De pie en el porche, frente al brumoso sol, Martina intentó concentrarse en el informe de Horacio. Pero a media página la distrajo un movimiento en la calle. Dos hombres jóvenes, uno vestido de claro, por completo de negro, el otro, se recortaban entre los barrotes de la verja de entrada.
En una de las siluetas, la de tonos crudos, identificó a Daniel Fosco, un pintor amigo de Berta. El segundo le resultó desconocido. Tampoco podría afirmarse que hubiera tratado mucho a Fosco. El pintor y ella habrían conversado en un par de ocasiones, todo lo más. Martina no aprobaba su afectación. Lo tenía clasificado como uno de tantos diletantes que se dejaban caer por los cócteles de las exposiciones, para sablear una copa de cava y hacerse notar delante de la prensa.
De pésimo humor, la subinspectora cerró el dossier y atravesó el jardín.
—¡Ah del castillo! —gritó el pintor—. ¿Podemos pasar?
Daniel Fosco había armado una expresión risueña, como alegrándose sinceramente de volver a verla. La subinspectora relacionó esa misma e impostada sonrisa con las que su autor iba repartiendo por las galerías de arte, coincidiendo con los días de inauguración.
Martina abrió la verja. Fosco era muy alto, bastante más que ella y que el joven que le acompañaba. Ambos llevaban el pelo largo. Un rubio flequillo le caía al pintor sobre los párpados, obligándole a retirar los mechones con un gesto mecánico que tuvo el instantáneo efecto de irritar a la subinspectora. Fosco no se equivocaba al creer advertir en Martina un reflejo hostil. Ya antes había percibido en ella la sombra del rechazo. Le tendió la mano, pero la subinspectora ignoró su amistoso gesto.
—¿Quizá nos hemos presentado en mal momento?
Con fría cortesía, la dueña de la casa les invitó a entrar. Tras precederles por el sendero, entre los arbustos y plantas que ella misma abonaba y podaba, indicó que podían acomodarse en el porche. Cuando lo hubieron hecho, ocupando las dos mecedoras, Martina les preguntó, impersonalmente:
—¿En qué puedo ayudarles?
—Veníamos con intención de saludar a Berta —vaciló Fosco, un tanto apocado por la sequedad de la anfitriona—. Quedé en enseñarle mis últimas creaciones. De paso, me gustaría jugar un rato con Pesca, si es que el animalito todavía se acuerda de mí. ¿Cómo va su proceso de adaptación?
Martina no contestó. Nervioso, el pintor hizo tabalear las yemas de los dedos sobre un porta bocetos de cartón atado con cintas, que sostenía desmañadamente sobre sus huesudas rodillas.
—¿Está en casa?
—¿Pesca? —ironizó Martina.
La gatita había sido un regalo del pintor. Desde la última exposición de Berta, a la que Fosco había asistido de manera tumultuosa, derrochando entusiasmo hacia la obra exhibida, su amiga mantenía con el pintor una cierta relación artística, albergando un creciente interés, que parecía ser mutuo, hacia su trabajo creativo. Poco dada a compartir su privacidad con terceras personas, Martina quería pensar que la admiración que ambos aparentaban profesarse no incluía, por el momento, vínculos más íntimos.
Pero Pesca, por supuesto, no tenía la culpa de nada.
—Me refería a Berta —repuso Fosco, corrido. Su compañero, el joven vestido de negro de la cabeza a los pies, sonreía con sarcasmo, como si le divirtiera la escena.
—Estará en su laboratorio, creo. ¿Desean tomar algo?
—No quisiéramos molestar, si están ustedes ocupadas.
El pintor señaló el informe de Horacio Muñoz, que había quedado sobre una mesa baja de mimbre. En la tapa del dossier, sobre el anagrama de la Jefatura Superior de Policía de Bolscan, podía leerse: «Portocristo. Datos de interés».
Martina se encogió de hombros.
—Siempre lo estoy. ¿Café?
Fosco consultó a su compañero, pero éste guardó silencio. Se había sentado con la espalda rígida y permanecía inmóvil, como ajeno a todo. Martina observó que estaba muy delgado y pálido, tanto que no descartó que padeciera alguna enfermedad. Una mirada perdida y, al mismo tiempo, intensa, lo mantenía a distancia, lejos de allí.
—Únicamente si hay hecho —apuntó el pintor.
—Me disponía a preparar una cafetera. Salgo de viaje dentro de un rato, y me gustaría hacerlo más despejada de lo que ahora mismo me encuentro —dijo Martina, dirigiéndose al muchacho vestido de negro con la esperanza de que respondiera. Pero él, simplemente, se la quedó mirando con sus grandes ojos, entre verdosos y azules. «Como los de un gato siamés», pensó la subinspectora.
En ese momento, Pesca hizo acto de presencia en el porche. Fosco apenas le prestó atención. Se limitó a acariciar a la gatita sin calor, como si lo hiciera por compromiso, con el mero objeto de agradar a su nueva propietaria.
El pintor volvió a reparar en el dossier.
—¿Por casualidad tiene que ir a Portocristo, inspectora?
—Le agradezco el ascenso, pero sólo soy subinspectora. Sí, tengo que ir. No por casualidad, sino por una cuestión de trabajo.
—Supongo que, dada su profesión, se tratará de un asunto policial.
—Supone bien —zanjó Martina. Pocas cosas le desagradaban tanto como cualquier alusión a su actividad profesional en su recinto doméstico. Para evitarlo, invitaba a su casa a muy pocas personas. Desde que Berta vivía con ella, prácticamente a ninguna.
El pintor sonrió. Sus sanas encías rosadas brillaron con un destello de humedad.
—Portocristo es una población pequeña, pero muy interesante. Yo vengo de allá, ¿lo sabía? Y también Elifaz. Elifaz Sumí, por cierto, subinspectora. Estudiante y poeta. No les había introducido aún, perdóneme. Elifaz acostumbra hablar tan poco que a menudo me olvido de que está conmigo.
—Señora —dijo el aludido. Como si, aquejado de timidez, o de algún defecto en el habla, la empleara en contadas ocasiones, su voz sonó queda.
—De manera que son ustedes de Portocristo.
—Mi familia siempre ha vivido en el delta —aseguró Fosco.
Tal como ella le había visto desenvolverse entre las bandejas de canapés de las galerías de arte, el pintor se mostraba extrovertido, desenvuelto. Pero por parte de alguien dotado de penetración psicológica, como era el caso de Martina de Santo, habría resultado en exceso esquemático establecer que con esas manifestaciones de optimismo vital Fosco tan sólo pretendiese contrastar la estatuaria actitud de su amigo. Martina intuyó que el pintor estaba intentando congraciarse con ella.
—De Portocristo, sí, de toda la vida —prosiguió Fosco, animadamente—. Mis abuelos, incluso, tengo entendido, mis bisabuelos, nacieron allí, en el país del agua. Me criaron junto a las marismas, en una de esas casonas de indianos, igual que a Elifaz. Debe ser por eso que nos consideramos hermanos de sangre, en el arte, en la vida. Tuvimos una infancia feliz, muy salvaje. Tendría que haber visto cómo atrapábamos lagartos y víboras, les abríamos las tripas en canal y dejábamos secarse las alimañas al sol, abandonándolas a merced de las hormigas. Elifaz les cortaba las patas a las ranas y les hinchaba el vientre soplando por una paja, hasta que estallaban como globos llenos de gas. Lo pasábamos en grande. Vagábamos por el estuario, medio desnudos, atravesando los cañaverales con nuestras sandalias de esparto. Descubriendo la naturaleza, que también es despótica; tanto, al menos, como lo suelen ser los niños. Ambos conocemos las marismas como nuestra propia piel.
La subinspectora pugnó por apartar de su mente la imagen de dos chiquillos que, armados con objetos punzantes, sajaban y practicaban incisiones en las frías escamas de los reptiles.
—¿Sus padres siguen residiendo en Portocristo?
—Sólo mi madre —precisó Fosco—. Mi padre murió en la pasada Navidad. Sufrió un desdichado percance.
A menudo, la subinspectora era inconsciente del alcance de su deformación profesional. Rutinariamente, como si se encontrase en comisaría, inquirió:
—¿Qué ocurrió?
Sin el menor énfasis, como si se refiriese a una cuestión ajena, el pintor repuso:
—Se ahogó en el piélago. No sabía nadar.
La subinspectora disimuló el efecto que aquella despreocupada respuesta le había provocado. Elifaz Sumí observaba a su anfitriona con una extraña fijeza. El silencioso amigo de Fosco se pasó el dorso de una mano por la boca y, arrastrando las sílabas en un gutural susurro, pronunció al fin algunas frases, distanciándolas entre sí:
—Mi padre está vivo. Mi madre, no. También se ahogó. Ella sí sabía nadar.
—Su padre es el capitán José Sumí, dueño de una legendaria cáscara de nuez —intervino Fosco—. La Sirena del Delta. A bordo de ella nos enseñó a navegar y pescar. El viejo José sigue al pie del timón. No en vano es uno de esos lobos de mar chapados a la antigua. ¿Recuerdas, Elifaz, cómo nos sentó la mano aquella vez que nos pilló robándole los cebos para las lubinas?
Como si no hubiera oído a Fosco, Elifaz permaneció con la cabeza inclinada, contemplando abstraído las puntas de sus zapatos de ceremonia, tan gastados por el uso, y dados de sí, que parecían bailar alrededor de sus tobillos. El resto de su indumentaria denunciaba un bohemio abandono. A su chaqueta, que más parecía una casaca, se le habían caído un par de botones. La retorcida cremallera del pantalón asomaba entre las costuras de la bragueta, como si a esa prenda, procedente de alguna herencia, o de un centro de acogida, le faltaran un par de tallas para sentarle bien.
Martina tuvo la impresión de estar soñando. A través de las hojas de los árboles, el sol le calentó las pestañas; parpadeó. Le había costado resistir la glauca mirada de Elifaz Sumí, interrogante y vacía como la de un ciego. Por un mecanismo de asociación de imágenes, visualizó las órbitas mutiladas de Dimas Golbardo. Aquellas negras cuencas, aquellos ojos extirpados que descansaban sobre el capote marinero como huevos de codorniz.
—¿Cómo les gusta el café?
—Con una nube de leche y una tormenta de azúcar —eligió Fosco.
—Solo, sin azúcar y con unas gotas de absenta —dijo Elifaz de un tirón, como si pronunciar tal número de palabras seguidas le hubiese exigido un esfuerzo. Iba a añadir algo, pero empezó a toser.
—¿Se encuentra indispuesto? —preguntó Martina.
—El pobre Elifaz tiene mala salud —se compadeció Fosco—. Está respetando ayuno, y arrastra un principio de asma. Esta urbanización es rica en vegetación. El polen de los jardines ha debido afectarle.
—Pasen a la cocina. Cerraré las ventanas. A propósito, no creo que tengamos absenta.
Elifaz se apretaba la boca con un pañuelo. Luchando contra una tos bronquítica, dijo:
—Coñac, entonces, señora.
—No es necesario que me siga llamando así todo el rato, Elifaz. Veré qué puedo hacer para conseguirle brandy. De paso, averiguaré cómo se encuentra Berta. Hace un rato le dolía la cabeza.
—¿Tenía jaqueca, como usted? —sonrió Fosco, retirándose el pelo. Su rostro resultaba simpático, pero asexuado y blando, a juicio de Martina.
—Berta trabaja de noche —replicó la subinspectora—. Por eso se acuesta a esta hora.
—Es una artista íntegra —opinó Fosco—. De las que con el tiempo quedan. Sus fotografías son escandalosas, ambiguas… ¿No piensas como yo, Elifaz?
Mientras Martina, con una sonrisa pintada, agradecía vicariamente ese cumplido, el joven Sumí asintió con solemnidad. Entraron a la cocina. La subinspectora puso una cafetera y rebuscó entre los vinagres y vinos dulces hasta encontrar la botella de coñac que se usaba para guisar.
Mientras el café comenzaba a hervir, pidió a los amigos de Berta que la disculpasen y subió al ático.
Ocupada en lamer uno de sus tazones de leche, la garita Pesca se recortaba contra el quicio de la puerta. Las ventanas estaban cerradas. Protegida por una cortinilla de tela, la claraboya apenas filtraba un rayito de luz. Martina encendió la del pasillo. Su amiga se encontraba al fondo de la buhardilla, sentada en el suelo, con las manos detrás de la nuca. Se había quitado la blusa y la falda, que formaban un bulto delante de ella. Estaba en ropa interior.
—¿Puedo pasar?
Berta no dio señales de querer responderle.
—Acaba de presentarse un amigo tuyo. Daniel Fosco. Pregunta por ti. Ha venido con un fámulo. Elifaz Sumí, estudiante y poeta. Tan discreto, que hay que arrancarle las palabras con fórceps. Es posible que se trate de un intelectual puro, pero ese tipo de juicios metafísicos prefiero dejártelos a ti. ¿Lo conoces?
—Son un par de idiotas encantadores. ¿Están muy borrachos?
—Sólo un poco pasados. Pero sospecho que la naturaleza de Fosco no debe ser mucho más lúcida.
—No debían tener nada mejor que hacer que venir a darme la lata. Diles que no estoy.
—Ya es tarde.
—Diles que me he muerto.
—Serías un cadáver demasiado exquisito.
—No quiero verles. No quiero ver a nadie.
—Sé razonable, Berta.
—Estoy siéndolo. En adelante, nada de hombres. Solas tú y yo. A solas con nuestro…
Martina la interrumpió.
—Déjalo, querida.
En la penumbra, Berta respiraba con dificultad. Como si hubiese estado llorando, pensó Martina.
Su amiga preguntó, con un hilo de voz:
—¿Estarás fuera muchos días?
—Una semana, quizá. Te llamaré desde la costa.
—No te molestes. Es probable que, a tu regreso, no me encuentres. Quizá no volvamos a vernos.
Martina suspiró. En el silencio de la casa se oyó hervir el café.
—Eres libre de hacer lo que quieras. Jamás he intentado retenerte. No va con mis principios. Sólo te pido que no te obceques por niñerías. Que reflexiones.
—Puedes estar segura de que lo haré.
El tono de Berta habría sonado desafiante si un sollozo no hubiese quebrado el último verbo. Martina comprendió que era mejor dejarla sola. Empujó a la gatita al interior del estudio, cerró la puerta y bajó a la cocina.
Las salpicaduras habían ensuciado los hornillos y las baldosas del fregadero. La cafetera soltaba un chorro de vapor. Con un trapo enrollado en la muñeca, Daniel Fosco intentaba retirarla del fuego. Debía estar abrasándose porque la dejó caer sobre la encimera.
Martina se echó a reír.
—Ustedes, los hombres… ¡Siempre tan torpes!
La subinspectora cogió una bayeta, retiró la cafetera y llenó las tazas.
—Vaya, no hay leche. Pesca ha debido acabar con todas las existencias. ¿Azúcar, dos cucharadas?
—Cuatro —dijo Fosco—. Muy dulce. Me apasiona.
—Su tormenta, es verdad. Cuatro cucharillas para el señor. Y, ahora, el carajillo del señor Sumí. ¿Los caballeros están servidos, o desearán algo más?
El pintor agradeció el cambio de tono. Al coger la taza, su mano tembló y derramó un charquito de café, que Martina se apresuró a limpiar. Elifaz había tomado igualmente asiento a la mesa donde Berta y ella solían celebrar las escasas comidas que sus horarios les permitían compartir. El joven vestido de negro seguía callado, con la mirada perdida. Otra vez Martina registró una sensación de irrealidad, como si se encontrara entre actores que interpretaban algún tipo de papel. Teatralmente, Fosco había lamido sus dedos y soplaba contra la superficie enrojecida de su piel. Las quemaduras eran patentes. Debía sentir auténtico dolor. Martina le cogió la mano.
—¿Cómo ha podido lastimarse de esta manera? Debería ponerse algo en esas abrasiones.
—¿Tiene jabón seco? ¿Barro del jardín?
—¿Me ha tomado por una curandera? Le daré algo mejor que uno de esos remedios caseros que aplicaban nuestras abuelas.
Martina encontró una pomada específica. Extendiéndola con delicadeza, la fue aplicando a la zona afectada. Fosco experimentó una sensación de frío; enseguida, alivio. La subinspectora reparó en un grueso y feo corte que le horadaba la raya de la fortuna.
—¿Y esa herida? ¿También se la ha hecho en mi cocina?
—No es nada. Un tajo sin mayor importancia. Se me fue la espátula en el estudio, mientras preparaba un lienzo.
—No tiene buen aspecto. ¿Le ha visto un médico?
—Le puse serrín. Lo aprendí de los barnizadores. Cicatrizará solo.
—No le vendría mal un desinfectante. Y quizá algún punto de sutura. ¿Quiere que me ocupe de ello?
—Gracias, pero no será necesario. No me diga que también sabe dar puntos. La teníamos por una mujer competente, pero no hasta ese extremo.
Martina le miró, sorprendida. Intentó representarse a Berta en el curso de una conversación con sus colegas, refiriéndose a ella bajo un adjetivo técnico: «Competente». No era un término habitual en su léxico. Le dolió. Hubiera preferido recibir por parte de Berta un tratamiento menos convencional.
—¿Lo soy? —se preguntó, como pensando en voz alta—. Tal vez, si hablamos de mi profesión. En el resto de actividades cotidianas suelo revelarme como un pequeño desastre.
—¿Se refiere a cocinar, hacer la compra, planchar y todas esas labores? —se interesó Daniel Fosco, con gentileza.
—No recuerdo haber cocinado jamás. En cuanto a la compra, una o dos veces estuve en uno de esos enormes supermercados del extrarradio. La primera sufrí una lipotimia; la segunda, un ataque de nervios.
El pintor se echó a reír, un tanto fingidamente. Elifaz, en cambio, se mantuvo impasible. Se había servido un chorro de coñac en la taza del café y llevaba un rato jugando con una cruz negra que le colgaba del cuello. Martina se fijó en que la crucecita, acabada en punta, estaba rematada por un espolón cubierto por una funda metálica de alguna aleación blanda, estaño o cinc. Nada hacía deducir que su dueño estuviese captando la conversación que se celebraba sin él.
—¿Y cómo se las arreglan aquí, ustedes dos? —siguió parloteando Fosco—. Porque Berta, según ella misma nos ha dicho, pasa olímpicamente de las labores domésticas.
—Una señora atiende la casa. Hoy es su día libre. Si no fuera por su ayuda, moriríamos de inanición. Les confesaré que sé de memoria varios números de pizzerías y establecimientos de comida preparada. Y somos grandes clientas de restaurantes japoneses, mexicanos, paquistaníes…
Fosco hizo un ademán culinario, como si estuviera condimentando un plato.
—Modestia aparte, aseguran que no soy mal cocinero. He debido heredarlo de mi madre. Me encantaría tener ocasión de demostrárselo. Mi especialidad son los arroces del delta. Recibo los ingredientes de allí. El resultado es muy apetecible. Opina tú, Elifaz. Aunque ahora estés ayunando, en obediencia a la Hermandad, admite que sin mis comistrajos hubieras vagado por la ciudad como un lobo famélico.
El joven Sumí ni siquiera le miró. Fosco se arregló el pelo, un tanto femeninamente, y dijo:
—La verdad es que nos encontramos muy a gusto en esta casa, subinspectora. No todo el mundo nos recibe con los brazos abiertos. Hay gente que… Podría hablarle de los fenicios del arte, pero ¿vale la pena malgastar saliva en esa recua de rebuznadores asnos? El trigal de la belleza está cercado por voraces cuervos. Berta se ha mostrado generosa con sus sentimientos y afectos. Usted, con su paciencia y su tiempo. Tienen nuestra gratitud.
Sin que hubiera necesidad de ello, el pintor, de improviso, apagó la voz:
—Por eso le revelaremos el misterio de nuestra laica trinidad.