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Esperó hasta las once, por si la secretaria de Satrústegui tenía la deferencia de remitirle algún otro dato sobre el caso. Al no darse esa circunstancia, la llamó por el número interior.

Adela fingió haber olvidado el asunto. Estaba muy ocupada, dijo. Tras advertirle que el jefe Satrústegui comunicaba, hizo esperar largo rato a la subinspectora. Pasados un par de minutos, le hizo saber que el comisario no podía ponerse, pero que le ratificaba la ausencia de novedades. Martina preguntó si su superior había contactado con la Comandancia de la Guardia Civil o con el oficial al mando de la agrupación de Portocristo.

La secretaria repuso:

—Con la Comandancia, en efecto. No, ya le digo, no ha dejado ningún recado para usted. ¿El juez Cambruno? Todavía no hemos conseguido localizarle.

—¿Cómo es posible?

—Eso mismo me pregunto yo.

—¿Ha hablado con el secretario del Juzgado? —apuntó Martina.

—Naturalmente. ¿Me va a decir de qué forma tengo que hacer mi trabajo? Se llama Gámez, como la cupletista, y me ha parecido un perfecto cretino. Ahora tengo que dejarla, lo siento.

La subinspectora colgó, visiblemente enfadada. Pero, justo al hacerlo, el teléfono volvió a sonar.

Era Berta. Llamaba, muy alarmada, porque acababa de oír en la radio que se había cometido un terrible crimen en un pueblecito costero.

—Supongo que estarás informada —empezó a decir su amiga, al otro lado del hilo; debía estar nerviosa, porque se atropellaba al hablar—, pero he decidido advertírtelo, por si no lo sabías. El locutor ha dicho que han descuartizado a un hombre. He anotado el nombre de la víctima: Dimas Golbardo. Me ha parecido un apellido curioso. Medieval, o algo así.

A Martina le extrañó un tanto la reacción de Berta. Era la primera vez que su amiga la llamaba a la comisaría. De hecho, ni siquiera tenía el número. Supuso que habría consultado con el teléfono de urgencias, y que desde centralita le habrían pasado con ella. La subinspectora bajó la voz, para que no la oyera Carrasco.

—¿Dónde estás?

—En el centro. Acabo de oír la noticia en la emisora de un taxi. ¿He hecho mal en llamarte?

—Claro que no —repuso Martina, con un barniz desprovisto de calor. Pero, acto seguido, valorando el hecho de que Berta se preocupase por su actividad, decidió que merecía una respuesta más amable, y agregó—: El comisario acaba de delegarme el caso.

—¿No será peligroso?

Aquella inocente salida hizo reír a Martina. Sin embargo, su rostro se ensombreció. Detrás del cogote de Carrasco, la curva panza del inspector Buj acababa de recortarse en el vano. La subinspectora moderó aún más el tono, hasta reducirlo a un susurro:

—Estoy encantada de contar con una colaboradora tan valiosa, pero ahora tengo trabajo, Berta. ¿Nos veremos luego, en casa?

—He quedado con Adorno, el marchante. Llegaré tarde.

—Te esperaré.

Martina colgó. La abotagada cara del Hipopótamo sostenía una torcida sonrisa. Era evidente que había bebido. La euforia del alcohol le duraba cada vez menos, dando paso a una quisquillosa irritabilidad. Hasta que, para combatir la abstinencia, palpaba su americana en busca de la petaca y, escorando la cabeza sobre el hombro, bebía un trago.

Aireando un olor rancio, a sudor y a barra de bar, el Hipopótamo atravesó la oficina.

—Buenos días por la mañana, encanto. Hoy estás como para untar pan.

Martina no podía soportar que su inmediato superior se tomase con ella esa clase de licencias, pero había decidido que resultaba más inteligente callar y esperar. A Buj no le quedaba mucho tiempo en activo. Eso, si una cirrosis no se lo llevaba cualquier día por delante.

El Hipopótamo se había parado enfrente de ella y se escarbaba las palas dentales con la uña del dedo corazón, que portaba un sello de oro falso.

—¿No tienes que comunicarme novedades, De Santo?

En el mismo timbre opaco que empleaba para informarle de los partes del día, la subinspectora resumió el crimen de Portocristo.

—El comisario me ha encomendado la investigación —epilogó, cuando hubo expuesto los hechos.

Los ojitos de Buj se encogieron bajo sus pesados párpados.

—Caramba, muñeca, te estás convirtiendo en su niña bonita. Dentro de poco tendrás que recomendarme para que me reciba el gran jefe. ¿Cómo te lo pidió? ¿De rodillas, rogándote que se lo hicieras por favor?

Las alusiones sexuales eran habituales entre los policías de la sección, pero en este capítulo Ernesto Buj se llevaba la palma. Martina percibió un sabor nauseabundo en la boca.

—El comisario me ordenó que me mantuviese en contacto con usted, en todo momento. Es lo que me proponía hacer.

Pero Buj no iba a conformarse con eso.

—Muy aplicada. Pasa a mi leonera. Detrás de mí.

El despacho del inspector no olía mejor que un secadero de jamones. Martina se preguntó desde cuándo no se abriría esa ventana. En la falleba, para impedir que las mujeres de la limpieza pudieran ventilar su cubil, el Hipopótamo había atravesado el mango, envuelto en sucias tiras de esparadrapo, de un bate de béisbol.

Ese palo era un recuerdo de sus épocas de patrullero. El agente Buj se había hecho famoso entre las bandas callejeras por su inclinación a la violencia indiscriminada. A lo largo del bate, como mudos testigos de su uso original, se conservaban desvaídas manchas de sangre. El Hipopótamo, según él mismo refería cuando, caliente de whisky y cerveza, se ponía a contar batallitas, procuraba pegar en las partes blandas, pero no siempre lo conseguía. En el fragor de las detenciones, algunos de sus golpes se habían estrellado contra las cabezas de pandilleros y traficantes. Buj sostenía que cada cráneo, al recibir el impacto, emitía un sonido característico, de acuerdo con el coeficiente intelectual de su dueño. «Las cabezas huecas suenan como una calabaza; las más preparadas, las de los listillos que fueron a la universidad, como si reventaras una sandía o un melón maduro».

La persiana estaba tres cuartos echada. Entre las lamas se veían fachadas de edificios altos y grises, como colmenas. La manaza del inspector arrugó un paquete de Bisonte.

—¿Un pitillito?

—No, gracias.

—Perdona, encanto, había olvidado que sólo gastas de tu selecta marca. Puedes encender uno de los tuyos, no me molesta el aroma. Me recuerda un poco al tabaco de puta. Siéntate.

Martina permaneció en pie. El rubor afluía a su cara.

—¿Se trata de algún chiste, inspector?

—¿El qué?

—Lo sabe perfectamente.

Una grasienta risa apergaminó las carnosas mejillas de Buj.

—¿Lo del tabaco de…? Era una simple ocurrencia. No te lo tomes a pecho, mujer.

—Tengo muchas cosas que hacer, inspector. ¿Qué quiere de mí?

El Hipopótamo se arrellanó en su butaca y cruzó las manos sobre el estómago. Unas manchitas de aceite salpicaban la pechera de su camisa.

—Que me respetes, en primer lugar.

—Así lo hago, inspector.

—¡Y una mierda, De Santo! ¡Siempre tengo que enterarme por los demás de qué gaita estás soplando! ¿Por qué nadie me advirtió que el comisario te había mandado llamar?

Martina pensó que Adela se la había vuelto a jugar.

Con toda probabilidad, le habría pasado a Buj la información de que Satrústegui la había convocado sin consultarle previamente a él.

—Quizá lo intenté, y no le encontré.

Buj dejó oír uno de sus secos bufidos.

—¡Seguro! ¡Y mi tasa de colesterol está por debajo de la de un campeón de los cien metros lisos! ¡No me quieras comer la polla, De Santo!

Estoicamente, la subinspectora logró contenerse.

—¿Dónde estaba usted? ¿En el bar?

—¿Qué hay de malo en tomar un café? —gruñó Buj—. ¿Y para qué llevo el busca?

Martina abatió los hombros, asustada de hasta qué punto podía llegar a aborrecer a aquel rijoso y grasiento policía.

—Creo que esta conversación no va a llevarnos a ninguna parte, inspector. Si está descontento conmigo, o siente vulnerada su autoridad, será mejor que hable con el comisario.

La expresión del Hipopótamo se tornó amenazadora. Como si estuviera rascando el suelo para embestir, pensó Martina.

—Lo haré, encanto, créeme que lo haré.

—¿Me requiere para algo más?

—No. ¿Cuándo te vas a ese pueblucho?

—En cuanto esté lista.

—Quiero ser el primero en conocer los avances de la investigación. ¿Está claro?

Martina decidió no perder más tiempo. Rogándole que le sustituyera mientras durara su ausencia, entregó a Carrasco un sobre con la lista de gestiones que dejaba en curso. Guardó la fotografía de Berta en un cajón de su mesa, cogió su pistola, un estuche de aspirinas, la gabardina y el sombrero, y se dispuso a abandonar la comisaría.

Pero cuando estaba atravesando el vestíbulo de la planta baja, entorpecido por la fila de ciudadanos que hacían cola frente al mostrador de información, cambió de opinión. Volvió sobre sus pasos y descendió las escaleras que conducían al archivo.

Se le había ocurrido que quizá podría reunir más datos sobre el delta del río Madre y aquellas remotas marismas de Portocristo que se estaban convirtiendo en un húmedo sudario.