Ira estaba acostada en su cama, sin poderse dormir. La luz de la lima que entraba por la ventana abierta formaba manchones en la alfombra blanca. En algún sitio del bungalow un reloj empezó a dar veinticuatro campanadas.
Lo que la mantenía despierta era el molesto y persistente pensamiento de que ahora era una verdadera ladrona. Las pequeñas raterías en que había tenido tanto éxito cuando iba a las tiendas de Nueva York eran niñerías, pero ahora que se había metido en grandes robos, podría ir a parar dentro por mucho tiempo si llegaran a atraparla. Y casi la habían atrapado. La recorrió un escalofrío de vergüenza al imaginarse la expresión de Mel si la hubiese encontrado ante la caja fuerte de Wanassee. Vergüenza era algo que nunca había experimentado antes y no le gustaba nada.
Estas últimas semanas, pensaba, la habían cambiado. Se estaba ablandando. Lo sentía.
Admitiéndolo de mala gana, sabía que el hecho de vivir con Mel, de verlo todos los días, de ir ganando su afecto cada vez más, había hecho en ella un impacto desconcertante. No sólo estaba empezando a darse cuenta de todo eso, sino que le estaba empezando a gustar este modo de vida ordenado que llevaba ahora; siguiendo una rutina, levantándose a la misma hora todas las mañanas, yendo al trabajo, donde estaba bien conceptuada; y esto último, sobre todo, la hacía pensar que nunca hubiese podido llegar a eso sin los consejos de Mel y su posición en el banco.
Se dio la vuelta en la cama, molesta. También estaba preocupada pensando que su encuentro con Joy Ansley había sido todo un éxito. Decidió mostrarse muy fría cuando se encontrara con Joy; su hostilidad se vio desarmada por la amistad serena que le ofreció Joy. Los tres habían cenado en el Beach Club y había pasado un rato muy agradable viendo a los nadadores en la piscina iluminada y escuchando la orquesta que tocaba una suave música de baile. Después de cenar, Mel las había llevado a casa de Joy, donde Ira había conocido al juez Ansley.
Seis semanas atrás, la idea de conocer a un juez la hubiese hecho reír a carcajadas, pero este viejo de ochenta años, alto, delgado, con sus ojos grises de mirada penetrante, la había impresionado de una manera que ningún otro hombre había logrado. Había sido sencillo y bondadoso, haciendo que se sintiera como en su casa, llevándola a su estudio para mostrarle su pequeño pero interesante museo, recuerdo de sus cacerías. En lugar de tratar de pensar que todo esto eran tonterías, Ira pensaba que había sentido tener que irse cuando Mel la había ido a buscar para llevarla a casa.
—Venga a verme de nuevo —le había dicho el juez—. Me gusta ver caras jóvenes. Venga el domingo a tomar el té conmigo. Joy estará en la playa con su padre. Si no tiene nada mejor que hacer, podemos acompañarnos mutuamente.
Había estado a punto de decirle que iría; luego sintiendo que se estaba ablandando demasiado al aceptar la compañía de un viejo como el juez, le había dicho que estaba comprometida para el fin de semana, y en forma rápida se había alejado.
Pero ahora, acostada en la cama, deseaba poder hablar de nuevo con el juez.
—Pero no lo haré —dijo casi en voz alta—. ¿Qué me estará pasando? ¡Por el amor de Dios! Jess estará aquí el domingo. ¡Jess!
A la hora de almorzar había mandado la carta a Jess y un giro de quinientos dólares para su billete y sus gastos del momento. Le había mandado el dinero con cierto remordimiento. ¿Y si se quedaba con el dinero y no venía?
Como el solo hecho de pensar en Jess le aceleraba el corazón y lo sentía latir con fuerza, se impuso a sí misma pensar en los acontecimientos de la tarde.
No había tenido mayor dificultad para conseguir el molde de la llave de Mr. Lanza hijo. Ese texano bajo y gordo había sido un segundo Hyam Wanassee. No sólo se había tomado libertades con ella, sino que había tratado de besarla, y sólo cuando lo amenazó con llamar a los guardias, de mala gana la dejó tranquila. Pero había sacado el molde de su llave, aunque la había mandado fuera mientras abría la caja.
El otro cliente, Mr. Ross, era un judío alto y moreno, con ojos duros e impenetrables, que tenía la llave de su caja en una larga cadena de oro prendida en un botón de su pantalón.
De manera instintiva se dio cuenta de que no se iba a separar de su llave y no intentó conseguirla.
De todas maneras, pensó, dos sobre tres no era un mal promedio. Edris no se podría quejar. Al abandonar el banco había ido al café de enfrente y le había dado a Algir el molde de la llave de Lanza hijo.
—Saldré a las once —había dicho éste—. Todavía no he visto a Ticky. Nos encontraremos aquí mañana después de las dieciocho y repartiremos el botín. El pequeño lote de Wanassee es de unos cincuenta mil dólares. De cualquier manera tiene que conseguir la llave de Ross. Apostaría que hay una bolsa con una cantidad de dinero en su caja.
—No puedo hacer milagros —había dicho ella con tono cortante y, mientras se dirigía a su auto, pensó que estaba contenta de no haber conseguido la llave de Ross.
¿Por qué estaba contenta? —se preguntaba a sí misma, mientras miraba el cielo iluminado por la luna—. Y otra cosa… ahora se daba cuenta de que no había demostrado mucho entusiasmo cuando Algir le había dicho que había sacado cincuenta mil dólares de la caja de Wanassee. Seis semanas antes se hubiese vuelto loca de alegría.
Fue entonces cuando empezó a darse cuenta de que ya no quería dinero. Había conseguido lo que siempre había deseado: seguridad, posición, un hogar, un auto, un padre.
Había obtenido todo eso sin riesgos. Tal vez nadie llegara a saber que no era Norena Devon, pero si seguía robando dinero del banco podían descubrirla y entonces se vería envuelta en un lío de todos los diablos.
Se incorporó en la cama. ¿Y si no siguiera con esto?, pensó. ¿Si le dijera a Ticky que no podía conseguir ningún otro molde?
Se acordó de la expresión maligna del enano cuando le había dicho que se estaba aburriendo. No podía desestimar su poder. Era peligroso. Tendría que tener mucho cuidado en la forma de manejarlo. Tal vez el modo más fácil fuese pedirle a Mel que la volviera a trasladar al departamento de contabilidad. Ticky no podría hacer nada contra eso.
Por fin decidió que no haría nada hasta que llegara Jess. Se sentiría más segura con él a su lado para protegerla. Podría defenderla de Algir y de Ticky. Al final de semana le pediría a Mel que la sacara del subterráneo, y durante los dos días que quedaban buscaría pretextos para no conseguir más llaves.
Más tranquila, ahora que había tomado esa decisión, se dio la vuelta y cerró los ojos.
A la mañana siguiente, unos minutos antes de las once, Algir bajó al subterráneo.
Ira volvía a su escritorio, después de haber conducido a uno de los clientes hasta su caja fuerte y se detuvo cuando vio a Algir. Llevaba puesto un nuevo traje tropical color crema y un sombrero de paja también nuevo. Pensó, con cierto malestar, que estaba gastando su parte del dinero y se preguntó, con cierto temor, si no podrían seguirle el rastro.
—¡Hola! —dijo Algir sonriente. Parecía muy confiado, y al acercarse a él sintió olor a whisky—. Déjeme pasar, nena —y señaló su portafolios.
—Baje la voz —advirtió ella—. Hay tres clientes abajo.
—¿Qué importa? Ellos no saben cuál es mi caja fuerte. Vamos, nena, tome la delantera.
Ella lo condujo a lo largo de un pasillo estrecho hasta la caja fuerte de Lanza.
—Ya estamos —dijo Algir mientras abría la puerta—. Vuelva a su escritorio.
Se fue mientras él sacaba de su bolsillo la llave que había hecho la noche anterior. Se encontró con otro cliente que había llegado mientras tanto y lo condujo a su caja fuerte. En el momento que volvía otra vez a su escritorio, vio que Algir salía del pasillo donde se hallaba la caja de Lanza. Tenía el rostro pálido de rabia y un brillo feo en los ojos.
—¿Qué pasa? —preguntó mirándolo fijamente.
—No hay nada dentro —gritó—. Sólo cupones de acciones y certificados. ¡Todo este maldito trabajo para nada!
Ella tuvo una sensación de alivio.
—¡No tengo la culpa!
—Será mejor que se preocupe de hacer otros moldes. Consiga uno para la hora de almorzar. La esperaré en el bar de enfrente.
—Haré lo que pueda.
El le echó una mirada asesina.
—¡Cualquiera hubiese hecho mejor las cosas! —gritó mientras se iba.
Regresó a su escritorio y se sentó. Se estaba poniendo nerviosa; otra señal, pensó, de que se estaba ablandando. Un mes antes, si Algir la hubiese amenazado, le hubiese escupido a la cara; ahora al ver su rostro congestionado por la rabia, se había quedado temblorosa.
Entonces recordó haber visto en uno de los cajones de su escritorio algunas llaves de las cajas fuertes libres que se alquilaban a nuevos clientes. Sacaría los moldes de tres o cuatro. Eso mantendría a Algir ocupado. ¿Cómo iba a saber si la caja estaba vacía o no?
Al mediodía entró en el café y encontró a Algir en su mesa habitual. En cuanto la vio se puso de pie.
—¿Consiguió algo? —preguntó. Ella notó su impaciencia febril.
Ira movió la cabeza en señal de asentimiento.
—Dos —y le entregó la cajita que contenía los dos moldes que había hecho de las llaves de las cajas fuertes libres.
—¿A quién pertenecen?
—A míster Cruikshank y a mistress Rhindlander —mintió—. Ambos son muy ricos y se van esta noche.
—¿Miró dentro de las cajas?
—No.
El le echó una mirada sospechosa y ella tuvo que hacer un gran esfuerzo para sostener su mirada.
—¿Entonces cómo hizo para conseguir el molde?
—Me dejaron abrir la llave de las cajas fuertes, pero no las puertas. ¿Está satisfecho?
—Bueno, por su bien, ¡ojalá contengan más dinero del que tenía ese hijo de perra de Lanza!
—¿Qué quiere que haga si no hay dinero en las cajas fuertes? —gritó Ira—. Hago lo que Ticky me dijo que hiciera. No puedo hacer milagros.
Algir la observó con mucha atención.
—He oído eso antes. La veré en casa de Ticky a las dieciocho —y pasando por delante de ella salió del café.
Ira no hubiese querido ir al apartamento de Ticky, pero tenía miedo de no ir. Iban a repartir lo que le habían sacado a Wanassee. ¿Qué iba a hacer con su parte?, se preguntaba. Si lo hubiese podido poner otra vez en la caja de Wanassee, lo hubiese hecho, pero Algir se había guardado el duplicado de la llave. Decidió que le pediría a Ticky que se la guardara, explicándole que no tenía caja fuerte donde guardarla. Si se presentaba alguna dificultad, por lo menos podría probar que no había tocado el dinero.
En el momento que salía del banco, unos minutos después de las dieciocho, vio a Mel que atravesaba el vestíbulo y se detuvo sonriéndole.
—¿Qué tal pasaste el día? —preguntó, tomándole del brazo y bajando con ella la escalera hasta el estacionamiento del personal.
—Muy bien.
—No pareces muy entusiasmada —la miró y al ver que se encogía de hombros, continuó diciendo—: ¿Ya te estás aburriendo de estar allí abajo? Si es así, puedes estar tranquila. Sólo te quedan otras dos semanas.
Se quedó yerta y se detuvo en seco.
—¿Dos semanas? ¡Pero no quiero estar tanto tiempo allí! Quiero volver al departamento de contabilidad a finales de esta semana.
El sonrió.
—Tienes que tomar tu trabajo en serio, Norena. Ya que Kirby no va a volver hasta dentro de dos meses por lo menos, Crawsure cree que sería una buena oportunidad para hacer un cambio. Estamos esperando un empleado que viene de la sucursal de Nueva York para ocupar el puesto, pero no puede estar aquí antes de fin de mes. Tú tienes que quedarte hasta entonces.
Ira empezó a protestar, pero se paró en seco cuando vio que la estaba observando con curiosidad.
—Después de todo, Norena, tú quisiste ir allá abajo. Te advertí que sería muy aburrido, pero en este momento parece que no podemos arreglarnos sin ti —sonrió—. ¿De acuerdo?
¡Dos semanas más!, pensó alarmada. No podía seguir engañando a Ticky y a Algir durante dos semanas y tampoco podía negarse a Mel. Entonces pensó en Jess y en el telegrama que había recibido esta tarde. Debía llegar esta noche. Con Jess a su lado se sentiría segura.
Se encogió de hombros.
—Bueno, creo que sí.
—Espléndido. Voy a ver a Joy —dijo Mel—. Voy a pedirle que se case conmigo, Norena. ¿Quieres venir conmigo y hacerle compañía al Juez?
Ella sacudió la cabeza.
—Esta noche no, papá. Tengo que hacer —empezó a caminar hacia el auto, se detuvo y lo miró—. Buena suerte.
Mel se quedó mirándola mientras ella iba hacia el auto, subía y se dirigía a la playa; suspiró profundamente. Las cosas empezaban a andar bien, se decía. No sólo ella estaba sentando cabeza, sino que poco a poco iba acostumbrándose a él.
Ira condujo a gran velocidad hasta Seacombe. Llegó al apartamento de Edris, dejó su auto y entró en el edificio, sintiendo que los latidos de su corazón se habían acelerado y que estaba nerviosa.
Mientras el ascensor la llevaba hasta el último piso, se decía que no tenía nada que temer. Mañana cuando Algir encontrara las dos cajas fuertes vacías, podrían empezar los problemas, pero para entonces Jess estaría con ella y la defendería.
Se detuvo delante de la puerta de Edris, sintiendo todavía latir su corazón. Tenía cierto sentido instintivo del peligro y ahora lo presentía. Vaciló un rato; luego apretando con fuerza los dientes, siguió hacia delante y tocó el timbre.
Hubo un momento de espera, luego se abrió la puerta y Edris levantó la vista hacia ella. Su rostro estaba pálido y sus pequeños ojos eran tan inexpresivos como dos pedazos de vidrio.
—Al fin llegó —le dijo—. Es tarde. Entre.
Dudó unos instantes. Por la puerta abierta podía ver a Algir parado junto a la ventana, con las manos en los bolsillos, un cigarrillo entre los labios.
—Bueno, entre —dijo Edris, y ella notó al instante el tono de impaciencia que había en su voz.
Entró en el salón y Edris cerró la puerta. Su corazón le dio un vuelco cuando oyó con toda claridad que cerraba con llave. Siguió andando hasta que llegó al centro de la habitación y se detuvo.
Entonces, de repente, se sintió de nuevo en el ambiente de Brooklyn. Igual que un gato montés presintiendo un peligro, dejó de tener miedo. Bajo la amenaza oculta, su aparente blandura, que la había preocupado las últimas semanas, desapareció como por encanto.
Dio tres pasos rápidos que la acercaron a la pared más próxima, se dio la vuelta y encaró a Edris y a Algir, con sus ojos negros y brillantes, su boca reducida a una línea.
—Muy bien, perra —dijo Algir, con la voz destemplada por la rabia—. ¡He estado esperando para darle esto desde que la conocí y ahora haré tiras de la maldita carne de su trasero!
Mientras buscaba a tientas la hebilla de su cinturón, Ira echó una rápida mirada en derredor, buscando un arma. Cerca de ella había un pesado cenicero y lo levantó en el momento que Algir lograba quitarse el cinturón.
—Dé un paso hacia mí, gusano abyecto —dijo, con voz seca, el rostro pálido pero con expresión decidida—, y tiro esto por la ventana; entonces podrá hablar con los «polizontes», cuando vengan.
—¡Quédese quieto! —dijo Edris a Algir con tono cortante—. Yo dirijo este asunto. Ya se lo dije, ¿no es así? Déjeme.
Algir vaciló un momento, mirando a Ira, luego con un gruñido de exasperación arrojó el cinturón en el sofá.
—Muy bien —dijo Edris y dirigiéndose a su sillón, se sentó—. Siéntese, Ira. Philly, muchacho, usted también.
Ira miró a Edris y luego a Algir, y entonces, teniendo aún en la mano el cenicero, se sentó en una silla con respaldo recto, que había contra la pared. Tenía la boca seca y su corazón le daba fuertes golpes. ¿Qué habría pasado?, se preguntaba. Le tenía más miedo a Edris que a Algir. La calma del enano tenía algo de siniestro, mucho más peligroso que la rabia impulsiva de Algir.
Maldiciendo entre dientes, Algir se sentó.
Edris miró a Ira.
—Creí que era inteligente —le dijo con voz suave—. Le hubiese sido fácil darle nombres a Phil que significaran algo, pero fue lo bastante tonta como para inventar esos dos nombres. Su míster Cruikshank y su mistress Rhindlander no tienen cuentas en el banco. Ya lo averigüé.
Ira hizo un esfuerzo sobrehumano para permanecer impasible. Sí, había sido una tontería, pensó, pero ¿cómo se le iba a ocurrir que este sujeto iba a sospechar de ella?
—¿Qué es lo que piensa? —prosiguió Edris—. ¿También sabía que no había dinero en la caja fuerte de Lanza?
—No lo sabía —afirmó.
—Esas dos llaves que le dio a Phil… ¿a quién pertenecen?
Vaciló un instante, luego decidió poner las cartas sobre la mesa. Todo se le venía encima más rápidamente de lo que hubiese querido, pero estos dos tipos no iban a atreverse a tocarla mientras estuvieran en el apartamento de Ticky. Oía el sonido de la música que provenía del televisor del apartamento de abajo. No estaba sola en el edificio. Podía arrojar el cenicero por la ventana que estaba cerca antes de que pudieran llegar a ella y entonces gritaría. No, no se iban a animar a tocarla aquí.
—A nadie —dijo tranquilamente—. Las cajas fuertes están libres.
Algir la insultó. Parecía dispuesto a lanzarse sobre ella, pero Edris lo intimidó para que se quedara donde estaba.
—¿Se le acabó el valor, Ira? —le preguntó Edris, cruzando sus cortas piernas, con un brillo maligno en los ojos.
—Exacto. Abandono. Puede elaborar otro plan para llenar sus bolsillos y dejarme en paz.
—Sabía que esto iba a suceder, pero pensé que no iba a ser con usted. Reconozco que era perfecta para el trabajo. Todavía es perfecta para el trabajo, Ira, sólo que no lo sabe.
Ella se quedó callada.
—Va a seguir hacia delante —dijo Edris muy tranquilo—. Mañana le va a dar a Phil por lo menos dos moldes y tendrán que ser de llaves de cajas fuertes donde haya dinero. ¿Me entiende? Hágalo y me olvidaré de este traspié.
—Estoy cansada —dijo Ira—. Tengo que abandonar.
—Déjeme esa perra —explotó Algir—. Yo…
—Cállese la boca —gritó Edris, sin apartar sus ojos dé Irá—. Ha conseguido lo qué quería, ¿no es así, Ira? Tiene un hogar, dinero y un padre. ¿No es verdad? El deseo de dinero ya no la aguijonea, ¿verdad?
—Hay algo de eso, y usted no puede hacer nada, Ticky.
—¿Es cierto? —dijo Edris sonriente—. Pero el deseo de dinero aún me aguijonea a mí, nena. Yo no he conseguido lo que quería.
—Entonces siga hacia delante… pero déjeme fuera del negocio.
—No, nena, usted se metió y usted se queda.
Ira permaneció mirándolo durante un largo rato; luego se puso de pie.
—Ahora me voy. Si a alguno de ustedes se le ocurre alguna astucia, esto volará por la ventana —dijo alzando el cenicero con sus dos manos.
—No tenga tanta prisa, nena —dijo Edris con suavidad—. Quiero decirle por qué se tiene que quedar todavía con nosotros. Tiene que quedarse porque no puede salir de aquí. ¿Le gusta Devon, verdad?
Ira se quedó inmóvil.
—¿Me gusta? ¿Por qué me iba a gustar?
—Oh, vamos —dijo Edris y se rio—. ¿Se imagina que no me he dado cuenta del cambio que se ha operado en usted? ¿Es un buen Papá, no? Le da todo lo que quiere. Qué diferencia con su otro padre, ¿verdad?
Ira de repente sintió frío.
—Me imagino lo que diría Devon si el borracho de su papá entrara en el banco y la reclamara —siguió diciendo Edris—. ¡Qué gasto de conversación tendría que hacer, nena! No creo que podría salir sola de semejante lío. Y otra cosa más, cuando los diarios digan que es la cuñada de Devon y no su hija y que los dos han estado viviendo juntos durante semanas, cómo apestaría esta ciudad perfumada. Y luego la prensa metería la nariz en el pasado de Muriel. ¿Cree que Devon podría permanecer mucho tiempo en su empleo cuando surja toda esa basura? Cómo se divertirían entonces ustedes, ¿no es cierto, muñequita?
Ira seguía sin decir nada. Edris veía, por la manera en que reaccionaba, que había dado en el blanco.
—De manera que olvídese de eso —siguió diciendo—. Philly estará mañana por la mañana en el café esperando por lo menos el molde de dos llaves. Téngalas listas para dárselas, nena, a menos, por supuesto, que quiera volver a ver a su verdadero padre. Y otra cosa, no le daremos su parte hasta que no haya acabado su trabajo, pero eso no la debe preocupar, ya que tiene a Devon para que le limpie la nariz y la cubra de billetes ¿no es así?
Ira se quedó mirándolo largo rato, luego dejó el cenicero, abrió la puerta y salió.
Edris miró a Algir y le hizo un guiño.
—La solución psicológica, pimpollo, es siempre mejor que la violencia. Esa chica estúpida está medio enamorada de Devon. Le llevará las llaves mañana. ¿Qué quiere apostar?
Cuando Ira se dirigió hacia el punto de llegada de aviones, en el aeropuerto de Miami, las agujas del gran reloj de pared señalaban las veinte y quince. Tenía diez minutos de espera antes que el avión de Jess aterrizara.
Durante el trayecto desde el apartamento de Edris, su mente había sido un hervidero de ideas, buscando la manera y los medios de salirse de la trampa en que se había metido. Era una trampa muy hábil, porque Ticky sabía que no podía denunciarlo sin verse implicada ella misma en el asunto. También había adivinado que a ella le gustaba Devon, de lo que hasta ese momento no se había dado cuenta. El pensamiento de verlo envuelto en un escándalo que le hiciese perder su posición en el banco le era insoportable. Le era insoportable, en la misma medida, la idea de perder su nuevo hogar y todo lo que representaba. Tenía que haber una salida, se decía a sí misma, pero no se le ocurría nada. Su única esperanza en este momento era Jess. A Jess se le ocurren muchas cosas. Si le explicaba la situación en que se hallaba, estaba segura dé que encontraría una solución. No quería reconocer que la mayor parte de sus ideas en el pasado habían sido pueriles y no habían conducido a nada. Tampoco quería admitir que no podría competir con la experiencia de Edris y con su astucia. Quería convencerse de que Jess encontraría alguna forma de solucionar este problema. ¡Estaba segura que lo haría!
La llegada del avión de Nueva York fue anunciada por los altavoces e Ira se dirigió al ventanal de la sala de espera.
Unos minutos después vio el gran aeroplano que venía por la pista. Hubo unos minutos de espera, luego los pasajeros empezaron a atravesar la pista y dirigirse al vestíbulo de recepción.
Vio a Jess y se quedó helada; su corazón le dio un vuelco. Le había mandado dinero para ropa y esperaba que se hubiese vestido con alguna decencia, pero no se había acordado que a Jess nunca le había importado su apariencia. Llevaba puestos aún sus pantalones desteñidos y ajustados y la misma vieja chaqueta campera de cuero negro que tenía puesta cuando lo había visto por última vez. Sus botas de estilo mejicano estaban resquebrajadas y con los tacones gastados. Colgado del hombro tenía un bolsón sucio color naranja.
Jess era alto y delgado, con hombros angostos, grandes manos enrojecidas y largas piernas. Su cabello negro grasiento le llegaba al cuello y una gran gorra casi le cubría los ojos. Sus rasgos eran regulares y agradables, menos la boca, que era demasiado pequeña y demasiado delgada. Su contextura era fuerte y su mejilla izquierda tenía una profunda cicatriz hecha con una botella durante una pelea como jefe de pandilla. Parecía que no se hubiese lavado en varios días y necesitaba un buen afeitado.
Ira lo observaba mientras caminaba con arrogancia a través de la pista de aterrizaje, rodeado de hombres de negocios elegantes y bien vestidos, acompañados de sus esposas. Por las miradas que le echaban, se dio cuenta de que estaban asombrados y molestos de que un tipo semejante viajara con ellos.
Mientras lo observaba se dio cuenta con una repentina sensación de pánico de lo mucho que había cambiado ella durante las últimas semanas y en qué forma el nuevo ambiente en que vivía había modificado sus normas y sus puntos de vista. Se dio cuenta de que estaba pensando si en realidad había estado tan enamorada de ese vago con aspecto sucio. ¿Podría ser cierto que fuese éste el Jess por quien había peleado y a cuyos deseos había obedecido como una esclava? De nuevo tuvo un sentimiento de vergüenza y una necesidad repentina de salir corriendo antes de que la viera.
Trató de dominarse. Lo había llamado y ahora estaba aquí. No podía escaparse. Tenía su dirección y si no la encontraba allí esperándolo, iría a su casa. ¿Y qué diría Mel? A toda costa —decidió— debía mantener a Jess alejado de Mel ¿Pero dónde podía llevarlo? De cualquier manera lo tenía que convencer de que se lavara y que se comprara ropa nueva. Pensó en la cabaña que tenía Mel en la playa. Irían allí. El podría quedarse a pasar la noche. Ella le conseguirá ropa decente. Mel no ocuparía la cabaña hasta el domingo.
Anduvo despacio hasta la salida y se quedó parada junto a una columna, observando a los pasajeros a medida que iban pasando por allí. Entonces vio a Jess, sacando su mandíbula como si masticara chicle, con una expresión fea en los ojos. Iba abriéndose paso a través de la multitud, sin importarle a quién golpeaba con los codos al pasar.
Haciendo un esfuerzo, Ira se dirigió hacia él.
—Hola, Jess, así que ya estás aquí.
Durante unos instantes ella pudo ver por su mirada vacía que no la había reconocido; luego se dio cuenta de que era ella y se quedó mirándola con la boca abierta, impresionado por el cambio que notaba en ella, pero pronto se recobró.
—¡Demonios! ¡Mira quién está aquí! —exclamó—. Parece que has progresado, ¡por el amor de Dios!
Ira no había tenido tiempo de cambiarse al salir del Banco y se dalia cuenta que parecía demasiado atildada, demasiado pulcra y demasiado todo eso que Jess despreciaba. Su vestido gris, muy sencillo, con cuello y puños blancos; sus medias de nylon negras y zapatos bajos era el uniforme de la clase que Jess más odiaba.
—Es un uniforme —dijo poniéndose a la defensiva—. Vamos, Jess, tengo mucho que contarte, pero salgamos de aquí.
—¿Sí? ¿Y si no quisiera oírte? ¿Qué diablos significa eso de hacerme salir de esta forma? —la cara flaca de Jess se endureció—. Te quiero besuquear aquí y ahora mismo.
—¡Vamos, déjate de tonterías! —exclamó repentinamente furiosa con él—. Si no, ¡vuelve a tu casa!
Se dio la vuelta y salió con pasos rápidos del edificio, delante del cual había estacionado su TR-4.
Atónito, Jess se quedó mirándola con la boca abierta; luego, poniéndose el bolsón al hombro, también salió. La alcanzó y ella se puso al volante.
Lo observaba mientras él miraba el auto, con expresión de azaramiento y envidia en su rostro.
—¿Es tuyo?
—Es mío.
—¡Por Judas! —retuvo su aliento—. ¿Qué ha sucedido? ¿Dices en serio que es tuyo? —estaba tan atónito que Ira casi soltó una carcajada.
Le abrió la otra puerta.
—Sube, Jess.
Dio la vuelta, se sentó al lado de ella y cerró la puerta de golpe. Estaba cerca de él y podía sentir el olor a suciedad y sudor rancio que exhalaba su ropa. Eso le trajo un recuerdo vivido y espantoso de su sórdido hogar, su padre borracho, la suciedad y los insectos de la cama; se encogió de hombros.
—¿Lo sabes conducir? —preguntó, mirando el tablero con los ojos muy abiertos.
—Por supuesto. Antes conduje el auto de Joe cuando me lo dejaba y era el doble de éste.
Jess se rascó la cabeza, llenándose de caspa el cuello. Cuando Ira apretó el arranque él dijo:
—¿De dónde diablos has sacado ese dinero que me has mandado?
—Es una historia muy larga. Tendrás que esperar —dijo Ira, mientras ponía el auto en marcha. El súbito malestar de Jess y su desconfianza la complacieron—. ¿Y tú, Jess? ¿Qué has estado haciendo desde que te dejé?
—¿Haciendo? —se volvió de nuevo hostil—. ¡He estado haciendo lo que me gusta hacer… nada!
Una contestación estúpida, pensó ella para sí. No has cambiado, Jess. Sólo ahora me doy cuenta de lo tosco y lo tonto que eres. Tú no has cambiado, pero yo sí he cambiado.
—¿Cómo anda la pandilla? —preguntó por decir algo.
—¿Qué te importa esa maldita pandilla?
—¿No puedo preguntar?
—Está bien. De todas maneras no interesa. Tengo que volver. La pandilla no puede arreglarse sin mí.
—¿A quién le importa? Tú puedes arreglarte sin ellos, ¿verdad?
El se movió inquieto.
—¿Qué quieres decir?
—Oh, no te preocupes. ¿Por qué no te compras algo de ropa, Jess? Te mandé bastante dinero.
—¿Para qué diablos necesito ropa?
—Paradise City no es Nueva York. Te pueden encerrar por ir con semejante pinta.
—¡Abajo la policía!
—¿Qué hiciste con el dinero… lo perdiste?
—Gasté parte… ¿y a ti qué te importa? Es mío, ¿no es así?
Ella se encogió de hombros, desanimada al sentirse tan aburrida de este patán. Ahora estaba en la carretera principal y se concentró en conducir, esforzándose para que su auto pasara a los grandes Cadillac, los Buick y los Ford, pero cuidándose bien de no exceder los límites de velocidad. No quería que la siguiera un «polizonte» estando Jess en el auto.
—¿No puedes ir más rápido? —preguntó contento de tener algo que criticarle—. Déjame tomar el volante… ¡Te mostraré cómo se conduce un auto!
—Es una buena velocidad. Aquí los «polizontes» están al acecho.
Jess murmuró algo entre dientes; luego preguntó:
—¿Dónde vamos?
—A algún sitio donde podamos hablar.
La miró inquieto, no sabiendo muy bien cómo tratarla. Era una Ira nueva para él. Desconcertado, encendió un cigarrillo y se hundió en un silencio displicente.
Tardaron un poco más de una hora a buena velocidad en llegar a la cabaña de la playa. Para entonces había oscurecido y la playa estaba desierta.
La cabaña, de tres habitaciones, estaba construida con madera de pino, a la sombra de tres palmeras y estaba bastante alejada de las demás, que ahora estaban en la oscuridad.
Esa noche había un programa especial en el club y nadie había ido a la playa.
—Ya llegamos —dijo, bajando del auto—. ¿Tienes hambre?
—¿Qué te crees? —bajó del auto y miró la cabaña con desconfianza y recelo—. ¿Vas a entrar ahí?
—Tengo la llave —pasó delante de él, abrió la puerta, encendió la luz y lo hizo entrar.
El dio unos pasos por el gran salón con los movimientos cautelosos de un gato que entra en un cuarto extraño. Luego avanzó por la habitación hasta el ventanal y corrió con rapidez las cortinas.
—Bueno, ¿qué te parece? —exclamó, mirando atónito a su alrededor—. ¡Casi nada! ¿Quién te lo regaló?
—Eso forma parte de la historia —dijo ella—. Ponte cómodo como si estuvieras en tu casa. Voy a traer algo para comer.
Mientras ella preparaba una cena fría con las provisiones que había en la bien surtida nevera, se preguntaba qué le iba a contar a Jess. Sabía que sería peligroso hablarle de la cantidad de dinero que Edris esperaba robar al banco. Eso lo tenía decidido, pero tendría que informarle de todo lo demás si quería que la ayudara. Ahora estaba arrepentida de haberlo hecho venir, pero necesitaba ayuda, y era el único que podía prestársela.
Durante la comida le contó toda la historia. La escuchó sin interrumpirla, comiendo el pollo frío con grosería, como si no hubiese comido en muchos días. Cuando no quedó nada se recostó en el sillón, con un cigarrillo colgando de sus delgados labios, guardando silencio hasta que ella terminó su historia.
—Bueno, eso es todo —dijo para acabar—. Fue una locura de mi parte haber hecho esto y ahora no puedo salir de este lío. ¿Qué puedo hacer?
—¿Por qué quieres desentenderte de este asunto? —preguntó él.
—No necesito el dinero. Tengo todo lo que deseo, sin correr riesgo alguno. ¿No te das cuenta? Si robo al banco, pueden descubrirme y entonces tendré terribles problemas.
—¿Cuánto te dan por este trabajito del banco?
—Alrededor de cinco mil —mintió—. Eso es lo que Edris me ha prometido. En otros tiempos me parecía una fortuna, pero ahora… bueno, no me durarían mucho y volvería a estar en la calle.
Una expresión calculadora se asomaba en los ojos de Jess.
—¿Cuánto puede sacar Edris en todo esto?
—Veinte mil… o algo aproximado. No sé exactamente cuánto.
—¿Ah, sí? ¡Me imagino! No me vas a decir que se va a meter en semejante lío por veinte billetes. Te está tomando el pelo. Apostaría a que cada vez que Algir saca ese dinero del banco es una suma importante.
—Algir sacó dinero sólo una vez y no fueron más de cinco mil seiscientos dólares —dijo Ira, inquieta al ver la avidez que había en el rostro de Jess.
—Si saca eso todos los días, puede llegar a una cantidad considerable. No, ellos te están engañando. Lo que hay que hacer…
—¡No me importa que me estén engañando! —interrumpió Ira con desesperación—. ¡Quiero terminar con eso! ¡Estoy satisfecha con lo que he conseguido! Quiero que me ayudes a quitarme de encima a esos dos tipos, Jess.
El empezó a hurgarse la nariz, mirándola sin verla. Se notaba que no escuchaba lo que estaba diciéndole.
—¡Jess! ¿Has oído lo que he dicho?
—¡Vamos, cierra el pico! ¡Deja pensar a un hombre!
Ella lo observaba y esperaba con impaciencia.
—¿Necesitas hacer eso? —preguntó ella, repugnada con lo que estaba viendo.
—¡Cállate! —vio un destello feo en sus ojos—. ¡No te lo voy a decir de nuevo! —tomó un paquete de cigarrillos de su bolsillo y encendió uno—. Sabes que es una buena idea. Este tipo Edris tiene seso.
—¿Qué idea?
—Esa idea de las cajas fuertes es fabulosa. Estás loca por querer largarte.
Ella exhaló un suspiro largo y profundo. Debía haberme imaginado esto, pensó con amargura.
—Pero Jess, ¿No te das cuenta del riesgo que corro? Podría ir a la cárcel muchos años.
—¿Por qué no lo pensaste antes? —la miraba sin pestañear, entrecerrando los ojos.
—Porque quería dinero fácil. No creía que tuviese que correr riesgos. ¿Cuántas veces tendré que decírtelo?
Jess aspiró su cigarrillo, echando el humo por la nariz.
—¿Y yo qué papel represento en este asunto? Si te largas, me quedo sin nada. Te quedarás con Edris y repartiremos.
—Es demasiado difícil para ti, Jess. Si me ayudas, te daré algo de dinero. Te lo prometo. Te lo daré.
—¿Cuánto?
—No sé. Depende. Tendré que conseguir que Devon me lo dé. Trescientos o cuatrocientos, Jess.
—¡No digas estupideces! Me acabas de decir que Edris te había prometido cinco mil. ¡Ahora, escúchame, te quedas con él! ¿Me entiendes? ¡Te estoy hablando! ¡Si te causa problemas, te defenderé, pero no te los causará si haces lo que quiere, y eso es lo que tienes que hacer! Si te crees que voy a dejar escapar cinco billetes de entre mis dedos porque te has vuelto loca, estás muy equivocada.
Ira se puso blanca. Sintió que la recorría una repentina sensación de furia.
—¡No me vas a decir lo que tengo que hacer! —gritó—. No soy…
Su mano abierta hizo un movimiento tan rápido que ella no lo pudo esquivar. Le dio una tremenda bofetada que hizo el mismo ruido que una bolsa de papel que estalla. Ella se tambaleó y cayó al suelo, de espaldas. Jess la golpeó con toda su fuerza con la punta de su bota en el muslo.
Con los ojos llenos de furia, ella retrocedió con trabajo y se incorporó. Ahora estaba parada, la mirada vigilante, las manos colgando a los lados del cuerpo, en una actitud de observación que había adoptado a menudo en sus peleas callejeras. Sabía que cuando peleaba era rápida y feroz como un gato montés y dominó su impulso de lanzarse sobre él.
—¡Fuera de aquí! —exclamó señalando la puerta—. No debía haberte traído aquí. ¡No quiero tener nada que ver contigo… nunca más! ¡Fuera!
—Me iré cuando tenga ganas y esté listo para irme —se quitó la chaqueta de cuero y la tiró sobre un sillón—. Te has merecido una buena paliza. Y te la voy a dar. Este es Jess… ¿recuerdas? ¡Quítate la ropa! ¡Te daré con una toalla mojada!
Ella le hizo frente, con los ojos centelleantes.
—¡Fuera de aquí! ¡No tengo miedo de ti, canalla! ¡Fue una locura imaginarme que un cobarde como tú me iba a ayudar! ¡Fuera!
El dio tres pasos lentos hacia ella, tratando de evitar con un movimiento de su cabeza los dedos crispados que le arañaron la cara; luego hundió su puño bajo el arco formado por las costillas de Ira con toda la fuerza de sus músculos magros y fuertes.
El dolor que le produjo el golpe la hizo caer de rodillas. El levantó el puño y lo dejó caer en la cabeza de ella. Medio desvanecida, sin poder casi respirar, cayó de espaldas. Sintió los dedos de él en el cuello de su vestido y trató débilmente de morderle la mano. Entonces sintió un violento tirón y su vestido se rasgó. Mientras trataba de alejarse de él rodando por el piso, su puño la alcanzó otra vez en la mandíbula, dejándola sin sentido…
Maldiciendo en voz baja, con la respiración anhelante, Jess le arrancó el resto de la ropa…
Se daba cuenta vagamente de que todo el peso de él estaba sobre ella y le dolía el cuerpo, pero estaba demasiado aturdida para que le importara nada. Al cabo de un momento sintió que se levantaba.
—Muy bien, nena —oyó que le decía. Le parecía que la voz venía de muy lejos—. Ya te volveré a ver. Haz lo que Edris te diga que hagas o volveré a empezar. ¿Me oyes?
Todavía yacía en el suelo, con los ojos cerrados, le dolía la cabeza, las costillas y la ingle. Le oyó andar por la cabaña, pero no tenía fuerzas para que le importara lo que hacía. Lágrimas calientes le corrían por el rostro, lágrimas que la sorprendieron, porque siempre había imaginado que era demasiado dura para llorar.
El volvió a ella y le dio un suave puntapié en las costillas doloridas.
—He tomado tu pecunia, nena —oyó que le decía—. Tú puedes conseguir más… yo no. Hasta luego.
Oyó que atravesaba el salón, abría la puerta y salía a la oscuridad de la noche, dando un portazo.
El silencio reinó en la cabaña, roto sólo por el suave sonido de su llanto desesperado.