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La subinspectora había abandonado el pequeño reino de taifas de Adela tirándole un beso burlón con las puntas de los dedos. Segura de sí misma, bajó a la segunda planta.

El grupo de Homicidios ocupaba el congestionado espacio de una sala rectangular, pintada en un mortecino tono vainilla, con media docena de mesas alineadas en dos filas desparejas y, al fondo, una estrecha oficina ocupada por el inspector jefe Buj, apodado el Hipopótamo.

Ernesto Buj era el responsable del grupo. Haciendo justicia a su mote, el Hipopótamo pesaba alrededor de ciento veinte kilos, susceptibles de aumentar cuando la ansiedad o la gula disparaban su bulimia. Debajo de sus camisas, cuyos botones y costuras parecían siempre a punto de reventar, la grasa le dilataba los pectorales y el estómago. El cuello, con su anillo de sebo, sostenía una cabeza pelona y grande, deformada por la sotabarba e iluminada apenas por unos ojillos diminutos, paquidérmicos, en efecto, atrapados en redondas ojeras.

La mesa de la subinspectora estaba situada junto a la puerta de vidrio esmerilado del despacho del inspector Buj. A través del borroso cristal, el torso del Hipopótamo, cuando trabajaba en su mesa, se dibujaba a contraluz como la sombra chinesca de un gorila.

En el curso de la última reforma, Martina había logrado apropiarse de uno de los deteriorados biombos de falso bambú que separaban los bancos de la antigua sala de visitas, en la planta calle. Ella misma, en sus horas libres, a partir de las nueve o las diez de la noche, cuando dejaban de repicar los teléfonos y el departamento se vaciaba de agentes, le había aplicado una mano de barniz, que restituyó lozanía al mueble. Por encima del biombo asomaba el tambor de un perchero; sus brazos sostenían la correa de una cartera de cuero y el borsalino que tantas bromas había inspirado a su llegada, pero que, como su propia dueña, había acabado por incorporarse al paisaje cotidiano de la sección.

Las dos ventanas del departamento daban a un patio interior. Casi nunca se abrían. Haciendo caso omiso al recién sancionado reglamento, todos los agentes fumaban.

En la agobiante atmósfera de Homicidios reinaba el desorden. Fanática de la limpieza, Martina había intentado trasladar su pulcritud a los hábitos de sus colegas, pero en ese terreno sus esfuerzos habían resultado baldíos. Las mesas seguían sosteniendo un pandemónium de expedientes, periódicos atrasados, vasos de plástico con restos de café, ceniceros repletos de colillas, además de una miscelánea de elementos útiles a las investigaciones en curso, desde pruebas procedentes de escenas de crímenes que aguardaban turno de análisis en el laboratorio hasta objetos decomisados en el curso de las últimas redadas: llaves, documentos, navajas, incluso armas de fuego.

Tanta desidia sublevaba a Martina, pero no tenía más remedio que acogerse a una paciente resignación. Las cosas iban a seguir así, al menos mientras el inspector Buj continuara al frente del equipo. Al Hipopótamo le faltaban tres años para alcanzar un retiro que, antes, una mayoría de investigadores deseaba secretamente, pero que, ahora, entendiendo que, a la larga, podía beneficiar un nuevo ascenso de Martina de Santo, era temido como un mal mayor. Buj no sólo no reprobaba el desorden, sino que parecía sentirse a gusto en aquel ambiente. Su propio despacho, revuelto y mal ventilado, era un buen ejemplo de ello.

De los seis agentes asignados a Homicidios, todos varones, sólo uno ocupaba en ese momento su puesto. Los demás se hallaban lejos del edificio, enfrascados en diversas pesquisas, declarando en los Juzgados o poniendo en práctica labores de seguimiento o rastreo.

Tampoco estaba el inspector Buj, cuyas frecuentes ausencias sólo parecían escandalizar a la subinspectora. Sus compañeros jamás criticaban el hecho de que su superior tuviese instalado una especie de segundo despacho en el bar El Lince, un cafetín situado en la esquina de la manzana, en cuya barra, a lo largo de la jornada, los camareros iban sirviendo al inspector su cotidiana ración de cañas de cerveza.

—Un segundo, Carrasco —dijo Martina, abriéndose paso entre las papeleras repletas y las sillas colocadas de cualquier manera.

El agente Carrasco se levantó y la siguió hasta su mesa. Era un individuo anónimo, de hombros cargados y expresión apática, pero competente y servicial, y en posesión de una notable hoja de servicios. Había venido colaborando con la subinspectora de manera hasta cierto punto satisfactoria para ambos. Sus colegas solían burlarse de esa insólita afinidad. Para replicarles, Carrasco empleaba una contundente frase que había escuchado de labios del propio comisario Satrústegui: «Esa mujer será un bicho raro, pero tiene un par de huevos».

—El deber nos llama —dijo Martina, desabrochándose la chaqueta y aflojando el lazo de su corta corbata de seda negra—. Un hombre ha sido despedazado en las lagunas del delta. Eche un vistazo, si no acaba de desayunar.

La subinspectora arrojó las fotos sobre su inmaculado escritorio, exento de cualquier objeto personal con excepción de una fotografía enmarcada en un sencillo baquetón. En el papel satinado se veía a una mujer joven, rubia, de rasgos redondos y amenos, sonriendo en mitad de un bosque envuelto en bruma.

La mujer de la foto era Berta, pero allí, en comisaría, nadie sabía de quién se trataba. Martina de Santo jamás hablaba de su vida privada. La discreción y la austeridad le eran consustanciales. En los cajones de su mesa guardaba muy pocas cosas: una agenda, estuches de aspirina, a la que era adicta, barritas de cacao, su pistola reglamentaria.

—Por los clavos de Cristo —murmuró Carrasco—. Sí que se han ensañado. ¿Quién es? Perdón: ¿quién era?

—Un pescador de la comarca, suponemos. Dimas Gol bardo. Natural de Portocristo. Sesenta y tantos años, estatura media, ojos… ¿Se fija?

—Vaya salvajada —comentó el agente; no obstante, contemplaba las mutilaciones sin la menor turbación, como si en lugar de los testimonios gráficos de un bárbaro asesinato se tratara de una colección de postales—. Hay que odiar mucho a alguien para cuartearlo como a una res.

—¿Odio? —dudó la subinspectora—. ¿Sólo odio? Una sádica complacencia, una placentera, incluso, erótica crueldad, puede discurrir por la corriente emocional del más despiadado asesino. ¿Qué es el odio, Carrasco, y desde cuando los sentimientos son compartimentos estancos?

Martina hizo una pausa antes de añadir con una sonrisa sardónica:

—Si desea una demostración empírica de mi teoría sobre el placer sanguinario, vuelva la mirada a su interior.

La subinspectora encendió un cigarrillo. De sobra sabía que sus sarcasmos hacían nula mella en aquellos colegas suyos, refractarios, en cualquiera de sus formas, a la crueldad criminal, pero a veces cedía a la tentación de apelar a sus conciencias. Era como golpear un muro ciego. El abúlico gesto de Carrasco desmintió que, tal como ella acababa de sugerirle, estuviese sondeando el lado oscuro de su alma. Simplemente, aguardaba. De modo que Martina de Santo, enroscando en sus palabras volutas de humo, consideró:

—Sería prematuro extraer conclusión alguna, pero ¿por qué descartar el placer? Hay criminales que, al matar, obtienen una inefable satisfacción. Analice la limpieza de esos cortes, Carrasco. Seguramente, los autores del crimen de Portocristo hirieron a la víctima en el abdomen, en primer lugar, y después, mientras aún respiraba, con golpes secos, contundentes, de la misma manera que un carnicero separa la carne de la materia impura, fueron troceando su cuerpo, quién sabe si recreándose en esa tarea. Los asesinos pudieron acabar fácilmente con la vida de Dimas Golbardo, pero, por alguna razón, prefirieron someterle a tortura, haciéndole pagar una supuesta culpa, o pretendiendo establecer un escarmiento, una advertencia destinada a futuras víctimas.

—¿Los asesinos? ¿Por qué habla en plural?

—Opino que al menos se emplearon dos tipos de armas blancas. Un cuchillo grande y un hacha, quizá.

—Pudo usarlas la misma persona, sucesivamente.

La subinspectora replicó:

—Desde un punto de vista estadístico, es poco probable. Un asesino, un arma. Dos armas, un complot.

De repente, Carrasco recordó algo.

—¿Portocristo, ha dicho? Hace algún tiempo, en verano, hubo otro suceso allí.

Martina de Santo enarcó una ceja.

—¿Otro suceso?

El agente especificó:

—Un hombre se precipitó por los acantilados. Treinta metros de caída libre, con resultado de muerte instantánea.

—¿De quién se trataba?

—Del farero de Isla del Ángel, un peñón próximo a la costa. Debió ocurrir a mitad de julio. Usted se encontraba de vacaciones, o no se había incorporado aún al grupo.

—Tuve una semana de descanso antes de trasladarme a Homicidios, pero a mi ingreso revisé todos los casos, uno por uno. ¿Cómo es posible que no me diera cuenta?

Carrasco se pasó la mano por el cráneo. Unos pocos pelos demasiado largos se esforzaban inútilmente por mantener la ilusión de un cabello sano.

—Decidimos darle carpetazo —admitió, con tono cautelar—. Por eso no repararía usted.

Martina apretó los labios.

—¿Es costumbre de los miembros de la brigada archivar casos sin mi consentimiento?

—Pensamos que carecía de interés policial.

—¿Pensaron o lo pensó usted?

—Fue decisión mía —asumió el agente, incómodo—. El asunto no parecía tener vuelta de hoja. Se trataba, simplemente, de una caída mortal.

Carrasco volvió a vacilar. La subinspectora lo escrutaba con sus árticos ojos de color aluminio. Su colega agregó:

—Cuando lo encontraron debía llevar varios días sin vida.

—¿Quién descubrió el cadáver?

—Una barca lo recogió en una cala de la isla y lo depositó en el muelle de Portocristo.

—¿A quién pertenecía esa embarcación?

—Lo ignoro. ¿Qué importancia tiene?

—¿Se instruyó investigación? —quiso saber Martina.

—Nadie la reclamó.

—¿El cuerpo presentaba heridas, mutilaciones?

Carrasco tuvo que afinar la memoria.

—Creo recordar que tenía el cuello roto.

—¿Cómo lo sabe? ¿Acaso lo vio?

—La Guardia Civil nos informó.

—¿Nuestro grupo no desplazó a ningún agente?

—Eran días de mucho trabajo, y de poco personal. Al inspector Buj le pareció innecesario.

La subinspectora sacó la pitillera y golpeó contra la tapa el extremo de otro de sus cigarrillos sin filtro. Estaba fumando demasiado. Tres cajetillas diarias. No obstante, su última revisión había concluido con un diagnóstico normal. Ella atribuía su buen estado de salud a la práctica del footing. Para aprobar las pruebas de ingreso había debido someterse a una dura preparación física, y fue entonces cuando se aficionó a practicar carreras de fondo. En adelante, mantuvo el hábito de correr casi todas las mañanas, al amanecer, seis o siete kilómetros, la distancia entre su casa y el Jardín Botánico, ida y vuelta. O, en las últimas semanas, la de su nuevo recorrido hasta el puerto.

—¿Al cadáver del farero le faltaban los ojos, por casualidad?

—No lo sé —masculló Carrasco. Su apatía estaba dando paso a una leve inquietud; aunque sólo llevaba un semestre con ellos, los agentes de la sección habían comprobado que la subinspectora era muy estricta con los trámites de cada proceso—. En esa parte de la costa abundan las aves migratorias, que disponen en el estuario de un parque natural protegido, una especie de edén particular. Supongo que se cebarían con el cadáver. Puedo rescatar el expediente, si lo desea.

—Ya está tardando.

Carrasco desapareció en dirección al archivo, que se distribuía abajo, en los sótanos, en tres lóbregas salas en forma de U, junto a los calabozos y el cuarto de calderas.

La subinspectora aprovechó el paréntesis para redactar una lista con asuntos pendientes e instrucciones adjuntas. Lo hizo en pie, escribiendo velozmente con su Parker de plata. Poseía una letra alta, torcida a la derecha. Un grafólogo habría establecido que su escritura era viril. Había llenado una holandesa por ambas caras cuando regresó Carrasco con una carpeta.

—El muerto de Isla del Ángel se llamaba Pedro Zuazo. Era el farero, en efecto.

La subinspectora leyó el escueto expediente. El cadáver de Pedro Zuazo había aparecido en una cala, desnucado. El atestado de la Guardia Civil incluía el certificado de defunción, firmado, como el de Dimas Golbardo, por el doctor Ancano.

—¿Algo más, Carrasco?

—Por mi parte, no. El sargento Romero, que está al frente del destacamento de Portocristo, es un hombre competente. Podrá darle todos los detalles. Lleva tiempo en la comarca, y conoce el fangoso terreno que pisa. ¿Sabía, por cierto, subinspectora, que el río se ha desbordado otra vez? La carretera de Bolscan a Portocristo está cortada en varios tramos. Tardarán días en repararla. También está interrumpida la vía férrea. Desde el oeste, el estuario se encuentra prácticamente incomunicado.

—Lo ignoraba. Gracias por la advertencia. Me quedaré con este expediente. Si le viene a la memoria algo más, no deje de comentármelo.

Aliviada, en el fondo, por no tener que utilizar su automóvil, Martina consultó una guía telefónica y llamó a la Compañía Marítima del Norte. Esa misma tarde, a las seis, salía un ferry que a medianoche fondearía en Portocristo. El viaje era eterno, pero no había otra opción. Reservó un camarote en clase turista. A continuación, marcó el número de una agencia de taxis y dejó apalabrado un coche para recogerla hora y media antes en la puerta de su casa. Ella era así, y no de otro modo; no le gustaba dejar nada al azar. Solía llegar a las estaciones y aeropuertos con bastante antelación. Lo contrario, la improvisación, la prisa, le producía un desasosiego que ya no le abandonaba durante el resto del viaje.