Cuando el agente Ortega hubo salido, el comisario se encerró en el cuarto de baño para lavarse los dientes. Había olvidado hacerlo en su apartamento, y notaba un desagradable gusto en el paladar. Su despacho y el del jefe superior eran los únicos que disponían de aseo privado. Se enjuagó la boca y llamó a su secretaria, que acababa de llegar.
—Necesito que me haga un favor, Adela. Consígame un mapa de la costa oriental, lo más detallado posible. E intente localizar al juez de Portocristo, señor… Cambruno, Antonio Cambruno. Llámelo por teléfono y pásemelo. Y dígale a la subinspectora De Santo que la estoy esperando.
El comisario no ignoraba que las relaciones entre Adela, su ayudante personal, en la que confiaba plenamente, y Martina de Santo, la joven subinspectora a la que había pronosticado un notable futuro profesional, no estaban regidas por la cordialidad.
La personalidad de Martina resultaba a Satrústegui hasta cierto punto fascinadora. Era una mujer culta, elegante, que cultivaba un aire de alejamiento o misterio. En la medida en que había podido llegar a conocerla, el comisario había establecido que poseía un temperamento dócil y fuerte a la vez. Era en exceso puntillosa, y jamás daba un paso atrás. Satrústegui solía pensar en ella como en una especie de pura sangre capaz de rebasar cualquier clase de obstáculo si alguien no se decidía a frenar su ímpetu. Por eso mismo, en el trato con sus colegas masculinos, su pundonor y sentido de la competitividad hacían saltar frecuentes chispas. En diversas ocasiones, el comisario se había visto obligado a mediar para impedir que los enfrentamientos entre la subinspectora De Santo y otros mandos derivasen en conflictos internos.
Aunque, en un principio, albergó dudas sobre su preparación y valor, el comisario juzgaba positivamente la capacidad demostrada por la subinspectora desde que, avalada por la mejor nota en el examen de promoción, había ingresado en el Cuerpo. Su rapidez mental y la fría resolución con que había encarado circunstancias adversas en la Unidad de Vigilancia Nocturna y en la Brigada de Estupefacientes la habían elevado a su criterio. Sin la menor duda, era uno de los mejores agentes con que la Policía de Bolscan contaba en la actualidad.
Al trasladarla a Homicidios, grupo en el que jamás había prestado servicio una mujer, Satrústegui había arriesgado lo suyo. Por otra parte, tenía poco donde elegir. En la mayoría de las secciones faltaba personal. Los inspectores estaban sobrecargados de trabajo, o se aproximaban a marchas forzadas a la edad de jubilación. A la hora de movilizarse en un caso de relieve, Martina de Santo partía con ciertas ventajas: se ofrecía voluntaria, no discutía las órdenes y solía aportar resultados con relativa rapidez. En cuatro años de disciplinada entrega a las distintas unidades por las que había transcurrido, Satrústegui nunca le había oído pronunciar el adverbio «no».
—Sí —dijo también en esta ocasión.
Estilizada, alta, Martina de Santo vestía como un hombre. Trajes y corbatas oscuros, por lo común. No usaba perfumes ni joyas. Tenía una piel pálida, casi marmórea, la frente ancha y unos gélidos ojos grises. Su cintura estrecha, de las que antiguamente se llamaban de avispa, le dibujaba un torso trapezoidal, al estilo de las mujeres fatales de los años cincuenta. Un delgado cinturón de piel y zapatos de medio tacón resumían los detalles femeninos de su atuendo.
Después de llamar a la puerta, la subinspectora había entrado al despacho del comisario con aire resuelto. Mientras Satrústegui la ponía en antecedentes, mantuvo sin parpadear una mirada despierta. Y, una vez el comisario hubo acabado de exponer las líneas sumariales del crimen de Portocristo, había dicho:
—Me haré cargo del asunto, señor, ya que me hace el honor de confiármelo. Concédame un par de horas para dejarme los deberes hechos y reunir información y estaré lista para partir.
Satrústegui asintió, complacido.
—Tal vez tenga que permanecer fuera varios días. Tómese el tiempo necesario. En cuanto ponga un pie en Portocristo, y se haya entrevistado con el sargento, localice al juez y examine el cuerpo de la víctima.
—Será lo primero que haga al llegar.
—¿Quiere que le asigne un compañero?
—Preferiría desplazarme sola, si no ve inconveniente.
El comisario la envolvió en una mirada crítica, para reafirmarse en su juicio: era extraña, distante, pero muy atractiva. Algo en ella le recordaba a su mujer, Antonia, pero esa vaga semejanza nada tenía que ver con sus rasgos. ¿Sería la manera de mover las manos, de sonreír? ¿O quizá aquella actitud alerta e independiente, desconfiada e intuitiva a la vez?
Mientras la esperaba en su despacho, el comisario había sido informado por su secretaria de que el juez Cambruno, aunque figuraba empadronado en una dirección de Portocristo, carecía de número telefónico. En el Juzgado, probablemente debido, apuntó Adela, a lo temprano de la hora, no respondía nadie. Su secretaria le había entregado las fotografías del cadáver, que acababan de recibirse. Satrústegui, ocupado al teléfono con otras cuestiones urgentes, apenas tuvo tiempo para echarles una ojeada. Cuando, unos minutos más tarde, entró la subinspectora, las revisó con mayor detenimiento y se las fue mostrando una por una.
No la había invitado a sentarse, pero no por descortesía, sino por el inveterado hábito de su colaboradora de permanecer en pie. En el departamento de Homicidios, donde disponía de una sencilla mesa de trabajo, Martina de Santo no solía ocupar su silla. En pie leía, redactaba o hablaba por teléfono. Cuando tenía que utilizar la máquina de escribir, o el recién instalado ordenador, lo hacía inclinándose hacia los teclados, los tobillos juntos, sus largas piernas firmemente asentadas sobre el piso cubierto con un linóleo de color plátano arruinado por marcas de cigarrillos.
La subinspectora le devolvió las fotos.
—No parece impresionada —comentó Satrústegui, prendiendo un cigarrillo.
—Me gustaría decirle que se me ha revuelto el estómago, pero a estas alturas ya debo estar bastante curtida. Quien haya cometido semejante carnicería sabe manejar un arma blanca.
El comisario afirmó, frunciendo el ceño:
—Puede quedarse las fotos, le serán de utilidad. Necesitará un mapa de la zona. Mi secretaria ha localizado una reproducción a pequeña escala. Observe.
Satrústegui señalaba el accidentado perfil de la costa.
—Aquí, junto a un cabo llamado Forca del Diablo. Esa playa, entre las marismas. La Piedra de la Ballena. El cadáver apareció descuartizado sobre las rocas. He solicitado datos acerca de la víctima, Dimas Golbardo. Por ahora, apenas nada sabemos de él, salvo que era paisano del delta y que ha encontrado la muerte de esta inimaginable manera.
Martina asintió y volvió a examinar las fotos. En origen debían ser bastante precarias; la transmisión no había contribuido a realzar su nitidez. El grano era grueso. Su contraste, nulo. Como si se tratase de defectuosas pruebas de imprenta, la gama de tonalidades se había simplificado en violetas y añiles, con matices anaranjados y rojo caldero para las superficies de tejido cutáneo saturado por la rotura de vasos sanguíneos.
Básicamente, podía distinguirse el cuerpo mutilado de un hombre de unos sesenta y cinco o setenta años de edad. Tendido sobre el mismo impermeable con que habían protegido sus restos durante la travesía marítima, Dimas Golbardo estaba desnudo de cintura para arriba. Sólo llevaba un pantalón claro, de algodón o lino, tal vez, empapado en líquido. «Sangre, con seguridad», había murmurado el comisario. Una ancha incisión en el abdomen delimitaba la más aparatosa de sus heridas, lo que parecía haber sido una puñalada mortal. Las manos, seccionadas en las muñecas, reposaban cerca de sus correspondientes articulaciones, que mostraban la astilla de los huesos y tendones tronchados como cables de caucho.
Conrado Satrústegui aventuró:
—Si el cadáver estuvo expuesto a la marea, aunque sólo fuese durante unas horas, el agua y la sal marinas habrían contribuido a cauterizar las heridas, pero aun así esos tajos me seguirían pareciendo demasiado limpios. A riesgo de equivocarme, me inclinaría a pensar que las manos no fueron serradas, sino desprendidas de un solo golpe.
—¿Con un hacha? —apuntó Martina.
—¿Quién sabe? Es posible que hayan quedado marcas en las rocas. Ya lo comprobará.
En otra de las fotografías se apreciaban los globos oculares, extirpados de sus órbitas. Como diminutos peces sin vida, descansaban junto al convulso rostro del muerto, a un lado de la capucha.
La tercera y última instantánea, más difusa todavía, reflejaba un primer plano de la cara. La muerte había paralizado a Dimas Golbardo en una rígida expresión de terror. Bajo el pelo pegado al cráneo con una costra de sangre seca, las vacías cuencas orbitales pervertían sus rasgos en una dimensión trágica. Por encima de las mal rasuradas mejillas, el semblante deparaba una cualidad plástica, como si le hubiesen aplicado un molde de parafina o un baño de cera líquida.
El comisario añadió:
—Me pondré en contacto con la Comandancia de la Guardia Civil y le trasladaré a usted la información que vaya llegando. Aunque me temo que, por el momento, no tendremos mucho más. No hay sospechosos. Para ir ganando tiempo, le sugiero que deje pasar una hora, a fin de que pueda coordinarme con la Comandancia, y establezca contacto con el cuartelillo de Portocristo. Hasta hace poco disponían de muy escasos medios, pero creo estar seguro de que se ha incrementado su dotación, incluyendo una lancha guardacostas para perseguir los contrabandos de cocaína y hachís, que han experimentado un alarmante incremento en esa parte del litoral.
La subinspectora no replicó. Su superior le destinó una inquisitiva mirada.
—¿Qué le ocurre? ¿Discrepa de lo que le he ordenado?
Martina movió horizontalmente la diestra, como si pretendiese desplazar un objeto invisible.
—Preferiría trabajar por mi cuenta, señor. Podría instalarme en el pueblo, como una turista más. De esa manera, dispondría de mayor libertad de movimientos.
Conrado Satrústegui sonrió para si. Ni siquiera un ciego tomaría a Martina de Santo por una mujer corriente. En una pequeña colonia de pescadores, difícilmente iba a pasar desapercibida.
—Hágame caso, subinspectora. Siga mis instrucciones al pie de la letra. Y no olvide permanecer en contacto conmigo, o con el inspector Buj.
Martina abandonó el despacho con un brillo en la mirada. Sabía que, además de manifestar un legítimo orgullo, por la confianza que el comisario acababa de depositar en ella, esa expresión contribuiría a amargar la mañana a su secretaria.
El pulso entre ambas, su sostenido rencor, se venía manifestando en un sucesivo duelo tejido por domésticas venganzas. Adela no podía soportar la creciente influencia de la subinspectora. Y ésta no parecía dispuesta a aceptar las normas complementarias con que la influyente auxiliar administrativa —así, rebajándole el rango, la nombraba Martina cada vez que era objeto de sus malas artes— manipulaba el protocolo y la agenda del comisario.
—Muy ufana parece usted —observó Adela.
—Ya me conoce —replicó al instante la subinspectora—. Soy incapaz de fingir. Entre mis virtudes no figura la simulación. Seguramente —añadió, haciendo chasquear el cierre de su pitillera y procediendo a encender uno de sus cigarrillos ingleses sin filtro—, me iría mejor si tomase ejemplo de usted. Perdone, no le he ofrecido. Qué maleducada, ¿verdad?
Adela sonrió con aridez.
—A veces podemos estar de acuerdo. No se permite fumar, ¿lo ha olvidado?
—¿De veras? ¿Y por qué lo hace el comisario?
—Si don Conrado desea fumar en su despacho, será cosa suya. Teniendo en cuenta el estrés que soporta, no seré yo quien se lo impida. Hay puestos de responsabilidad, y puestos. Fuera del despacho, no le verá fumar. Y usted, en consideración a los demás, y a la nueva normativa, tampoco debería hacerlo. Apague el pitillo, por favor.
—Iré a esconderme al baño, como una niña mala —repuso la subinspectora, expulsando una argolla de humo.
Adela se levantó, cogió un frasco de ambientador con aroma a limón y se puso a pulverizar el aire.
—¿A cuál? —preguntó, sin mirarla—. ¿Al de señoras o al de caballeros?
Martina decidió ignorar el comentario. Estaba habituada a ese tipo de pullas. Le dolían, en el fondo, pero intentaba no concederles excesiva importancia. Se administró una calada de castigo, enterrando el humo hasta el fondo de sus pulmones, y dijo, con frialdad:
—El comisario acaba de adjudicarme el caso de Portocristo. Un crimen, con toda certeza. Me gustaría emprender el viaje disponiendo de toda la información que hayamos sido capaces de obtener. Le ruego la haga llegar a mi departamento, a medida que se vayan recibiendo nuevos datos desde la Comandancia de la Guardia Civil. No hará falta que se desplace en persona. Puede usar el fax. Así no quebrantará su sedentario régimen.
Irritada, la secretaria sepultó la vista en la carta mecanografiada que estaba corrigiendo. No podía soportar que aquella altanera mujer le impartiese órdenes, pero tampoco le convenía disgustar al comisario manteniendo un enfrentamiento radical con ella. Confiaba en que, antes o después —pronto, más bien—, la orgullosa Martina de Santo cayese en desgracia a los ojos de Satrústegui.
Mientras tanto, se había propuesto hacer lo imposible por complicarle la vida. Adela era una experta en bloqueos administrativos, congelación de expedientes y otros recursos dilatorios. «Disuasorios», los llamaba ella, disfrutando íntimamente con aquel práctico y, desde su punto de vista, ingenioso eufemismo.