Más tarde, hacia las tres y media, percibió un beso en la comisura de los labios. Abrió los párpados, empozados de sueño, y dio un grito de sorpresa. Berta estaba arrodillada a su lado. Se había cortado y teñido el pelo de color platino.
—¡Santo Dios! ¿Qué te han hecho?
—¿No te gusta?
Martina vaciló. Había tomado su rostro entre las manos y la observaba con aire crítico.
—¿Debería gustarme?
—Yo creo que sí.
—Si a ti te gusta, a mí también. ¿No es eso lo que diría una buena amiga?
—La mejor amiga —la corrigió Berta, contemplándola con intensidad—. La más generosa.
Martina se abandonó a aquella mirada dulce, que tan profundamente había llegado a conocer. Berta preguntó:
—¿Se sabe algo de ese salvaje crimen de Portocristo? ¿Habéis atrapado al asesino?
La subinspectora se echó a reír.
—¿Crees que somos videntes? Ni siquiera hay sospechosos. Hasta que no empiece a investigar sobre el terreno, no sabré nada más. Saldré para el delta dentro de un rato, en el ferry. La carretera y la vía férrea están cortadas.
—En la radio decían cosas terribles. ¿Es verdad que se ensañaron con ese pobre hombre?
—Lo evisceraron, le cortaron las manos y le extrajeron los ojos. ¿Quieres ver las fotos? Están en ese sobre.
La barbilla de Berta tembló. Martina decidió que sería conveniente cambiar de tema. A menudo, los aspectos más sombríos de sus tareas policiales resultaban incompatibles con la sensibilidad artística de su amiga.
—¿Qué tal te fue con ese marchante?
—Hemos llegado a un principio de acuerdo. Representará los derechos de mi obra.
—¿Y ésa es una buena noticia? —preguntó Martina; distraída, en apariencia, pero en el fondo tensa.
Aunque no siempre lo conseguía, intentaba no prestar demasiada atención a las relaciones de Berta. Los vaporosos celos que le hacían experimentar sus contactos, incluidos los del ámbito meramente profesional, se dimensionaban hacia un callado sufrimiento si sospechaba que su amiga se sentía atraída por alguien. Por eso, para evitar gratuitos tormentos, apenas frecuentaba sus círculos. «Las cosas están bien como están», se repetía, intentando justificar una posición que, no por ser suya, no por obedecer a una pulsión posesiva, dejaba de parecerle egoísta. Y, a menudo, cuando se sinceraba consigo misma, pueril.
—Adorno está enamorado de mis Restos de Serie —dijo Berta—. Una exposición viajará a varias ciudades. Hasta es posible que se decida a adquirir la colección completa.
La voz de Martina se debilitó.
—¿Es que ese hombre ha visto tus creaciones?
—Claro. ¿Cómo iba a contratarlas, si no?
—¿No estaban arriba, en tu laboratorio? ¿No son enormes, los formatos? ¿De qué manera los has podido trasladar hasta…?
—Las fotos no se han movido de su sitio. Gustavo tuvo la amabilidad de venir a verlas.
—¿A casa?
—Tomamos café en ese lugar tan coqueto, el Café Flor, en el barrio de la catedral. Le llevé una carpeta con copias, pero él insistió en apreciar los originales.
Martina reparó en que Berta, además de su nuevo tinte, se había maquillado con un estilo especialmente audaz. Y que había elegido para su cita una ropa más que sugerente. La camisa de seda rosa hacía resaltar el contorno y la firmeza de sus pechos. Unas medias de rejilla conferían opulencia a sus muslos, y gracilidad a los bonitos tobillos.
—¿Es guapo?
Berta sonrió.
—Bastante.
—¿Se parece a alguien a quien yo conozca? ¿A algún actor, tal vez?
—Tendría que ser muy sexy.
Martina experimentó el súbito deseo de adelantar el viaje, de partir de inmediato, en ese preciso momento. Desde el fondo de su conciencia, una vocecita le apuntaba que le convendría alejarse una temporada. Sin saber por qué, se sentía insegura. Complaciéndose, a su pesar, en su negativa actitud, añadió:
—De manera que ese guapo traficante de talentos estuvo aquí.
—Después me invitó a comer. Le encantó la casa. La cocina, el jardín. También tu estudio…
—¡Berta! ¡Sabes que prohíbo terminantemente…!
—Era una broma. Jamás permitiría a nadie profanar tu santuario. Gustavo me pidió que le avisara si salía una casa a la venta. Está pensando en trasladarse a esta zona.
Martina preguntó, arrepintiéndose en el acto:
—¿Para estar cerca de ti?
—Por favor. Reconozco que soy presuntuosa, y que suelo mostrarme indefensa ante el halago, pero mi vanidad no llega a semejante grado. Mucha gente está harta del centro. Vivir en un sitio como éste puede parecerles un privilegio. ¿No te agrada que presuma de casa?
—Por supuesto. Pero no me gusta que vengan extraños.
—Gustavo no lo es.
—Lo era, hasta ayer.
—Las cosas han cambiado.
—No debes fiarte. Sólo es un marchante, al fin y al cabo. Esa clase de individuos vive de la creatividad ajena. Se dedican a explotar a los demás. Los artistas sois demasiado ingenuos.
Berta trató de reprimir su creciente irritación, pero no lo consiguió. Sus labios dibujaron un mohín de disgusto.
—¿De verdad opinas que es fácil timarnos?
—Vamos, Berta.
—¿Lo dices por lo fácil que te ha resultado engatusarme?
—No pienso discutir contigo.
Pero Berta se había enfadado.
—A partir de ahora, para complacerte, me dedicaré a maltratar a todas las personas interesadas en mi obra. En especial, a los hombres. Así estaré segura de que te sentirás un poco más feliz, aunque yo no lo sea.
—Te comportas como una chiquilla.
Berta cerró de golpe la puerta del porche y se perdió por el interior del salón.
Martina ordenó a Pesca:
—Anda, gatita. Sé buena y ve con ella.
La subinspectora se maldijo por ser como era. Absorbente, autoritaria. «Inhumana», pensó, encendiendo un cigarrillo y obligándose a pasear por el jardín, para relajar sus nervios. En otras circunstancias y épocas se había esforzado por dulcificar su carácter, por rebajar sus niveles de autoexigencia y competitividad. De modo invariable, había dejado de ser ella misma para transformarse en un modelo que le costaba reconocer, y en cuya mal diseñada geometría emocional le resultaba incómodo desenvolverse. Por esa razón, acababa siempre dando marcha atrás, abandonando sus disfraces de mujer cariñosa, discreta, para tornar, con una mezcla de fatalidad y orgullo, a su espíritu original, indómito, lúcido, rebosante de ambigüedades y dudas, pero también, en el momento menos pensado, de una secreta timidez que su arrogante apariencia no siempre lograba disfrazar.
Su cerebro divagó en un mar de pensamientos, hasta detenerse en el recuerdo de la primera vez que había visto a Berta.
No hacía tanto tiempo de ello. Un año y medio, más o menos. Ocurrió una tarde de mayo, con el calor húmedo de Bolscan embolsando la ciudad en un ámbito de desenfado y pereza.
Se celebraban las fiestas de primavera. Las plazas del casco viejo olían a coco, al azúcar quemado y al algodón de las ferias.
Martina había ido sola a un cine. Al finalizar la sesión, vagabundeó sin rumbo por las calles calientes. El cartel de una exposición fotográfica en la fachada del Palacio de la Música despertó su interés. Entró. Berta Betancourt estaba de pie, radiante con aquel vestido de color piedra que se le pegaba al cuerpo, rodeada por un círculo de hombres más bajos que ella. Detrás de su melena rubia, iluminada por los focos halógenos de la galería, colgaban sus Restos de Señe, fotografías de manos que se entrelazaban en un vacío de arenas o almohadas, débiles torsos, viejos pies, surcados de venas, apoyándose en lajas de río o en herrumbrosas vías de ferrocarril. No tenían dueño. No había rostros, bocas, ojos. Sólo la carne anónima, degradada y exenta. Otras imágenes proponían un inquietante universo de estética sadomasoquista: mujeres encapuchadas, desnudas, encadenadas, agredidas por esfumados cuerpos que podían pertenecer a hombres o a otras mujeres. Las fotografías, en blanco y negro, habían sido ampliadas hasta las molduras de la galería. De hecho, eran las más grandes que Martina había visto nunca. Admirándolas, tuvo la impresión de que su autora debía poseer una visión al mismo tiempo inocente y perversa de la sexualidad.
Alguien las presentó, pero hasta mucho después Martina no pudo recordar quién lo había hecho. En realidad, las introdujo banalmente el interventor del Ayuntamiento, con quien la subinspectora había colaborado en la detención de un funcionario municipal que alteraba las cuentas. Para cuando estrechó la mano y besó la mejilla de Berta, el deseo de conocer a aquella mujer se le había impuesto como una especie de mandato. A su amiga, según ella misma acabaría confesándole, le había sucedido algo parecido. ¿Cómo explicarlo? Era ésa una de las habitaciones selladas de su convivencia, pero había otros cuartos oscuros que la luz de la razón no alcanzaba a desvelar porque… ¿Qué hacía Berta, por ejemplo, cuando, sin previo aviso, decidía desaparecer durante algunos días? ¿Adónde iba? En una ocasión le había respondido que visitaba a algunos de sus amigos artistas, gente a la que había conocido en el pasado, y con quienes le seguía uniendo una buena amistad. Pero no le gustaba hablar de ello.
La subinspectora volvió a adormilarse en el porche. Al rato, el ruido de una motocicleta la espabiló.
Un repartidor traía el dossier que había encargado a Horacio Muñoz. Martina firmó la entrega y pasó velozmente sus páginas.
Entró en la casa y llamó por teléfono al archivero. Su disposición la había puesto de buen humor. Le recomendó que fuese eligiendo restaurante para su cita nocturna.
—¿Es que ya ha resuelto el crimen de Portocristo? —saltó Horacio.
—¿Quién cree que soy, Matahari?
—Se le da un aire… ¿Ha escogido mi corbata?
—Me temo que lo segundo será más difícil que lo primero —ironizó Martina—. En particular, si me veo en la necesidad de consultar con su esposa. Porque sigue casado, ¿me equivoco?
—Mi mujer no se opone a que cultive amistades femeninas. Es muy permisiva. Al menos, eso dice ella.
—La pondremos a prueba. Es usted un amigo, Horacio. Gracias.
—A usted. Acaban de servirme de su parte un opíparo almuerzo. No han quedado ni las migas. Espero que le corresponda pagar la factura a ese animal de Buj.
—La invitación corre de mi cuenta —adelantó Martina.
—Es usted demasiado espléndida.
—¿No lo ha sido usted conmigo?
—Es mi manera de desearle suerte. Cuando detenga al asesino, me gustaría ser de los primeros en conocer la noticia.
—Descuide. Le llamaré en cuanto le haya puesto las esposas.
—Hágalo, subinspectora. Y no olvide que todo caso criminal, por complejo que parezca, no lo es en mayor medida que un difícil rompecabezas. Para resolverlo, es imprescindible encontrar la clave maestra. Que, a veces, ni siquiera consiste en una prueba circunstancial, sino en un concepto, en una idea. Después, las restantes piezas se irán ordenando adecuadamente, casi por sí solas. Ojalá descubra pronto esa clave.
—Lo intentaré.
—No dude en llamarme si quiere saber algo más de esos pescadores del delta. Y una recomendación final, Martina: procure regresar entera.
—¿Lo dice por las mutilaciones?
—Lo digo porque la aprecio. Más de lo que se imagina.
Incluso a través del hilo, Martina de Santo pudo sentir la carga de ternura que albergaba esa frase. Pero la efusión de aquel tipo de afecto, vagamente paternal, protector y baldío, la incomodó como si hubiera recibido un regalo no deseado.