando?

—Ah, no, subinspectora —protestó Fosco—. No se trata de ninguna secta. Tan sólo integramos una corriente artística de jóvenes valores de las artes contemporáneas. Autores minoritarios, incomprendidos, a quienes la sociedad da la espalda.

El pintor se recogió la melena y añadió, con una sonrisa viciosa:

—Aún es pronto, pero dentro de poco, ya verá, daremos que hablar.

—¿Así es como se sienten ustedes? ¿Marginados?, Fosco se encogió de hombros, como abrumado por el peso de la incomprensión ajena.

—Todos hemos fracasado, incluido El Quemao. Y eso que, probablemente, Heliodoro sea el único que tiene talento. Y Elifaz, pienso. El resto estamos abocados al olvido.

—¿El resto? ¿Cuántos son ustedes?

—Algunos más, no muchos. Los que superan las pruebas.

—¿Qué pruebas?

—Aquellos sacrificios que a cada cual se imponen —repuso Fosco.

—Hambre y dolor —agregó Sumí.

—En el caso de Elifaz, así se decidió —corroboró Fosco—. Por delegación de los Hermanos, debo vigilar su cumplimiento de las penitencias pautadas. Y lo está haciendo, puedo dar fe. Se mortifica. Ayuna. Está preparado.

—¿Para qué?

—Para crear. ¿Para qué iba a ser?

—Daniel es buena persona —dijo Elifaz, laboriosamente—. Y un artista honrado. Auxilia mis flaquezas, me ayuda a cumplir mis penosos deberes… Pero alguno de los otros Hermanos… ¡Di la verdad, Fosco! ¡No escondas a las manzanas podridas! ¡Y no afirmes porque sí que El Quemao tiene talento! ¡Háblale de su inclinación a la violencia!

Un nuevo ataque de tos lo convulsionó. Fosco cogió su taza y le obligó a beber un sorbo. El café hizo reaccionar a Elifaz, pero su ánimo prosiguió conturbado. En su visionaria mirada flotaba una medrosa luz.

—No le haga caso a mi camarada, subinspectora —dijo el pintor—. Elifaz es demasiado impresionable, pura sensibilidad. A veces, en nuestros inocentes cónclaves, ha llegado a perder el sentido.

Martina encendió un cigarrillo.

—¿Ese amigo de ustedes, ese tal Heliodoro, es un hombre violento?

—Me temo que sí —afirmó el pintor.

—¿Ha atacado a alguien?

—Yo no lo descartaría.

—Dígame, Elifaz, si es así, ¿por qué lo han admitido en su grupo?

Fosco la reconvino, blandamente.

—No vaya tan deprisa, subinspectora. Todo a su debido tiempo.

—Le he preguntado a él, no a usted.

Elifaz no se dio por aludido. Estaba blanco como el papel.

—No hay nada que ocultar, se lo garantizo —insistió Fosco—. Somos un grupo de amigos, nada más, unidos por el amor a la belleza. Solemos reunirnos en las noches de solsticio. Elegimos lugares idílicos, siempre en la costa: Forca del Diablo, Isla del Ángel, Piedra de la Ballena… Escenarios apropiados para convocar a las fuerzas. Alumbramos pensamientos, proyectos. Nos protegemos y estimulamos. Existe un ritual, de acuerdo, y a veces sobreviene alguna sorpresa, pero… —En este punto, la mirada de Elifaz pareció advertirle; Fosco cambió de tema—. Pero hablábamos de mis arroces, subinspectora…

Martina cerró los ojos. La alusión a la Piedra de la Ballena había hecho que la cabeza le diera vueltas. Nada de todo aquello resistía la lógica. Sin embargo, existía una explicación más simple: que aquella pareja de frustrados genios se hubiese propuesto pasar un rato divertido a su costa. Después confesarían su mascarada a Berta, y lo celebrarían por todo lo alto. Al fin y al cabo, pensó Martina, no todos los días se le presentaba a un par de ciudadanos la posibilidad de burlarse, y en su propia casa, de un oficial de policía.

Estaba cansada. Un movimiento peristáltico de su intestino le hizo recordar que tenía el estómago vacío.

—Me encanta el arroz —le dijo a Fosco—. A mi regreso no me importaría comprobar si es cierto que tiene buena mano.

El pintor aplaudió. Lo hizo físicamente, haciendo sonar tres rotundas palmadas.

—No le defraudaré. Pero, ¿para qué esperar tanto? Mire, acabo de tener una idea.

—Seguro que no es buena —terció Elifaz—. Él nunca las tiene, señora. Por lo menos, con los vivos. Con los muertos suele mostrarse más atento.

La investigadora notó una dolorosa rigidez en las cervicales. Aspiró una calada, para atemperarse. Se preguntó si la herida en la mano derecha de Fosco obedecería a alguna otra prueba de resistencia o valor. «Hambre, dolor», pensó, repitiendo mentalmente las penitencias de Elifaz.

—¿A qué muertos está evocando?

Pero el poeta parecía extenuado. Tosió y se protegió la boca con un pañuelo manchado de una parda película de saliva. Su macilento aspecto alarmó a Fosco. El pintor obligó a su camarada a beber más café. Cuando se hubo asegurado de que Elifaz se encontraba un poco mejor, sugirió a Martina:

—¿Por qué no nos visita en Portocristo?

—¿Es que ustedes van a estar allá?

—Tenemos planeado regresar uno de estos días. El solsticio de invierno está próximo. Elifaz vendrá conmigo a la reunión de los Hermanos, para su definitiva consagración como miembro de pleno derecho. Por otra parte, debo ordenar mi estudio. Guardo en casa de mi madre ciertos elementos de trabajo que aquí, en Bolscan, me resultan difíciles de obtener.

—¿Por ejemplo?

—Componentes matéricos para mis óleos y retablos —repuso Fosco, con vaguedad—. Para mis muertos, según acaba de exponerle Elifaz, con su negro humor metafórico. —El poeta acogió esta alusión con una mueca macabra—. ¿Podrá venir a cenar, digamos, el próximo jueves, o el viernes, víspera de Nochebuena?

—No quisiera molestar a su madre.

—Todo lo contrario. Estará encantada. No tenemos parientes, servicio, ni siquiera perro, y se aburre. Vale la pena ver la casona, créalo.

Fosco estiró una sonrisa lobuna.

—Le mostraremos el piélago, si quiere. No encontrará mejores guías. En las lagunas uno debe andarse con cuidado. Hay paisajes sepulcrales, de una belleza maléfica, en los que da la impresión de que cualquier cosa pueda suceder.

Martina sacudió los hombros. Habría pagado por librarse de aquellos sujetos. En consideración a Berta, resolvió soportarlos unos minutos más.

—Tendré en cuenta su amable invitación, pero me temo que estaré ocupada. Ahora, si no les importa, debo dejarles. Un taxi acudirá a buscarme, y todavía no he hecho el equipaje.

—En ese caso, nos iremos ya.

—No pretendía insinuarlo. Quédense. A Berta le hará bien un poco de compañía. Se encuentra algo deprimida. Últimamente ha trabajado demasiado. Intentaré convencerla para que abandone su encierro, y baje a charlar con ustedes.

Martina subió al ático. Berta se había vestido, y trabajaba en los tableros. Los ventanales estaban abiertos de par en par. La luz de la tarde iluminaba los trípodes. Una serie de fotografías recién reveladas colgaba de pinzas metálicas. El líquido fijador les proporcionaba una acuosa suavidad.

—Tu amigo Daniel Fosco sigue en la cocina, en compañía del rapsoda satánico —se burló Martina—. Se ha quemado al retirar el café. Es un chico agradable, aunque esté como una cabra. Ambos lo están. Fosco me ha invitado a su casa de la costa, para conocer a su madre. Espero que no se le ocurra declarárseme.

Berta sonrió. Aunque el nuevo tinte endurecía sus facciones, volvía a tener la dulce expresión de costumbre.

—Son incorregibles. Siempre están haciendo el indio. Se habrán metido algo.

—¿Farlopa?

—Qué va, no les alcanza. Anfetas y absenta, seguramente.

—¿No vas a decirme adiós?

Martina la rodeó con sus brazos y la estrechó con fuerza, como si temiera perderla. Después salió de la buhardilla, se metió en su dormitorio, hizo a toda prisa una bolsa de viaje y bajó por última vez a la cocina, para despedirse.

—Berta les atenderá. Espérenla aquí o en el salón, como prefieran.

Fosco había desanudado las cintas de su porta bocetos. Unas cuantas láminas se extendían entre el servicio de café.

—¿Son suyas esas composiciones? —se interesó Martina.

—Litografías a partir de originales —matizó el pintor—. Quería conocer la opinión de Berta. Y pedirle que fotografíe mis obras más recientes, para un futuro catálogo.

La subinspectora observó los grabados de Daniel Fosco. Eran decididamente esotéricos. De todos ellos emanaba una misteriosa potencia, una caricaturesca y profana expresividad.

Las láminas representaban varones crucificados, martirizados, en actitud de oración o tormento, pero al mismo tiempo anómalamente felices, como envueltos en un aura de dicha y gozo interior, purificados por un sufrimiento místico que aparentaban aceptar de buen grado. Una divina inmanencia se intuía en la luz, o en las postulantes miradas de los mártires. El trazo era tan verídico que los rostros de esa especie de apócrifos apóstoles, y también las pálidas facciones de las desnudas y sensuales vírgenes atrapadas en la turbulencia de una revelación inminente, parecían palpitar con una vida propia. Desde las coronas de espinas fluían lágrimas de sangre, y hasta las puntas de flecha clavadas en la carne como lenguas de piedra debían provocar un dolor que los espectadores de esos cuadros no tendrían inconveniente en aceptar como auténtico.

En sus mínimos detalles, el dibujo era preciso, nítido. A la subinspectora le asombró que las manos de Fosco, tan torpes con la vajilla, con los objetos (antes había derramado el café, y ahora acababa de tirar al suelo, sin querer, un servilletero) fuesen capaces de manejar con tanta habilidad los carboncillos o los finos pinceles.

—Tendría que ver los lienzos —observó Elifaz, entre dos toses, como masticando las palabras—. Son enormes. Tan especiales que me cuesta describirlos.

—Usted es poeta. No debería tener problemas para adjetivar.

—Son… sobrenaturales —calificó el joven Sumí.

—Guardo algunos, los mejores, en casa de mi madre, en Portocristo —explicó Fosco, con aire humilde—. Sería un placer enseñárselos.

Martina consultó su reloj, un modelo masculino, de oro y esfera blanca, que había pertenecido a su padre. Hasta donde alcanzaba su memoria, Máximo de Santo lo había llevado siempre. Era un recuerdo idealizado, como todos los que conservaba de un hombre demasiado perfecto como para encontrarle sustituto.

Sonó un bocinazo en la calle. Un taxi se había detenido ante la verja de entrada. Martina se dirigió a la puerta.

—No les prometo nada. Volveremos a vernos, en cualquier caso. Terminen el café.

La subinspectora salió al jardín. Pesca estaba intentando trepar a un tulipero. Cogió a la gatita y le hizo una caricia mientras alzaba los ojos hacia el ático, por si Berta decidía asomarse. Pero no lo hizo.

Afuera, la viuda Margarel seguía a caballo de su precaria escalera, podando el seto en difícil equilibrio. Martina sintió lástima. Sus hijos deberían ayudarla en esas tareas. Deberían visitarla más a menudo.

—No vaya a caerse, Julia.

—No hay peligro. ¿Le reñiste a la gatita?

—Fui incapaz —reconoció Martina, acercándose a la escalera. Su rostro quedó a la altura de unas rotas zapatillas de franela. Las gruesas piernas de la viuda Margarel, surcadas de varices, estaban contenidas en unas gastadas medias de un absurdo color lila—. ¿Por qué no descansa? Lleva podando todo el día.

—Toda la mañana, hasta que llegaste tú. Y este rato, ahora.

—En ese caso, se fijaría en que tuve visita.

—Pues no. ¿De quién?

—De un elegante y atractivo caballero relacionado con el mundo del arte.

—¿Algún pretendiente?

—Espero que no.

—¿A qué hora vino?

—Sería mediodía. Berta le acompañaba.

—¿La muchacha que vive contigo? —La viuda había fruncido el ceño, como si no aprobara esa circunstancia—. No, no vi a nadie. Ella salió a eso de las nueve, poco después de que tú te marcharas… ¿Qué ha pasado? ¿Le ha sucedido algo?

La subinspectora negó con la cabeza, se despidió de su vecina y se dirigió a su taxi.

El coche dio la vuelta a una rotonda de flores y enderezó la cuesta que descendía en dirección al centro. Martina mantuvo la mirada en las ventanas del ático, por si Berta decidía asomarse. Pero no lo hizo.

Cuando la casa desapareció de su visión, la subinspectora tuvo la premonición de que iba a tardar en regresar más tiempo del previsto. Encendió otro cigarrillo y se puso a repasar la rara escena a la que acababa de asistir. Había algo extraño en su conjunto, y múltiples detalles que no encajaban.

—Perdone —dijo el taxista—. ¿Le importaría apagar el pitillo?