Medio loco de miedo, Edris condujo lo más rápido que pudo por la carretera de Seacombe. Estaba tan ensimismado pensando en la forma de salvarse, que no vio el Ford cubierto de polvo que venía detrás.
No había un momento que perder, se decía. Tal vez la policía ya estaría buscándolo. Tenía conocidos en los alrededores del puerto. Lo mejor que podía suceder era encontrar un buque que saliera para México.
Pero antes era necesario que corriera un riesgo y volviera a su apartamento. Tenía que sacarle el dinero a Algir. Sin dinero, ¡estaba perdido! Iba a tener que matar a Algir. Si no lo hacía, Algir lo mataría a él. También tenía que descubrir dónde había escondido Algir su parte del dinero de Wanassee. Pero para poder matar a Algir, ¡tenía que conseguir una pistola!
Al llegar a los alrededores de Seacombe dirigió el auto hacia un camino angosto que llevaba al mar.
Asombrado, Jess apretó los frenos, deteniendo el Ford. Bajó del auto y corrió tras él. Llegó a tiempo de ver al Mini que doblaba al terminar el camino y desaparecía. Volvió corriendo al Ford y siguió por el camino, lentamente y con mucho cuidado.
Edris estacionó el Mini, luego corrió a saltos hasta un sórdido bar que proveía de los artículos más elementales a la tripulación de los barcos de pesca, anclados en el puerto.
A esa hora el bar estaba desierto, y Harry Morris, el dueño, un hombre robusto, velludo, de gesto adusto, estaba apoyado en el mostrador, leyendo la página de carreras.
Se sonrió cuando vio a Edris.
—¡Hola Ticky! —dobló el diario y se quedó mirando el rostro pálido y sudoroso de Edris—. ¿Qué le pasa, compañero?
—Estoy en un atolladero, Harry —dijo Edris tratando de controlar su respiración anhelante—. No me pregunte nada; es un lío con la policía. ¿Podría embarcarme en un buque que fuese a México?
Los ojos de Morris se agrandaron. Por mi momento se preguntó si Edris le estaba tomando el pelo, luego, mirando de nuevo la cara del enano, se dio cuenta de que no era así.
—Podría ser, Ticky, pero saldrá caro. Hay un barco que sale esta noche a las veintidós. Le puedo conseguir algo… por unos tres billetes grandes.
Edris parpadeó.
—¿No hay nada mejor, Harry? Mi dinero me hace mucha falta.
—Haré lo que pueda, pero este tipo es muy codicioso.
—Tengo que hacer una diligencia y luego volveré. ¿Me puede esconder hasta que salga el barco?
—Por supuesto, Ticky. Por usted hago cualquier cosa.
—Algo más… Necesito una pistola con silenciador y la necesito ahora mismo.
Morris se quedó mirándolo.
—¿Para qué?
—No me haga preguntas, Harry. La necesito ahora.
—Bueno, muy bien. ¿Está seguro que no quiere que le haga el trabajito?
Edris se sonrió con orgullo.
—Me puedo arreglar solo. Vamos, Harry; tengo cierta prisa.
Morris asintió con la cabeza y se dirigió hacia una puerta que había al fondo del bar. Volvió a los pocos minutos con un paquete envuelto en papel marrón. Se lo entregó a Edris.
—Está limpia, Ticky, no necesita volver a examinarla. El silenciador sirve para tres tiros… ninguno más. ¿Está seguro que sabe lo que va a hacer?
—Lo sé muy bien —dijo Edris sonriendo—. Gracias, Harry. Estaré de vuelta dentro de un par de horas —y salió casi corriendo del bar, dirigiéndose al Mini.
Cuando subió al auto, desenvolvió el paquete y examinó la 38 automática. Ajustó el silenciador en el cañón y puso la pistola sobre el asiento, a su lado. Colocó el sombrero sobre la pistola. Luego puso el motor en marcha y se dirigió a su apartamento.
Jess Farr, que había estacionado su auto cerca del muelle, lo siguió.
Al llegar frente a su casa, Edris levantó su sombrero y la pistola y, dejando puesta la llave del auto, bajó. Caminó por la acera y subió a saltos la escalera. Atravesando el vestíbulo, entró en el ascensor que lo condujo hasta el piso en que estaba su apartamento.
Mientras estaba parado delante de la puerta de entrada buscando la llave, miró el reloj. Eran las once y cuarenta y tres. Abrió la puerta y entró con gran sigilo en el vestíbulo.
—¿Phil?
Arrojó su sombrero sobre una silla y llevando la pistola oculta a la espalda y el diario que había comprado en su mano izquierda, se dirigió al salón.
Algir estaba parado al lado de la ventana, con el revólver de Edris en la mano, los ojos vigilantes, el rostro tenso. Levantó la pistola y apuntó a Edris.
—¿Trae el dinero? —preguntó—. ¡No se acerque más!
—¿Qué significa todo esto? —dijo Edris inclinando hacia un lado la cabeza. Mientras, con el pulgar quitó el seguro de la pistola.
—No me fío de usted, monstruo inmundo —dijo Algir—. ¿Trajo el dinero?
—Por supuesto, lo traje y también un diario. Hay una bonita fotografía suya de gran tamaño, pimpollo, en la primera página —Edris arrojó el diario hacia Algir. El diario se abrió y cayó a los pies de Algir.
Desprevenido, bajó la vista, vio su fotografía y empezó a blasfemar. Fue el último sonido que salió de su garganta en este mundo. Edris levantó la pistola y le disparó un tiro en la cabeza.
Las rodillas de Algir se doblaron y fue deslizándose al suelo. Edris, mordiéndose los labios, le disparó otro tiro en el pecho.
Algir se desplomó; la sangre le corría por la cara. Movió algo las manos y sus labios parecían querer decir algo. Luego se le fueron hacia atrás los ojos. Tuvo un estremecimiento y se le cayó la mandíbula.
Edris respiró profundamente. Quitó el silenciador y se lo metió en el bolsillo. Colocó la pistola sobre la mesa. Sin mirar a Algir, se fue a su dormitorio para buscar la maleta que tenía preparada.
Luego empezó a registrar el apartamento, buscando la parte del dinero de Algir. Tardó unos minutos en encontrarla escondida detrás de una reproducción de Picasso de su primera época. Contó el dinero, maldiciéndose a sí mismo, cuando vio que Algir sólo había dejado dieciséis mil dólares de lo que le correspondía.
Edris se metió el dinero en el bolsillo de arriba. Luego introdujo el sobre que contenía su parte en el bolsillo interior de su chaqueta. Se detuvo para echar una última mirada a su apartamento, sintiendo una tristeza repentina al tener que abandonarlo. Bajó la vista para mirar a Algir, cuya cabeza yacía en un charco de sangre con una expresión de terror que estremeció a Edris; luego tomó su maleta y se dirigió hacia la puerta.
Era duro pensar, se decía, que nunca más volvería a ver esta casa, pero por lo menos tenía dinero y una posibilidad de llegar a México. Allí empezaría una nueva vida. El dinero abría casi todas las puertas. Sin él, uno estaba perdido.
Abrió la puerta de entrada y se detuvo en forma repentina.
Con la pistola en la mano, Jess Farr estaba parado en el corredor, frente a él, apuntándole a la cara.
Edris cerró los ojos y volvió a abrirlos.
La impresión de ver a ese sujeto flaco con una pistola en la mano hizo que por breves instantes el corazón dejara de latirle y luego empezara a ir como loco.
—¡Atrás! —dijo Jess con expresión maligna—. ¡Y cuidado!
Con una sensación de desesperado malestar, Edris volvió muy despacio al salón. Jess lo siguió y de un puntapié cerró la puerta de entrada. Se quedó paralizado a la vista del cadáver de Algir. Nunca había visto un muerto. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal.
—¡Deje la maleta, dese la vuelta y levante las manos! —gritó.
—Escuche… —empezó a decir Edris, con una sonrisa forzada en el rostro color ceniza.
—Haga lo que le digo… ¡cerdo! —le gritó Jess amenazándolo con la pistola.
Edris retuvo su aliento y suspiró. Dejó caer la maleta, se dio la vuelta y empezó a levantar las manos; Jess avanzó con rapidez unos pasos y le dio un tremendo golpe en la cabeza con la culata de la pistola.
Lepski estaba encantado observando la cara de Terrell, mientras le contaba la historia. Beigler, apoyado en la pared, detrás del escritorio de Terrell, también era digno de observar.
Lepski no pudo disimular una sonrisa de triunfo cuando acabó diciendo:
—Y aquí está la fotografía de Norena Devon, Jefe. La conseguí en su colegio —y con un gesto de satisfacción colocó la foto sobre el escritorio de Terrell.
Los dos, Terrell y Beigler, se inclinaron y examinaron el grupo de chicas que aparecía en la fotografía.
—Es la segunda de la izquierda… en la última fila —dijo Lepski.
—Buen trabajo, Tom —dijo Terrell, después de haber observado a la chica de aspecto normal que usaba gafas—. ¿Y quién es la chica que Devon cree que es su hija?
—Ira Marsh… la hermana de Muriel —dijo Beigler—. Acabo de obtener el informe de la policía de Nueva York. Ira Marsh salió de Nueva York la noche del 16. Desde entonces no la han vuelto a ver. ¡Qué merengue, Jefe!
—¿Pero por qué? —preguntó Terrell, con el ceño fruncido—. Aquí nos encontramos con un problema importante. ¿Por qué Algir sustituyó a Ira por Norena? Tiene que haber tenido alguna razón.
—Ella nos lo dirá. Traigámosla aquí.
—No nos apresuremos —dijo Terrell—. Antes voy a hablar con Devon —frunció el ceño—. Ese enano Edris… debe haber colocado la foto de Ira en el dormitorio de Muriel. El es quien mandó a Algir al doctor Graham. ¡Sígale el rastro, Joe! ¡Y lo más rápido que pueda!
—Se supone que está en Nueva York —dijo Beigler.
—Avise a la policía de Nueva York. Podría ser una trampa. Tal vez esté aquí todavía. Empiece por su casa, Joe.
Beigler asintió con la cabeza y salió disparado del cuarto.
—Que vigilen el aeropuerto y todos los caminos, Tom —siguió diciendo Terrell—. De acuerdo a su manera de actuar, no puede estar muy lejos, pero no quiero correr riesgos con ese pequeño reptil —se puso de pie y tomó la fotografía del escritorio—. Voy a ver a Devon.
Lepski se dirigió al teléfono.
Si no te dan un ascenso, viejo, se decía a sí mismo, nunca te lo darán.
Jess bajó en el ascensor. No se había detenido para contar el dinero que había sacado de los bolsillos de Edris inconsciente; pero sabía que era más del que esperaba encontrar. Tenía que irse a marchas forzadas de Florida, se decía a sí mismo. Dejaría el auto alquilado en Fernandia y allí tomaría el tren hasta Atlanta. Se quedaría allí hasta saber hacia dónde saltaba la liebre. Con todo ese dinero no tenía nada que temer en el mundo.
A pesar de su júbilo, todavía estaba impresionado por la muerte de Algir. Era obvio que Edris, a quien había dejado tendido en el suelo, inconsciente, era quien lo había matado. Mientras se instalaba en el Ford se preguntaba qué haría Edris y dónde iría.
¡Ese pequeño monstruo tuvo su merecido! Eso le pasó por haber tratado así a Ira.
¿Qué pasaba con Ira? Jess frunció el ceño. Tenía ganas de ir a buscarla. Hubiese sido más divertido viajar con ella que solo. Sacudió la cabeza. Mejor no. No pasaría mucho tiempo antes de que la policía sospechara de ella, y en ese caso si estaba con él se vería en dificultades. No; viajaría solo. Tendría tiempo de encontrar una chica cuando llegara a Atlanta.
Emprendió el camino hacia Miami. El tránsito de mediodía se había hecho denso y el trayecto a Seacombe se hacía desesperantemente lento. Pero Jess dominó su impaciencia.
Es un buen plan, pensaba, disminuyendo la marcha a medida que el tránsito se hacía más denso para evitar cualquier inconveniente. Edris no se animaría a delatarlo. Algir estaba muerto. Ira no sabía que tenía el dinero. ¡Qué bonito! Hablemos del robo perfecto.
El tránsito se agilizó y Jess hizo el cambio de segunda a tercera. Delante de él vio las luces de un semáforo. Se preguntaba si podría pasar. El auto que iba delante, de repente aceleró, dejándolo atrás. Jess no pudo resistir a la tentación de apretar también el acelerador. En ese momento, las luces que se hallaban a unos pasos de él se pusieron rojas.
Maldiciendo, dio una patada al freno y el auto se detuvo en forma muy brusca a un metro de la raya. Entonces, antes que pudiera dar marcha atrás, se sintió proyectado hacia delante con un tremendo golpe y el auto que venía detrás se incrustó en la parte trasera del Ford.
Jess se dio la vuelta en su asiento, gritando furioso. Pudo ver al conductor, un hombre mayor, que bajaba del auto. Luego oyó el sonido que más temía… el silbato de un agente de policía.
El corazón empezó a golpearle el pecho; sacó la automática del bolsillo, con la intención de ocultarla en la guantera, cuando la voz de un agente gritó:
—¡Alto ahí!
Levantó la vista. Un agente de policía de cara rubicunda lo estaba mirando por la ventanilla de mi lado. Había llegado sin que Jess lo viera. El agente tenía la pistola en la mano y apuntaba a Jess.
—¡Suelte esa pistola! —dijo el agente con voz de trueno—. ¡Rápido!
Casi llorando de miedo y de rabia, Jess dejó caer la pistola en el asiento del auto y levantó las manos.
Se abrió la puerta y otro agente lo agarró y lo arrastró a la calle. Sonaban las bocinas de los autos. La gente se paraba para mirar.
—Vean —gritó el otro agente—. ¡El mismo se cavó la fosa!
El «polizonte» de la cara colorada sonrió y le cruzó a Jess la cara de una bofetada, haciéndolo tambalear. Luego se agachó y antes de que Jess se diera cuenta de lo que le pasaba, un par de esposas le oprimían las muñecas.
Sentía que el fajo de billetes que se había metido debajo de la camisa se le resbalaba, y antes que pudiera impedirlo empezaron a desparramarse por el camino.
—¡Eh! ¿Qué le parece? —exclamó el agente rubicundo, con los ojos saliéndosele de las órbitas—. ¡Este truhán está sangrando dinero!
Ticky Edris abrió los ojos. El dolor de cabeza que tenía era tan terrible que no podía dejar de gemir y quejarse en voz baja. Permaneció tirado en el suelo, tratando de recordar qué había sucedido, y de pronto se acordó.
Le costó mucho sentarse y tardó varios minutos; Se tomó la cabeza dolorida con las dos manos hasta que sus ideas se fueron aclarando y el agudo dolor se le disipó un poco. Se arrodilló y luego se puso de pie. Dio dos pasos vacilantes hacia delante. Su zapato izquierdo se metió en el charco de sangre medio seco que se había formado por la herida de Algir y se estremeció; trató de limpiar su zapato en la alfombra. Se movía como si le hubiesen caído encima cincuenta años en la media hora que había estado insconsciente. Llegó hasta el bar, lo abrió con mano insegura y tomó la botella de whisky. Quitó el corcho, dejándolo caer sobre la alfombra y se llevó la botella a los labios. Bebió un largo trago y poco a poco fue sintiendo que el alma le volvía al cuerpo, devolviéndole el calor y la vida.
Jadeante, dejó la botella y se palpó el bolsillo. Sabía que era un gesto inútil. El dinero había desaparecido.
Tambaleándose, fue hasta el cuarto de baño y se lavó la cabeza y la cara. Tenía la mente demasiado embotada para poder pensar. Se quedó parado, contemplándose en el espejo y sintió que el corazón se le apretaba al verse reflejado en él. Parecía un viejo marchito que iba hacia la muerte. Tenía el aspecto de una persona a quien le quedaban muy pocas horas de vida.
Se volvió y regresó al salón. Alzó la botella y tomó otro buen trago. Cuando se sentó en su minúsculo sillón y puso los pies sobre el banquito, vomitó.
Ya no habría buque para México, pensó. Sin dinero, Ticky, viejo, estás perdido. Mejor que mires las cosas de frente. Ya no puedes escaparte. Ya no puedes hacer proyectos. Estás en un pozo muy, muy profundo y jamás podrás salir de él.
Miró a Algir y sus labios separados dejaron ver sus dientes en una mueca de odio.
Sólo porque ese estúpido que yacía muerto, ese fanfarrón imbécil, había sido demasiado tonto y demasiado perezoso para enterrar un cuerpo someramente. Sólo eso… sólo eso pudo destruir el plan más maravilloso, el Gran Golpe jamás soñado.
Edris bebió más whisky. Ahora estaba borracho; borracho y compadeciéndose a sí mismo. Empezó a llorar; las lágrimas le corrían por las mejillas mientras batía palmas suavemente con sus manos deformes.
Beigler y Hess lo encontraron así, llorando aún, cuando irrumpieron en el apartamento, unos veinticinco minutos después.
Ticky Edris fue con ellos sin resistirse. ¿Qué importaba?, se decía a sí mismo, mientras bajaba la escalera, saltando, para llegar al auto de la policía que lo esperaba. ¿Qué le podía importar ahora? Uno hace planes, representa bien su papel y luego algún estúpido lo echa todo a perder.
—¡Esta es la caída de un canalla! —dijo hablando en voz bastante alta, al entrar en el auto de la policía, y como estaba tan borracho, se puso las manos en la cara y empezó a llorar de nuevo.
Querido Mel:
Ya no puedo llamarte papá, ¿verdad? Sólo quiero decirte adiós y que lamento todo lo que ha pasado.
No espero que me creas, pero honestamente no sabía que ellos habían matado a tu hija. Me dijeron que había muerto en un accidente, ahogada.
¡Ya sé que no debí haber tomado su sino, pero hay tantas cosas en mi vida que no debía haber hecho! He sido muy feliz contigo…; era una felicidad que no podía durar; lo sabía desde el principio.
Ahora me voy a nadar. Voy a nadar hasta que no pueda más. Espero que haciendo esto evitaré que te veas complicado en este lío. Me gustaría poder pensar que me echarás un poco de menos. Me alegro que te hayas arreglado con Joy; te hará feliz y lo mereces.
Y ahora, adiós, y, por favor, trata de creer que, de verdad, no hubiera hecho lo que hice si hubiese sabido lo de Norena.
Todo mi cariño,
Ira
Dejó el lápiz y volvió a leer la carta. Estaba en la cabaña de la playa y tenía puesto un bikini blanco que hacía resaltar más el bronceado de su piel.
Estaba muy tranquila y no sentía ninguna emoción cuando puso la carta en un sobre y lo cerró. Escribió el nombre de Devon en el sobre y lo apoyó en un florero que había sobre la mesa.
Se puso de pie, echó una rápida mirada alrededor del cuarto y salió a la luz del sol.
En la lejanía podía ver a los bañistas, pero estaban demasiado lejos para que se preocuparan de ella. Con pasos largos, entró en el mar, con la cabeza en alto, la boca firme, los ojos secos. Penetró en el mar y empezó a nadar con poderosas brazadas que la alejaron en pocos minutos de la orilla y del nuevo género de vida que tanto le había gustado, pero que no era para ella.