A la mañana siguiente, a las nueve y quince, Mel estaba en la oficina, sentado ante el escritorio, sobre el que se veía la correspondencia matutina y varios informes. En el momento que tomaba un informe del Mercado de Ganados, oyó un golpecito suave en la puerta que daba directamente a su ascensor privado: una puerta que rara vez usaba, pues prefería entrar por la entrada principal del banco, aprovechando la oportunidad para decir algunas palabras a unos y a otros del personal.
Nadie había golpeado jamás a esa puerta y se quedó mirándola, preguntándose si había oído bien. El golpecito se repitió. Frunciendo el ceño, pensó que era muy raro y que miss Ashley, su secretaria, debería conocer algún antecedente. En el momento que estiraba la mano para tocar el timbre, oyó un suave murmullo a través de los paneles de la puerta.
—Papá… soy yo.
Entonces, Mel sonrió. Se puso de pie, mirando con cierta ansiedad a la puerta que daba a la antecámara. Si miss Ashley sospechaba que alguien lo molestaba a esta hora, le hubiese parecido chocante e indignante, pero por el sonido apagado de su máquina de escribir, se dio cuenta de que estaba ocupada. Se dirigió a la puerta, giró la llave y abrió.
Ira se deslizó dentro. Sus ojos azules tenían una mirada de candor, su sonrisa era confiada. Llevaba una túnica gris pizarra con cuello y puños blancos, y alrededor de su talle tenía un ancho cinturón de cuero negro. Su pelo rubio tenía reflejos cobrizos a la luz del sol que entraba por el gran ventanal abierto.
—Ya sé… ya sé… —se apresuró a decir, manteniendo la voz muy baja—. No necesitas decírmelo, papá. Ya sé que no tendría que estar aquí y que miss Ashley se va a tragar la dentadura si lo llega a saber, pero tenía que verte.
—¿Me imagino que te das cuenta de que has quebrantado uno de los reglamentos más sagrados del banco viniendo aquí a esta hora y por mi entrada privada? —preguntó Mel, sentándose detrás de su escritorio.
Ira retiró unos papeles que había sobre el escritorio, se sentó en la mesa y se colocó la falda. Mel pensó que estaba encantadora y la sonrisa que Ira le dedicó le llegó al corazón y al cerebro.
—No lo volveré a hacer nunca más, pero es algo muy importante —prometió—. Doris Kirby ha tenido un accidente y quisiera ocupar su puesto en el subterráneo.
Mel se echó para atrás en su sillón.
—¿Cómo sabes que ha tenido un accidente? ¿Es algo serio?
—Todo el mundo habla de eso abajo —dijo Ira—. Se ha dado un golpe bastante malo: tiene un brazo roto y tres costillas fracturadas. Fue tan tonta como para caer rodando un tramo de escalera, anoche. Ahora, escucha, papá, deja para otro momento tu compasión por Doris. Lo que tiene una importancia inmediata es que quiero ocupar su puesto. Por eso estoy aquí. Quiero que le digas al viejo Crawsure que haré el trabajo de Doris hasta que ella esté bien. Quisiera que lo hicieses ahora mismo, antes que tenga tiempo de reemplazarla por otra.
—Estoy seguro que… —empezó a decir Mel con firmeza, pero ella le puso la mano sobre los labios.
—No digas nada de lo que puedas arrepentirte después, papá querido. Por favor, escúchame. Si algún día tengo que ser útil a ti y al banco, es necesario que conozca a sus clientes más importantes. Después de todo, soy tu hija. Estarán tan contentos de conocerme como yo a ellos. Tú no puedes esperar que me interese mucho por los asuntos del banco, a menos que conozca a algunos clientes. ¿No es así? Conociéndolos, mi trabajo será más interesante. El viejo Crawsure va a tener dificultades para reemplazar a Doris. Gran parte del personal está de vacaciones. También hay que considerar el riesgo y la responsabilidad. Como hija tuya, el viejo Crawsure no puede poner ningún inconveniente en que vaya al subterráneo. Ya sabes que soy la persona indicada, ya que deseo desempeñar ese puesto.
Mel la miró. Qué parecida era a Muriel, pensó y tuvo un brusco pesar porque su matrimonio hubiera sido un fracaso. Norena tenía la misma belleza frágil, la misma firmeza, el mismo don de persuasión calculadora que siempre había usado Muriel cuando quería obtener algo de él.
—No es muy divertido, Norena, hacer el trabajo de Doris. Estarás en el subterráneo todo el día. Creo que te cansarás en seguida.
—¿Te parece que manejar una computadora es muy divertido? —preguntó Ira, arqueando las cejas—. Deja que te recuerde, papá, que no estoy aquí para divertirme. Estoy aquí para adquirir experiencia en el movimiento del banco.
—¡Oh, vamos! —exclamó Mel y se rio—. No esperes que me trague eso. Dime, ¿cuál es la razón real por la que quieres trabajar en el subterráneo, Norena?
Ella sostuvo tranquilamente su mirada, segura de que podría dominar a ese hombre grande y elegante.
—Quiero conocer a algunas de las personas más ricas del mundo… ese es el motivo. Para mí son una especie desconocida. Quiero examinarlas, escucharlas, aprender algo de ellas.
Mel dudó un momento, luego se encogió de hombros. Podría ser una buena idea, pensó, encantado de que demostrara tanto interés por el banco.
—No sé lo que dirá Crawsure de esto —dijo pensativo.
—No le pidas nada, papá: dale la orden. Tú eres el jefe. Tú no pides… tú ordenas —y levantando el receptor del teléfono, le dijo a la telefonista:
—Comunique a míster Devon con míster Crawsure, por favor —y con una sonrisita encantadora le alcanzó el receptor a Mel.
A la hora del almuerzo, Ira salió del banco y condujo a gran velocidad por la ancha avenida, llevando su TR-4 a través del tránsito, indiferente a las miradas masculinas y a los silbidos ocasionales. Al final de la avenida, dio la vuelta por una callecita angosta y paró frente a una pequeña pizzería.
Bajó del auto, entró en el restaurante poco iluminado y se dirigió al bar.
Algir estaba sentado en un extremo, con un Martini delante y un cigarrillo colgando de sus finos labios.
Ira se acercó y pidió una Coca-Cola que Algir pagó de mala gana. Cuando el barman se fue para el otro lado del bar, Ira abrió su bolso y sacó una cajita de cartón. Se la dio a Algir.
—Este es el molde de la llave general —dijo, sin mirarlo—. Dígale a Ticky que no hubo problemas. En cuanto pueda sacar el molde de las otras llaves, se lo traeré.
Algir abrió la caja y examinó el molde hecho en un pedazo de masilla. Vio en seguida que no le sería difícil hacer la llave, y asintió con la cabeza.
—Está bien.
Ira terminó su bebida y bajó del taburete.
—No se escape —dijo Algir, mirando su esbelto cuerpo—. La convido con una pizza.
—Cómasela usted. Yo no quiero contestó y salió con paso rápido del restaurante, subió al auto y volvió por la avenida. Se detuvo delante del bar al que acostumbraba a ir, entró y pidió un sandwich de pollo y pan de centeno. Mientras lo comía, su mente no descansaba.
Hacía un mes que había salido de Nueva York. El cambio brusco de la pobreza a la riqueza no había producido en ella el impacto que había esperado. Pensando en esto, se dio cuenta de que desde que había salido de Nueva York no había tenido un momento de verdadera felicidad. Sabía por qué. No era divertido vivir en el lujo, tener un auto y una cantidad ilimitada de dinero en el bolsillo si no tenía a Jess Farr para compartirlo con él. Sin él la vida era tonta y pesada: como una fotografía desenfocada. Echaba de menos sus relaciones físicas. Por lo menos cuatro noches por semana, después de la sesión de swing. Farr la llevaba a su sórdido cuarto, donde hacían el amor violentamente. Mientras estaba sentada al sol, mordisqueando su sandwich, su cuerpo clamaba por Farr.
Ahora que había logrado entrar en el subterráneo, decidió que no iba a esperar más. Durante los últimos días había estado pensando en la posibilidad de que Jess se reuniera con ella, quisiera o no dejarse ver. Conociéndolo, sabía que debía haber encontrado otra chica. Nunca había estado segura de él. Había usado su cuerpo y le había gustado andar con ella, pero no tenía ninguna seguridad respecto a sus sentimientos. Por lo menos le hubiese gustado saber algo antes de escribirle diciéndole que viniera. Si no venía, quería decir que era así, pero si venía…
Tenerlo en Paradise City sera peligroso, se decía a sí misma, mientras pagaba su cuenta. Pero le explicaría. Jess no era ningún tonto; comprendería su situación. Tendría que mantenerse alejado del camino de Mel Devon. Ticky y Algir no debían tener la menor sospecha de que vendría a reunirse con ella.
Tendría que comprarle un billete de avión desde Nueva York a Miami. No tenía la menor idea de cuánto le costaría. También tendría que proporcionarle algunos fondos. Cuando Jess necesitaba dinero, lo robaba. Aquí no podía permitir que hiciese eso.
Al subir al auto pensaba que la venida de Jess no le traería más que inconvenientes, a menos que le diera algo de dinero. Lo que sacara de la primera caja que abriera sería para Jess. Era la manera más lógica de proceder.
Tenía una vaga sensación de malestar. Se acordaba de las advertencias de Edris. Era tan peligroso como un reptil, y ahora ella estaba haciendo planes para jugar sucio. Tuvo un escalofrío. No podía tener miedo de un enano. Necesitaba a Jess y lo haría venir.
Un metro ochenta de nervios y músculos, con la piel de la cara como cuero, surcada por finas y salientes venas, una nariz bulbosa con marcas de viruela, así era Hyam Wanassee, un tosco millonario texano.
Era el último día de sus seis semanas de vacaciones en Paradise City. El y su mujer se iban esa noche, en avión, a Texas, y sentía mucho tener que irse. Lo deprimía tener que volver a las tormentas de arena, al viento y a la tensión de Texas. A los sesenta y tres años le resultaban pesadas las largas horas pasadas en los campos de petróleo y las eternas cabalgadas. Si le permitiesen darse el gusto, sería feliz retirándose a Paradise City, dejando a su hijo al cuidado del petróleo, que era su fortuna. No había nada que le gustara más que estar sentado en la playa contemplando a las chicas en sus minúsculos bikinis, bebiendo whisky, comiendo mariscos y por las noches jugando en el casino. Pero su esposa, una mujer flaca y envejecida, no quería saber nada de eso.
—Cuando un hombre se retira empiezan los disgustos —le decía muy a menudo—, ¡y es una cosa que no harás, Hyam, mientras tenga un soplo de vida en el cuerpo!
A las quince el chófer que conducía el Rolls Royce de Wanassee se detuvo ante el «Florida Safe Deposit Bank». Wanassee bajó del auto y subió la escalinata que llevaba a la entrada del banco.
Era una figura muy conocida allí y los guardias lo saludaron con todo respeto.
Los guardias de la verja que daba al subterráneo, siempre lo dispensaban de todas las formalidades de identificación. Uno de ellos lo saludó, luego abrió la verja y lo condujo hacia las escaleras.
—Esta es mi última visita, muchachos, hasta el año que viene —dijo Wanassee, deteniéndose—. Esta vez el tiempo ha pasado volando.
Uno de los guardias dijo que esperaba que Wanassee hubiese pasado una buena temporada. El otro dijo que sería un placer volver a verlo al año siguiente.
Wanassee movió la cabeza, complacido, luego bajó la escalera bien iluminada hasta el amplio y fresco vestíbulo del subterráneo. El único fallo que encontraba al banco era que hubiesen empleado a esa chica flaca, llamada Doris o algo por el estilo. Abajo en el angosto corredor del subterráneo podía haber cierta posibilidad de divertirse un poco; siempre que hubiese una chica bonita a cargo del escritorio, pero ¿quién iba a querer hacer manitas con esa virgen chata y callada que era Doris?
Pero… ¡hola! ¡hola! ¡hola! ¿Qué estaba viendo? Se quedó parado y con la boca abierta.
Ira había sido prevenida por teléfono que Wanassee iba a llegar. Le habían dicho que era un cliente muy importante, cuya fortuna ascendía a unos ochenta millones de dólares y que tenía que ser recibido como un rey.
Estaba sentada en su escritorio cuando Wanassee bajó la escalera. Levantó la mirada, le sonrió y se puso de pie. La luz de la lámpara colocada sobre ella la iluminaba.
—¡Eh! —exclamó Wanassee—. ¿De dónde salió? ¿Qué hace una chiquilla tan guapa aquí abajo?
—Buenas tardes, míster Wanassee —dijo Ira rodeando el escritorio—. Ocupo el lugar de miss Kirby por una semana más o menos. Ha tenido un accidente.
—¿Será verdad? —Wanassee contemplaba las piernas largas y bien formadas de Ira—. ¿Un accidente, eh? ¿No me va a decir que algún héroe le ha dado un golpe?
Ira se rio.
—Oh no, míster Wanassee…, se cayó por las escaleras.
—Es lo mejor que pudo hacer —Wanassee se acercó un poco. Es realmente una muñeca, pensaba. ¡Qué mala suerte tener que irse esa misma noche!— ¿Y usted quién es, querida? ¿Cómo se llama?
—Norena Devon.
—¿Devon? ¿El mismo apellido que el vicepresidente?
—Es mi padre.
—¿En serio? —Wanassee la miró atónito—. ¿Su padre?
¡Que me cuelguen por tonto! He venido aquí durante diez años y nunca he sabido que Mel tenía una hija… ¡y qué hija!
Ira tomó un aire recatado.
—Acabo de terminar el colegio, míster Wanassee. Ahora estoy trabajando aquí.
—¿Y le gusta?
—Es muy bonito. Me gusta encontrarme con los clientes preferidos de papá.
Wanassee se sonrió.
—¿Me incluye entre ellos?
Ella lo miró: sabía que tenía el poder de volver locos a los hombres… sobre todo a los hombres de edad.
—Bueno, por supuesto, míster Wanassee. Papá me habló muy bien de usted.
—¿Es cierto? ¿Pero qué pensaría de mí si no le hubiese hablado?
Ella bajó los ojos.
—Hubiese pensado que le gustaría a cualquier chica, míster Wanassee. Parece uno de esos artistas de cine de las películas del oeste. Me lo imagino montando a caballo.
Wanassee sacó pecho.
—Sí… No hay muchos hombres de mi edad tan altos y fuertes como yo.
—¿Su edad? Bueno, míster Wanassee, ¿qué quiere decir? Usted no es viejo.
Después de todo resultó fácil. Ella lo incitó, lo llevó a hablar de él; no era muy difícil, quedarse mirándolo, con los ojos brillando de admiración, y cuando extendió la mano y le pidió la llave, se la dio sin importarle para nada sus millones. Hablando, la siguió a lo largo del estrecho corredor que llevaba a su caja fuerte. No tuvo ninguna dificultad para apretar la llave contra la masilla que había mantenido todo el tiempo en la mano izquierda. Caminando delante de él, ocultaba con su cuerpo el trabajo que estaba haciendo. En todo caso, Wanassee estaba ocupado en contemplar su pequeño y bonito trasero que se iba moviendo delante de él.
Deteniéndose ante la caja, ella abrió las dos cerraduras y le entregó su llave.
—Ahora lo voy a dejar, míster Wanassee. Si puedo hacer algo por usted, no tiene más que tocar el timbre.
—Usted se queda donde está, querida —dijo Wanassee—. No voy a tardar más de un segundo.
El abrió la caja y sacando un sobre abultado de su bolsillo lo tiró descuidadamente dentro del cajón.
Ira sintió un estremecimiento cuando miró por encima de su hombro. La caja estaba atestada de billetes de mil dólares. Nunca había visto tanto dinero. No hizo más que echar un vistazo cuando Wanassee cerró la puerta de un golpe. Giró la llave y se quedó parada a su lado.
—Ciérrela, querida —dijo, guardándose la llave en el bolsillo.
Pasando por delante de él, Ira puso la llave general en la segunda cerradura.
Wanassee la veía de espaldas. No pudo controlar su deseo vehemente. Era una oportunidad demasiado buena para perderla. Su ansiedad era demasiado grande, ni siquiera se preguntaba si haría mucho alboroto.
Mientras Ira cerraba la caja, sintió los dedos de Wanassee que le pellizcaban la nalga. Dominando su primer impulso de darse la vuelta y plantarle el puño en la boca, se quedó inmóvil, dejándose pellizcar de nuevo antes de mirarlo por encima del hombro, con sus grandes ojos muy abiertos. Luego se alejó.
—Oh, míster Wanassee, no debería haber hecho eso. De veras, no debería haberlo hecho.
De pronto, avergonzado de sí mismo y un poco asustado, Wanassee se alejó de ella.
—Está bien —dijo, mostrándose muy agitado—. No sé lo que me pasó. Lo siento mucho, querida. No debí hacerlo.
Ella se dio la vuelta y le dedicó una sonrisa radiante.
—Pero prefiero que haya sido usted y no otro, míster Wanassee. No tiene idea de cómo me persiguen en el subterráneo. Esos hombres son horribles, pero usted… bueno, usted es distinto.
Wanassee tuvo una sensación de alivio. Debía haber estado loco para haberla molestado en esa forma. Podía haber gritado. ¿Y si se hubiese quejado a su padre?
—Por Dios, Norena, es mucha bondad de su parte —dijo—. No debí haber hecho eso. Sé muy bien lo que debe ser acosada una chica guapa como usted —sacó su cartera, buscó un billete de cien dólares, lo tomó y se lo puso en la mano—. No rechace esto a un viejo, querida. Olvídese de lo que hice, ¿eh? Se compra cualquier cosa para usted… alguna chuchería, y no se lo diga a su papá.
Palmeándole el hombro, se dio la vuelta y se alejó por el corredor.
Ira le sacó la lengua.
—¡Vil gusano! —dijo entre dientes—. ¡Qué sorpresa vas a tener cuando vuelvas el año que viene!
Ticky Edris estacionó su auto y salió muy tieso, sintiendo que le dolía la espalda. Las largas y duras horas que pasaba en el restaurante «La Coquille» lo estaban agotando. Ahora que tenía el final a la vista, el trabajo le parecía más duro aún y las horas interminables. Miró su reloj de pulsera: eran las dos y cincuenta y cinco. ¡Qué hora para regresar del trabajo! Echó una mirada a la casa de apartamentos y se sorprendió al ver que había luz en el salón.
No era corriente que Algir lo esperara levantado. ¿Algo andaría mal? Haciendo un esfuerzo, trotó por la acera y subió los escalones atravesando el vestíbulo hasta el ascensor.
Se daría por bien servido si Algir le pidiera unos dólares, pensaba mientras el ascensor lo llevaba hasta su piso. A Ticky no le hacía ninguna gracia tenerlo como huésped.
Abrió la puerta de entrada del apartamento y entró en el salón.
Algir estaba sentado ante la mesa de la cocina que había llevado al salón para usarla como banco de trabajo. Sobre la mesa había un pequeño torno, un destornillador y otras herramientas. A un lado había una pila de llaves sin tallar.
—Trabaja hasta tarde —dijo Edris, dirigiéndose hacia el bar—. ¿Qué hay de nuevo?
—¡Hacer esto a fuerza de golpes no es muy divertido! —gruñó Algir.
Edris se sirvió un trago de whisky, arrojó lejos sus zapatos y se dejó caer, muy cansado, en el sillón. Observaba a Algir que usaba una lima de cola de rata para cortar la llave en el metal. A los diez minutos, Algir empujó su silla hacia atrás con un suspiro de alivio.
—Espero que esté bien. Me ha costado cuatro malditas horas de trabajo —se puso de pie y se sirvió un whisky.
—Ira estuvo aquí esta noche. Trajo un hermoso molde de la llave perteneciente a la caja de Hyam Wanassee.
Edris derramó el contenido de su vaso.
—¡Wanassee! ¡Es de los más ricos! Con frecuencia come en «La Coquille». Da quince billetes de propina cada vez.
—Sale en el avión de esta noche. Ella vaciará su caja mañana por la mañana. Por eso estoy trabajando a estas horas. Puede haber suficiente dinero en esa caja como para pararnos seis meses.
—¡Este es el principio, Phil! Mañana puede conseguir otra llave. Usted tiene que estar atento. No hay que perder tiempo. Tiene que hacer esas llaves tan pronto como ella le traiga el molde. ¡Ya le dije: esto puede resultar un millón… más!
Algir movió la cabeza asintiendo. Tomó un trago de whisky y se inclinó hacia delante.
—Hay una cosa que me preocupa, Ticky. Algo que tal vez usted no haya notado.
Edris lo miró fijamente.
—¿Qué es?
—¿Nunca se le ha ocurrido que Ira pudiera «tragarnos»? —dijo Algir—. Ella transfiere el dinero a mi caja. Más tarde lo voy a buscar y lo traigo aquí. ¿Qué puede impedir que deje allí sólo una parte del dinero y se guarde el resto para ella?
—¿Cómo podría sacarlo? —dijo Edris con mirada dura—. Usted lo puede sacar porque en el banco creen que es suyo. Ella no se animaría a correr el riesgo de sacar una suma grande, sabiendo que están esos guardias en la verja.
—Ellos creen que es la hija de Devon. Si lleva un bolso grande, puede llevarse con toda facilidad una gran cantidad de dinero.
Edris se quedó pensando.
—Si es lo bastante loca como para correr el riesgo —dijo por fin— no sé cómo vamos a impedírselo.
—Así es. Bueno, pensé que tenía que decírselo.
Edris lo miró pensativo; luego se puso de pie.
—Voy a pensar en eso —se dirigió hacia la puerta del dormitorio, se detuvo y de nuevo permaneció mirando con mucha fijeza a Algir—. Me está dando una idea, Philly, muchacho. Si «ella» puede «tragarnos», «usted» puede «tragarme», ¿no es así? ¿Puede guardarse parte del dinero que ella pone en la caja y traerme el resto, verdad?
—Nunca le haría eso, Ticky —dijo Algir, cuando su mirada se encontró con la de Edris—. Somos socios.
—No es más que una suposición. No tiene mucha importancia. Si me enterara que alguno me está «tragando», lo arreglaría de manera que no pudiera «tragar» nunca más a nadie.
—Bueno, ¡váyase a la cama! —dijo Algir con impaciencia—. Todavía tengo que trabajar —volvió a la mesa y se sentó.
Edris se quedó detrás de él largo rato, luego entró en el dormitorio y cerró la puerta.
A la mañana siguiente, a las nueve menos diez, Ira entró con paso apresurado a un café situado a unos cien metros de la entrada del banco. Algir se hallaba sentado delante de una mesa en un rincón. A esa hora el bar estaba desierto y habían decidido encontrarse allí, porque estaba tan cerca del banco que su encuentro podía pasar inadvertido.
Ira se sentó al lado de Algir. Cuando el barman negro se acercaba a ellos le hizo señas para que se retirara.
—No voy a quedarme —dijo—. No quiero nada.
Encogiéndose de hombros, el negro volvió a la página de carreras que estaba estudiando.
—¿Ya la tiene? —le preguntó a Algir.
—Sí —le dio la llave, tratando de ocultar su gesto, por debajo de la mesa—. Espero que esté bien. Estaré allí a las once. Iré con un portafolios. ¿Puede trasladar el dinero a mi caja a eso de las once?
—Creo que sí. Empezaré en cuanto llegue al subterráneo. No será muy fácil. La caja de él está en uno de los extremos dél subterráneo, la suya en el otro, pero mientras nadie aparezca, puedo ir pasándolo.
—Tenga cuidado. No se dé prisa. Es mejor esperar que perder todo. No tendremos una segunda oportunidad.
Ella deslizó la llave dentro de su bolso. Algir le echó una mirada curiosa. Era bastante grande y pensó que podría caber en él una suma importante de dinero.
—¿La dejarán entrar con ese bolso en el subterráneo? —preguntó con indiferencia.
Ella lo miró con mucha fijeza.
—¿Por qué no? Una chica tiene que llevar un bolso —se puso de pie—. Tengo que irme corriendo. No quiero llegar tarde. Nos veremos a las once.
Ella movió la cabeza en señal de asentimiento y salió a la luz del sol, caminando a paso rápido. Subió al auto, lo llevó hasta el estacionamiento de personal, que quedaba detrás del banco. Estaba nerviosa y muy tensa. Tenía en el bolso una carta que le había escrito la noche anterior a Jess. Le había costado mucho escribirla porque tenía miedo de contarle lo del banco, en el caso de que él hubiese perdido su interés por ella. Sólo le decía que ahora estaba en Paradise City, que lo echaba mucho de menos y deseaba que viniera a verla. Añadió que había conseguido algún dinero y que era suficiente como para pagarle el billete y que pudiesen vivir un tiempo con alguna comodidad.
Las verjas que daban al subterráneo no se abrían hasta las nueve y cuarenta y cinco. Los tres cuartos de hora de espera le parecieron interminables. Trabajó un poco en el departamento de contabilidad, habló con una o dos de las empleadas y trató de no mirar al reloj de pared cada dos minutos. Por fin llegó la hora y tomando su bolso caminó de prisa, atravesando el vestíbulo y la verja, donde los dos guardias la saludaron.
—Buenos días, miss —dijo Aldwick, el mayor de los dos—. Acabamos de abrir —era un hombre muy fornido con cabellos colorados y escasos y una cara agradable. Su compañero, Dodge, era moreno y de aspecto rudo. Apenas miró a Ira y luego dio la vuelta a la cara.
Aldwick le alcanzó la llave general y mientras ella firmaba el recibo, dijo:
—Hoy va a ser día de trabajo, señorita. Una gran cantidad de clientes vuelven a sus casas. Míster Ross y míster Lanza hijo vendrán alrededor de mediodía. Atiéndalos bien: son dos de nuestros clientes más importantes.
—¿Se van? —preguntó Ira.
—Sí. Acaban sus vacaciones. Míster Lanza vuelve a Texas. Míster Ross regresa a Nueva York.
—Me ocuparé de ellos —les hizo una sonrisa radiante y bajó las escaleras hasta su escritorio.
Se quedó un momento parada al lado del escritorio, mirando los escalones. Desde ese ángulo, podía ver los pies de los dos guardias. Si se agachaban, la podían ver a ella, pero sólo si se agachaban. Colocó su bolso sobre el escritorio, abrió uno de los cajones y sacó el registro de visitantes. Lo colocó sobre la mesa. Retiró su bolso, miró su reloj y vio que faltaban tres minutos para las diez.
El corazón le latía de manera agitada y se sentía enferma. Metió la mano en el bolsillo de su falda y encontró la llave que Algir le había dado. Vaciló unos instantes, luego, después de otra rápida mirada hacia la escalera, anduvo presurosa a lo largo del estrecho corredor, dobló a la izquierda y siguió hasta el pasillo donde se hallaba la caja de seguridad de Wanassee.
Miró su reloj. Eran las diez y cuatro minutos. Doris le había dicho que ninguno de los clientes venía nunca tan temprano, pero tenía que estar lista para el caso de que viniera alguien. Durante breves instantes le fallaron los nervios e hizo un movimiento como para volver a su escritorio; luego acordándose de Jess y sabiendo que no volvería a verlo, a menos que abriera la caja fuerte, se dominó e introdujo la llave general en la cerradura. Giró la llave. Luego tomando la de Algir, la introdujo en la segunda cerradura. Le costó algo hacerla funcionar, pero forzándola un poco logró abrir. Se quedó un momento parada, con las manos bañadas en sudor, escuchando. No oyó nada. ¿Y si un cliente la estuviese esperando en su escritorio? ¿Qué haría? ¿Cuánto tiempo pasaría antes que fuese a decirle a los guardias que no estaba en su puesto?
Tenía que cerciorarse. Corriendo sin hacer ruido hasta el extremo del corredor, echó una mirada desde allí hacia su escritorio. No había nadie que la esperara. Podía oír el ruido que hacían las botas de los guardias paseando lentamente de un lado para otro. Podía oír el murmullo apagado de voces y aún más apagado, el golpeteo de las máquinas de escribir.
Se secó las manos en la falda, luego, respirando profundamente, volvió corriendo hacia la caja de seguridad de Wanassee. Dejó la puerta abierta. La vista de esos montones de billetes de cien dólares muy bien empaquetados la dejó azarada y con la boca seca. Se acercó a ellos y tomó uno de los fajos. Había veinticinco billetes en el fajo… ¡2.500 dólares! Jamás, en toda su vida, había tenido tanto dinero en las manos.
Pero no era suficiente para el billete de Jess y sus gastos de bolsillo. Sacó otro fajo, luego lavantándose la falda, escondió los dos fajos en su faja. Esa mañana se había puesto a propósito una faja y una falda amplias. Tardó varios minutos en arreglar los billetes. Por fin, segura de que no se caerían, se bajó la falda.
Volvió a la caja de seguridad. Ahora tenía que llevar gran parte del dinero que quedaba a la caja de Algir. ¡Había tanto dinero! Iba a tener que hacer por lo menos tres viajes. Por segunda vez sintió que los nervios iban a fallarle; entonces, haciendo un gran esfuerzo, tomó todos los fajos que podía agarrar con las manos. Los dejó en el suelo, volvió de nuevo a la caja. En el momento que tomaba más fajos oyó pasos que se acercaban.
Durante un momento se detuvo; pero la impresión fue tan grande que tuvo como un desvanecimiento. Se apoyó contra la pared, con el corazón apenas latiéndole y el cuerpo helado por el terror.
¡Alguien estaba bajando la escalera!
Dejó el dinero en el suelo y la caja fuerte abierta, corrió como ciega por el corredor, llegó al extremo y tomó el pasillo que la llevaba a su escritorio.
Parado al lado del escritorio, mirando hacia ella, con las cejas arqueadas en señal de desaprobación y mirada inquisitiva, estaba Mel Devon.
Ella se quedó inmóvil. Pensó en la caja abierta y en el dinero que había dejado en el suelo. Mel tenía que dar diez pasos para ver lo que había estado haciendo y estaba andando en esa dirección.
Con un tremendo esfuerzo que le hizo subir la sangre al rostro, pudo dominar su pánico y dar unos pasos por el corredor hacia él.
Oyó su propia voz que decía:
—Hola, papá…
Mel se detuvo y esperó a que ella lo alcanzara.
—¿Qué haces? —le preguntó mirándola intensamente—. ¿Hay algo que anda mal?
—¿Mal? ¿Por qué? No. Míster Lanza hijo va a venir a mediodía. Estaba viendo si encontraba su caja fuerte —mintió muy suelta de cuerpo, maravillada de sí misma por ser capaz de inventar esa excusa en un momento tan álgido.
—Bueno, me preguntaba dónde estabas —volvió a mirarla con mucha fijeza—. ¿Estás segura de que todo anda bien? Me parece que estás muy pálida.
—Todo anda bien.
Pasó por delante de él para dirigirse a su escritorio. El se dio la vuelta y la siguió.
—¿No te sientes bien, Norena?
Ella se dio la vuelta con impaciencia.
—¡Oh, basta! Si quieres saber, estoy indispuesta. Siempre me pongo pálida cuando no me siento bien.
Un poco confuso, Mel tomó el registro de visitantes y le echó un vistazo.
—Lo siento mucho, querida. ¿Ha venido alguien?
—No.
—¿Encontraste la caja de Lanza?
—Sí.
Se sentó delante de su escritorio, abrió un cajón y sacó un montón de papeles.
—Sólo he bajado para echar un vistazo. Me gusta ver si está todo en orden. Sigue con tu trabajo —y ante su mirada horrorizada, se dio la vuelta y empezó a andar sin prisa por el angosto corredor en dirección a la caja de Wanassee.
—¡Papá! —su voz sonó aguda.
El se dio la vuelta.
—¿Qué?
Ella buscó con desesperación algo que decirle.
—¿Cuándo voy a conocer a Joy Ansley? —preguntó de forma inesperada, sintiendo por instinto que si había algo que pudiera desviar la atención de Mel de la caja fuerte de Wanassee sería el nombre de Joy Ansley; y tenía razón. Una expresión de agradable sorpresa le iluminó la cara.
—Creía que no tenías ganas de conocerla —dijo, volviendo a su escritorio.
—Sí. Me gustaría conocerla… si ella quiere conocerme.
—Ella sí. Muy a menudo hablamos de ti. Vamos a cenar juntos esta noche. ¿Por qué no vienes con nosotros?
—Bueno —acariciaba el borde del escritorio—. ¿Estás enamorado de ella, verdad?
—Hace mucho tiempo que la conozco —dijo Mel en actitud prudente.
—¿Te vas a casar con ella?
El frunció el ceño. Ella no lo miraba. Parecía más interesada en el borde del escritorio que en lo que él le pudiera decir.
—¿Te importaría?
Levantó la vista hacia él.
—Yo tengo que dirigir mi vida… tú la tuya. No tiene nada que ver conmigo lo que tú hagas.
—Oh, vamos, Norena, eso no es cierto —se sentó sobre el escritorio—. Tú eres mi hija. Mi casa es ahora la tuya. Si me caso con Joy y viene a vivir con nosotros, ¿te importaría?
—¿De manera que piensas casarte con ella?
—Ahora que tu madre está muerta… sí; lo estoy pensando. He estado dieciséis años solo. ¿Pero te importaría?
El estudió su rostro sin expresión.
—¿Estás segura?
—Cuando digo una cosa, sé lo que digo. He dicho que no y quiere decir que no.
—Eres igual que ella, Norena. Será una compañía para ti.
—No necesito compañía. Será una compañía para «ti». Dejemos esto bien sentado. Yo me casaré un día de estos. Tú te alegrarás. Será mejor que te decidas ahora. No hubiese esperado a un hombre tanto como ella te ha esperado a ti.
—¿No te importa que hablemos de eso seriamente?
—¿Por qué me importaría?
El se rio.
—Bueno, entonces, esta noche. Después que conozcas a Joy, tendremos otra conversación.
—O la quieres o no la quieres —dijo Ira, levantando la vista hacia él—. Si la quieres, te debes casar con ella. Si no la quieres, díselo y déjala en paz.
En ese momento sonó el teléfono. Ira levantó el receptor.
—Creo que míster Devon está con usted, miss Devon —dijo la telefonista—. Míster Goldsand está esperando a míster Devon.
Ira disimuló un suspiro de alivio.
—Te necesitan en tu oficina, papá —dijo, volviendo a dejar el receptor—. Goldsand… o algo por el estilo.
—Ah, sí. Te veré cuando vuelvas a casa —dijo Mel y subió corriendo la escalera al salir del subterráneo.
En cuando desapareció de su vista, Ira salió corriendo hacia la caja fuerte de Wanassee. Levantó los fajos de billetes y los volvió a meter dentro de la caja; cerró la puerta de un golpe, giró la llave y la sacó; luego corrió de nuevo hasta su escritorio. Se sentó inmóvil durante varios minutos para reponerse del susto; luego, después de escuchar con mucha atención abrió su bolso, se levantó la falda, sacó el dinero que había robado, colocó los dos fajos en su bolso y lo puso en el cajón.
Unos minutos antes de las once, Algir presentó sus credenciales a los dos guardias que le abrieron la verja y le indicaron que siguiera hasta la escalera. Llevaba un portafolios y estaba nervioso y excitado. Al fin y al cabo, pensaba, mi problema de dinero está superado.
Pero en cuanto vio la palidez de Ira y su cara tensa, se dio cuenta de que algo no marchaba.
—¿Qué pasa? —dijo en voz baja—. ¿No funcionó la llave?
—Funcionó muy bien —se puso de pie y se colocó delante del escritorio—. Casi me pescan. No puedo hacer esto sola.
—¿Quiere decir que no tiene suficiente valor para manejar este asunto? —dijo Algir, con la sangre subiéndosele al rostro.
—¡Cállese la boca! Ticky y usted estaban locos al imaginarse que lo podía hacer sola. Yo también estaba loca cuando estuve de acuerdo en probar. La caja de seguridad de Wanassee se encuentra allí abajo. Cualquiera puede bajar aquí mientras estoy vaciando la caja, sin que me dé cuenta hasta que estén encima de mí. Devon bajó. Casi me pesca. Tenía el dinero en el suelo y la puerta de la caja abierta.
Algir comprendió cuál era el problema. Se podía dar cuenta del susto que se había dado por su tensión nerviosa. Había sido idea de Ticky. Y lo había pensado bastante.
—Tiene razón. Ya veo que no puede arreglarse sola. Muy bien, ahora yo estoy aquí. Lo haré mientras usted vigila. ¿Dónde está la llave?
Ella se la dio.
—¿Dónde está la caja fuerte?
—Es la primera a la izquierda, al fondo del pasillo. A. 477.
—Si baja alguien que pueda molestar, tire esto al suelo —le señaló un cenicero de cobre que estaba sobre el escritorio—. Muy bien.
Ella hizo un gesto de asentimiento.
—¿Mucho dinero en la caja?
—Más de lo que puede llevarse.
—Va a sorprenderse al ver lo que puedo hacer cuando se trata de dinero.
Se alejó de ella y fue lo más rápido que pudo hacia la caja de Wanassee.