8

Ticky Edris abrió los ojos y echó una mirada soñolienta al reloj que tenía al lado de su cama. Eran las ocho y media y la luz del sol se filtraba a través de las cortinas.

Por la puerta del dormitorio le llegaban los ronquidos de Algir. Este estaba levantado, trabajando en la llave, cuanto Edris había vuelto del restaurante «La Coquille», un poco después de las tres.

Edris se ponía nervioso cuando pensaba en la llave, Había oído decir a uno de los amigos de Garland que había cenado en el restaurante, que los Garland habían ganado más de cien mil dólares la última noche que habían ido al Casino. Aunque Mrs. Garland hubiese guardado sólo la mitad de sus ganancias, valdría la pena el trabajo que se había tomado Algir con la llave y mucho más.

Cerró los ojos y dormitó unos minutos, pero su mente estaba demasiado activa para poder dormir; entonces, arrojando la sábana, saltó de la cama.

Entró sin hacer ruido en el salón. Algir estaba durmiendo en el sofá. Se movió agitado cuando Edris entró en el cuarto de baño.

Diez minutos más tarde, después de haberse duchado y afeitado, se dirigió a la puerta de entrada para buscar la leche y el diario de la mañana.

En el momento en que Edris entraba en el salón, Algir se sentaba en la cama desperezándose.

—¿Preparó café? —preguntó.

—Sí —Edris entró en la cocina y conectó la cafetera eléctrica. Luego, apoyándose contra la pared, abrió el diario.

El titular que ocupaba todo el ancho de la hoja, lo dejó sin aliento. Tenía la boca seca y el corazón le golpeaba el pecho.

RUBIA DESCONOCIDA ESTRANGULADA EN CORAL COVE.

Sin acordarse del café que estaba empezando a hervir, Edris leyó todo lo referente al hallazgo del cuerpo, contemplando la fotografía del gordito hijo de Hess; luego, desconectando la cafetera, se dirigió andando con dificultad hasta el salón. Estaba tan furioso y fuera de sí, que sentía impulsos de matar a Algir.

Este estaba sentado en la cama. Se había puesto una ligera bata y se rascaba la cabeza, bostezando. Cuando vio la blanca cara de Edris y la ira que se reflejaba en sus ojos, se quedó helado.

—¿Qué pasa?

Sin decir nada, Edris le alcanzó el diario.

Algir leyó el titular y sintió que la sangre se le iba a la cabeza. Se puso de pie, muy nervioso.

—¡Por Judas! —murmuró—. ¡La han encontrado! —trató de leer el artículo, pero sus manos temblaban de tal forma y sus ojos estaban tan cegados por el terror, que no pudo leerlo. Maldiciendo, arrojó el periódico al suelo:

—¿Qué dicen?

Edris se dirigió al bar y sirvió dos buenas raciones de whisky en sendos vasos.

—¿Qué dicen?, ¡maldito sea! —gritó Algir.

—¡Tranquilo! —gritó Edris—. Tómese este trago.

Algir le arrebató el vaso y se tomó el whisky de un trago. En seguida se sirvió otro.

—Me voy de aquí —murmuró—. ¡Maldito sea, Ticky! Nunca había oído hablar de su habilidad para hacer planes. Yo…

—¡Basta! —en la voz de Edris había ira concentrada—. ¡Toda la culpa es suya! Le dije que la enterrara en algún sitio seguro. ¡Enterrada! ¡Estúpido! Para que una criatura la pueda desenterrar. ¿Usted llama a eso enterrar?

Algir bebió el whisky y volvió a llenar su vaso. El whisky le quemó la garganta y empezó a recobrar un poco de ánimo. Se sentó y tomó el diario.

—La enterré perfectamente. Es mala suerte.

—¿Ah, sí? ¡Debería matarlo, imbécil! —Edris saltaba, loco de ira—. ¡Ha echado a perder el negocio más maravilloso del mundo! ¡Maldito sea! ¿Por qué no lo habré hecho yo?

Más tranquilo, Algir tomó el diario y leyó el artículo. Luego comentó:

—Bueno, parece que no saben quién es la chica y además no tienen ninguna pista. Mientras Ira siga representando su papel, ¿cómo pueden adivinar que esa perra es Norena?

Edris pudo dominar su furia. Le arrebató el diario a Algir, se sentó y volvió a leer el artículo.

—Sí —dijo por fin—. Todavía podemos tener esperanzas. Tal vez no lleguen a saber nunca quién es.

—¡Ah, no! —prorrumpió Algir presa de pánico otra vez—. Yo me voy. Ya no es un asunto seguro. Conozco a los «polizontes». Nadie los para cuando han hablado a la prensa. En este mismo momento pueden saber quién es.

—Lo más probable es que nunca descubran quién es la chica —dijo Edris—. No tienen nada a donde agarrarse. Dicen que su rostro ha sido destruido en parte por las hormigas y que lo que queda no se puede reconocer. Dicen que no tiene, señales que la puedan identificar, ni trabajos dentales. ¿De manera que cómo diablos la podrán identificar?

Algir recapacitó sobre todo esto, muy poco convencido.

—Pero suponga que hayan descubierto algo y que lo guarden para ellos.

—¿Descubierto qué? —gritó Edris—. Si supieran algo lo hubiesen publicado en el diario. Lo que quieren es identificarla, ¿no le parece?

Algir murmuró entre dientes. Terminó su whisky, luego, sintiéndose algo ebrio, empezó a andar por la habitación.

—De todos modos, me voy, Ticky. Tengo veinte mil dólares; con eso podré sostenerme. Voy a tratar de alcanzar un avión que sale para Cuba esta tarde.

Lo que menos deseaba Edris en ese momento era que Algir lo abandonara. Sin él no podía tener ninguna esperanza de conseguir el dinero de los Garland. Controlando con dificultad su furia, tomó la llave de la caja fuerte de Garland que estaba sobre la mesa y se la tiró a Algir a la cara.

—Esto puede representar cien mil billetes —chilló—. ¿Va a desperdiciar ese dinero?

Algir vaciló.

—No podemos hacer nada hasta mañana; entonces puede que sepan quién es ella. Una vez que lo sepan irán al colegio y el director les dará una descripción de mi persona. Les será muy fácil atraparme. No, ¡al demonio con el dinero! ¡Me voy, mientras la huida sea posible!

—¿Al demonio con cincuenta mil dólares? ¿Está loco? —gritó Edris, poniéndose de pie de un salto—. ¿Cuánto cree que le van a durar veinte mil dólares? Ahora escuche, Phil, haga lo mismo que yo. Nos iremos los dos mañana por la tarde. Me iré con usted a Cuba, pero tenemos que llevamos el dinero de los Garland.

Algir se quedó absorto.

—¡No lo llevaría conmigo por todo el oro del mundo! Todos los «polizontes» del país podrían reconocerlo, monstruo hediondo. Llevarlo a usted sería colgarme una señal luminosa alrededor del cuello.

Edris lo miró un largo rato, con los ojos enrojecidos llenos de odio, luego se dio cuenta que de cualquier manera tenía que persuadir a este cobarde para que cooperara con él, y al punto decidió explotar la codicia de Algir.

—Muy bien, entonces, si piensa así, me quedaré con todo.

Algir se detuvo para mirar atónito a Edris.

—¿Qué quiere decir?

—Somos socios, pero si me abandona, entonces tengo derecho a todo el dinero que consiga de la caja fuerte de Garland.

—No lo puede conseguir, ¡idiota! No lo puede conseguir sin mí.

—¿Le parece? Está equivocado. Puedo hacer que Ira me lo traiga. Está en un gran sobre. Lo único que tiene que hacer es colocar el sobre en su faja y salir con él; y lo hará, ¡maldita sea!, o se las tendrá que ver conmigo.

—Pero escuche, tonto —exclamó Algir, con mirada inquieta—. Los «polizontes» lo habrán encontrado a usted mañana por la mañana. ¿No se da cuenta de eso? Si llegan a saber que Ira no es Norena y lo sabrán… hablará y entonces no sé cómo se las va a arreglar.

—Le estoy diciendo que no descubrirán nada tan pronto —afirmó Edris con calma—. Quiero correr el riesgo por una suma como esa. Conozco a Terrell. Es seguro, pero lerdo. Podría quedarme aquí mismo, en este apartamento, una semana más y seguiría a salvo.

Algir se sirvió otra copa. Estaba pensativo y observaba a Edris. Veía que iba a morder el anzuelo.

—¿De veras piensa así? —preguntó Algir, volviéndose a Edris.

—Por supuesto que pienso así. No se imagina que voy a arriesgar mi pescuezo si no estuviera seguro.

Algir bebió el whisky de un solo trago. Se decía que sería una locura dejar que Edris consiguiera esos cien mil dólares, cuando la mitad, en justicia, le pertenecía a él.

—Bueno, tal vez esperaré hasta mañana —anunció con más calma—. Puedo tomar el avión de mañana.

—Si todavía está nervioso, tome el de hoy —dijo Edris, muy satisfecho de sí mismo—. Además, podría gastar su parte, Philly muchacho. Puede irse ahora.

—¡Cállese, maldita sea! —exclamó Algir—. La mitad de ese dinero me pertenece y lo lograré.

—Bueno, muy bien, ¡si su maldita mente se ha dado cuenta de las cosas! —dijo Edris; volvió a la cocina y empezó a hacer más café.

Tenía que convencer a Algir, pensaba, pero maldecía el día en que lo conoció. Algir tenía razón. En cuanto obtuvieran el dinero debían abandonar Paradise City. Los «polizontes» podían pescarlo con toda facilidad. No tenía más que asomarse a la calle para que cualquiera lo reconociera. Pero aún había una posibilidad de que la policía no identificara a la chica. Debía irse y esperar. Si no sucedía nada regresaría después de unos meses. Ira estaría todavía en el banco. Podría encontrar a otro para reemplazar a Algir. Su plan no había fracasado por completo.

¿Pero dónde ir hasta que estuviese seguro? ¿A México? Era una buena idea. Sirvió café en dos tazas. No era que le faltara dinero. Podía pasarlo muy bien en México. Y si Algir en realidad se imaginaba que iba a conseguir su parte, ¡qué sorpresa iba a tener!

Todo lo que Algir iba a recibir, por haber querido ser un héroe, era una buena paliza.

Para algunos, este cálido domingo pasó con mucha lentitud; para otros, con toda rapidez.

Ira pensaba que el día no terminaría nunca. Poco después de las diez, Mel había salido a encontrarse con Joy. Tenían proyectado pasar el día en la cabaña de la playa. Le preguntó a Ira si quería acompañarlos, pero le había contestado negativamente.

—Vosotros dos, tortolitos enamorados, queréis estar solos.

Yo estoy bien —le había dicho con una alegría que estaba lejos de sentir—. Voy a ir al club.

Cuando Mel salió se dirigió a su cuarto y se sentó al lado de la ventana abierta. Tenía doce días por delante antes de irse. Todavía no estaba segura de lo que haría. No la asustaba el porvenir. Sabía cómo cuidarse, pero sentía una profunda amargura por tener que dejar a Mel, esta casa y su cuarto.

Encendió un cigarrillo y colocó sus pies en el antepecho de la ventana. La desesperaba pensar que Edris y Algir se fueran con el dinero que les había ayudado a robar, pero no podía hacer nada para evitarlo; cualquier cosa que hiciese le crearía dificultades. Por lo menos, al irse, impediría que sustrajeran más dinero. Pero durante doce días más tendría que conseguir moldes de llaves para ellos, y eso era lo que la preocupaba.

Después de mucho pensarlo, decidió lo que haría cuando Mel y Joy se fuesen a su luna de miel. Debería ir conduciendo el auto hasta la cabaña de la playa, volver a ponerse la ropa con que había llegado a Paradise City, teñirse el cabello de negro, abandonar el auto y andar por la carretera donde podría tomar un autobús hasta Miami. Desde allí podría tomar otro hasta Texas. Con el dinero que había ahorrado, no tendría problemas y una vez allí conseguiría un empleo.

El día pasaba lentamente para Algir, que estaba sentado al lado del aparato de radio, escuchando las noticias que se propalaban, con miedo de salir y maldiciéndose por haberse asociado con Edris.

A eso de las diez llamó al aeropuerto y reservó un billete para el vuelo de la tarde siguiente a La Habana. Hizo su maleta. Luego, sin nada más que hacer, volvió a sentarse ante la radio, sudando y leyendo y releyendo en los periódicos los artículos referentes al hallazgo del cuerpo de Norena.

Edris tenía mucho más dominio sobre sus nervios. Salió del apartamento mientras Algir estaba llamando al aeropuerto. Se dirigió al restaurante «La Coquille», donde encontró al maître organizando el menú de la noche. Le dijo que debía irse a Nueva York, donde un viejo amigo se estaba muriendo y preguntaba por él. Louis le dijo que podía irse si deseaba hacerlo, pero que no esperase que se le pagara mientras estuviera ausente.

—Muy bien —dijo Edris, con el deseo vehemente de escupirle la cara, pero decidido a guardar las apariencias hasta el final—. Comprendo muy bien. Volveré lo más pronto que pueda, pero podría ser que estuviese fuera unos diez días. Siento mucho, míster Louis, dejarlo así.

Cuando el maître no lo podía ver, le hizo un gesto obsceno desde la puerta antes de encaminarse hacia donde había dejado su auto estacionado. Condujo hasta el aeropuerto y reservó un asiento en el vuelo a México del día siguiente.

Eran las doce del día. Volvió en el auto a Paradise City, estacionó su Mini y entró en un bar cercano. Pidió un whisky doble con hielo y un sandwich de pollo y jamón. Mientras estaba comiendo, Bert Hamilton del «Sun» se acercó a él.

—Hola —exclamó Hamilton, sentándose junto a Edris—. ¿Cómo está mi bufón?

Edris se sonrió.

—Arrastrándome. ¿Y usted cómo está?

—Pésimamente —Hamilton pidió un whisky solo—. Estuve levantado casi toda la noche con ese asunto del asesinato. ¿Leyó algo?

—Sí, claro —Edris terminó su copa y pidió otra—. Siempre leo su jerga, Bert, ¿Qué novedades hay?

—Hasta ahora, nada. Nadie sabe quién es la chica. Entre usted y yo, no creo que lo vayan a descubrir, pero no me haga caso. Sea quien sea, debe haber venido de muy lejos. La policía ha pedido informes en Florida de un extremo a otro; no ha desaparecido ninguna chica cuyas señas coincidan con la que buscamos. De manera que ahora están tendiendo la red. Podría venir desde Nueva York… o de cualquier otra parte.

—El capitán Terrell es un hombre inteligente —dijo Edris—. Si alguien la puede encontrar tiene que ser él —miró inquisitivamente a Hamilton—. ¿De manera que no tienen ni una simple pista?

Hamilton, a quien no le habían dicho nada de las gafas, sacudió la cabeza:

—Ni una… ninguna seña particular, ningún trabajo dental, las impresiones digitales no sirven, ninguna cicatriz en el cuerpo… nada de nada.

Edris terminó su copa y bajó del taburete. De pronto se sintió relajado y tranquilo.

—Bueno, me voy. Hasta pronto, Bert —y sacudiendo la cabeza salió saltando del bar.

El día se arrastraba para Jess Farr. Lo pasó en un lugar desierto de la playa. Tenía miedo de que alguien pudiese verlo. Sería mucho más seguro para él, razonaba, después de planear lo que iba a hacer la mañana siguiente, que nadie pudiera reconocerlo. También se acordaba de lo que Ira le había dicho; que los «polizontes» lo detendrían por ir vestido de esa manera. No iba a permitir que eso sucediera si podía evitarlo.

De manera que decidió quedarse en la playa y dormir en el auto alquilado. Había traído comida. Nadó, fumó y bebió demasiado. Odiaba estar solo. Le parecía que el día no iba a terminar nunca.

El día pasó demasiado rápido para el personal de la sección de Homicidios. Todos los hombres disponibles del cuartel de policía se habían dedicado a la búsqueda de informaciones referentes a las gafas rotas. Los muchachos del laboratorio habían traído poca información útil, considerando lo que se habían movido.

A las siete y cuarenta y cinco, Terrell todavía estaba sentado ante su escritorio. Beigler y Hess estaban con él. Los tres hombres tomaban café y fumaban. Terrell hojeaba por tercera vez el informe del laboratorio. Parecía que estuviera tratando de exprimirlo para sacar alguna información más que no existía. Los muchachos del laboratorio habían examinado los dos cristales rotos. Afirmaron que el dueño de las gafas padecía astigmatismo y debía usarlas de forma permanente. El ojo derecho estaba más afectado que el izquierdo. Esto podía proporcionar una pista e hizo renacer las esperanzas de Terrell.

Había mandado tres de sus hombres a las casas de óptica dentro de un radio de ciento cincuenta kilómetros, para, empezar.

—No importa que sea domingo. Averigüen dónde vive el dueño y consigan que abra la tienda —dijo Terrell—. ¡Quiero saber a quién pertenecían estas gafas, y lo quiero saber hoy mismo!

Le había dicho a Jacoby que llamara a los hospitales y a los oculistas registrados en la sección profesional de la guía telefónica.

Otros tres hombres trataban de encontrar la casa que había fabricado la montura plástica de las gafas. Tampoco fue una tarea fácil, pues las fábricas cerraban los fines de semana, pero Terrell no quería que se le hiciese ninguna observación.

Tomó el informe de las huellas de tacones halladas cerca de Carol Cove. El informe era breve, pero interesante. El hombre a quien pertenecían debía tener seis pies de estatura y pesar unas 190 libras. Los zapatos número diez que usaba, estaban prácticamente nuevos. Habían sido comprados en «The Man’s Shop», una tienda elegante de Paradise City. Un oficial de policía había ido a tratar de encontrar al empleado que había vendido en las últimas semanas un par de zapatos como aquéllos.

Poniendo a un lado el informe, Terrell dijo:

—¿Cuál será su próximo paso, Fred?

—Creo que iré a Coral Cove a ver qué están haciendo los muchachos. Ahora hay bastante luz para dar un buen vistazo. ¿Le parece bien, Jefe?

Terrell movió la cabeza asintiendo, y cuando Hess se fue se sirvió más café en el vaso de cartón y levantó la vista hacia Beigler.

—Tenía la esperanza de que surgiera algo después de la transmisión de anoche.

—La del sábado es mala noche. La mayor parte de la gente está fuera. La van a repetir dentro de cinco minutos. Me vuelvo a mi escritorio —dijo Beigler, dirigiéndose hacia la puerta.

Después de irse, Terrell sacó de un cajón de su escritorio una toalla y la máquina de afeitar y se dirigió al lavabo de hombres.

Beigler encontró a Lepski sentado en el cuarto de detectives, fumando y dormitando. Jacoby estaba hablando por teléfono.

Cuando Beigler se sentó y encendió un cigarrillo, Jacoby colgó el receptor y se dirigió a su silla.

—El doctor Hunstein tiene dos pacientes cuyos ojos coinciden con nuestra descripción —dijo—; Una chica de veintitrés años y otra de veinticinco. Las dos son rubias. Las dos son de aquí.

—Averigüe si han desaparecido y si alguna vez han usado gafas de plástico azul —indicó Beigler; luego miró a Lepski en el momento que Jacoby empezaba a marcar—. Puede ser que esas gafas no tengan nada que ver con la muerta. ¿Pensó en eso?

—A usted le pagan para pensar, sargento —dijo Lepski con una sonrisa—. A mí sólo me pagan para mover las piernas.

Diez minutos de conversación con Jacoby le hicieron llegar a la conclusión de que ninguna de las chicas había desaparecido y que tampoco ninguna de ellas usaba gafas de plástico azul.

—Anote esto —dijo Beigler, trazando una línea debajo del nombre del doctor Hunstein.

El teléfono empezó a sonar. Beigler suspiró y levantó el receptor. Entonces comenzaron una cantidad de informes inútiles, inspirados por la llamada hecha por radio, que tuvieron que ser oídos por Beigler el resto de la mañana.

A la hora del almuerzo Terrell comió un sandwich y luego decidió ir a Coral Cove para ver qué estaba haciendo Hess. Cuando subía al auto pensó que esa mañana había pasado volando y que, sin embargo, estaban tan lejos de saber quién era la chica, como si la hubiesen pasado cómodos y tranquilos en su casa.

Permaneció dos horas con Hess. Cada pulgada de las lomas y los terrenos adyacentes fueron examinados y no se halló ningún rastro.

—¡Qué muerto! —gruñó Hess, secándose la cara sudorosa—. Me vuelvo con usted, Jefe. Tal vez ahora encontremos algún indicio en esas gafas.

De vuelta en la comisaría hallaron a Beigler con la primera de las listas de nombres y domicilios que habían llegado.

—Créase o no, tenemos treinta y dos chicas entre los quince y los veinticinco años que usan gafas —informó a Terrell—. Tres de ellas viven aquí. Diez en Miami. Doce en Jacksonville. Tres en Tampa y el resto en los Keys. Ninguna figura como desaparecida, pero eso no quiere decir que no hayan desaparecido.

Terrell gruñó:

—Que Max se ocupe de esto. Que averigüe si usaban gafas permanentemente.

Beigler le dio la lista a Jacoby, quien se dirigió hacia el teléfono, con expresión de resignación en el rostro.

—En este momento viene para aquí un sujeto que puede ser interesante —siguió diciendo Terrell—. Dice que ha visto a una chica y a un hombre que iban en auto hacia Coral Cove a eso de las ocho de la mañana, el diecisiete del mes pasado. Eso sería hace seis semanas.

La cara de Terrell estaba resplandeciente.

—Espléndido. Cuando llegue, tráigalo a mi oficina —viendo que Lepski iba a encender un cigarrillo, le dijo—: Échele una mano a Max con esta lista. Quiero que se haga algo en seguida.

Cuando se fue, Lepski arqueó las cejas.

—Parece que el viejo está preocupado —dijo.

—¡Me está preocupando a mí! —exclamó Beigler—. ¡Vamos! ¡Hagan algo!

Lepski se acercó a Jacoby y tomó otro teléfono. Examinó la lista de nombres y direcciones, luego dijo:

—¡Eh, Joe! ¿Se fijó si esa chica Devon está en esta lista?

Beigler lo miró, con una expresión de exasperación en los ojos.

—Sí. Sé leer. ¿Qué tiene que ver eso? Sabemos que no ha desaparecido. ¿Entonces, qué?

Lepski apagó su cigarrillo y encendió otro antes de decir:

—Sólo quiero decir que no usaba gafas.

—¿Qué? —exclamó Beigler—. ¡Ocúpese de eso, Tona, por el amor de Dios! Lo malo de usted es que prefiere dormir a trabajar.

—Dije que no llevaba gafas, Joe —dijo Lepski, con mucha paciencia—. La he visto cuatro o cinco veces conduciendo su auto… ¡No llevaba gafas!

Beigler se quedó mirándolo con súbito interés en la mirada. Se acercó y tomó el informe referente a los cristales. Luego volvió a mirar muy pensativo a Lepski.

—Me gustaría dormir —dijo Lepski en tono resentido—, pero soy un buen «polizonte». ¿Todavía no contestan, Joe?

—Dicen aquí que el dueño de las gafas tenía que usarlas permanentemente —dijo Beigler frunciendo el ceño—. ¿Usted dice que su nombre estaba en la lista que nos facilitó el doctor Weidman y que no usaba gafas?

—Poco a poco, va llegando, Joe. Tenga cuidado de que no se le vaya a romper una vena del cerebro.

Beigler se puso de pie y se dirigió hacia donde estaba sentado Lepski. Tomó la lista y se puso a estudiarla.

—Está bien. Norena Devon, Graham Co-Ed School, Miami —sacó la mandíbula—. Puede ser una equivocación. Voy a hablar con Weidman.

Se dirigió otra vez a su escritorio y pidió una comunicación con la oficina del doctor Weidman, en Miami.

La enfermera que contestó dijo que el doctor Weidman no estaba y no volvería hasta las veintiuna. Parecía un poco extrañada de que alguien quisiera hablar con el doctor un domingo, una tarde tan buena y llena de sol como ésta.

—Policía de Paradise City —dijo Beigler—. Necesito algunos datos de uno de los pacientes del doctor Weidman.

—No creo que pueda discutir de los pacientes del doctor Weidman con cualquiera por teléfono —dijo la enfermera con expresión hostil—. Tiene que venir en persona y ver al doctor si necesita alguna información —y cortó.

—¡Bestia! —dijo Beigler y colgó el receptor de un golpe—. Hola Tom, vaya a Miami y busque al doctor Weidman. No podemos esperar hasta que vuelva. Hable con él. Ya sabe lo que necesitamos.

Lepski se puso de pie de un salto. Cualquier cosa era mejor que permanecer en el recalentado cuarto de detectives.

—Muy bien, sargento, lo encontraré —dijo y salió corriendo.

El teléfono empezó a sonar.

Charley, el sargento recepcionista, informó:

—Joe, aquí está míster Harry Tullas. Dice que usted quería verlo.

Tullas era el hombre que había llamado por teléfono, diciendo que había visto una chica y un hombre que iban juntos en auto hacia Coral Cove.

—Hágalo subir, Charley —contestó Beigler.

Harry Tullas era un hombre alto, corpulento, que llevaba un traje corriente pero muy bien planchado. En el momento que Beigler entraba y le daba la mano, pensó que Tullas tenía que ser marino y tenía razón.

—Gracias por haber venido, míster Tullas —dijo—. El Jefe quiere verlo. ¿Quiere venir conmigo?

—Encantado —dijo Tullas—. Espero no hacerles perder tiempo.

Beigler lo acompañó hasta la oficina de Terrell y lo hizo entrar.

—Siéntese, míster Tullas —invitó Terrell, señalándole una silla—. Tengo entendido que cree que puede ayudarnos.

—Escuché eso en la transmisión de esta mañana. Me acorde de esa chica… de manera que pensé que no me costaba nada llamarlos.

—Ojalá todos tuvieran su espíritu de colaboración —dijo Terrell con sentimiento—. ¿Quiere un poco de café?

—No, gracias, nunca lo pruebo.

Respondiendo a una señal de Terrell, Beigler sirvió dos tazas de café: una para Terrell y otra para él. Los dos hombres trabajaban mejor tomando café.

—Bueno, ahora, míster Tullas…

—Represento a los productos Meller, capitán —dijo Tullas—. Ramo de almacenes. Visito los pequeños almacenes que hay en el camino de Miami hasta Key West. El diecisiete del mes pasado empecé mi trabajo muy temprano. Salí de Miami a las siete y media de la mañana…

—Un momento, míster Tullas. Empecemos por el principio. ¿Tenemos su dirección? —interrumpió Terrell.

—Biscayne Street 377, Miami.

—Gracias. Ahora empiece.

—Tomé la carretera principal y me dirigí hacia Seacombe, donde tenía que hacer un par de visitas —continuó Tullas—. El tránsito estaba muy denso. Delante de mí había un Buick Roadmaster convertible con la capota bajada. Lo conducía un hombre y a su lado iba una chica rubia. Íbamos a una velocidad de ochenta kilómetros por hora. Entonces, de repente, el tipo indicó que iba a doblar a la derecha. Tuve que frenar en forma inesperada, porque no esperaba que doblara a la derecha.

—¿Por qué? —preguntó Terrell.

—Todo el tránsito se dirigía a Seacombe. El camino que tomó ese sujeto es un camino de tierra de Coral Cove. La gente no va a Coral Cove durante la semana. Ese camino no lleva a ninguna otra parte más que al mar. Es un lugar de fin de semana. Yo voy algunas veces con los chicos, los domingos.

—¿Qué hora sería?

—Poco después de las ocho. Los dos iban vestidos de playa. Me pareció un poco extraño. Entonces, cuando oí el comunicado de la radio, pensé que tenía que llamarlos.

—Hizo bien. ¿Tomaron ese camino y usted los perdió de vista?

—Sí, pero más tarde volví a ver al hombre en Seacombe.

—Dígame algo de la chica. ¿Podría describírmela?

—Parecía tener alrededor de diecisiete a dieciocho años. Llevaba una camisa blanca y un sombrerito negro. ¡Ah, sí!… llevaba gafas con montura azul.

Terrell y Beigler se miraron.

—¿Dice que volvió a ver al hombre?

Sí. Había hecho mis visitas en Seacombe y estaba en la terminal de autobuses, llenando el depósito. Ese tipo llegó cerca de donde estaba parado. Reconocí el auto y lo reconocí a él. Se bajó y se dirigió hacia donde estaba sentada una joven.

—Un momento, míster Tullas. ¿Y qué pasó con la otra chica?

—Esta vez no iba con él.

Terrell y Beigler se volvieron a mirar.

—¿Dice que invitó a otra chica?

—Así es —Tullas sonrió—. Soy un hombre casado, respetable, con tres criaturas, capitán, pero esa chica, en realidad, atrajo mi atención. Estoy seguro que cualquier hombre que se encuentre con ella la tiene que mirar. Tenía más sex-appeal que cualquiera de esas que uno ve en las revistas. Bueno, ese sujeto se dirigió a ella y le dijo algo. Ella también le dijo algo a él. No sé lo que le diría, pero fuese lo que fuese, él se puso furioso. Con el rostro encarnado, se dio la vuelta y regresó al auto. Nunca he visto un sujeto ponerse tan furioso en un instante. Me interesaba, comprenderá, porque lo había visto ir por el camino de tierra con una chica y ahora estaba con otra. Bueno, como digo, se puso furioso y por un momento llegué a pensar que esa muchacha tan atractiva le había dejado plantado; pero no fue así; ella se levantó, fue tras él y subió al auto. Arrancaron, dirigiéndose a Paradise City. Esa fue la última vez que los vi.

—¿Se acuerda del número de la matrícula del auto?

—En realidad no me acuerdo. No me interesaba el auto. Era un Buick Roadmaster convertible. Eso es todo lo que le puedo decir.

—¿Color?

—De dos tonos: rojo y azul.

—¿Nuevo?

—Más o menos un año.

—¿Y ese hombre? ¿Me lo puede describir?

—Por supuesto. Parecía un funcionario judicial. Tenía más o menos seis pies de estatura y anchos hombros; pesaría alrededor de ochenta y seis kilos, según mis cálculos. Elegante, rubio, quemado por el sol. Tenía un bigotito corto. Llevaba un sombrero de paja marrón y un traje más claro: bien vestido.

Beigler, de pronto, se sentó. Algo había surgido en su memoria.

—Míster Tullas, ¿qué edad podía tener ese sujeto?

—Treinta y ocho… cuarenta.

—¿Hay algo más que haya podido notar en su rostro; alguna seña particular?

Tullas frunció el ceño.

—No sé lo que quiere decir con seña particular… —tenía un hoyuelo en la barbilla: algo que le daba aspecto agradable— sabe lo que quiero decir… como un actor de cine.

Beigler levantó el receptor del teléfono, mientras Terrell lo miraba expectante.

—¿Max? Consígame esa foto de Phil Algir que nos mandó la policía de Nueva York. Usted sabe… de ese convicto —dijo Beigler.

—¿Algir? —dijo Terrell, alzando sus pobladas cejas—. Beigler volvió a colgar el receptor.

—Puede haber un error, pero la descripción concuerda. Desapareció de Nueva York mientras estaban preparando una orden de arresto. Podría ser que fuese él.

—Mientras esperamos… ¿podría describirnos a esa chica que iba con él? —preguntó Terrell a Tullas.

—¡Claro que sí! Primero la vi a ella mientras estacionaba mi auto para hacer una visita. Ella bajó del autobús del aeropuerto de Miami, se dirigió a un banco y se sentó. Me fijé porque tenía ese modo de caminar tan particular —Tullas se sonrió—. Nunca he visto nada igual desde la Monroe.

—¿Qué edad podría tener?

—Unos dieciocho… diecinueve. Tenía poco más o menos un metro cincuenta y era muy esbelta. Llevaba puesta una chaqueta de gamuza verde oscuro y pantalones negros ajustados. Tenía un pañuelo de seda blanco.

—¿Bajó del autobús del aeropuerto?

—Sí. Todavía estaba sentada en el banco cuando terminé mi visita. Entonces llegó ese sujeto…

Jacoby entró, puso un expediente sobre el escritorio y se fue.

Beigler tomó una fotografía que habían mandado junto con el expediente y la puso delante de Tullas.

—¿Es éste? —preguntó.

Tullas se quedó mirando la fotografía, luego asintió con la cabeza.

—Sí… ¡es él!

Cuando Tullas se hubo ido, Terrell dijo:

—Parece que hemos conseguido algo. Hay que encontrar a Algir, Joe. Tal vez todavía esté aquí, pero lo dudo. Dígale a Hess que lo necesito.

Hess entró en la oficina de Terrell unos minutos después. En forma breve, Terrell le refirió lo que Tullas había dicho.

—No sé quién será la chica que iba con Algir, pero búsquela. Nos puede conducir hasta él. Bajó del autobús del aeropuerto un poco después de las ocho y cuarto. Debe haber llegado en el vuelo de Nueva York. Averígüelo, Fred Hess entró en la oficina de Control del aeropuerto de Miami. Una joven dejó de escribir a máquina y lo miró.

—De la policía de Paradise City —dijo Hess y mostró su credencial. Mientras la joven se ponía, de pie y se acercaba al mostrador que dividía el cuarto, prosiguió—: Quiero ver la lista de pasajeros del avión de Nueva York que llegó aquí a las siete y media, el diecisiete del mes pasado.

—Sí, señor. Puedo proporcionársela.

Ella salió y Hess se sentó en un banco. Había dejado a Terrell hablando por teléfono con la policía de Nueva York. Se había organizado la cacería de Algir. Lo que intrigaba a Hess, después de haber leído el expediente de Algir, era que se hubiese vuelto asesino. No había actos de violencia en su largo expediente policíaco. Algir era un delincuente tranquilo. Nunca había hecho uso de la violencia.

La empleada volvió con la lista de pasajeros.

—Puede quedarse con ella, señor —dijo entregándosela a Hess.

Estudió los treinta y dos nombres. Uno de ellos le llamó la atención y frunció el entrecejo.

Ira Marsh.

Era condenadamente raro, pensó. ¿Marsh? ¿Sería una coincidencia? Muriel Marsh. ¿Parientes?

—¿Tiene algún dato de esa mujer Ira Marsh? —le preguntó a la empleada que lo estaba observando con interés.

—Tengo una copia de su billete, si eso puede serle útil.

—Sí… déjeme verla.

Se dirigió al archivo y después de unos veinte minutos trajo la copia. Así se enteró de que Ira Marsh viajaba sola y que vivía en East Battery Street, 579, Nueva York.

—Gracias —dijo Hess, salió de la oficina y se dirigió a la puerta del Control de Policía.

Una hora y media después estaba de vuelta en el cuartel de Policía, informando a Terrell.

—La joven que vio Tullas en la terminal de autobuses de Seacombe es Ira Marsh —dijo, y se sirvió una taza de café—. Los muchachos del Control se acordaban de ella. Parece que llamó la atención de muchos hombres. Ira Marsh iba en el avión de Nueva York. Tomó un autobús del aeropuerto a Seacombe. Lo principal es saber quién es Ira Marsh. Tenemos su dirección. ¿Y si llamamos a Nueva York para averiguar algo más de ella?

—Vaya —dijo Terrell—, y en seguida. Averigüe si tenía alguna relación con la mujer de Devon. Puede ser que haya venido al entierro, pero ¿qué estaba haciendo con Algir?

Hess acababa de abandonar la sala cuando Beigler y Lepski entraron.

—Tom consiguió un dato que puede ayudarnos bastante, Jefe —dijo Beigler—. Entre los nombres de las chicas que podían haber usado esas gafas está el de Norena Devon. Lepski ha visto varias veces a la joven conduciendo un auto durante la semana pasada. Dijo que no usaba gafas. Le mandé a que hablara con el doctor Weidman, que se las recetó. Tráigamela, Tom.

—Bueno, vi al sujeto —dijo Lepski—. No hay error posible. Norena Devon tenía astigmatismo. En el ojo derecho más que en el izquierdo. Le enseñé los cristales al doctor y me dijo que los habían hecho con una receta suya. Me dio el nombre de la óptica, pero el empleado que vendió las gafas está fuera durante el fin de semana. Estará de vuelta el martes por la mañana.

Terrell se rascó la nuca, mirando a Lepski.

—No entiendo nada de todo esto. ¿Por qué están perdiendo el tiempo con esto, cuando sabemos que miss Devon no ha desaparecido?

Lepski se apoyó en el otro pie.

—Me pareció que era algo extraño. Miss Devon no usaba gafas.

—¿Quiere decir que nunca las usó?

—No quiero decir eso, pero de acuerdo con el doctor, tenía que ser medio ciega, si necesitaba usar semejantes gafas permanentemente.

—¿No sabe que a las chicas no les gusta usar gafas? —dijo Terrell con impaciencia—. A lo mejor iría medio ciega… las chicas son así.

—Conducía el auto sin ellas.

—Muy bien, muy bien, hablaré con el padre cuando tenga tiempo. Ahora, por el amor de Dios, Tom, ocupémonos de cosas importantes —miró su reloj—. Son cerca de las nueve y voy a perderme el nuevo boletín de noticias. Haga que salga la descripción de Algir en el boletín de noticias de mañana a las siete y treinta de la mañana. Tome esa foto y empiece a averiguar en los hoteles. Vea si está en la ciudad. ¡Vamos!

Lepski tomó la fotografía, cambió una mirada con Beigler y se fue.

—Además, Joe —dijo Terrell—, no mande gente para trabajos que no sean de mucha importancia, cuando necesitamos a todos los hombres que podamos conseguir para buscar a Algir. Usted podría ocuparse de algo más útil que de la hija de Devon.

—Sí, Jefe —dijo Beigler, cabizbajo—. Pensé que era extraño…

—Muy bien… ¡olvídese de eso! —exclamó Terrell—. ¿Qué le parece si llamara a ese enano, Edris, y averiguara si Muriel Devon alguna vez le mencionó a esta chica, Ira Marsh?

—A esta hora debe estar en el restaurante.

—Véalo allí —Beigler volvió a su escritorio. Hess acababa de colgar el receptor.

—Han mandado a alguien a East Battery Street y luego volverán a llamar —dijo, bostezando y levantándose para desperezarse—. Parece que tendremos que trasnochar otra vez.

Beigler gruñó. Marcó el número del restaurante «La Coquille». A los pocos instantes contestó Louis, el maître.

—Policía de Paradise City. Deseo hablar con Edris —dijo Beigler.

—No está aquí.

—¿Dónde está?

—En Nueva York. No volverá antes de diez días. Se fue a visitar a un amigo que está muriéndose.

—Bueno, por lo menos ha conseguido un amigo —dijo Beigler y colgó.

—¿Sabe lo que me intriga? —dijo Hess—. Que Algir se convirtiera en asesino. Es raro que un convicto haga eso. ¿Cuál será el motivo? Tiene que haber sido por un asunto de mucha importancia.

Beigler se acercó el teléfono.

—Usted preocúpese de eso —dijo—. Yo tengo mis propias preocupaciones —llamó al Servicio Nocturno de General Motors. Cuando le contestaron, dijo—: Policía de Paradise City. Estoy tratando de seguir los rastros de un Buick Roadmaster convertible. De dos tonos: azul y colorado, probablemente último modelo. ¿Tiene alguna noticia?

—En este momento tenemos en el garaje tres autos como el que nos describe —le contestó el hombre.

—El dueño tiene un metro ochenta de altura; es fornido, de ojos azules, cabello rubio y va elegantemente vestido.

—¡Ah!, por supuesto. Lo conocemos. Míster Harry Chambers. Está aquí de paso.

—¿No tiene ahí su auto? —preguntó Beigler, sentándose en el borde de la silla.

—No. Se fue la semana pasada. Desde entonces no lo he vuelto a ver.

—¿Le debe algo?

—No sé. Me voy a fijar. Espere un poco.

Beigler se echó para atrás y le hizo un guiño a Hess.

—Primer impacto. ¿Quién le dice que no soy un detective endiabladamente bueno?

—Suerte —le dijo Hess en voz baja.

La voz del hombre volvió a hacerse oír en el teléfono.

—No. Pagó el día nueve. Nuestro empleado cree que debe haber abandonado la ciudad.

—¿Sabe su dirección?

—Estaba en el Regent.

—¿Se acuerda si el sujeto tenía un hoyuelo en la barbilla?

—Por supuesto. Lo bastante grande como para ocultar una bolita.

—Gracias —dijo Beigler y sonriendo feliz colgó el receptor—. Está en el Regent o estuvo allí y Tom se está matando para tratar de encontrarlo.

Hess tomó el teléfono. Llamó a la central de radio y pidió que le comunicaran con Lepski al instante; a éste le dijo que fuese al Regent Hotel.

Lepski tomó el mensaje mientras conducía por la Avenida. Dobló en la primera calle y se dirigió al Regent Hotel.

Diez minutos después llamó a Terrell.

—Algir abandonó el Regent el día nueve; no dejó ninguna dirección. Parece que se ha ido de la ciudad.

—Puede haberse encontrado mal de fondos. Empiece a buscar en lugares más baratos —dijo Terrell—. Tal vez esté aún aquí.

—Sí, señor —dijo Lepski, y colgó el receptor con un gemido.