Ticky Edris salió de la cocina con una cafetera que colocó sobre la mesa. Había dormido mal y estaba de mal humor. Había pasado toda la noche acostado en la oscuridad y reflexionando sobre su porvenir. Odiaba que le forzaran a abandonar su apartamento, y todo porque Algir era un irresponsable hijo de perra. Echó una mirada, llena de odio, a Algir, con los ojos entrecerrados, mientras servía café en dos tazas.
Algir estaba sentado en el sillón, fumando. También había dormido mal y tenía negras ojeras bajo los ojos. Se quedó mirando hacia el reloj, esperando con impaciencia que fuesen las siete y treinta y cuatro para oír el nuevo boletín de noticias.
—¿Todavía no han llegado los diarios? —preguntó tomando su taza de café.
—No —Edris se dirigió al bar y agregó una buena medida de brandy a su café.
—Deme un poco de eso —dijo Algir.
Edris le pasó la botella y mientras Algir se servía brandy en la taza volvió a mirar el reloj. Eran las siete y veintisiete.
¿Se habría parado el reloj? Observó su reloj de pulsera y gruñó con impaciencia.
—Por Dios, ¡tranquilícese! —dijo Edris irritado—. ¡Ya le dije que estábamos seguros! Hamilton me dijo que los «polizontes» no tenían ninguna pista. No creo que lleguen a saber nunca dónde está la chica.
—¡Ese holgazán! ¿Qué sabe de esto? —Algir sorbió su café; luego, inclinándose hacia delante, conectó la radio.
Los dos hombres escuchaban con impaciencia el final de la propaganda y con más impaciencia aún las noticias políticas. Luego, por fin, pusieron toda su atención cuando el locutor continuó diciendo: «Ha habido novedades en el caso del asesinato de Coral Cove. La policía quiere entrevistarse con Phillip Algir, alias Harry Chambers, cuyo último domicilio conocido es el Regent Hotel, en Paradise City; cree que puede ayudarla en su investigación. Los datos de Algir son los siguientes: Estatura: un metro ochenta. Peso: ochenta y seis kilogramos. Ancho de hombros, rubio, bigotito, ojos azules y un profundo hoyuelo en la barbilla. La última vez que fue visto llevaba traje claro y un sombrero de paja color, chocolate con una banda colorada. Conduce un Buick Roadmaster convertible, de dos tonos, colorado y azul, número de matrícula: NY 5499. Si alguien tiene alguna información concerniente al paradero de esta persona, haga el favor de llamar por teléfono al cuartel de Policía: Paradise 0010, con la mayor urgencia».
Los dos hombres se quedaron como estatuas, durante unos treinta segundos, mientras una música de baile llenaba el pesado silencio que se había producido entre ellos. Entonces Algir, de pronto, volvió a recuperar el sentido. Murmurando una maldición, arrojó su taza de café a Edris. La taza se hizo pedazos contra el pecho de éste, salpicándole la cara con café caliente.
—¡Imbécil! —gritó Algir, poniéndose de pie de un salto—. Lo mataré. ¡Maldito sea! ¡Le arrancaré el corazón!
Edris saltó del sofá en el momento que Algir se lanzaba sobre él. Rápido como un lagarto, esquivó las manos de Algir y se precipitó a su dormitorio, cerrando la puerta de un golpe y echando la llave.
Blasfemando, Algir se echó sobre la puerta golpeando con el hombro el panel. La puerta se movió, pero resistió. Volvió atrás jadeante, observando la puerta, con las manos crispadas. Luego sintió el impacto que le había producido el boletín de noticias y estuvo a punto de rendirse. Se sentó, tragando bilis, con el cuerpo helado, un sudor frío bañándole la cara, los dientes castañeteándole.
En su dormitorio, con un miedo indecible, seguro de que Algir lo mataría si podía llegar hasta él, Edris se abalanzó a su cómoda, abrió de un tirón el cajón más bajo y buscó desesperado la pistola automática que guardaba allí. No la podía encontrar. Tirando todo fuera del cajón, se aseguró de que la pistola no estaba allí. Algir debía haberla sacado, pensó. No podía ser nadie más que Algir. Temblándole las piernas, se sentó en la cama, mirando fijamente la puerta, como un pájaro aterrorizado, hipnotizado por una serpiente.
Sólo cuando Algir se bebió media botella de brandy y pasaron unos veinte minutos, empezó a recobrar el ánimo.
Todava no lo habían arrestado, se decía a sí mismo. Estaba en un terrible aprieto, pero todavía tenía una probabilidad, usando la cabeza. Los «polizontes» estarían vigilando el aeropuerto y la estación de ferrocarril. Estarían buscando su auto por carreteras. Ya no podía contar con el vuelo a La Habana. Aunque no estuviesen vigiladas las carreteras, no se animaba a utilizar el Buick, que en ese momento estaba bien seguro, oculto en el garaje de Edris.
Bueno, este maldito enano lo había metido en esto y ¡ahora tenía que arreglárselas para salir del apuro!
Se puso de pie y se dirigió a la puerta del dormitorio.
—Muy bien, Ticky —dijo—. ¡Salga de ahí! No lo voy a tocar. Tenemos que hablar sobre esto. ¡Venga acá!
—Me quedaré aquí —dijo Edris. Se estaba poniendo una camisa seca—. No le creó.
—No sea tonto. Estamos perdiendo tiempo. Los dos estamos metidos en este lío. Tenemos que hablar.
Edris titubeó. La voz de Algir parecía ahora tranquila. Sabía que los enfados de Algir se iban tan pronto como venían, pero hubiese querido tener su pistola. Se puso otro traje; luego, cuando Algir le volvió a gritar que saliera, abrió la puerta con mucho cuidado.
Este estaba parado en medio de la habitación. En su mano derecha sostenía la pistola de Edris, apuntando al suelo.
Edris se detuvo. Su rostro tuvo una contracción cuando vio la pistola.
—Muy bien, muy bien, bufón —exclamó Algir—. No le voy a hacer nada.
—¡Deme esa pistola! ¡Es mía! —dijo Edris, entrando en el salón.
—Está más seguro sin ella —respondió Algir, metiendo el arma en su bolsillo—. ¡Siéntese! Tenemos que hablar.
Edris se sentó, reflexionando. ¿Cómo habían llegado los «polizontes» a sospechar de Algir?, se preguntaba. Sabía que si lo detenían iba a hablar. Algir no tendría ningún miramiento en delatarlo; Edris estaba seguro de eso. Sólo había que hacer una cosa. Tendría que sorprender a Algir distraído y matarlo antes que la policía lo encontrara.
—Estamos los dos en un atolladero, Ticky. Parece que la policía no sospecha de usted, por ahora. Tampoco parece que sospechan de Ira. Si supieran que no es Norena, no podrían habérselo ocultado a la radio. Ahora escúcheme, tenemos una remota posibilidad de salir de este lío. Tenemos que utilizar su Mini. Si pudiéramos llegar hasta Miami, allí conozco un muchacho que nos mantendría ocultos hasta que se calmen los ánimos. Este muchacho tiene buenos contactos y puede embarcarnos en algún buque que salga para Cuba, pero cuesta mucho. Es muy caro. Antes de irnos de aquí tenemos que rascar todos los dólares que podamos meternos en el bolsillo. De manera que no nos queda más remedio que tratar de saquear la caja fuerte de Garland.
Edris lo miró atónito. Sabía lo que quería decir Algir al hablar de conseguir todo el dinero que pudieran meterse en el bolsillo. ¡Pero nunca del banco! ¡Eso era una locura!
—No puede ir al banco, ¡cabezota! —exclamó—. Lo reconocerán en seguida.
—¿Quién dice que voy a ir al banco? Hasta el momento de salir de la ciudad no pienso moverme de aquí —dijo Algir. Señaló con el dedo el teléfono—. Llame a Ira. Dígale que se encuentre con usted en el café que hay frente al banco dentro de media hora. Usted me dijo ayer, si mal no recuerdo, que ella iba a sacar el dinero. ¡Bueno, eso es exactamente lo que tiene, que hacer! ¡Me importa un bledo saber cómo la va a convencer, pero tiene que convencerla! Dígale que en cuanto abran el subterráneo saque el dinero; luego le tendrá que decir a los guardias que se siente mal y abandonar el banco. Usted la esperará en el café. ¡Vamos, llámela por teléfono ahora mismo!
Edris vaciló.
Blasfemando, Algir sacó la pistola de su bolsillo y apuntó a Edris.
—Si no la llama, ¡lo mato! Haga lo que le digo, ¡maldita sea!
Edris se dirigió con la mayor lentitud al teléfono. Marcó un número, después de buscarlo en la guía. Una voz de mujer contestó:
—Residencia de míster Devon.
—Deseo hablar con miss Devon —dijo Edris.
La mujer le pidió que esperara. Pasaron unos minutos, luego Ira vino al teléfono.
—Soy Ticky —dijo Edris—. Necesito verla en el café, frente al banco, dentro de media hora.
—¿Para qué? —preguntó Ira, con voz un poco chillona.
—No le importa para qué… haga lo que le digo o se arrepentirá —y Edris cortó la comunicación.
Algir se puso de pie. Todavía vigilaba a Edris.
—Quiero su parte del dinero de Wanassee, Ticky. Veinticinco mil dólares. ¡Dese prisa! Lo tomo como garantía. No se me va a escapar con el dinero de Garland. ¡Vamos!
Edris vio amenaza en los ojos de Edris y no discutió. Fue a un cajón de su escritorio y trajo un sobre sellado muy abultado. Se lo tiró a Algir.
Este abrió el sobre, asegurándose que contenía la parte del dinero de Wanassee que correspondía a Edris y lo puso en su bolsillo.
—Se lo devolveré todo, Ticky. ¡Ahora, vamos, el tiempo vuela!
Con la muerte en el alma, el rostro convulsionado por la rabia, Edris salió del apartamento, dando un portazo.
Joe Beigler estaba sentado ante su escritorio con la cabeza inclinada, los ojos hundidos. Había estado ocho horas trabajando sin descanso, hablando con periodistas, atendiendo llamadas telefónicas y mensajes de radio concernientes a Algir y al crimen de Coral Cove.
Habían mandado a todos los detectives disponibles en busca de informaciones que Beigler se encargaba de examinar y seleccionar. El cuarto de Detectives estaba desierto; sólo estaba Beigler que deseaba con toda el alma que alguien le trajera café.
Sonó el teléfono por duodécima vez en el término de una hora. Protestando, levantó el receptor.
—¿Es usted, Joe? Aquí Aldwick, guarda de seguridad del «Florida Safe Deposit Bank».
—Hola Jim. ¿Qué quiere?
—Es algo referente a ese sujeto Algir. Aquí lo conocemos. Alquiló una caja fuerte y entra y sale del banco todos los días.
—¿No me diga? —Beigler puso toda su atención—. ¿Para qué quiere una caja fuerte? .
—Gran jugador… ese es el asunto. Se ha registrado bajo el nombre de Lowson Forester, pero los datos coinciden y lo reconocí por las fotografías de los diarios. Estoy seguro que es Algir.
—Vea, Jim, le mandaré un hombre en cuanto pueda disponer de alguno. Tal vez tenga algo en la caja que deberíamos ver.
—Mala suerte. No podemos abrir la caja sin la llave.
—¿No puede hacer saltar la cerradura?
—Éso lo tiene que decidir míster Devon.
—Muy bien, en cuanto venga algún hombre, se lo voy a mandar, pero si Algir llegara a ir antes, ¿podrá arreglárselas con él?
—Ya lo creo. ¡No hay nada que me pueda gustar tanto!
—¡Hasta luego, Joe, no trabaje demasiado! —y Aldwick colgó.
Beigler escribió unas palabras en una hoja de papel y luego las tachó. El teléfono volvió a sonar y moviendo la cabeza levantó el receptor.
Ira entró en el café y se detuvo para que sus ojos se acostumbraran a la luz mortecina, después del resplandor de esa mañana de sol. Vio a Edris que le hacía señas desde el fondo del bar, y de mala gana atravesó el local y se acercó a él.
Sabía que algo debía andar muy mal por la expresión de sus ojos y la palidez de su cara, y sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. Ninguno de los dos dijo nada hasta que el barman empezó a preparar sus cafés.
Había tenido suerte —se decía a sí misma—. Mel no había bajado para tomar el desayuno antes de irse. Estaba segura de que le hubiese preguntado por qué salía tan temprano. Le había dicho a Mrs. Sterling que tenía una cita muy temprano y que no podía esperar el desayuno. Ahora estaba sin saber qué podría querer Edris, y al verlo con la mirada huidiza y con gotas de sudor en su angosta frente, sintió miedo.
Edris no había perdido tiempo.
—¿Vio los diarios de esta mañana? —preguntó con expresión hosca.
Ella negó con la cabeza.
—Phil está en un atolladero. La policía lo está buscando. No tenemos mucho tiempo, nena, de manera que escuche bien. Me tiene que conseguir el dinero de Garland —deslizó hacia ella por encima de la mesa la llave que había hecho Algir.
—¡Oh, no! —exclamó Ira rechazando la llave.
—¡Cállese! Phil no puede ir al banco. Tiene que mantenerse oculto, de modo que usted tiene que sacar el dinero.
—¡No puedo! ¡Es demasiado peligroso!
Edris gruñó, Parecía un animal salvaje acorralado.
—¡Fíjese en esto! —sacó del bolsillo interior un recorte del «Paradise City Sun»—. Échele un vistazo.
Ella vio la fotografía de Algir en la primera página del diario y sus grandes titulares. Con creciente horror leyó que buscaban a Algir para ser interrogado por la policía sobre el asesinato de la chica desconocida que había sido hallada en Coral Cove.
—¡Asesinato! ¡Algir!
Se quedó mirando, asombrada, a Edris.
—No entiendo. ¿El…?
—Es hora de que comprenda —dijo Edris en un murmullo—. Era mentira aquello que le conté, que Norena se había ahogado. Nos molestaba; de manera que Phil fue a buscarla al colegio antes de buscarla a usted y le torció el pescuezo. El muy estúpido no la enterró a bastante profundidad, de manera que hallaron lo que quedaba de ella.
Ira creyó que se iba a desmayar. Se aferró al borde de la mesa con las dos manos, muy tiesa, sintiendo que la sangre abandonaba su rostro.
—De manera que le están dando caza —siguió diciendo Edris, observándola mientras hablaba—. Necesita dinero para poder escapar. Usted se lo va a conseguir, si no nos encontraremos todos en el mismo atolladero. ¿Me entiende? Si lo pescan, dirá todo lo que sabe y usted y yo nos veremos muy mal.
—¡No quiero hacer eso! —dijo Ira con voz ronca—. No tiene nada que ver conmigo. Yo no sabía…
—Por Dios, ¡cállese! ¡Hará lo que le digo! —dijo Edris con expresión maligna—. ¿Se imagina que los «polizontes» van a creer que usted no sabía que Algir la había quitado de en medio para que usted pudiese ponerse en su sitio? Esto es un rapto con asesinato, nena, y a usted la arrestarán como cómplice. Se está jugando la vida. Phil y yo iremos a la cámara de gas, pero usted pasará el resto de sus días en otra clase de cámara con rejas. Por mí, prefiero el gas.
Ira temblaba.
—Ahora use su cabeza. Consiga el dinero para nosotros y saldrá de este atolladero —dijo Edris—. Mientras no pesquen a Phil, no podrán saber con certeza quién es la chica muerta. Yo me voy, pero usted puede quedarse. Usted está mejor que nosotros. Puede conservar su casa y aun quedarse tranquila, siempre que Phil y yo consigamos el dinero. ¿No se da cuenta? Esta es su gran oportunidad, pero tiene que pagarla —miró su reloj. Eran las ocho y cincuenta—. Ahora vamos, muñeca, ¡dígame que va a hacerlo!
Ira se quedó sentada un buen rato inmóvil. Si sólo pudiese verme libre de estos dos animales, se decía, haría cualquier cosa.
Por fin movió la cabeza.
—Trataré —dijo sin mirarlo.
—Tiene que hacer algo mejor. Escúcheme con cuidado: tan pronto como abran la puerta del subterráneo, busque el dinero. Métalo en su faja. Dígale a quien corresponda que se siente mal. Que ha comido algo malo o cualquier cosa por el estilo. Pida permiso para irse a su casa. Me quedaré esperándola aquí mismo. Me da el dinero y se va a su casa y ya puede quedarse tranquila. Phil y yo abandonaremos Paradise City a eso de las once. ¿Todo bien entendido?
Pasado el primer momento de pánico, se estaba apaciguando. Se repetía a sí misma que era su única posibilidad. Una vez que se viera libre de esos dos, tal vez podría seguir llevando la nueva vida que tanto le gustaba.
—Está bien —dijo casi sin aliento—. Le traeré el dinero —y se puso de pie.
Edris se quedó mirándola.
—La esperaré, nena. Pero recuerde, si trata de escaparse… recuerde…
Se encaminó tambaleante fuera del café y atravesó la calle para ir al banco. Estaba enferma de miedo. Empezaba a valorar el hecho de que Algir hubiera asesinado a la hija de Mel. Estaba segura de que si alguna vez Mel llegaba a descubrirlo, jamás podría creer que ella no hubiera intervenido en el crimen. Tenía que conseguir el dinero para verse libre de esos dos sujetos. ¡Si los llegaban a pescar! Temblaba con sólo pensar que tendría que explicar y convencer a Mel y a la policía que no sabía que Algir había asesinado a Norena. Estaba convencida de que Edris tenía razón… Nunca lo creerían.
La hora siguiente se deslizó con una lentitud angustiosa. Estaba sentada ante su escritorio en el departamento de contabilidad, pasando, de forma distraída, las hojas de una libreta, demasiado aterrorizada para saber qué estaba haciendo. Una de las empleadas, al pasar, se detuvo para preguntarle si se sentía bien.
—Tiene muy mala cara, Norena. ¿No le parece que debería irse a su casa?
—Estoy bien —dijo Ira en tono poco cordial—. No exagere.
La joven volvió a mirarla, luego, encogiéndose de hombros, se fue.
Cuando las agujas del reloj de pared marcaron las nueve y cuarenta y cinco, Ira se levantó y atravesó el vestíbulo principal hacia el subterráneo. Aldwick no estaba allí y eso la sorprendió. El otro guardia estaba abriendo la reja.
—¿Dónde está Aldwick? —preguntó, deteniéndose en el momento que atravesaba la verja.
—Está ocupado —le contestó en forma poco amable y le entregó la llave general.
Bajó casi corriendo los escalones, encendiendo las luces del subterráneo. Cuando llegó a su escritorio se detuvo un momento para escuchar, sintiendo la boca seca y que el corazón le golpeaba el pecho. Al no oír más que el murmullo de las voces y el ruido de pasos en el vestíbulo principal, se dirigió, casi corriendo, hacia el pasillo que conducía a la caja fuerte de los Garland.
Tomando la llave que Edris le había dado, la introdujo en la primera cerradura y giró la llave. Luego, utilizando su llave general, abrió la segunda cerradura. Miró por encima de su hombro hacia el largo corredor y, viendo que no había nadie, abrió la puerta de la caja fuerte, sacó el sobre abultado que ella misma había colocado allí unos días antes, cerró la puerta de la caja y echó la llave.
Se levantó la falda y deslizó el sobre en la faja, aplastándolo contra su estómago. Se ajustó el elástico de manera que sostuviera bien el sobre y volvió a bajarse la falda.
Corriendo, volvió hasta su escritorio, con la cara pálida, las manos temblorosas. Puso la llave general en el cajón del escritorio y lo cerró. En ese momento Aldwick, el guardia, bajó por la escalera.
—Buenos días, miss Devon —dijo, y la miró con cara de pocos amigos—. Míster Devon pregunta por usted. Quiere que vaya ahora mismo —la miró de nuevo—. ¿Algo anda mal, miss Devon?
—Todo está bien. Yo… no me siento muy bien. ¿Mi padre me necesita?
—Sí, miss Devon.
—La llave general está en este cajón. Dejaré la llave en la cerradura —dijo, y subió corriendo la escalera hasta el vestíbulo principal. Se dirigió a la oficina de Mel, llamó a la puerta y entró. Se quedó parada de repente cuando vio que Mel no estaba solo. Con él se hallaba el detective de segundo grado, Tom Lepski, de pie al lado de la ventana, mirándola. Se dio cuenta en el acto de que era un detective y tuvo que hacer un esfuerzo enorme de voluntad para dar unos pasos por la habitación.
—¿Tú… me necesitabas, papá?
—Sí —dijo Mel, poniéndose de pie—. Este es el detective Lepski, del cuartel de policía —viendo su rostro pálido, asustado, prosiguió, sonriendo—: No tienes por qué preocuparte, querida. Cree que podrías ayudarle… te hará unas preguntas.
Lepski estaba un poco asombrado. ¿Por qué estaba tan asustada? Parecía enferma… como si fuera a desmayarse en cualquier momento. ¿Por qué?
—Siéntese, miss Devon —dijo, tratando de suavizar su voz de «polizonte», por lo general dura—. No tardaré mucho tiempo.
¡Esta era la chica, pensaba, que necesita usar gafas permanentes y ni siquiera las usa en el banco!
Ira se sentó en una silla de respaldo recto, cerca del escritorio de Mel. Afirmó sus manos temblorosas entre sus rodillas e hizo un gran esfuerzo para sostener la mirada de Lepski.
—¿Ha visto a este hombre? —preguntó Lepski, dándole una fotografía de Algir.
Ira la miró y movió la cabeza en señal de asentimiento.
—Sí. Es míster Forester.
—¿Cada cuánto tiempo venía al banco, miss Devon? —Lepski volvió a meter la fotografía en su bolsillo y sacó una libreta.
—Todos los días.
—¿Iba con él para abrirle la caja fuerte?
—Sí, por supuesto.
—¿Alguna vez tuvo la oportunidad de mirar dentro de la caja?
—No. Después de haber abierto la primera cerradura, siempre lo dejaba solo.
—¿Alguna vez le dijo algo de lo que metía o sacaba de su caía?
—No.
Mientras la interrogaba, Lepski iba anotando las preguntas y las respuestas en su libreta. De pronto se le ocurrió algo y quiso hacer una prueba.
—Abandonó el Regent Hotel el nueve de este mes, miss Devon. ¿No le dio su nueva dirección?
—No.
—¿Nunca le mencionó el nombre de alguno de sus amigos?
—No.
Lepski llegó a su pregunta clave.
—¿Nunca le habló del doctor Weidman de Miami?
—No.
—¿Conoce al doctor Weidman, miss Devon?
Ira se quedó helada. Miró a Lepski que estaba escribiendo en su libreta, sin expresión alguna en la cara.
—No, no lo conozco.
—¿Nunca ha oído hablar de él?
—No.
Bueno, ¿entonces qué sabe?, pensaba Lepski. Weidman tenía la ficha de Norena en sus archivos. Le había recetado unas gafas y ella decía que nunca había oído hablar de él. ¿Qué diablos significaba todo esto?
Ten serenidad, se decía a sí mismo. No empieces nada que no puedas terminar. Se daba cuenta que Mel lo estaba mirando sorprendido.
—¿Cuando Forester venía al banco siempre traía un portafolios?
—Sí.
—¿Tiene idea de lo que podría llevar en el portafolios?
—No.
Lepski siguió escribiendo un momento, luego levantó la vista y sonrió.
—Eso es todo, miss Devon. ¿Quiere echar un vistazo a esto y ver si está bien? Si es así, ¿podría firmarlo? —entregó la libreta a Ira, quien la tomó de mala gana.
—¿Qué significa esto? —preguntó Mel en tono cortante—. No ha hecho una declaración. ¿Para qué quiere que firme?
Lepski le dirigió una sonrisa cándida.
—Es una nueva disposición de la policía, míster Devon. No tiene importancia. No es más que para tener nuestro registro completo.
Mel se encogió de hombros y le sonrió a Ira para tranquilizarla.
—Entonces léelo, querida, y fírmalo.
Ira tomó el papel escrito con una letra menuda y clara. Su instinto le decía que estaba corriendo peligro. Tenía la sensación de ir hacia una trampa, pero no tenía idea de cuál podía ser la trampa.
—Sí, está todo bien —dijo, y tomó el lápiz que Lepski le tendía. Puso su firma al final de la página.
Lepski se puso de pie, tomó el block de papel de las manos de Ira y le dio las gracias.
Esta chica no tiene ningún defecto en la vista, pensó. ¿Entonces, qué significa todo esto?
—Ah, una pregunta más, miss Devon. ¿Ha oído hablar alguna vez de una chica que se llama Ira Marsh?
Ira pareció encogerse en su silla. Su rostro se puso tan blanco que Mel se levantó de un salto.
—No… no… Nunca he oído hablar de ella.
—¡Norena! ¿No estás bien? —preguntó Mel, viniendo a su escritorio y acercándose a ella.
—No, papá. Me siento espantosamente mal —dijo Ira—. Debo haber comido algo en malas condiciones… ¿puedo irme a casa? Me sentiré bien en cuanto pueda echarme un poco.
Mel miró a Lepski.
—¿Podría retirarse, por favor? Ya ve cómo está.
—Desde luego —dijo Lepski—. Lo lamento mucho —y con un brillo de curiosidad en los ojos, abandonó la habitación.
—Voy a llamar a alguien para que te lleve a casa, querida —dijo Mel—. Siento tanto. Ahora, no te preocupes…
—¡Oh, no exageres! —dijo Ira, recobrándose. Se puso de pie—. No quiero que nadie me lleve a casa… No me estoy muriendo —y dándose la vuelta salió, rauda, de la habitación. Mel se quedó mirándola, azarado.
Ticky Edris estaba sentado meciendo sus cortas piernas, con la cara bañada en sudor, con la mirada fija en el reloj. ¿Cuánto tiempo podría tardar en venir?, se preguntaba. Ahora eran las diez y cuarenta y tres. ¿Algo iría mal? ¿Alguien la habría sorprendido abriendo la caja fuerte?
En ese momento la vio. Entró en el bar, derecha, arrogante, la cara pálida, la mirada dura. Atravesó el local pasando entre las mesas sin darse prisa. Le hizo recordar su primer encuentro: fría, orgullosa y dura como acero templado. Se secó el rostro sudoroso mientras levantaba la vista hacia ella. Ira apoyó las dos manos en la mesa y se inclinó hacia él, con un extraño brillo en sus ojos azules.
—¿Trajo el dinero? —preguntó Edris, tratando de adivinar qué le había pasado, algo asustado por el cambio que veía en ella.
—Yo voy a hacer las preguntas —dijo Ira—. ¿Usted mató a mi hermana, verdad? —Edris titubeó. Mostró los dientes en una especie de mueca.
—¿Qué diablos tiene que ver con esto? —preguntó—. Estaba muriéndose. No la maté. La ayudé todo lo que pude. ¿A usted qué le importa? ¿Consiguió el dinero?
—Esa nota que dejó al morir. ¿La escribió usted?
—Sí… ¿y qué? También escribí las otras cartas que los «polizontes» hallaron en su apartamento; por eso la escritura coincidía. ¿Y qué hay? ¿Consiguió el dinero? ¡Maldita sea!
—¿También mató a su amante, verdad?
—¡Bueno, basta! Si quiere saberlo, fue Phil quien lo mató. Teníamos que superar cualquier inconveniente, nena. Los dos molestaban —golpeó la mesa con sus pequeños puños—. ¿Consiguió el dinero?
—Lo tengo. Había un «polizonte» en el banco. Me preguntó si conocía a una chica llamada Ira Marsh.
El rostro de Edris se relajó.
—Sí, hombrecito —dijo Ira suavemente—. No me voy a retrasar mucho ahora. ¡Qué ciega debo haber estado para meterme en estos líos con usted! ¡Qué locura! Ellos saben. Bueno, unas pocas horas más… no mucho más.
Edris bajó de la silla.
—¡Deme el dinero! Venga conmigo, nena. Usted y yo aún podemos escaparnos. Todavía tenemos una posibilidad. ¡Vamos deme el dinero!
—Lo volví a poner en la caja fuerte. ¿Por qué iba a buscarme más complicaciones? Hasta pronto, Ticky. No falta mucho… Volveremos a encontrarnos en el cuartel de policía —y se encaminó a paso tranquilo fuera del café, a la luz del sol.
Jess Farr, sentado en su Ford alquilado, con las manos descansando, casi sin apoyarlas, en el volante y una expresión de asombro en la cara, vio a Ira que salía del café, frente al «Florida Safe Deposit Bank».
Hacía una hora que estaba parado bajo las palmeras. Había visto llegar a Ticky Edris. Había visto a Ira entrar en el café y después de unos minutos salir, mirando como si fuese de otro mundo. Luego la había visto entrar en el banco.
Esperaba con impaciencia que apareciera Edris, pero no salió. Todo esto sorprendió a Jess. ¿Por qué había venido Edris en lugar de Algir? Nunca se le ocurría a Jess comprar un diario. Jamás leía diarios: no leía nada.
Encendió un cigarrillo, se instaló con más comodidad y siguió esperando. Una hora y tres cuartos pasaron y empezó a ponerse nervioso. Si se quedaba mucho tiempo allí, algún «polizonte» metería las narices y entonces se vería en dificultades. En el momento en que había decidido cambiar el auto de sitio vio de nuevo a Ira que venía del banco y andaba con mucha prisa hasta el café. Le llamó la atención, porque notó un cambio muy grande en su aspecto. ¡Esta era la Ira que había conocido en Nueva York! Esa manera de andar… esa expresión tensa, dura… esa apostura. Apagó la colilla de su cigarrillo en la ventanilla del auto, mientras la veía entrar en el café. Ha conseguido el dinero de Garland, pensó. Estaba seguro de eso y se inclinó para poner en marcha el motor. Ira sólo se quedó unos momentos en el café. Al salir se dirigió, tan deprisa como a la llegada, al estacionamiento que había detrás del banco. Cuando la perdió de vista, vio que Edris salía trotando del café.
Permaneció observando a Edris como también lo miraban otras personas que andaban por la acera. El enano tenía aspecto de loco. Su rostro parecía de cera, la boca torcida. Sus manos deformadas caían a sus lados como peces recién pescados, mientras iba a saltos hacia su Mini estacionado allí cerca.
¿Qué diablos había pasado?, se preguntaba Jess, mientras apretaba el arranque. Cuando Edris subió a su auto y cerró la puerta de un golpe, Jess empezó a sacar el Ford del estacionamiento.
El Mini tomó el camino de Seacombe.
Jess lo siguió.
Lepski estaba parado al lado de su auto, indeciso. Sólo le quedaba una remota posibilidad para que pudiera dar descanso a su mente. Si le iba bien, el Jefe estaría contento, pero si…
Lepski se decidió de repente. Subió al auto, puso el motor en marcha y se metió en el tránsito. Conducía con cautela, pero sin retrasos, se dirigió a la carretera principal que conducía a Miami.
Una vez libre de la congestión del tránsito, y cuando había llegado a la carretera, miró su reloj. Eran las diez y treinta y seis. Tenía que estar de vuelta en el cuartel de policía a las once y media. De cualquier modo, iba a tener que ir a gran velocidad si quería llegar a esa hora aproximadamente.
Vio a un agente de patrulla sentado a horcajadas en su moticicleta, controlando el tránsito. Se paró a su lado.
—Eh, Tim —dijo—. Es un caso de urgencia. ¿Quiere ir abriéndome camino? Primero pare en el Graham Co-Ed School, en Miami. Tenemos que llegar allí en treinta y cinco minutos exactos.
El agente de tránsito se sonrió mientras ponía en marcha su máquina.
—No puede ser —dijo—. Treinta y ocho minutos y medio si me puede seguir.
Con un gesto de asentimiento, Lepski dejó que el agente tomara la delantera, luego siguió. El agente se abría paso con la sirena y cuando el tránsito tomó la derecha, apretó más el acelerador.
Mientras Lepski apretaba también el acelerador, pensaba que si el Jefe lo hubiese visto en este momento, corriendo a doscientos kilómetros por hora, se hubiese quitado el sombrero.
La larga y ancha carretera desaparecía ante el volante. Los autos que Lepski iba pasando parecían figuras grises que se esfumaban en cuanto les daba alcance.
Se agachó un poco, sosteniendo con manos firmes el volante, con los ojos fijos en la espalda del agente de patrulla. Se mantenía a cincuenta metros detrás de él y mientras la aguja del cuentakilómetros llegaba muy despacio a los doscientos diez kilómetros por hora, pensó con cierta aprensión que si en ese momento reventara un neumático se haría deudor de un modesto ataúd y un hoyo profundo en la tierra.
Veinte minutos después estaban llegando al final de la carretera, y el agente levantó la mano señalando a Lepski que redujera la velocidad. Los dos entraron en los suburbios de Miami a ciento diez kilómetros por hora, lo que parecía paso de tortuga comparado con la alta velocidad de la carretera.
Dieciséis minutos después iban a paso normal por el camino para autos que llevaba al Graham Co-Ed School.
Lepski frenó y bajó. Las piernas le temblaban un poco, pero sonrió con mucha alegría al agente, que le devolvió la sonrisa.
—Buen viaje, Tim —dijo—. Tenemos que repetir el récord. Quisiera que me llevara de vuelta cuando termine aquí.
—Muy bien —dijo el agente de patrulla—. Vamos a ganar unos minutos en el camino de vuelta. El tránsito no estará tan denso.
Lepski subió la escalinata y tocó el timbre. El doctor Graham en persona abrió la puerta.
—Buen día, señor —dijo Lepski—. De la policía de Paradise City. Necesitaría su ayuda. ¿Puedo entrar?
Graham movió la cabeza y se echó a un lado.
—Espero que no sea por mucho tiempo, oficial —dijo mientras lo conducía a su estudio—. Tengo una cita.
—No lo voy a retrasar mucho, señor —dijo Lepski, tomando la silla que le señalaba Graham—. Estoy haciendo una investigación sobre una alumna suya: Norena Marsh Devon.
Graham lo miró algo asombrado.
—Ya no está con nosotros. Ella…
—Sí, ya sé. Dígame, doctor, ¿usaba gafas… no es así?
—Sí, usaba gafas.
—¿Podía leer sin ellas?
—Claro que no. Las usaba siempre. No comprendo.
—¿La montura de sus gafas era de plástico azul?
Graham lo miró absorto.
—Déjeme pensar… sí, eran azules. No sé si eran de plástico. ¿Podría explicarme por qué me hace esas preguntas?
—Tenemos nuestras razones para creer que Norena Devon es la joven no identificada que fue asesinada en Coral Cove —dijo Lepski en tono de circunstancias.
Graham se quedó como paralizado por la impresión.
—¡Por Dios! ¿Qué le hace pensar…?
—Yo pregunto, doctor —interrumpió Lepski con firmeza. Sacó de su bolsillo la fotografía de Algir—. ¿Ha visto alguna vez a este hombre?
—Por supuesto. Es Mr. Tebbel, el abogado de la madre de Norena.
Lepski suspiró profundamente. ¡De manera que estaba en lo cierto!
—¿Tiene una fotografía de Norena Devon? —preguntó.
—Por supuesto. Siempre hacemos fotos a las distintas clases al terminar los cursos —dijo Graham y poniéndose de pie, se dirigió a un archivo. Al cabo de un rato trajo una fotografía.
Atravesó la habitación y entregó la foto a Lepski.