Al exterior del edificio de Jefatura, en las concurridas calles, la mañana estaba dando paso a la clara palidez de las tardes de invierno, que a la subinspectora le parecían las más hermosas del año.
Berta coincidía en ese criterio. De hecho, había sido ella quien le había hecho reparar en la suave intrascendencia de aquella luz estacional, aérea y transparente cuando el sol declinaba y la bruma comenzaba a cubrir la ciudad. Sin pretenderlo, Berta había conseguido hacerle apreciar los mismos efectos que intentaba atrapar en sus fotografías.
Su amiga era muy hábil con las cámaras. Martina, en cambio, simplemente conseguía enfocar con corrección. La única foto bonita que había logrado tomar de Berta era la que tenía enmarcada en su mesa de Homicidios.
Como la mayoría de los fotógrafos profesionales, Berta se mostraba reacia a posar. Sin embargo, en el curso del otoño anterior, que había sido muy frío, Martina había logrado robar una imagen suya en los bosques de Nó, extensas manchas de robles y hayas situadas al sureste de Bolscan, a un centenar de kilómetros de Argenta, la capital del valle del río Madre. Los tímidos rayos que se filtraban entre la niebla hacían brillar la nieve y el pelo rubio de su amiga. Al disparar el objetivo de la pequeña cámara que utilizaba en sus tareas detectivescas, Martina la había sorprendido en una actitud de euforia, lanzando al aire puñados de ramitas y hojas húmedas. Aquella fotografía probaba que, al menos en esa ocasión, Berta había sido feliz. Lo que no siempre ocurría.
Las céntricas calles de Bolscan estaban abarrotadas de automóviles. Martina no había vuelto a conducir desde el accidente que dos años atrás a punto estuvo de costar le la vida.
Había sido aquél un frustrante final para uno de sus casos de mayor envergadura.
Corría un domingo de marzo que acaso fuera pacífico para los ciudadanos que animaban las calles lavadas por la lluvia primaveral, pero que para ella resultó trágico.
Con las manos aferradas al volante de su Saab negro, Martina seguía a Pico Uriarte, un traficante de cocaína a quien se atribuían, al menos, dos muertes de otros tantos sicarios. ¿Y qué hacía ella, en su día libre, acelerando hacia la salida de la autopista sur? Una de sus gargantas profundas le había advertido que Pico Uriarte se proponía alijar una entrega en pleno monte, a unos treinta kilómetros de la ciudad. El narco se desplazaba en compañía de otro individuo, pero era él quien conducía el coche, un Porsche que se pegaba al asfalto como una roja y reluciente culebra. Martina los había seguido desde el Gran Casino, donde habían comido y alargado la sobremesa consumiendo sus habanos y una copa tras otra. Al fin, subieron al Porsche. Dejaron atrás el perímetro metropolitano, las altas chimeneas de la refinería, las malolientes granjas de pollos. Tomaron por la autopista y, después, por una comarcal. Aparcaron luego junto a una mancha de bosque bajo y desaparecieron entre los árboles. Martina intentó fotografiar la entrega, pero la vegetación no se lo permitió. Se resolvió a interceptarlos en el camino de regreso, con la mercancía a bordo del deportivo como irrefutable prueba. Pico Uriarte debió darse cuenta de que algo no marchaba bien porque recorrió la comarcal jugándose la vida y, ya en la autopista, se puso a adelantar como si participara en una carrera. Martina apretó a fondo el acelerador. Aquel camión apareció de pronto, invadiendo su carril desde una vía de acceso. El resto fue una sucesión de golpes y colores fundidos, hasta que el Saab quedó tumbado en la mediana arrojando humo por el motor. La subinspectora intuía que las llamadas anónimas que estaba recibiendo procedían del entorno de Uriarte. El narco continuaba en libertad, sin que hasta la fecha los detectives de Estupefacientes o los de Homicidios hubieran podido imputarle otras responsabilidades que unas pocas multas de tráfico por exceso de velocidad. A Martina, en cambio, un periódico dolor en las cervicales seguía recordándole la malograda persecución. Durante meses se había visto obligada a llevar un molesto collarín, y un antebrazo enyesado. Sabía que, antes o después, no tendría más remedio que utilizar el coche, pero, por el momento, encontraba sucesivas excusas para ir retrasando ese instante.
Era Berta quien manejaba su descapotable, quien, a fin de aprovechar los escasos días libres de ambas, insistía en planear excursiones por los alrededores de Bolscan.
En principio, Martina solía resistirse alegando trabajo atrasado, o la prioridad de desplazarse a algún reconocimiento pericial, pero después, cuando se hallaban juntas y solas en cualquier pueblecito costero, saboreando una copa de vino blanco frente al mar, se alegraba de haberse dejado convencer.
La subinspectora sabía de sobra hasta qué punto Berta podía mostrarse persuasiva cuando realmente deseaba algo.