Joy Ansley, de vuelta de unas vacaciones de tres semanas pasadas con su padre en las Bahamas, estaba deshaciendo sus maletas. Mientras andaba de un lado a otro por su amplia habitación, pensaba con cierta tristeza que las vacaciones no habían sido muy buenas. Una mujer enamorada sin esperanzas, como le sucedía a ella, pensaba mientras levantaba la última maleta y la ponía sobre la cama, no debe pasar tres semanas en un sitio romántico como las Bahamas con un padre de ochenta años, por ágil y activo que éste sea. Había echado demasiado de menos a Mel Devon para poder divertirse.
Joy Ansley tenía treinta y un años. Era alta y morena. Tenía bonitas facciones y sus ojos negros eran magníficos. Tenía aspecto de ser equilibrada y serena, lo que la distinguía apenas entraba a un sitio lleno de gente. Había conocido a Mel Devon cinco años atrás y se había enamorado de él en seguida. Sabía que estaba casado y se dio cuenta de que no tenía ninguna intención de volver a casarse. Se había visto forzada a aceptar esta situación y estaba agradecida de que la hubiera elegido como anfitriona cuando recibía, como compañera de tenis, para que lo acompañara al cine en algunas ocasiones y como confidente. Se entendían muy bien. La gente hablaba como habla siempre la gente. Mel se hacía el desentendido y a Joy no le importaba. Su padre, el juez Ansley, observaba todo esto con tristeza pero con muda prudencia, no decía nada. Era un asunto que tenían que arreglar entre ellos, fue la conclusión a que había llegado. Sólo tenía la esperanza de que Mel, a quien quería y admiraba, se decidiera en breve a arreglar sus cosas.
De pronto, aburrida de deshacer maletas, Joy se dirigió a la ventana abierta y miró hacia fuera. Su padre, un hombre de edad avanzada, alto, con cabello blanco bastante escaso, caminaba por el césped, examinando los rosales.
Sonrió al verlo y permaneció un rato mirándolo. Eran cerca de las dieciséis: la hora de tomar su taza de té. Abandonó su cuarto y bajó corriendo las escaleras.
Mientras atravesaba el vestíbulo, empezó a sonar el teléfono. Era Mel Devon. El sonido de su voz siempre la estremecía. Era la primera vez que hablaban desde que había vuelto.
—Hola, Mel —dijo—. ¡Me alegra que me llames! Iba a llamarte esta noche.
—¿Cómo estás, Joy? ¿Pasaste buenas vacaciones?
—Muy buenas. Yo…
—¿El Juez está bien?
—Está espléndido. Estábamos pensando…
—Joy… ¿puedo verte a eso de las dieciocho? Necesito hablar contigo.
El tono serio de su voz la alarmó.
—Sí, por supuesto. ¿Dónde nos encontramos?
—¿Te importaría venir al banco?
—No, claro que no; pero es una tarde tan divina. ¿No te gustaría que bajáramos a la cabaña de la playa?
—No. Por favor, ven al banco, Joy. Te explicaré cuando vengas. ¿Te espero a las dieciocho?
—Sí.
—Sube sin retrasarte. Le diré a miss Ashley que te espero. Bueno, entonces… hasta luego, querida —y colgó el receptor.
Con movimientos más lentos, Joy colgó también el receptor. Se quedó pensando, dominada por una vaga inquietud, un poco nerviosa. Quiero hablar contigo. ¿Se trataría por fin de algo referente a ellos?
Salió de la habitación y caminando al sol fue hasta donde el juez la estaba esperando, sin gran impaciencia, para tomar el té.
Y ahora, unos minutos después de las dieciocho, estaba sentada en la confortable oficina de Mel, estrujando su bolso con el corazón latiéndole de manera incontrolable, mientras escuchaba lo que le estaba diciendo, con una tensión y alarma crecientes.
Mel, con aspecto cansado y tenso, había iniciado su conversación después de haberla saludado, tratando de amortiguar la impresión que le podía causar.
—Joy… Hemos sido de veras muy amigos desde que recuerdo. Muchas veces te he confiado mis disgustos y tú siempre has sido buena y comprensiva. Algo bastante sórdido ha sucedido mientras tú estabas fuera. Quiero que lo sepas todo. Hasta ahora sólo muy pocas personas están enteradas y creo que puedo confiar en que no hablen, pero si llega a divulgarse, me veré metido en un lío. Quiero que lo sepas por mí en seguida antes que por algún otro, más adelante.
Eso no había llegado a amortiguar el choque, pero Joy tenía suficiente dominio de sí misma como para no dejar adivinar a Mel su repentina aprensión. La idea de que algo desagradable podía cambiar el curso de la vida de ese hombre era para ella mucho peor que si se tratara de sí misma.
—Dime, Mel —dijo esforzándose por permanecer muy tranquila en el gran sillón—. ¿Qué sucede?
Mel se sentó ante el escritorio, con los codos apoyados en la superficie encerada y su cara entre las manos. Le contó lisa y llanamente todo lo que sabía sobre Muriel Marsh Devon, Johnnie Williams y Norena.
Joy escuchaba, pensando aliviada que podía haber sido mucho peor, pero sintiendo cierto resquemor al pensar que ese hombre a quien amaba tenía ahora una hija de diecisiete años viviendo en su casa, mimándolo tal vez como a ella le hubiese gustado hacerlo y que con su compañerismo y su cariño, la alejaría aún más de él.
—Bueno, ya está —terminó diciendo Mel—. Qué asunto más horrible, ¿verdad? Creo que se sabrá tarde o temprano. Tengo confianza en Terrell y en Brewer. Los hombres de. Terrell no van a hablar, pero ese enano me preocupa. Si no estuviera metido en el asunto, estaría mucho más tranquilo.
—Pero si quiere a tu hija, ¿qué interés puede tener en hacerle daño? —preguntó Joy.
—Ya sé. Lo he pensado, pero por instinto no tengo confianza en él —dijo Mel irritado—. Pero eso no tiene que preocuparnos por ahora. Han pasado dos semanas desde el juicio. No se ha dicho nada ni de Norena ni de mí. De manera que podemos esperar con confianza —se echó hacia atrás con las manos crispadas en los brazos del sillón—. Pero es Norena la que me preocupa. Cuando Terrell me dijo que Norena había aparecido después de todo este tiempo, para mí fue un golpe terrible. La idea de tenerla de nuevo para mí solo nunca se me había ocurrido —se rio con cierta desazón—. Creo que fui demasiado optimista. Supongo que es lógico que esté a la defensiva… no puede decirse hostil. Ha crecido creyendo que le hice la vida tan imposible a su madre que tuvo que dejarme. Puede ser que con el tiempo se le borre esa impresión… si alguna vez llego a olvidar. El hecho es que después de haberla tenido en casa dos semanas, todavía somos dos extraños.
Joy movió la cabeza con simpatía.
—Tienes que tener paciencia, Mel. Comprendo muy bien lo que sientes, pero también tienes que considerar sus sentimientos.
—Y los considero. Es tan distinta de lo que imaginaba que debía ser mi hija —dijo Mel—. En verdad, si no se pareciese a Muriel de una manera tan asombrosa, me costaría creer que fuese mi hija.
—¿Qué ha hecho durante todo este tiempo?
—Ese es el asunto. No parece tener interés por nada. Se pasa casi todo el día en su cuarto, escuchando discos populares que me dan ganas de tirar —se rió molesto—. Creo que me lo he buscado. Le regalé un tocadiscos y dinero para que se comprara esos malditos discos. Me gustaría que fuese al club y jugase al tenis, pero no quiere saber nada. Quisiera que montase a caballo, pero tampoco le gusta. No me he animado todavía a sugerirle el golf…
—Pero Mel, querido, no es un muchacho. Tal vez no le interesen los deportes. Hay muchas chicas a quienes no les gusta.
—Sí, creo que tienes razón. Hubiese sido divertido jugar al tenis con ella y montar a caballo. Sí, me equivoqué.
—¿Qué otras cosas ha hecho?
—Bueno, le regalé un auto y va mucho a Seacombe —Mel quedó mirándose las manos—. Ve demasiado a ese maldito enano. Le quiere mucho más que a mí. Hay algo en él malsano y desagradable. Estoy pensando en poner fin a esas entrevistas.
Joy arqueó sus oscuras cejas.
—¿Cómo lo harás, Mel?
—Bueno, le diré que no lo vea.
—¿Y si quiere saber por qué?
La miró con expresión interrogativa.
—¿Crees que no puedo impedir que lo vea?
—Piensa un poco en esto —dijo Joy—. Ese hombrecillo conocía bien a su madre. De golpe ha sido trasplantada a un ambiente de confort y de riqueza con un hombre que sabe que es su padre, pero que no significa mucho para ella. Es natural que desee ver a Edris… ¿es ese su nombre?
—¡Pero es un enano! Hay algo en él… no sé lo que es, pero no me gusta. ¿Cómo puede una chica de diecisiete años pasar tanto tiempo con un enano?
—Tú sales de tu casa a las ocho y media y vuelves a las dieciocho y media. El día se le tiene que hacer largo, sentada en casa, escuchando discos populares. ¿Hay alguien más con quien pueda hablar?
—Si quisiera ir al club, encontraría a alguien.
—Oh, no, Mel, sé más comprensivo. Las mujeres que van al club por lo general son casadas, con hijos, o como yo… demasiado viejas para charlar con una jovencita.
Mel se echó para atrás en el sillón y estiró las manos.
—Muy bien. Todo lo que pienso está mal. Espero que me hagas una sugerencia.
—Creo que la solución lógica sería encontrar un empleo. De esa manera conocería gente de su edad. Estaría ocupada y no se sentiría como un pez fuera del agua.
—Oh, ¡por el amor de Dios! ¡No quiero que mi hija trabaje! ¿Por qué tendría que trabajar? Tengo todo el dinero que podemos necesitar. En realidad algo dijo sobre conseguir un empleo en el banco. Es ridículo. ¿Por qué una chica tan guapa tiene que enterrarse en este banco?
—¿Se lo puedes conseguir, Mel?
—No es fácil. Sí, creo que podría. Como vicepresidente puedo arreglar el asunto. Pero no lo voy a hacer. No quiero que trabaje.
—Me parece que tendrías que hacerlo —miró su reloj—. ¿Quieres venir a comer? Sé que a papá le gustaría verte.
—A mí también me gustaría verlo, pero no puedo. No puedo dejar a Norena todo el tiempo sola. Estoy bastante cansado ahora, Joy. Tú misma puedes darte cuenta.
—No te digo que también venga porque un juez de ochenta años y una solterona de mediana edad no serían una compañía muy divertida para ella.
—¿De dónde sacas eso de solterona de mediana edad?
Joy se rio.
—Vas a tener que hacer algo. Debes dejarla trabajar aquí. Estoy segura de que eso solucionaría el problema. En general sigues mis consejos. ¿Quieres ocuparte, por favor, de que empiece a venir aquí lo antes posible?
—¿De veras piensas que debe trabajar?
—Estoy segura.
El se quedó pensando, luego movió la cabeza en señal de asentimiento.
—Tal vez tengas razón. Voy a hablar con ella. Tengo que consultar con Crawsure. Es el jefe de personal. No le va a gustar mucho, pero tendré que hacer valer mi jerarquía.
Joy se puso de pie.
—Acabo de llegar de fuera, Mel. Mi padre me espera. Tengo que irme. ¿Cuándo nos veremos?
—¿Mañana por la noche? Podemos cenar en el Club.
—¿Y Norena?
—Ella saldrá. Sale casi todas las noches.
—¿Por qué no la invitas a venir con nosotros?
—No va a querer. Le aburre el Club.
Joy alzó los hombros. Sabía que podía haber insistido, pero no quiso hacerlo. Quería que Mel decidiera solo.
—Tal vez tengas razón. Entonces mañana en el Club. No te hagas mucha mala sangre. Todo va a ir bien. Ya verás.
Cuando se fue, Mel permaneció Unos minutos reflexionando. Siempre le habían parecido buenos los consejos de Joy. Tal vez, si Norena tuviese alguna ocupación, sería menos hostil con él. Decidió, después de pensarlo bien, que valía la pena probar.
A la mañana siguiente, algo después de las diez, Ticky Edris salió de la ducha envuelto en su salida de baño. Entro trotando en la cocina y conectó la cafetera eléctrica, luego se dirigió a la puerta de entrada para recoger la leche y el diario. Se detuvo al abrirse las puertas del ascensor, y Phil Algir hizo su aparición.
—Hola, pimpollo —dijo y levantó la botella de leche—. Ha madrugado. ¿Quería verme?
Pulcramente vestido como de costumbre, Algir pasó delante de él y entró en el apartamento. Su rostro tenía una expresión de pocos amigos y Edris se dio cuenta de que estaba furioso.
—¿A quién se imagina que quiero ver si no es a usted? —preguntó Algir, arrojando su sombrero sobre una silla.
Edris cerró la puerta de entrada y fue trotando al salón.
—¿Quiere café? Está recién hecho.
—No quiero nada —gruñó y se sentó. Sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno con mano insegura.
—¿Algo anda mal?
—¿Se imagina que puedo seguir así mucho tiempo? —preguntó Algir inclinándose hacia delante y mirando a Edris con sus ojos claros echando chispas.
—En seguida estaré de vuelta —dijo Edris con calma y se dirigió a la cocina. Al rato volvió con las cosas para el café que colocó sobre la mesa. Se sentó y empezó a servirse en su taza.
—¿Qué hace esa perra? —gruñó Algir.
—Se está instalando —contestó Edris, sorbiendo su café—. ¿Qué le pasa, Phil?
—Estoy harto. Todo marcha bien para usted… tiene un empleo. Yo no puedo seguir dando vueltas siempre sin dinero. Dígame con exactitud, ¿cuándo empezaremos a hacer algo?
—Mire —dijo Edris, con voz cortante—. Ya le previne que esto podía ser largo, ¿verdad? Si damos un paso en falso, todo nuestro plan se derrumba —se inclinó hacia delante golpeando la mesa con sus dedos mochos—. He estado soñando y elaborando este plan durante cinco años. Esperaré dos años más si es necesario para que todo salga perfecto. Ira entra en el banco. Va a trabajar allí. Es una chica vivísima. Está llevando este asunto de forma maravillosa. Lo que tiene que hacer es llegar a conocer hasta los menores secretos del banco. ¿Cree que eso se puede hacer en un par de días? Si no se pone bien al corriente, no podemos hacer el trabajo. Es muy simple. Una vez que esté dentro y haya estudiado bien su sistema, empezaremos a actuar, pero nunca antes.
—¡Puede ser cuestión de meses! ¿Qué voy a hacer para poder comer durante ese tiempo? ¡Tiene que darme algo, Ticky! El hotelero me exige que le pague.
—Le di doscientos dólares la semana pasada —la expresión de Edris se endureció—. ¿Cree que fabrico billetes?
—Necesito otros doscientos. Se los devolveré cuando hagamos el trabajo.
—Le daré cien y ni un centavo más, y los tendrá que hacer durar por lo menos dos semanas —repuso Edris. Se dirigió a la cómoda y abrió uno de los cajones.
Con movimientos rápidos, Algir se puso de pie, atravesó la habitación, le dio a Edris un tremendo empujón que lo hizo rodar y se zambulló en el cajón. Tomó un fajo de billetes de veinte dólares.
—Me llevo trescientos —anunció Algir con aire socarrón—. Le dejo cien. Es suficiente, Ticky. Un hombrecito como usted no tiene tantos gastos como un tipo grande como yo.
Ticky se dirigía en ese momento hacia su minúsculo escritorio. Había dejado un cajón abierto y sacó de él una pequeña pistola con una especie de tapón de goma en el extremo.
—¡Suelte eso! —dijo entre dientes—. Todos los billetes, Algir. A menos que quiera recibir una bomba de amoníaco en la cara.
Algir contempló pasmado el extremo de la pistola, y luego miró en los ojos a Edris. Se quedó estático, con el dinero en la mano, moviendo los labios, insultando en silencio a Edris.
—¡Lárguese! —repitió Edris.
Algir arrojó el dinero en el cajón y se retiró.
—Muy bien, monstruo inmundo —gruñó—. ¡Guárdese su dinero!
—Es lo que voy a hacer —dijo Edris y se metió la pistola en el bolsillo—. No trate de bromear conmigo, Philly, muchacho. Sé cuidarme —se dirigió al cajón, contó cien dólares y tiró el fajo sobre la mesa—. Eso es todo lo que le daré… ¡hágalo durar!
El timbre de la puerta se oyó mientras Algir tomaba el dinero. Edris cerró el cajón de la cómoda, dio la vuelta a la llave y se la metió en el bolsillo, luego fue saltando al vestíbulo y abrió la puerta.
Ira Marsh estaba parada en el rellano. Vestía una camisa de hombre con los faldones fuera de sus pantalones oscuros. Había una expresión de alborozo en sus ojos azules cuando entró en el apartamento.
Algir se quedó mirándola.
—¿Qué sucede? —preguntó—. ¿Cuánto tiempo va a seguir dando vueltas sin hacer nada?
Ella lo ignoró. Tomando la cafetera, se sirvió una taza de café, luego le sonrió a Edris, diciendo:
—Mañana empiezo a trabajar en el banco.
Edris se puso pálido.
—¿Está bromeando sobre una cosa tan importante como ésa? —preguntó con expresión tajante.
—Mañana empiezo a trabajar en el banco.
Edris respiró profundamente y de pronto sonrió. Empezó a batir palmas, echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar un grito salvaje. De un salto se subió al escritorio, de allí dio un brinco hasta la mesa y luego otro que lo depositó en el suelo. Empezó a correr alrededor del cuarto como si estuviese loco, gritando: «¡Yipiiiii! ¡Yipiiiii!» hasta que Algir riéndose nervioso lo agarró y lo arrojó sobre un sillón.
—Cállese, bastardo demente —dijo—. Va a atraer a la policía.
Edris, jadeante, sonrió a Algir, abriendo y cerrando sus ojillos.
—Se lo había dicho, ¿no? Le había dicho que era muy viva. Que era especial para este trabajo. Tomó a Ira y la atrajo contra su pecho y empezó a dar vueltas y vueltas alrededor de la habitación, bailando un vals. Algir seguía sonriéndose; se quitó de en medio para dejarlos bailar. Por fin, exhaustos, cayeron en un sofá. Tomando la cara de Ira con sus dos manos, Edris depositó un ruidoso beso en su frente.
Ella, riéndose, le dio un empujón y se enderezó.
—Oh, mi linda muñeca —exclamó Edris, sentándose en el suelo y alzando hacia ella la mirada—. ¿De manera que lo consiguió? Cuénteme. ¿Cómo pudo hacerlo tan rápido?
—Fue muy fácil. Hay una solterona enamorada del pobre papá que lo persigue —explicó Ira—. El le contó sus cuitas. Después de haber pasado yo dos semanas escuchando discos malos y con pensamientos homicidas en la cabeza, el pobre papá empezó a preocuparse. De manera que llamó a su solterona y, créalo o no, ella le dijo con toda exactitud lo que yo sabía que le iba a decir —Ira se puso de pie de un salto y señaló con el dedo a Edris con gesto dramático—. Esa chica necesita hacer algo. Ponla a trabajar en el banco, viejo amigo, viejo amigo. Eso es lo que necesitan las chicas: trabajo y compañeros de su edad. Papá se dejó convencer. Le dijo que si en realidad quería trabajar en el banco, se ocuparía de buscarme un puesto. Si eso me hacía feliz, podría empezar mañana mismo —hizo una mueca de disgusto—. ¡Trabajo! ¿por qué todos esos inútiles insisten en que hay que trabajar?
Edris se desternillaba de risa.
—¡Pero estarás contenta, nena! ¡Estarás rodeada de ese dinero maravilloso! ¡Oh, muñeca, cómo me gustaría estar en tu sitio! ¡Millones de dinero amoroso, crujiente! —se puso de pie de un salto y se lanzó sobre ella; le puso los brazos alrededor del talle y la cara contra su pecho—. Chiquita, te quiero como me quiero a mí mismo —dijo con emoción.
Ira lo apartó de sí con tanta violencia que perdió el equilibrio y rodó por el suelo.
—¡Guarde sus manos! —chilló—. ¡Y guarde las distancias!
El le guiñó un ojo, luego con una sonrisa forzada, se puso de pie.
—No quise decir nada, chiquita —explicó, yendo hacia su sillón y sentándose. La caída lo había dejado un poco tembloroso—. Sólo estaba bromeando. Es mi modo de ser.
—Bueno, ¡pero no es el mío! —repuso Ira, muy enfadada y se dejó caer en el sofá.
Algir observaba todo esto con mirada despectiva.
—Cuando dejen de hacer tonterías —dijo—, ¿qué les parece si habláramos de negocios?
—¿Le dijo Devon en qué departamento del banco iba a trabajar? —preguntó Edris.
Ella movió la cabeza.
—Mañana por la mañana tengo una entrevista con el jefe de personal. Es el tipo que tiene que decidir dónde voy a trabajar.
—No se olvide de decirle que sabe manejar máquinas de sumar —dijo Edris—. Quisiera que estuviera en el departamento de contabilidad —se inclinó hacia delante—. Lo que tenemos que saber, ante todo, para poder empezar a movernos, es dónde están las cajas fuertes.
—¿Qué quiere decir con las cajas fuertes?
—Las cajas fuertes no se usan durante meses. Hay una gran cantidad de ellas en el banco. En el restaurante he oído a mucha gente hablar de eso. Esos dueños de pozos de petróleo texanos alquilan una caja cuando vienen aquí de vacaciones, la llenan de dinero, luego se van a su casa y dejan el dinero en la caja hasta que vuelven las próximas vacaciones. Una vez que haya aprendido la marcha del departamento de contabilidad, estará en condiciones de saber los números de esas cajas. Eso es lo que queremos que aprenda.
—¡Está loco! —interrumpió Algir enfadado—. Aunque supiéramos los números, nunca podremos llegar hasta ellas. Es el banco más seguro del mundo. Tienen guardia las veinticuatro horas del día y está lleno de timbres de alarma.
—¿Quién dijo que llegaríamos hasta ellas? —dijo Edris sonriendo—. Sabrá todos los detalles de mi plan cuando esté listo. Esta es una operación en que hay que andar con pies de plomo y paso a paso. Primer paso: conseguir que entre en el banco. Eso será mañana. Segundo paso: saber dónde están las cajas fuertes. Tercer paso: averiguar los requisitos necesarios para alquilar una caja, aprender cómo se manejan las llaves y los guardias. Paso a paso… es la única manera de realizar este trabajo.
—Pueden pasar semanas antes de enterarse de todo eso —dijo Algir, preocupado.
—Esas cosas llevan tiempo, en efecto —dijo Edris con animación. Pero aunque llevaran un año, valdría la pena esperar.
Algir empezó a decir algo, luego al darse cuenta de que Ira lo estaba observando con sus ojos fríos, desconcertantes, se puso de pie y se encaminó hacia la puerta.
—¿Cuándo entro en acción? —preguntó deteniéndose.
—Ese podría ser el cuarto paso —dijo Edris—. Tenga paciencia, Phil, el premio será magnífico.
Algir lo miró durante un momento, vaciló, luego se fue, dando un portazo.
—¿Qué bicho le ha picado? —preguntó Ira.
Edris se encogió de hombros.
—No es feliz si no tiene dinero para despilfarrar.
—¿Qué tiene que ver con todo esto?
—Ya verá. Es tan esencial para llevar a cabo el plan como lo es usted, pero de diferente manera. ¿Cómo le va con Devon?
Ella se encogió de hombros con indiferencia.
—Me mantengo lo más alejada que puedo de su camino —se reclinó en el respaldo del sofá—. No creía que un tipo tan obtuso pudiese vivir con tanto lujo. Espero que esto no dure demasiado. Me voy a volver loca de aburrimiento.
Edris estudió su rostro, con mirada que se endureció de manera repentina.
—No puede pretender ganar cincuenta mil dólares sin trabajar. ¿Qué le pasa? Ha conseguido ropa, un auto, una casa espléndida, dinero… ¿Qué más quiere?
—Ya sé… pero me aburro… eso es todo.
—Muy bien, siga aburriéndose. Es mejor estar aburrida que pasar hambre, sed y necesidades. Recuérdelo siempre. Y escuche, Ira, ¡fíjese bien! No empiece a mirar a su alrededor en busca de diversiones. Dé un paso en falso y la echarán del banco más rápido que a un sputnik. Ese banco es tan respetable como una iglesia. Si no fuera la hija de Melville Deven nunca hubiese conseguido ese empleo. Y tenga mucho cuidado. Deben haber hecho averiguaciones en el colegio… sobre Norena. Era muy estudiosa y tan respetable como una monja. Era el tipo exacto de chica que quieren en el banco y recuerde, ahora es ella. Llegue a emborracharse, ande con muchachos, haga tonterías y que la pesquen y… ¡zas! ¡al diablo con nuestro negocio! —se enderezó en su sillón, con la cara congestionada—. ¡Si nos quedamos en la estacada porque no se puede aburrir unas semanas, los diarios no se atreverán a publicar los detalles de las cosas que le voy a hacer!
Permaneció sentada inmóvil, observando la expresión cínica de los ojos que la miraban; luego se puso de pie.
—No me meta prisa, taponcito —dijo con aire arrogante—. Hay cosas que le puedo hacer y que los diarios tampoco se animarán a publicar.
Edris, de modo inesperado, se puso a reír a carcajadas.
—Es valiente, nena. La quiero mucho, pero recuerde lo que le dije: abúrrase y tenga cuidado.
—No espere verme con frecuencia de ahora en adelante —dijo, encaminándose hacia la puerta—. Ahora soy una chica que trabaja. Cuando tenga algo que decirle, lo llamaré. Hasta pronto, Ticky —y salió del apartamento cerrando la puerta con mucha suavidad.
El domingo por la mañana, unos minutos después de las diez, Mel Devon se detuvo ante la puerta de la casa del juez Ansley y tocó la bocina de su Mercedes convertible.
Joy, que había estado esperando esa señal, bajó los escalones de la entrada y abrió la verja. Tenía puesto un sweater negro y pantalones blancos y llevaba en la mano una bolsa de playa.
Mel bajó del auto y dio la vuelta para abrirle la puerta.
—Hola, ¿qué tal? ¿Estás lista?
—Sí. Estoy lista —lo miró sonriente. Se alegró al ver que parecía contento. La expresión de abatimiento y preocupación que le notaba estos últimos tiempos había desaparecido. Por el momento, no parecía tener ninguna preocupación seria.
—¡Me gusta volver a verte!
—Lo mismo digo —dijo ayudándola a subir al auto—. ¿Cómo está el Juez?
—Está bien. Espera que hoy vengas a almorzar con nosotros.
—Por supuesto, estaré encantado. Norena va a pasar el día en el Club —la miró sonriente—. Sabes, Joy, no sé lo que haría sin ti. Nadie podría solucionar mis problemas como lo haces tú. Tal vez sea un banquero inteligente, pero cuando se trata de mi vida privada, no me siento capaz de dar un paso sin ti. Ella miró hacia otro lado.
—No sé, Mel. Creo que eres capaz de arreglarte solo, pero es agradable oírte decir que sirvo para algo.
El le palmeó las manos. En ese momento iban por la avenida que llevaba a Paradise Bay, donde Mel tenía una cabaña en la playa.
—Gracias a ti, Norena pronto dejará de ser un problema. Estabas en lo cierto al decir que necesitaba alguna ocupación. Desde que trabaja en el banco es otra persona.
—¡Cuánto me alegro! ¿Desde cuándo está allí?
—Tal vez desde hace un par de semanas… sí, empezó el lunes, hace dos semanas —se puso serio y le echó una mirada rápida—. ¡Cómo pasa el tiempo! Eso quiere decir que no te he visto desde hace dos semanas, Joy… es mucho tiempo.
—Te he echado de menos —dijo Joy con voz muy tranquila. No necesitaba recordarle lo largas que le habían parecido las horas. Todos los días había estado esperando que la llamara—. Debes estar muy ocupado.
—Te diré… —se rio—. Le he enseñado la ciudad a Norena. Hemos andado de aquí para allá. Cinematógrafos, teatros, salones de té… ¡de todo!
Joy miraba hacia delante.
—¿Así que ahora sales con Norena?
—Bueno, así parece —su mirada se entristeció un poco—. En realidad, creo que hubiese sido mucho mejor para ambos que tuviese amigos de su edad y saliese con ellos. Me siento espantosamente viejo. Me imagino que me verá como un hombre inofensivo y seguro. Creo que sale conmigo porque no tiene nadie que la acompañe. Por eso insisto tanto para que vaya al Club del Banco. Al principio no quería, pero por fin la convencí. Ahora piensa pasar allí el fin de semana.
Joy se tranquilizó un poco.
—¿Habéis hecho las paces?
—Me imagino que sí. No creo que a los jóvenes les guste que les hagan muchas preguntas. Le dije que podía traer a casa a quien quisiera, pero hasta ahora no lo ha hecho. Por lo menos siento que se ha roto el hielo entre nosotros, pero no se puede decir que sea cariñosa.
—Esperas demasiado a la vez.
—Me digo eso constantemente, pero pienso que no tiene un carácter afectuoso. Parece envuelta en hielo —se encogió de hombros—. Todavía puede ser que se arregle. Por lo menos, vivo con ella sin preocuparme demasiado y hablamos bastante. Tiene algunas ideas como para ponerle a uno los pelos de punta. Cosas que trato de sacarle sin que se dé cuenta… sólo inicios de conversaciones, por supuesto, porque en cuanto ve que ataco a fondo, emprende la retirada. Me imagino que son cosas de jóvenes.
—¿Qué clase de cosas?
—Normas de vida, supongo. Me temo que su madre la haya influido. Tiene un punto de vista muy amoral de ver la vida. Es bastante extraño, porque el doctor Graham le dio muy buenos informes a Crawsure, cuando habló con él. O ella los ha estado engañando, o ha sufrido un cambio repentino.
—Todavía no comprendo lo que quieres decir, Mel.
—Es un tema un poco complicado para tratarlo ahora. Cosas que surgen de golpe. Algunas veces cuando está leyendo el diario, da una opinión. Un tipo rescata a una criatura de un auto en llamas y luego muere a causa de las quemaduras; ella dice que es un estúpido. Le roban sus ahorros a una anciana: Norena dice que si a esa edad no se es capaz de cuidar su dinero, merece que se lo roben. ¿Te acuerdas de ese asalto a una gran joyería, la semana pasada? Dice que los ladrones fueron muy inteligentes. Y lo piensa. Y éstos no son más que unos ejemplos. Muy a menudo tiene salidas como éstas. De veras, creo que es amoral.
—Oh, Mel, no debes decir eso. La juventud de estos tiempos habla así. Es su modo de expresarse. Es un atractivo ser duro, cínico y antipático. Tal vez, le divierte ver cómo te choca lo que dice.
—Puede ser que tengas razón. Puedo llegar a pensar todo eso de otras chicas, pero no de mi hija.
—Ya que el doctor Graham dio tan brillantes informes de ella, será mejor ignorar lo que dice. Casi con seguridad cree que tiene que mostrarse a la altura de su inteligente padre. ¿Cómo se desenvuelve en el banco?
—Se porta bien —la cara de Mel se iluminó—. Se ha ganado a Crawsure. No quería saber nada de ella y estoy seguro que no la hubiese admitido si no fuese mi hija. Pero como es mi hija, habló con el doctor Graham antes de entrevistarse con ella. Parece que está dotada para los números. Ahora está trabajando en el departamento de contabilidad, y Crawsure dice que se desenvuelve muy bien en su trabajo.
—Bueno, es magnífico.
—Está todo el tiempo detrás de mí —dijo Mel con una sonrisa—. Se interesa de veras por las operaciones del banco. Nunca lo hubiese creído. A cada rato me hace preguntas… y preguntas inteligentes. Anoche mismo, puso en duda nuestro derecho a llamarnos «El banco más seguro del mundo». Tuvo que reconocer, después que le expliqué nuestro sistema de seguridad, que no era mera jactancia. El interés que está demostrando puede llevarla a hacer una buena carrera en el banco.
—No lo creas. Se enamorará —dijo Joy— y tu viejo banco significará tanto para ella como para mí.
Mel se rio.
—Como siempre, tienes razón.
—¿Sigue viendo al enano?
—No, por suerte. Está demasiado ocupada para poder ir a Seacombe. Estoy seguro de que no lo echa de menos en absoluto. Ahora que tiene un hogar, el banco y el club, se olvidará de él.
Mel hubiese tenido una desagradable sorpresa si hubiese podido ver a Ira en ese momento. Estaba estacionando su TR-4 delante de la casa de Ticky Edris, y unos instantes después de haber bajado del auto se hallaba tocando el timbre de la puerta del apartamento.
Edris salió a abrir, apresuradamente y cuando la vio se echó a un lado para dejarla pasar. No le hizo ni siquiera una sonrisa de bienvenida.
Había pasado dos semanas muy malas. Algir había vuelto a molestarla pidiéndole dinero, y veía con temor cómo disminuían sus ahorros. Si Algir no tuviese que desempeñar un papel tan importante en el desarrollo del plan, Edris se hubiese deshecho de él, pero sabía que en ese momento era imposible y no se le ocurría qué podía decir o hacer para poner punto final a las extravagancias de Algir.
No había sabido nada de Ira durante estas semanas. Varias veces había intentado llamarla por teléfono, pero recordaba que Ira le había dicho que lo llamaría cuando tuviera algo que decirle, y aunque Algir lo presionaba para que se pusiera en contacto con ella, se había dominado para no hacerlo. Tenía confianza en ella. Sabía que no podía estropearle el plan.
—Estaba empezando a preocuparme por usted, nena —dijo mientras la seguía al salón—. Esperaba tener noticias suyas antes.
Algir salió del dormitorio. Había pasado la noche con Edris porque tenía dificultades en el hotel, por motivos económicos.
—Bueno, ¡ya era hora! —exclamó cuando vio a Ira—. ¿Qué le ha sucedido? ¡Hemos estado esperando durante dos interminables semanas que hiciese algo! Está muy bien para usted que vive a lo grande, ¿pero qué pasa conmigo? ¿Qué ocurrió?
—Basta ya —exclamó Edris—. Siéntese, Ira. ¿Consiguió algo?
Ella se dirigió hacia un sofá y se sentó. Durante un momento estuvo mirando a Algir; luego, con una mueca de desprecio, se dio la vuelta hacia Edris.
—Si ese cerebro de pájaro no deja de fastidiarme —dijo— me voy de aquí ahora mismo. Y lo voy a hacer. Si ese tipo no puede meterse dinero en el bolsillo, no quiere decir que pueda tomársela conmigo.
Algir empezó a decir algo, pero Edris lo interrumpió.
—He dicho que basta. ¡Déjela tranquila! —dirigiéndose a Ira, siguió diciendo—. Muy bien, chiquita, no le haga caso. ¿Cómo le ha ido?
—Tengo la mayor parte de los datos que necesita. No fue tan fácil y tuve que andar con mucho cuidado, pero los conseguí. —Abrió su bolso y sacó una hoja de papel doblada—. ¿Qué le parece esto para empezar?
Edris le tomó el papel de la mano. Lo desplegó y preguntó:
—¿Son las cajas fuertes?
—Algunas. Hay otras, pero éstas están alquiladas a la gente más pudiente. No existe ningún registro de las cosas que contienen las cajas. Los clientes las abren ellos mismos y el banco no se hace responsable de su contenido, pero a juzgar por el tamaño de sus cajones, debe ser bárbaro —dijo Ira—. Me he enterado de que hay cinco dueños de pozos de petróleo texanos que se van a fin de semana. Han ganado miles de dólares en el casino. Es de imaginar que dejarán sus ganancias en las cajas fuertes antes de regresar a Texas. Verá el número de cinco cajas en la segunda columna.
—¿Y qué ventaja hay en tener el número de esas malditas cajas? —gruñó Algir—. Tenemos que saber lo que hay en las cajas.
Ni Ira ni Edris le hicieron caso.
—Está bien, nena —dijo Edris—. Ahora tenemos que saber cuál es el sistema de abrir las cajas.
—Ya lo sé —Ira abrió su bolso y sacó un paquete de cigarrillos. Encendió uno y luego siguió diciendo—: Hablé con Papá. Cree que soy una chica muy cuidadosa. Me enseñó la combinación de las cajas, y si él no lo sabe, no lo sabe nadie.
Edris se inclinó hacia delante. Sus ojillos parpadeaban.
—¿Cuál es la combinación?
—Sólo le diré que no podría ir a prender fuego al banco de noche. Hay seis guardias armados, y cada uno de ellos está bien protegido. Son hombres muy seleccionados, y sería querer jugar con dinamita tratar de comprarlos. Hay patrullas con perros durante toda la noche. Las cajas fuertes están alineadas en un subterráneo, revestidas por siete centímetros de acero y apoyadas en una pared de cemento armado de un metro veinte de ancho. A la hora de cerrar, inundan los subterráneos. El agua es evacuada por un sistema de relojería regulado con un dispositivo que funciona a las seis de la mañana. Luego los subterráneos se secan por aire caliente. De manera que se pueden quitar de la cabeza la idea de entrar en el banco de noche.
Algir arrojó con furia su cigarrillo en un cenicero.
—¡Ya le había dicho que era una locura pensar en llegar hasta esas cajas! —gruñó dirigiéndose a Edris—. Hemos estado perdiendo el tiempo. ¡Maldito sea!
—¡Cierre el pico! —dijo Edris sin mirarlo—. ¿Y qué le parece hacerlo durante el día, nena?
—También es muy difícil. Hay doce patrullas de guardia. La reja del subterráneo está cerrada con llave y vigilada por dos guardias con rifles automáticos. Dice Papá que si entraran veinte hombres al banco con bombas de gases y pistolas, no podrían hacer nada. Hay un guardia en una torre de cristal a prueba de balas que vigila a todo el que entra. Si ve algo raro, aprieta un botón que cierra de manera automática todas las salidas, inunda el subterráneo y se avisa a la policía. De manera que un asalto en horas de oficina está estrictamente reservado a los pájaros.
Edris se rio entre dientes y juntó sus manos deformadas.
—Es cierto que han pensado en todo, ¿verdad, nena? Ahora, dígame una cosa, ¿quién va al subterráneo?
—Los clientes.
—¿Nadie más?
Ira sonrió.
—Veo que se está avivando. Sí, hay alguien más. Una recepcionista que conduce a los clientes hasta las cajas.
Edris movió la cabeza.
—Había oído hablar de ella. ¿Todavía no la conoce?
—La he visto. Se llama Doris Kirby. Tiene treinta y tres años y ocupa ese puesto desde hace ocho años. No puede esperar más de ella de lo que podría esperar de un obispo.
—¿Sabe dónde vive, nena?
—No, pero puedo averiguarlo.
Edris asintió.
—Averigüe, nena, tan pronto como le sea posible. Llámeme por teléfono para darme la dirección. Es muy urgente.
—Muy bien.
—¿Qué hace ella exactamente, nena? ¿Usted lo sabe?
—Imagínese que usted es un cliente —Ira se instaló, cómodamente entre los almohadones del sofá—, y desea alquilar una caja de seguridad. Va al banco y llena un formulario. Nombre, dirección y número de teléfono. Cuánto tiempo y cuántas veces va a usar la caja. Se le da una llave. Si la pierde, hay que forzar la cerradura: no hay duplicados. Cada caja tiene dos cerraduras. Usted tiene la llave de una cerradura y el banco la llave de la otra cerradura. Las cajas no se pueden abrir sin que se utilicen las dos llaves. Esa chica, Kirby, tiene a su cuidado la llave general que, al irse, le entrega al guardián. Cuando usted quiere hacer uso de la caja, tiene que dirigirse al guardia de la verja. Le muestra su llave, que tiene un número. Controla el número que usted le ha dado, su nombre y su dirección. También tiene una fotografía suya. Cada llave tiene su propia contraseña. Usted se la entrega y, si está en regla, lo deja traspasar la verja. Al pie de la escalera, Kirby se halla sentada ante su escritorio. Le da su número y ella lo conduce hasta su caja. Ella abre la primera cerradura con la llave maestra y, si le parece que va a tardar mucho, lo deja allí. Usted abre la segunda cerradura con su propia llave, mete o saca su dinero y luego toca un timbre. Kirby vuelve, cierra su cerradura y lo lleva a usted hasta la verja. Esa es su tarea y es lo que hace.
Edris se sonrió satisfecho.
—¡Bien, nena, bien, bien, bien! Creí que le iba a costar por lo menos un mes conseguir esos datos. ¡Es inteligente y la quiero!
—¿Y le parece que eso está bien? —explotó Algir—. ¿Dígame cómo vamos a sacar el dinero de esas cajas? Me importa un bledo su sistema. ¿Cómo conseguiremos el dinero?
—Phil, pimpollo, aquí es donde usted empieza a actuar. Hasta ahora se desesperaba por esta larga espera; ahora la espera se acabó. Su primer trabajo es quitar de en medio a la pequeña miss Kirby. Nada drástico. Tiene que tener una leve dolencia por lo menos durante una semana. ¿Se puede ocupar de eso?
Algir miró azarado.
—Bueno, vamos a ver… ¿por qué la tenemos que quitar de en medio?
—Porque esta chiquita va a ocupar su sitio. ¿No es así, muñequita?
—Es una buena idea —repuso Ira—, pero Crawsure tiene la última palabra.
—No, no la tiene —afirmó Edris, sonriendo—. Su Papá la tiene, nena, y él es un punto fuerte en el banco. Le dirá a Papá que le gustaría tener una posibilidad de conocer algunos clientes importantes. Caerá en la trampa, sobre todo si le recalca que Kirby no estará mucho tiempo fuera y que esa corta experiencia le gustará mucho. Explíqueselo a Papá y le apuesto cualquier cosa a que no tendremos ningún inconveniente.
Algir empezaba a mostrarse interesado.
—¿Ella sacará un molde de la llave general? ¿Es eso, verdad? —dijo, inclinándose hacia delante.
—Lo sacará no sólo de la llave general, sino también de las llaves de los clientes… en especial de esas cinco llaves de los texanos.
—¿Y cómo lo hará? Acaba de decir que los clientes guardaban sus llaves. ¿Cómo las conseguirá?
—Se arreglará para tomar sus llaves —indicó Edris, sonriendo satisfecho—. Si me quiere dar su llave, míster Clukhead, estaré encantada de abrirle su caja fuerte.
—Esos texanos tienen sangre caliente. Tal vez le contesten que se vaya al diablo.
—¿Le diría a una chica tan bonita como ésta que se fuese al diablo, Phil?
Algir miró a Ira de forma crítica. Ella le sacó la lengua.
—Sí, hasta cierto punto, tal vez tenga razón. ¿Cómo hará?
—Con un poco, de masilla que tendrá en su mano izquierda. Usted será quien haga las llaves. Será mejor que para eso se ponga de acuerdo con ella… dígale lo que necesita.
—Esas llaves pueden ser muy complicadas —comentó Algir—. Depende de cómo sean las cerraduras.
—¿Por qué van a ser tan complicadas, con un sistema de seguridad tan bueno como el que tienen? Apostaría que son cerraduras corrientes y llaves corrientes. De todos modos, lo sabrá mañana. Tendrá una de las llaves en sus manos.
Algir ladeó la cabeza.
—¿Cómo?
—Mañana irá al banco y alquilará una caja fuerte. Llevará un sobre abultado, lleno de recortes de papel de diario. Dirá que es el dinero que ganó en el juego. Que quiere sacar y meter dinero todos los días. Conocerá a Doris Kirby. La observará bien, de manera que la pueda reconocer más tarde. Dejará el sobre en su caja y tomará la llave. Entonces estará en condiciones de saber si las llaves son muy difíciles de reproducir. Por la noche se las arreglará para que miss Kirby enferme, tenga un accidente, un dolor de barriga o lo que se le ocurra para quitarla de en medio. Pero no olvide una cosa: tiene un puesto importante en el banco. Si le ocurre algo, los «polizontes» pueden oler algo raro y la policía estará sobre aviso al instante. De modo que tenga cuidado, Phil.
Algir se quedó mirando el suelo con el ceño fruncido.
—¿Qué le parece un golpecito con mi auto? —preguntó por fin.
—Golpearla y disparar —murmuró Edris en tono bajo—. Intervendrá la policía.
—¿Vive sola?
—Sí —explicó Ira—. Tiene un apartamento en un último piso. Me lo dijo ella misma.
—Si hay escaleras, una cuerda atravesando un escalón surtiría efecto —sugirió Algir—. ¿Le parece bien? Sólo se rompería una pierna.
—Espléndido, mientras no se rompa el pescuezo —dijo Edris—. No queremos a la policía metida en este asunto.
—Consígame la dirección —le dijo Algir a Ira—. Iré a estudiar el terreno en cuanto me dé la dirección.
Ira asintió con la cabeza, luego miró su reloj y se puso de pie.
—¿Hay algo más, Ticky? Creen que estoy en el club. Papá podría telefonear. Si se da cuenta de que no estoy allí, empezará a cavilar.
—Esto es todo por ahora, nena. Se está portando muy bien. Se lo digo yo. Siga como hasta ahora y pronto tendrá billetes para quemar y ¡billetes verdaderos!
—¿No pensará que estoy haciendo esto por monedas? —se dirigió a la puerta—. Hasta pronto, Ticky —a Algir le dijo—: Vamos a ver cómo se desenvuelve, cerebro de pájaro. Es hora de que haga algo para ganarse la vida —y se fue.
—Me gustaría tener a esa perra entre mis manos —dijo Algir con la cara congestionada—. Me gustaría oír sus gritos antes de arrojarla a un lado.
Edris se rio con expresión burlona.
—Ya la tendrá, Philly, muchacho. Tenga paciencia. Es demasiado joven para tener tanto dinero.
—Todavía hay algo que no entiendo —dijo Algir, encendiendo un cigarrillo—. ¿Por qué tengo que alquilar una caja de seguridad?
—¡Oh, por el amor de Dios! Use la cabeza, muchachito. La tarea de Ira es sacar el dinero de las otras cajas y ponerlo en la suya. Usted va todos los días y recoge el dinero, que en apariencia le pertenece. ¿De qué otra manera piensa que podemos conseguir sacar el dinero del subterráneo? ¿Se da cuenta de lo simple que será una vez que tengamos los duplicados de las llaves que Ira nos consiga? Se ocupará del subterráneo todo el tiempo que Kirby esté fuera. Tendrá que llenar su caja con el dinero de las otras cajas que pueda abrir. Son cofres que a veces no se usan durante mucho tiempo, de manera que podrán pasar meses antes de que se den cuenta de que les falta algo, y para entonces nosotros estaremos a muchas millas de aquí.
Algir se quedó sentado, inmóvil, con la boca abierta.
—¡Por Judas! —dijo por fin con voz chillona.
—¿Bonito, verdad? —Edris se felicitaba a sí mismo—. Y hay millones de dólares para nosotros. Es el fraude más bonito, más agradable que jamás haya pensado —echando su cabeza para atrás, gritó—: ¡Yipiiii! —con todas las fuerzas de sus pulmones.