7

Casi una hora más tarde, Jess, oculto en las sombras de las palmeras, vio a Ira que salía de la cabaña. Se había puesto pantalones ajustados y una salida de playa, y Jess sonrió al verla. Vio que cerraba la puerta y que dejaba la llave en una de las vigas del techo de la cabaña. Luego, andando a paso lento y con muchos dolores, subió al TR-4 y salió conduciendo.

Jess se levantó y estiró sus miembros. Se sentía saciado, relajado y contento de sí. Se dirigió a la cabaña, sacó la llave de su escondite, abrió la puerta y entró en el salón. Encendió las luces y tiró su bolsón sobre el sofá.

Sintió necesidad de tomar un trago. Se dirigió al bar y se sirvió un poco de whisky en un vaso, fue a la cocina y sacó hielo de la nevera, luego volvió al salón y se dejó caer en uno de los confortables sillones.

Jess, viejo, pensaba, ponte cómodo como si estuvieras en tu casa. Te has metido en un bonito lío, pero tienes que ser muy vivo para manejarlo bien. Le has demostrado a esa muñeca que aún eres el amo. Te dará todo el dinero que le pediste. Si no te lo da, lo que tienes que hacer es amenazarla con hablar con ese sujeto, Devon.

Bebió el whisky de un trago, suspiró y dejó el vaso sobre la alfombra.

Podría quedarme a pasar la noche, pensó. Echemos un vistazo al dormitorio.

Tarareando bajito, se dirigió al dormitorio que tenía una gran cama y muebles muy confortables.

Muy bonito, pensó, y quitándose la chaqueta la arrojó sobre una silla. Luego se dirigió al armario, lo abrió y examinó la ropa de playa que había allí. Era todo demasiado grande para sus espaldas angostas y agobiadas, y con una mueca de disgusto se puso a examinar el contenido de la cómoda.

Las camisas, pañuelos y calcetines que encontró en los cajones no le interesaban. Abrió el último cajón y se quedó absorto. Medio escondida por una toalla de playa había una Colt 38 automática. Largo rato se quedó contemplando la pistola, luego, con cierta excitación, la tomó con mucho cuidado.

Desde que había llegado a ser el jefe de la banda de los Moccasin deseaba poseer una pistola. Había sido su sueño dorado y su mayor ambición. Su respiración era anhelante, mientras examinaba el arma. Al cabo de un rato comprendió su manejo y vio que tenía cinco cartuchos. Se sentó en la cama, con la funda en una mano, la pistola en la otra y se quedó mirando con los ojos fijos a la pared de enfrente.

Durante unos momentos permaneció sentado inmóvil trabajando con la mente. Por fin una sonrisa astuta se dibujó en su rostro y movió la cabeza. Ahora sabía qué tenía que hacer. Una pistola, se decía, lo ponía a la altura de cualquiera. Podría olvidar la época en que tenía que depender de Ira para obtener dinero. Ahora estaba en condiciones de armar una rápida y perfecta matanza.

Volviendo a colocar la funda, puso el arma sobre la mesa de noche y arrojando lejos las botas, se echó en la cama. Todavía estaba sonriendo cuando apagó la luz.

Mel estaba acabando de tomar su desayuno cuando Ira entró en el salón. Había tenido una desilusión al volver la noche anterior poco después de las veintitrés y encontrar el bungalow a oscuras y a Ira en la cama. Hubiese querido despertarla, pero, por fin, de mala gana, decidió no molestarla. Con gran alivio de Ira se había ido a dormir. Ella lo había oído llegar y rezó para que no fuera a su cuarto. Había pasado una noche en blanco, la mente atormentada, el cuerpo dolorido. ¿Qué estaría planeando Jess?, se preguntaba. Estaba segura de que no se iba a volver a Nueva York. Se recriminaba por haber sido tan tonta de contarle todo. Ahora se hallaba en sus manos. ¿Cómo podía haberlo amado alguna vez? Haciendo un esfuerzo para alejar sus pensamientos de Jess, empezó a pensar en Edris. Por ese lado tampoco veía ninguna solución. No podía escapar. Mel llamaría en seguida a la policía y si la encontraban iba a salir a relucir toda la historia.

Cuando entró, Mel, al mirarla, se quedó sorprendido de verla tan pálida.

—Hola —saludó, bajando el diario que estaba leyendo—. Parece que no te encuentras muy bien. ¿Llegaste tarde anoche?

—No —Ira se sentó y en seguida se sirvió una taza de café—. Estoy muy bien. No forjes ideas raras —haciendo un esfuerzo para mirarlo a la cara le preguntó—: ¿Bueno, qué te dijo Joy?

Mel se sonrió feliz.

—Nos casaremos a fin de mes. Tengo unos días libres en esa época para la luna de miel. ¿No te importa quedarte sola cuatro semanas?

Ira se dio cuenta al instante de que esa podía ser su oportunidad. Sin Mel en su camino, le diría a Mrs. Sterling que iba a visitar a una amiga y se iría sin grandes dificultades de Paradise City. Cuando Mel volviera, estaría lejos: ¿dónde quería ir?, no tenía la menor idea, pero sabía que tenía que irse.

—No, claro que no. ¿Ya habéis hecho vuestros planes?

—Iremos a Venecia, en Italia. Dicen que es el sitio más indicado para una luna de miel.

Ella terminó de tomar su café.

—Hum… qué bonito debe ser. Bueno, muchas felicidades, papá.

—Gracias —se puso de pie y se acercó a ella. Apoyó suavemente la mano en su hombro—. Tú y Joy vais a ser muy buenas amigas. Se inclinó y la besó en la mejilla.

Ira se quedó como paralizada, sintiendo una fuerte emoción. Poniéndose de pie en forma brusca se encaminó hacia la puerta.

—Tengo que irme. Te veré esta noche, papá —dijo y se di rigió con rapidez a su dormitorio.

Mel se quedó mirándola, con expresión de asombro en los ojos; luego, sacudiendo la cabeza, tomó su portafolios en el momento que oía el TR-4 que se ponía en marcha.

Poco después de las once una mujer alta, bien vestida, bajó los escalones del subterráneo. Era Mrs. Marc Garland, la esposa del multimillonario rey del acero. Ira había sido prevenida por uno de los guardias, para que la recibiera.

—Ella y su marido salen para Nueva York esta tarde —le dijo—. Ganaron mucho en el casino anoche. Creo que va a llevarse todo. Vigílela. Algunas veces puede ser muy perra.

Ira se puso de pie cuando Mrs. Garland llegó al pie de la escalera.

—Buenos días, mistress Garland —la saludó con amabilidad.

—Es la hija de Mel, ¿verdad? —preguntó Mrs. Garland con una sonrisa—. He oído hablar mucho de usted. —Se sentó en un sillón al lado del escritorio de Ira—. Conocí a su madre hace muchos años, Norena —se quedó observando a Ira—. Se parece mucho a usted. He oído decir que Mel va a casarse. ¿Usted está contenta?

—Ya lo creo, mistress Garland. Me alegro mucho de ello.

—Por supuesto, conocerá a Joy.

—Sí.

—Está muy bien, ¿verdad?

—Me gusta mucho.

—Siento no haberla conocido a usted antes. Siempre hay gente joven en casa. El año que viene tiene que conocer a mi hijo, cuando venga para las vacaciones —abrió un gran bolso que llevaba y sacó un abultado sobre sellado—. ¿Sería tan amable de meter esto en mi caja fuerte? Aquí está la llave.

—Por supuesto, mistress Garland —dijo Ira con el corazón en un puño. Tomó el sobre y la llave. Luego volvió a su escritorio, abrió el cajón y sacó la llave general. Durante un momento vaciló, luego tomó el pedazo de masilla que tenía guardado en el cajón. Disimulándolo en su mano, recorrió el pasillo, dobló a la derecha y llegó a la caja fuerte de los Garland. Con mucho cuidado hizo el molde de la llave antes de abrir la caja. Luego se detuvo. ¿Para qué molestarse en hacer el molde? Sólo tenía que meterse el sobre en la faja para evitar a Algir el trabajo de hacer la llave.

¡Que la haga!, pensó. Así no podrá tener el dinero antes del lunes. Mientras metía el sobre en la caja, echó una mirada a su contenido. Había varios estuches de alhajas y un montón de sobres grandes iguales al que acababa de meter. Cerró la puerta de la caja fuerte y echó la llave.

Cuando se dio la vuelta, advirtió que Mrs. Garland la había estado viendo desde el extremo del corredor y la miraba distraída. Ira sintió un escalofrío que le recorría el cuerpo. ¡Qué suerte!, pensó nerviosa. Si no hubiese metido el sobre en la caja fuerte, Mrs. Garland la hubiese visto robar.

—Si alguna vez viene a Nueva York —dijo Mrs. Garland cuando Ira se acercó a ella—, venga a vernos. Siempre trato de persuadir a su padre para que venga con nosotros, ¡pero está tan ocupado!

—Me gustaría mucho —dijo Ira, tratando de controlar su voz—, pero me parece muy difícil que vaya a Nueva York.

—Bueno, si va, acuérdese. Adiós, Norena —y diciendo estas palabras, Mrs. Garland se fue.

A la hora de almorzar Ira fue al café donde Algir la estaba esperando.

—¿Y bien? —preguntó cuando se le acercó.

Sin decir una palabra, le entregó la caja que contenía el molde de la llave.

—¿A quien pertenece?

—A mistress Marc Garland.

—¿Tiene dinero en la caja fuerte?

—Sí… mucho.

—Muy bien. No tengo que decirle lo que le espera si miente —dijo metiéndose la caja en el bolsillo—. No tendrá una segunda oportunidad viborita… recuérdelo bien.

Se dio la vuelta y salió del café. Estaba tan absorta en sus pensamientos, que no vio a Jess Farr que estaba enfrente, en un auto destartalado que había alquilado. Tampoco lo vio Algir, cuando salió conduciendo su Buick.

Con un cigarrillo colgándole de los labios, Jess puso el Ford en marcha y siguió a Algir hasta el apartamento de Edris.

Fred Hess se instaló cómodamente apoyado contra una duna y se quedó descansando. Acababa de terminar un excelente almuerzo que habían llevado para el picnic; el sol, que aún calentaba, la suave brisa y el ruido de las olas, le servían de soporífero.

Era el primer fin de semana que tenía libre, desde hacía bastante tiempo y el sábado por la mañana había decidido llevar a su mujer y a su hijo Fred a su lugar preferido de la playa para pasar el día.

Lo único que lo molestaba como un moscardón, pensó Hess mientras cruzaba sus manos sobre la barriga, era su hijo. A Hess le gustaban los niños de los demás, pero no soportaba el suyo propio. La razón era, como pensaba a menudo, lo malcriado que estaba el mocoso. María, una madre débil pero una esposa intransigente, no dejaba que le pusiera la mano encima el niño y si había un niño que necesitaba muy a menudo una buena paliza, era su hijo.

Pero por el momento todo estaba en paz. María se había llevado al niño a la orilla del mar, donde se dedicaba a salpicar con agua el vestido blanco de su madre y estaba muy entretenido.

Hess había anunciado que iba a dormir una buena siesta. El niño quería que jugara a la pelota con él. Después de una acalorada discusión y temiendo María por la alta tensión de su marido, había tomado la mano del niño arrastrándolo lejos de Hess, donde no pudiera oír el vocabulario subido de tono de su padre.

¡Eso era vivir! pensaba Hess mientras cerraba los ojos. ¿Qué más podía desear un hombre? Era agradable pensar que sus compañeros estaban sudando en la habitación recalentada de los detectives, en la comisaría. Joe Beigler era el sargento de guardia y en ese momento debía estar atendiendo el teléfono, tratando de parecer amable cuando las personas que llamaban le hacían preguntas tontas o le preguntaban por el perro que habían perdido o el auto que les habían robado. Bueno, Joe tendría que arreglárselas. Hess tuvo un suspiro de felicidad y dejó que el sueño lo invadiera.

Durmió unos quince minutos; luego la llegada del niño lo despertó sobresaltado. Sintió cierta satisfacción al ver que María miraba su vestido, un poco fastidiada. Si ella dejaba que el niño le tirara agua, ya era el colmo.

—Vete de aquí —le dijo a su hijo, un chiquillo bajo de estatura y gordo, con mentón agresivo y expresión decidida que lo hacían parecer el retrato de su padre—. Vete a ver hasta dónde puedes llegar corriendo sin que se te doblen las piernas.

El niño lo ignoró por completo. Tomó su pala para jugar con la arena y acercándose a su madre, dijo:

—Quiero enterrar a Pa.

María se sentó a la sombra. Era una mujer grandota y agradable de treinta y cinco años. No era una belleza, pero tenía buen carácter y expresión bondadosa y Hess, después de diez años de matrimonio, no la hubiese cambiado por ninguna otra mujer del mundo.

—Bueno, muy bien —dijo—, pero hazlo con cuidado. Papá está cansado y quiere tranquilidad.

—¡Epa! —dijo Hess indignado—. Quiero que me dejéis en paz y no me va a enterrar.

—¡Quiero enterrar a Pa! —dijo el niño sacando la mandíbula.

—Bueno, Fred —le engañó María—. Ya sabes que a todos los niños les gusta enterrar a la gente.

—¿Ah, sí? Entonces que te entierre a ti —Hess también sacó la mandíbula—. ¡No me va a enterrar!

—¡Quiero enterrar a Pa! —gritó el niño llorando.

—No me quiere enterrar a mí, querido —insistió María—. Te quiere enterrar a ti.

—No soy sordo. Si se me acerca, le voy a dar un tirón de orejas.

—Mira, Fred, no tienes que ser egoísta. Es día de fiesta para el niño, tanto como para ti —dijo María—. No veo por qué te puede molestar que te eche un poco de arena encima. A los niños les gusta hacer eso.

—Me importa un bledo lo que les guste a los niños. ¡Maldita sea! ¡A mí no me gusta! —dijo Hess con la cara congestionada.

—¡Fred Hess! ¡Me avergüenzo de oír semejante lenguaje delante de tu propio hijo! —dijo María con severidad—. De veras estoy avergonzada.

—¡Maldita sea! ¡Maldita sea! —gritaba el niño, saltando de un lado a otro, feliz de que su padre no tuviese razón y decidido a aprovechar la situación.

—¡Basta, niño! —dijo María con severidad—. Que no vuelva a oírte decir eso.

—No veo por qué. ¡Pa lo dice! —dijo el niño con una mirada astuta hacia su padre.

—Papá no debería decirlo —dijo María.

—¡Pícaro viejo! ¡Pícaro viejo! —canturreaba el niño, saltando de aquí para allá—. No tienes que decir maldita sea, ¡pero lo dices!

—Ahora, escucha bien lo que vas a hacer —dijo María enfadada, mirando a su marido.

A Hess le parecía bastante divertido, pero hacía un esfuerzo por permanecer con la cara seria.

—Los niños alguna vez tienen que aprender —dijo con alegría—. Ahora quédate quieto, hijo. Quiero dormir.

—¡Quiero enterrar a Pa! —volvió a decir el niño lloriqueando. Hubo un rato de silencio, durante el cual María miraba a su marido con exasperación.

—Si quieres tener paz, Fred, sería mejor que lo dejaras enterrarte. Ya sabes cómo es. Seguirá así toda la tarde.

—¡Quiero enterrar a Pa! —gritó el niño con su voz más chillona, presintiendo la victoria.

—Tal vez podría hacerte algún daño —dijo Hess con voz zalamera—. Sólo un pellizquito en la oreja. No le dolería mucho. Sólo dejarle un poco sordo. ¿Qué te parece?

—¡Fred Hess! —exclamó María con voz de espanto.

Hess se encogió de hombros.

—Bueno no hago ningún daño con sugerirlo.

El niño, que sabía que mientras su madre estuviera allí estaba a salvo de la pesada mano de su padre, empezó a congestionarse mientras gritaba que quería enterrar a su padre.

—¡Eh hijo! —dijo Hess repentinamente inspirado—. Quisiera decirte una cosa.

El niño acabó su berrinche y miró con suspicacia a su padre.

—¿Qué?

—¿Ves esa duna allí… aquella grande? —dijo Hess, señalando un alto banco de arena, unos cien metros más lejos.

El niño miró para allá.

—Te diré algo muy interesante sobre ella, pero primero debes prometer no decírselo a nadie. Es un secreto muy grande e importante.

El niño empezó a interesarse.

—¿Qué clase de secreto?

Hess le hizo un gesto con la mano.

—Ven más cerca. No quiero que nadie oiga lo que te voy a decir.

El niño, que ahora estaba intrigado, se acercó a su padre y se arrodilló a su lado. Hess resistió a la tentación de abofetearlo. Bajando la voz, dijo:

—Un viejo fue a dormir allí anoche. Es un viejo bueno. Le gustan mucho los niños. Siempre lleva consigo algunos pasteles de carne para dárselos.

A su hijo le gustaban los pasteles de carne más que todo en el mundo y Hess lo sabía. La cara del niño se iluminó.

—¿Qué le pasó entonces? —preguntó, mirando hacia la duna.

—Lo enterraron —dijo Hess—. Lo enterraron debajo de esa duna. Estaba dormido, soplaba el viento y quedó enterrado bajo la arena… con todos sus pasteles. ¿Por qué no vas y lo desentierras?

—¿Los pasteles están todavía allí?

—Claro que están —dijo Hess—. Grandes pasteles riquísimos, con la masa hecha con manteca y cantidad de carne jugosa, con sabrosas salsas —su propia elocuencia le dio hambre de pronto y sintió que María no hubiese traído algunos pasteles para la hora del té.

—¡Eh! —el niño abrió mucho los ojos—. ¿Pero qué pasó con el viejo… no se ha muerto, enterrado en esa forma?

—Se encuentra muy bien. Estará tan contento de que lo desentierres que te dará todos sus pasteles. Ve allí y ya verás.

El niño vaciló un rato. No estaba muy seguro de si Hess le estaba gastando una broma o si hablaba en serio.

—¿No quieres venir conmigo y ayudarme a desenterrarlo? —preguntó.

—Por supuesto que quiero —dijo Hess, haciendo el ademán de levantarse. Esperaba esa petición y había pensado la respuesta—. Pero si te ayudo, tendremos que repartir los pasteles. Mi parte será más grande que la tuya, porque soy más grande que tú.

El niño frunció el ceño.

—No sé por qué tendrás más pasteles que yo.

—Bueno, te diré. Soy más grande y tengo más hambre.

El niño dudó un poco.

—Lo haré solo entonces —declaró, y tomando su pala empezó a correr hacia la duna.

—Estoy avergonzada de ti —dijo María, tratando de mantenerse seria—. Decir semejantes mentiras. Te arrepentirás. Espera a que se dé cuenta de que no hay pasteles…

Hess se sonrió y se instaló otra vez para dormir.

—Cuando vuelva será hora de irnos a casa —dijo—. Ahora voy a domir —miró hacia donde estaba su hijo cavando, sonrió con aire beatífico y cerró los ojos.

No había dormido más de diez minutos cuando lo despertaron los gritos excitados del niño. Se levantó al instante, el rostro enrojecido de cólera.

Su hijo brincaba de aquí para allá, haciéndole señas para que fuera.

—¡Pa! ¡Ven pronto! —gritó—. No es el viejo… es una mujer y ¡apesta!

El doctor Lowis llegó a la playa en el momento que el fotógrafo de la policía terminaba su trabajo.

Terrell, Beigler y Hess estaban parados cerca de la duna, mientras los miembros de la sección de Homicidios se dedicaban con todo cuidado a sacar de su sepultura superficial, el cuerpo que el niño había encontrado.

—Es toda suya —dijo Terrell a Lowis—. Háganos un informe rápido, doctor. Parece que ha sido estrangulada.

Lowis movió la cabeza y se dirigió hacia donde estaba el cuerpo.

—Usted sabe —dijo Hess sacando el pecho—, mi hijo será un gran «polizonte». Si no hubiera sido por él, es probable que no se hubiera descubierto nunca el cadáver.

—Saldrá a usted —dijo Beigler con una sonrisa.

—Sí. Yo lo hice así —dijo Hess con orgullo.

—Muy bien, muchachos —dijo Terrell—. Saquémoslo. Consiga algunos hombres más para que vengan aquí, Fred. Van a tener que registrar cada pulgada de este terreno.

Hess hizo un gesto de asentimiento y salió con toda rapidez.

—Con la cara en el estado que la tiene —dijo Beigler pesaroso—, nos va a costar poder identificarla, Jefe. El asesino debe haberse llevado la ropa o la habrá enterrado en alguna otra parte.

—¿Se tienen noticias de que haya desaparecido alguna chica durante las últimas seis semanas? —preguntó Terrell.

—En nuestro distrito, no.

—Esperaremos a ver que nos dice el doctor, luego vuelva a la comisaría. Necesitamos que los diarios de mañana hagan una buena descripción de ella, lo mismo que la radio y la televisión esta noche. Ocúpese de eso, Joe.

—Perfecto —Beigler observaba cómo la brisa formaba remolinos de arena a lo largo de la playa—. Esta arena no nos va a ayudar mucho. No podemos esperar que queden huellas. Debe haberla traído en auto y habrá venido preparado. La arena en ese lugar es demasiado dura para que pueda haber cavado la sepultura con sus manos. Tuvo que tener una pala.

Terrell movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Sí, y no quería que la pudiesen identificar. Un raptor ocasional no se hubiese llevado las ropas de la muchacha. Debe saber que si las identificaban, podían seguir su rastro y eso quiere decir que se conocían de antes.

En ese momento apareció una ambulancia por el camino de tierra y se detuvo al lado de los autos de la policía. Dos enfermeros vinieron corriendo por la arena con una camilla. Hess, que había estado utilizando un aparato de radio de onda corta, se reunió con Terrell y Beigler.

—Los muchachos están en camino —dijo, y siguió hablando con los tres detectives del departamento de Homicidios, que estaban apoyados sobre sus manos y rodillas, examinando la arena desprendida de la sepultura.

Los dos enfermeros esperaron hasta que el doctor Lowis hubo terminado su apresurado examen del cuerpo, luego a una señal que les hizo, prepararon la camilla, colocaron sobre ella el cuerpo, lo cubrieron con una sábana y la llevaron a paso rápido a la ambulancia.

Terrell y Beigler se dirigieron al doctor Lowis, quien estaba cerrando su maletín.

—¿Y bien, doctor?

—Asesinato… estrangulación con cierta violencia —informó Lowis en forma breve—. Hace poco más o menos seis semanas que está muerta. El estado de descomposición es muy avanzado. Hubo lucha. Lo que queda de la cara está muy lastimada. Les podré dar más detalles cuando la lleve al depósito.

—¿Fue violada? —preguntó Terrell.

—No.

Terrell y Beigler intercambiaron miradas, luego Terrell se encogió de hombros. Ahora tenía que hallar el móvil del crimen.

—¿Qué edad le parece que podría tener, doctor?

—Entre diecisiete y diecinueve años.

—¿Tiene alguna señal particular que la pueda identificar?

—No.

—¿Su cabello rubio es natural?

—Sí.

—Muy bien. Denos un informe lo más pronto posible. ¿Estaba embarazada? —Terrell todavía tenía esperanzas de hallar el móvil.

—Era virgen —saludando con la cabeza, el doctor Lowis se dirigió a través de la playa hacia su auto.

—Muy bien, Joe, puede irse —dijo Terrell—. Averigüe en Miami si ha desaparecido alguna chica de esa edad. Si no sacamos nada en limpio, tendremos que tender nuestras redes por otro lado. Ponga en antecedentes a la prensa y avise al público por radio y televisión. Quiero mucha publicidad en este asunto. Es nuestra mejor posibilidad de identificarla.

Beigler se fue y Terrell se reunió con Hess.

—¿Alguna novedad, Fred?

—No fue asesinada aquí —dijo Hess, levantando la vista. Estaba agachado sobre la arena examinando la tumba—. Debe haber sangrado por la nariz y la boca, pero no hay rastros de sangre. En cuanto lleguen los muchachos, los mandaré que examinen aquellas lomas —dijo señalándolas—. Puede ser que la haya matado allí.

—No podremos hacer mucho más por esta noche —dijo Terrell alzando la vista hacia el cielo que estaba oscureciendo—. Dentro de una hora no veremos nada. Bueno, los voy a dejar. Me vuelvo al cuartel de policía.

Cuatro horas más tarde, Terrell, que aún se hallaba en su escritorio, llamó a su mujer, Carolina.

—Voy a llegar tarde, querida —le dijo—. Tengo que quedarme dos horas más, por lo menos —en forma resumida le contó el hallazgo del cuerpo—. Me parece que este asunto va a ser bastante complicado.

—Muy bien, Frank —dijo Carolina—. Te guardaré algo en el horno. ¿Sabes quién es la chica?

—Eso es lo malo. No tenemos ni la más remota pista —mientras hablaba, entró Beigler. Terrell enarcó las cejas. Beigler sacudió la cabeza—. Bueno tengo que seguir trabajando. Iré en cuanto pueda —y cortó la comunicación—. ¿Nada? —preguntó dirigiéndose a Beigler.

—Todavía no. En Miami y Jacksonville no ha desaparecido ninguna chica. Están registrando todos los pueblos. ¿Todavía no está listo el informe del médico?

—Sí. Aquí está —Terrell indicó varias hojas de papel escritas a máquina sobre su escritorio—. Nada que nos pueda ayudar mucho. Fue estrangulada violentamente. Los cartílagos de la laringe y el hueso hioides están fracturados. Tiene la nariz rota. El que la golpeó tenía un puño pesado. No tiene ninguna marca de operaciones… ninguna señal de nacimiento. Proviene de una familia de categoría. Sus uñas y su cabello estaban muy bien cuidados.

—¿Y los dientes?

—Tampoco tuvimos suerte en eso. Tenía una dentadura perfecta. Ningún trabajo dental.

Beigler tomó el vaso de cartón que estaba sobre el escritorio y se sirvió una taza de café.

—Todavía está allí. Le pidió a la brigada de bomberos que fueran con lámparas de arco —dijo Beigler sonriendo—. Ya sabes cómo es Fred. Si se atasca en un crimen, no para hasta que consigue una pista.

—Sí —Terrell tomó el informe de Lowis y empezó a estudiarlo de nuevo.

Beigler terminó su café, encendió un cigarrillo y luego se retiró de la pared donde estaba apoyado.

—Creo que iré de nuevo a mi escritorio —dijo.

—Hay otra cosa —Terrell levantó la vista del informe.

—No es de mucha ayuda. Fue muerta menos de una hora después de haber tomado el desayuno. Quiere decir que fue muerta a la luz del día.

Beigler gruñó.

—¿Qué estaba haciendo allí tan temprano?

—Podría ser que se levantara tarde y que hubiese desayunado tarde.

—Sí —Beigler se encogió de hombros—. Estaré por aquí, Jefe —y salió de la habitación.

Terrell se acomodó en su sillón para reflexionar. A medida que se le iba ocurriendo algo, lo anotaba en una libreta. Pasado un rato, guardó la libreta, se puso de pie y se dirigió al cuarto de detectives.

Beigler estaba leyendo un informe. Lepski escribía a máquina. Jacoby hablaba por teléfono. Las agujas del reloj que había en la pared señalaban las veintiuna y cinco. Los tres hombres levantaron la vista hacia Terrell.

—Me voy a casa —le dijo a Beigler—, pero estaré de vuelta dentro de un par de horas, entonces usted podrá irse a descansar. No podemos hacer mucho más esta noche. Podemos decir algo a la televisión o en los diarios de la mañana. Puede ser que alguien la haya visto, pero seis semanas es mucho tiempo —en el momento que se acercaba a la puerta, ésta se abrió y Hess, con el rostro bañado en sudor, los ojos resplandecientes, entró en el cuarto.

—He descubierto dónde fue atacada, Jefe —dijo—. Y he descubierto algo más —puso sobre el escritorio de Beigler un par de gafas celeste. El cristal derecho había desaparecido y la patilla izquierda estaba rota—. Esto lo encontré bajo un arbusto a un metro de donde la mataron.

Beigler se puso de pie y examinó las gafas. Lepski se reunió con él.

—Démelas, Fred —dijo Terrell, sentándose sobre el escritorio y tomando las gafas.

—Fuimos a las lomas —dijo Hess—. Con las luces que nos iluminaban, no fue tan difícil el trabajo. Después de un rato llegamos a una senda angosta que llevaba al camino de tierra desde la carretera principal. En el extremo de la senda encontramos que el pasto estaba aplastado y la arena revuelta como si hubiese habido una lucha. Había sangre en la arena y en las hojas de un arbusto. No muy lejos del arbusto había una densa maleza y detrás hallamos huellas de tacones de un zapato de hombre. Jack traerá las muestras en cuanto las hayas sacado. Parecería como si el asesino hubiese estado oculto en la maleza esperándola y se hubiese abalanzado sobre ella. Su primer puñetazo probablemente le arrancó las gafas.

Terrell examinó los cristales.

—Son muy gruesos. Lepski, llévelos a los muchachos del laboratorio ahora mismo. A lo mejor estos cristales no tienen nada que ver. Consígame todos los datos que pueda de la montura —miró hacia Hess—. ¿Encontró pedazos de los cristales, Fred?

—Los traje —Hess sacó un sobre de su bolsillo y se lo entregó a Lepski, se retiró en seguida.

—Estaré en mi oficina —dijo Terrell, pensando con sentimiento en ese «algo» que lo esperaba en el horno—. Hágame llegar el informe tan pronto como lo haya pasado a máquina, Fred —y volvió a su oficina para llamar a Carolina.