—¡Por aquí no se va a Paradise City!
Habían estado viajando en silencio durante unos treinta minutos. De pronto Algir había disminuido la velocidad y dirigido el Buick fuera de la carretera, tomando un angosto camino de tierra, bordeado a ambos lados por naranjos.
—Vamos bien —afirmó en tono terminante y aumentó algo la velocidad del auto.
—¡Pero no es por aquí! —había una nota aguda que denotaba miedo en la voz de Norena—. ¡Conozco este camino… lleva al mar! Se equivoca, míster Tebbel.
—¿Y qué importa? —preguntó Algir, mirando hacia delante. No se animaba a mirar a la chica—. ¿No le gusta el mar?
La semana anterior había ido por esa carretera buscando un lugar aislado donde poder matar a la chica y deshacerse del cuerpo. El camino que seguía ahora los conducía al sitio que había hallado. Durante cinco días consecutivos había venido todos los días, siempre a la misma hora, y nunca había encontrado a nadie ni en el camino, ni en la playa. Era un sitio donde se hacía picnic los sábados y domingos; entre semana nadie parecía tener tiempo, ni ganas de bañarse allí.
—Quiero ver a mamá lo más pronto posible —exigió la chica, nerviosa—. Estamos perdiendo tiempo, míster Tebbel, yendo por este camino. Tenemos que parar y volver hacia atrás.
—¿Qué le hace pensar que no la vamos a ver si seguimos este camino? —preguntó Algir—. No dije que estuviera en Paradise City, ¿no?
—¿No está allí? ¿Entonces dónde está?
—Está en el Culver Hospital —mintió Algir—. Este camino es un atajo que nos lleva a Culver.
—¡Pero no es éste! Conozco el camino. Conduce sólo a las dunas y al mar.
—Déjeme tranquilo, Norena —dijo Algir, con una repentina dureza en la voz—. Sé lo que tengo que hacer.
Lo miró. No parecía ser el mismo hombre que había conocido en el despacho del doctor Graham. Aquel hombre había sido encantador, bueno y simpático. Pero este hombre… Norena experimentó un sentimiento de terror. ¿Cómo podía una persona cambiar por completo y con tanta rapidez? Parecía una cara que sé transformara durante una pesadilla.
Una garza se asomó al camino cuando se acercaba el auto y aleteó hasta llegar a un árbol. Delante de ellos, Norena vio el mar.
—Ahí está el mar —dijo con acento de desesperación—. Este camino no conduce a otra parte más que al mar.
Los naranjos habían dejado sitio a altos pastos de llanura, que se inclinaban como dedos siniestros que hiciesen señas, movidos por la suave brisa.
—Pare, por favor —rogó—. Por favor…
Cien metros más delante el camino terminaba en una gran plazoleta circular.
Mientras Algir aminoraba la marcha del auto, ella lo miró. Su rostro estaba cubierto de sudor. Su mirada fija. Sus labios se habían convertido en una línea dura que le daba una expresión maligna. Al verlo se sintió horrorizada. Tuvo la instintiva sensación de que la iba a atacar.
Muchas veces había leído casos de raptos y asesinatos que aparecían cada cierto tiempo en los periódicos. Los había leído sin mucho interés, con la seguridad de que esas cosas no podrían sucederle jamás. En su opinión, en la mayor parte de esos asesinatos, las mismas chicas se lo habían buscado. Por el modo de vestir y en general por su forma de actuar, parecía que no buscaran más que líos. ¿Pero por qué ese hombre iba a querer atacarla a «ella»? ¿Qué había hecho? A menos que fuese uno de esos horribles maniáticos de cuyos actos también había tenido noticias por los diarios. Pero no podía ser. Era el abogado de mamá. ¿Pero mamá tenía un abogado? Nunca se lo había oído mencionar. De nuevo Norena miró a Algir, que había detenido el auto y estaba accionando la llave de contacto.
El no la miraba. No quería hacerlo. Si la hubiese mirado, ella hubiese visto en la expresión de sus ojos lo que pensaba hacer. Sus movimientos eran lentos y deliberados. Ella notó que sus manos temblaban mientras quería cerrar la llave del contacto.
La playa con sus filas de dunas, sus pastos secos y amarillentos y su ancha cinta de arena, marcada por la marea baja, que se extendía muchos kilómetros, vacía y solitaria. La brisa se había acentuado, levantando granitos de arena seca en pequeños remolinos que semana tras semana, mes tras mes, año tras año, iban formando las altas e inclinadas dunas que rompían la monotonía de la playa.
Se dio cuenta que estaba tratando de agarrar el picaporte.
La puerta del auto se abrió y ella ya estaba fuera.
Los dedos de Algir, que la quisieron agarrar, llegaron tarde. Ella sintió que la alcanzaba pero se soltó de un tirón y empezó a correr a través de la suave arena a tanta velocidad como jamás lo había hecho antes.
Y podía correr. No en vano había jugado al hockey y al basket-ball. Tampoco en vano había ganado la carrera de cien metros en el campo de deportes del colegio. Nunca había tenido que correr para salvar su vida y, mientras casi volaba por la playa, ese pensamiento… que estaba corriendo para salvar su vida… la empujaba hacia delante a una velocidad tal que hacía que su anterior carrera de cien metros le pareciera muy lenta.
Tomado de sorpresa, Algir se quedó mirándola. Temblaba al pensar que la chica pudiese escapársele.
¡Si se le llegara a escapar y hablara!
Saltó del auto y corrió tras ella. La distancia entre ellos debía ser de unos cien metros por lo menos, pensó, y se iba acrecentando. ¿Quién iba a pensar que esta pequeña perra podría correr de esa forma? Sus largas piernas parecían volar sobre la arena. El ya estaba jadeando. El único ejercicio que hacía consistía en algún ocasional partido de golf. Correr con tanta velocidad le había dejado sin aliento. Se quedó parado, dándose cuenta que ella cada vez le sacaba más distancia. Por fin desapareció de su vista detrás de una alta duna.
Corrió hasta que llegó a la duna. Con la respiración fatigosa, con el corazón golpeándole el pecho, trepó la duna y se detuvo, con la vista nublada por el sudor.
Pudo verla, pero ahora era una silueta distante que destacaba en el azul del cielo. Todavía seguía corriendo a pasos largos, sin esforzarse, pero había cambiado de dirección. Ya no corría a lo largo de la playa que se extendía varios kilómetros hasta que se perdía en un bosque de cipreses vasto y húmedo. Delante de ella se levantaba una pared de encinas y lomas con sauces y algunos manzanos rodeados por una densa maleza.
Algir había explorado esos bosques pocos días antes. Entre su enmarañada maleza había una especie de senda que hacía una curva e iba a parar al camino de tierra que ellos habían tomado al dejar la carretera principal.
¿Sabría que esa senda la llevaba a la carretera? Al instante se dio cuenta de la posibilidad que tenía de atraparla. Era su única posibilidad.
Bajo de la duna y corrió por la arena hacia el Buick. Cuando llegó al auto se puso al volante, colocó la llave del contacto con mano temblorosa, puso el motor en marcha y lanzó el auto a toda velocidad por el camino de tierra.
En pocos minutos llegó a la intersección del camino de tierra con la senda del bosque. Dejó el Buick a la sombra de un sauce, luego quitándose la chaqueta y dejándola en el auto, andando y corriendo alternativamente, siguió la senda hasta que llegó al lindero del bosque. Se detuvo para mirar hacia atrás en dirección al Buick, pero los altos pastizales lo ocultaban por completo. Moviendo la cabeza, satisfecho, caminó unas yardas a través de la maleza. Entonces, eligiendo un grueso arbusto, se sentó detrás de él. Desde allí podía ver hasta unos veinte metros de la senda.
Por el momento no podía hacer nada más qué esperar.
Mientras esperaba, pensaba en Ticky Edris y en esa chica, Ira Marsh, que tanto le gustaba a Ticky. El éxito absoluto del plan dependía de la muchacha. Si cometía cualquier error, Johnnie Williams, Muriel Marsh y su hija habrían sido asesinados por nada. Tal vez estaba loco cuando aceptó meterse con Ticky en semejante lío, pero Ticky lo había convencido.
—La he visto y usted no —le había dicho Ticky—. Está hecha para ese trabajo. No tiene que preocuparse por ella, Phil. Esa muñeca haría cualquier cosa por dinero.
Pensaba que Ticky estaba chiflado al prometer cincuenta mil dólares a una jovencita. ¿Para qué darle una parte tan grande de lo que iban a sacar? Con toda seguridad se hubiese conformado con diez mil.
Ticky había sonreído con todo cinismo cuando se lo había insinuado.
—¿Qué importa? ¿Quién sabe si llegará a ver siquiera parte del dinero? Tranquilícese, Philly. Vamos, muchacho. ¿Qué significa un cadáver más ahora que tenemos tres?
Algir se secó el sudor que le corría por la frente. No tenía confianza en Ticky. Debía vigilarlo: no fuese que lo eligiera como su próxima víctima. Podría pensar: ¿Qué importa un cadáver más ahora que tengo cuatro?
Algir sospechaba que Ticky estaba desequilibrado. Tenía un complejo de inferioridad. Desde que trabajaba en el restaurante «La Coquille», le había dicho a Algir en cierta ocasión que había empezado a soñar en vengarse de los ricos.
—¿Quién sabe? —le había dicho una noche mientras los dos se hallaban en el apartamento de Ticky. Era un jueves, recordaba Algir; la noche que Ticky tenia libre. Habían estado bebiendo bastante y para entonces Ticky estaba muy borracho. Tenía el rostro enrojecido, los ojos vidriosos y gotas de sudor le corrían por la frente—. No sé qué podría hacer para dañar a esos ricos, hijos de perra. Para eso tendría que tener tanto dinero como ellos… más dinero. No vi cómo podría obtener ese dinero hasta que fui a la casa de mistres Forrester. ¡Qué suerte tengo! No soy más que un enano deforme para luchar contra una sociedad satisfecha y despreciativa de ricos bastardos hijos de perra que me tratan como a un bufón que no sabe más que gastar bromas asquerosas y despreciables. Entonces una noche fui a casa de esa vaca vieja y allí me di cuenta. Ahora es distinto. Puedo hablar de todo con ese tipo y él es mucho más vivo que yo. No tiene idea de lo vivo que es.
Algir, algo ebrio, se había quedado mirando al enano.
—¿Qué quiere decir? ¿Quien es ese tipo?
Edris le echó una mirada socarrona. Hinchó las mejillas y se abanicó la cara enrojecida con sus manos atrofiadas.
—No sé quien es. No lo he visto nunca, pero lo he oído. Está en realidad aquí —y Edris golpeaba su ancha frente—. Me habló a mí, Phil. Fue él quien ideó este plan. El… no yo.
A Algir no le gustaba todo esto. Pensaba que Ticky estaba loco o que veía visiones. De cualquier manera, a Algir no le gustaba.
—¿Quién es mistres Forrester?
—Es una espiritista. Los jueves por la noche tiene una sesión. Recibe a diez personas. Cada una le da un dólar. Es todo lo que tiene para vivir. Fui un jueves, por broma. No tenía nada mejor que hacer. De manera que fui y pagué mi dólar —en su rostro se dibujaba una expresión soñadora—. El dólar más provechoso y mejor gastado de mi vida.
—¿Qué sucedió entonces? —preguntó Algir, sirviéndose del whisky de Ticky.
—Todos nos sentamos alrededor de una enorme mesa con una luz roja amortiguada en el centro. Tocaron un himno en un viejo fonógrafo. Teníamos las manos puestas sobre la mesa; nuestros dedos se tocaban. La vieja solterona cayó en trance y la gente empezó a hacer preguntas. Eran todas bastantes tontas. Querían saber algo de sus malditos parientes que estaban muertos. La mesa se movía una vez para afirmar y dos veces para negar. Era un juego para criaturas. Si no hubiese pagado mi dólar, me hubiese ido. Pero lo cierto es que llegó mi turno y pregunté si pronto iba a tener mucho dinero. Todos, alrededor de la mesa, parecían escandalizados. Según ellos, no se deben hacer preguntas como esa. Hasta la maldita mesa parecía enfurruñada. No se movía. La vieja tuvo una especie de ataque de histerismo. Se cayó de la silla. Todos se levantaron y se amontonaron alrededor de ella. Estaba asqueado por todo este estúpido asunto. Me fui al vestíbulo para buscar mi sombrero. Me lo estaba poniendo cuando oí una voz de hombre, con tanta claridad, como estoy oyendo ahora su voz, que decía: «Ticky, va a hacer una fortuna, pero tiene que tener paciencia. Es posible que deba esperar años, pero va a conseguirla». Me quedé sorprendido porque no había visto a nadie en el vestíbulo. En realidad, no había nadie en el vestíbulo. Pensé que había imaginado oír la voz, pero cuando llegué a casa empezó a hablarme de nuevo y esta vez me di cuenta que era real —Ticky se quedó callado y miró con desconfianza a Algir—. ¿Cree que estoy chiflado, no?
—Creo que está borracho —dijo Algir.
Desde entonces, Ticky no había vuelto a mencionar la voz, pero Algir estaba seguro que era pura imaginación del enano. Lo tenía preocupado pero no podía hacer nada.
Un mosquito que de pronto empezó a zumbar en el oído de Algir, lo distrajo de sus pensamientos. Estaba levantando la mano para matar al insecto cuando vio a Norena. Venía caminando por la senda, moviéndose con mucha cautela, igual que un fantasma, con sus grandes ojos asustados, mirando para todos lados. Con una gran tensión nerviosa, Algir permaneció inmóvil, observándola, con las manos crispadas.
Ella debía tener la sensación de que no estaba sola, porque se detuvo de forma repentina, llevándose las manos a la cara. Miraba por la senda, a través de los altos pastos, reteniendo la respiración y los sollozos.
Algir pudo ver el pánico reflejado en su rostro. Norena iba a volverse y correr de nuevo hacia el mar en el momento en que él se levantó y saliendo de detrás del arbusto se abalanzó hacia ella. Cuando lo vio lanzó un espantoso grito de terror. Trató de correr, pero la agarró del brazo, atrayéndola hacia sí, creyendo que iba a ser muy fácil de manejar. Tenía plena confianza en su tremenda fuerza, pero se dio cuenta que apenas podía con ella. Desesperada y aterrorizada se defendió con los pies, con las uñas y con los dientes. La lucha fue silenciosa y horrible. El la golpeó en la nariz y en la boca. El rostro de la chica era una máscara sangrienta. Estaba debilitándose. Riéndose como un salvaje, con la respiración jadeante, llevó su mano derecha a la garganta de la chica, sus dedos se hundieron en ella. Cuando ella se dio cuenta de que había llegado su fin, pareció volverse loca. Sacudiéndose y retorciéndose en violentas convulsiones, casi logró desairse, pero él pudo sujetarla. Cayó hacia delante, atrayéndolo en su caída, y ahora él estaba sobre ella, aplastándola; su mano izquierda se unió a la derecha.
Ella luchaba aún, pero la vida se le iba agotando. El aumentó la presión de la garganta. Las largas piernas de ella empezaron a dar sacudidas y sus talones se hundieron en la arena. Fue su último esfuerzo. Luego, de repente, se aflojó. Sus ojos quedaron fijos, con la mirada opaca de la muerte.
Estremeciéndose, Algir se puso de pie. Un hilo de sangre corría por un lado de su cuello, donde le había clavado las uñas. Su corazón latía con tanta violencia que se sentía sofocado. Tambaleante, caminó unos pasos y para no caerse se sentó, apoyando la espalda contra un árbol. Permaneció así con la cabeza entre las manos durante unos minutos.
Bueno, ya estaba hecho, pensó, sintiendo dentro dé sí un temblor producido por el miedo. Si hubiese sabido que iba a ser así, no lo hubiese hecho. No hubiese vuelto a revivir esos últimos momentos tan horribles ni por todo el oro del mundo. Miró su reloj de pulsera. Eran las ocho y cuarenta. Iba atrasado según el plan previsto. Con un gran esfuerzo, se puso de pie y fue hasta donde había dejado el Buick. Se detuvo ante el auto, escuchando y mirando hacia el camino de tierra. Sólo el murmullo del mar y el grito lastimero de las gaviotas llegaban hasta él. Sacó de la guantera media botella de whisky y bebió un buen trago.
Luego abrió el portaequipajes del auto y dejándolo medio abierto volvió donde había dejado a la chica muerta.
Sin mirar su rostro torturado, la levantó y se la echó sobre el hombro. Era pesada e iba tambaleándose un poco mientras la llevaba al auto. La tiró dentro del portaequipajes y lo cerró. Luego subió al auto, dio la vuelta y recorrió el camino de tierra hasta la plazoleta. Paró, puso el freno, salió del auto y abrió el portaequipajes. Sacó una especie de pala para trincheras del Ejército, que haba comprado en una tienda de Miami. Luego se echó a la chica sobre su hombro y llevando la herramienta en la mano, caminó a través de la arena hasta la duna más cercana. La dejó caer al pie de la duna, luego entrecerró los ojos para mirar lo más lejos posible a lo largo de los kilómetros de playa desierta. Satisfecho de saberse solo, se arrodilló al lado del cuerpo de la chica y empezó a desnudarla. Esta tarea le repugnaba, pero tenía que hacerlo.
Ticky había dicho:
—Quítale toda la ropa. Tienen marcas de la lavandería del Colegio. No podemos correr riesgos.
Le costó trabajo quitarle la faja. Maldecía por lo bajo, el sudor lo cegaba mientras trataba de arrancársela. Por fin lo consiguió. Ya estaba desnuda. Alrededor de su cuello magullado e hinchado tenía una cruz de oro con una cadenita muy fina. Le impresionaba tocarla. Se había educado en la religión católica y aunque no había dejado rastro en él, la cruz le recordaba la iglesia donde había ido cuando era niño, con la luz de las velas, el olor a incienso y el sonido del órgano.
Se metió la cruz en el bolsillo e hizo un bulto con la ropa. Luego levantando la pala, trepó a la duna y comenzó a echar paladas de arena sobre el cadáver desnudo.
Un buitre volaba haciendo círculos sobre el cadáver, sus amplias alas proyectando una gran sombra en la arena. Aún estaba ascendiendo en forma de espiral mucho después que Algir hubiera terminado su horripilante tarea y se hubiese marchado.
A las nueve y cuarenta y cinco. Fred Hess caminaba por el pasillo que conducía a la oficina del capitán Terrell. Golpeó en la puerta, la abrió y entró en la habitación.
Terrell estaba sentado detrás de su escritorio, y Beigler en el antepecho de la ventana. Los dos hombres estaban tomando café.
—Bueno, Fred, ¿qué ha averiguado? —preguntó Terrell, alcanzándole la cafetera a través del escritorio y señalándole una silla.
Hess se sentó y se sirvió una taza de café antes dé decir:
—Todas las pistas llevan a lo mismo, Jefe. Ella lo mató y luego se mató. Lepski ha estado investigando y eso es lo que sacamos en conclusión. Williams se fue a la cama a las veinte con un gran resfriado de cabeza. A las veintidós y diez, las personas que viven delante de la carretera creyeron haber oído disparos, pero no están seguros. Tenían el televisor conectado y eso impedía oír otra cosa. El marido, Dixon, miró hacia fuera por la ventana para ver si pasaba algo. El auto de Muriel Devon estaba estacionado al lado del bungalow. Volvió para seguir viendo el panorama. Cuando terminó, oyó que el auto de Muriel salió. El portero de «La Coquille» vio a Muriel que llegaba en su auto. Pensó que estaba bastante borracha, pero estaba lo bastante serena como para caminar sola, de manera que la dejó entrar. Ella llegó alrededor de las veintitrés, de manera que debe haber ido, sin detenerse, desde su casa al restaurante. Es el tiempo que se tarda en hacer el trayecto. El barman dijo que la vio entrar y Edris la llevó al último reservado. El barman también declaró que estuvo todo el tiempo en el bar y está seguro de que nadie se acercó al reservado, excepto Edris, quien le sirvió un whisky sour. La jeringa hipodérmica que la mató tiene algunas huellas dactilares bastante confusas: algunas de ellas, y tal vez todas de Muriel. No hemos hallado nada que nos hiciera dudar que ella lo había matado y que luego se mató.
Terrell movió la cabeza.
—¿Qué dice Chambers de la escritura de la nota que dejó?
—Le di las muestras que encontramos en su apartamento. Las escrituras coinciden. Ella también tenía una pistola. Había sacado su permiso hace tres años en Nueva York. Es un hecho que Williams la estaba engañando. Tenía el proyecto de fugarse con mistres Van Wilden, una vieja ramera enriquecida, que vivía en el Palace Hotel. Fui a verla y hablé con ella —Hess hizo una mueca de desagrado—. Cuando supo que Williams estaba muerto se puso histérica. Se lo iba a llevar con ella a las Indias Occidentales para establecerse allí —Hess hizo un gesto de desprecio—. Tuvo suerte pero no se lo dije. Lepski habló por ahí y los vecinos dijeron que Williams y Muriel se peleaban sin cesar. Bueno, me imagino que tuvieron su última pelea… sin perdedor.
Terrell terminó de tomar su café.
—El doctor dice que murió envenenada por la heroína. De eso no hay duda alguna —se quedó pensando un momento, luego se encogió de hombros—. Bueno, creo que podemos cerrar el caso. Ha sido muy fácil.
—¿Qué pasa con el marido? —preguntó Beigler—. ¿Quieren que lo busque?
—Lo necesitamos para la investigación —dijo Terrell—. Luego está la hija —se acarició la barbilla—. Bert Hamilton no ha andado por aquí esta mañana.
Hess se sonrió.
—Browning habló con él. Ha conseguido sacar a Browning tanta comida gratis que ahora le hace el juego. Sólo menciona el crimen de pasada y en la última página.
—Me alegro por la hija —dijo Terrell—. A ver si puede encontrar a Devon en la guía, Joe.
Beigler buscó en el estante de las guías y sacó la del teléfono. Buscó entre sus páginas.
—Aquí está. Melville Devon, 1455 Hillside Crescent. ¿Quiere que llame a la casa?
—Sí, por favor.
Beigler hizo la llamada. Al cabo de unos instantes, una voz de mujer contestó.
—Residencia de míster Devon.
—La Policía —dijo Beigler—. ¿Podría hablar con míster Devon?
—No está. Lo encontrará en el banco.
—¿En qué banco?
—El «Florida Safe Deposit» —le contestó la mujer—. Le puedo dar el número del teléfono si lo desea.
—Está bien —dijo Beigler—. Voy a buscarlo, gracias —y colgó—. Trabaja en el «Florida Safe Deposit Bank» —informó a Terrell.
Este frunció el ceño, luego hizo un chasquido con los dedos.
—Lo conozco. No sabía su apellido. Una vez jugué con él al golf por una copa del Country Club. Buen muchacho. Es Vicepresidente del banco. Un hombre importante. Bueno, ¡lo que hemos descubierto! Si Hamilton se entera, ni siquiera Browning podrá evitar que publique un artículo. La esposa del vicepresidente del «Florida Safe Deposit Bank», envuelta en una historia de asesinatos y suicidios. ¿Se da cuenta? Me ocuparé de esto, Joe. Lo voy a llamar.
En ese momento sonó el teléfono. Beigler levantó el receptor.
—Ticky Edris pregunta por el Jefe —anunció el sargento recepcionista.
—Espere —Beigler miró a Terrell—. Edris está al teléfono. ¿Quiere hablar con él?
Terrell frunció el ceño.
—¿Qué quiere? —avanzó la mano hacia el receptor. Cuando Beigler se lo alcanzó, dijo en el transmisor—: Póngame con él, Charley.
Se oyó la voz de Edris en el teléfono.
—¿Capitán Terrell?
—Sí. ¿Qué pasa, Edris?
—Es algo referente a Norena Devon —dijo Edris con su voz aguda—. No hubiese querido molestarlo por esto, Capitán, pero quisiera localizar al padre. Como amigo de la familia, llamé al Colegio; el doctor Graham dio la noticia a la chica. En este momento está en camino hacia aquí. Está muy afligida. Mi problema es que no hay dinero en el apartamento. Por supuesto, puedo darle algo y lo haré, pero antes de inmiscuirme en esto, me gustaría que se consultara al padre. Puede ser que quiera hacerse cargo de su hija. Se da cuenta de mi situación, capitán. No quiero dar un paso en falso, pero quisiera poder ayudar en algo.
Terrell se acariciaba el mentón mientras escuchaba.
—Ya he localizado al padre, Edris —dijo por fin—. Voy a hablar con él ahora mismo. Por bien de él y de su hija, cuanto menos publicidad se dé al asunto, será mejor. Si es tan amigo de la familia y desea ayudar, puede hacerlo. Voy a hablar con el forense. Podría identificar el cadáver de Muriel Marsh y testificar sobre las relaciones entre ella y Williams. Creo que el forense accederá a que se deje a Norena y a su padre alejados de este asunto. Depende de usted.
—Puede contar conmigo, capitán —dijo Edris—. Haré cualquier cosa para ser útil. Deseo tanto como usted evitarle a esa criatura cualquier publicidad.
—Muy bien. Voy a hablar con Devon y con el médico. En cuanto sepa algo, le llamaré por teléfono. ¿Cuál es su número?
—Seacombe 556.
—Muy bien —dijo Terrell, anotando el número en su libreta, colgó y se echó para atrás en su silla—. Muy bien, muchachos, sigan con su trabajo cotidiano, yo terminaré éste.
Cuando Hess y Beigler se fueron, Terrell llamó a Alec Brewer, el forense. Le explicó la situación.
—¿Mel Devon? —la voz de Brewer denotaba sorpresa—. Es un viejo amigo mío. Nunca supe… ¿Está seguro que se trata de la misma persona, Frank?
—Es el mismo nombre —dijo Terrell—. Todavía no he hablado con él. Puede que esté equivocado.
—Mejor sería que lo comprobara. No puedo creer semejante cosa. Investigue, Frank, y vuelva a llamarme.
—Tal vez sea mejor que vaya a verlo.
—Me parece que sí, pero tenga cuidado, Frank. Mel es un hombre muy importante en la ciudad.
El «Florida Safe Deposit Bank» había sido fundado en 1948 por una sociedad cuyos componentes poseían fortunas inmensas y que se habían retirado a vivir en Paradise City o pasaban allí tres meses de vacaciones al año. Esos hombres querían tener un lugar absolutamente seguro donde pudieran guardar sus acciones, el dinero en efectivo que necesitaban para jugar, las alhajas y pieles de sus esposas, las fuentes de oro y de plata que usaban de vez en cuando en ocasiones muy especiales.
Desde que se había abierto el banco, Paradise City, que tenia fama de ocupar el primer lugar en el porcentaje de robos entre las ciudades de la costa de Florida, ahora se podía atribuir la distinción de tener el menor número de crímenes y de criminales.
El banco había tenido tanto éxito, que todos los grandes joyeros, los hoteles, los tres casinos y los varios clubs privados, utilizaban sus modernas cajas de seguridad para guardar su dinero en efectivo y sus valores. Tenía tres camiones blindados, cada uno de los cuales iba escoltado por cuatro guardias, que entregaban o recogían los valores de sus clientes y sólo una vez uno de esos camiones había sido asaltado. Había sido un asalto osado, llevado a cabo por seis pistoleros con agallas, pero había fracasado. Cinco de los pistoleros y uno de los guardias resultaron muertos. La reputación que habían logrado los guardias en esa ocasión por su puntería había alarmado a los presuntos atacantes y no había habido más intentos de asaltos.
Cuando los multimillonarios dueños de pozos de petróleo de Texas invadan Paradise City durante los meses de vacaciones, utilizaban los servicios del banco para su dinero de bolsillo y durante esa temporada corría el rumor que había más dinero, valores y joyas bajo su imponente techo que bajo cualquier otro techo del mundo.
El capitán Terrell colocó su auto en uno de los estacionamientos; subió la amplia escalinata que llevaba a la entrada del banco.
Dos guardias, vestidos con elegantes camisas y pantalones grises, botas hasta la rodilla y gorra con visera, que llevaban un Colt 45 automático cada uno, miraron a Terrell y lo saludaron.
—Buenos días, Jefe —dijo uno de ellos—. ¿Asunto oficial?
—No —dijo Terrell, y se detuvo. Conocía a los dos hombres. Había practicado tiro al blanco con ellos en el Rifle. Club y sabía que eran tiradores excepcionales—. Quisiera ver a míster Devon.
—El segundo escritorio a la derecha, según se entra —dijo el guardia.
Terrell asintió con la cabeza y se dirigió al amplio vestíbulo con sus columnas de mármol, sus enormes jarrones con flores y su discreta iluminación. El vestíbulo tenía forma circular, y entre sus columnas había escritorios ante los cuales estaban sentados funcionarios escribiendo, hablando por teléfono o discutiendo de negocios con algún cliente.
Un hombre delgado, encorvado, vestido con un traje ligero gris oscuro, estaba sentado ante el segundo escritorio a la derecha. Sobre la mesa había una placa de caoba con la palabra «Información» en letras doradas.
El hombre levantó la vista. Reconoció a Terrell, hizo un movimiento con la cabeza y sonrió.
—Me gustaría hablar con míster Devon —explicó Terrell—. Es un asunto privado y urgente.
Si el hombre se sintió sorprendido, no lo demostró.
—Siéntese, capitán Terrell —dijo y tomó el teléfono. Dijo unas palabras en voz baja mientras Terrell se sentaba y echaba una mirada al vestíbulo. Era la primera vez que entraba en el banco y estaba impresionado.
—Míster Devon lo recibirá en seguida —anunció el hombre colgando el receptor. Le indicó el ascensor que había al fondo del vestíbulo—. Tercer piso.
Terrell le dio las gracias, atravesó el vestíbulo y entró en el ascensor. Subió hasta el tercer piso, donde una chica muy bonita de cabello negro lo estaba esperando.
—Venga por aquí, capitán Terrell —lo condujo por un pasillo largo hasta una puerta con paneles de caoba encerada. Abrió la puerta y se echó a un lado, diciendo casi en un murmullo—: Capitán Terrell, míster Devon.
Terrell entró en una habitación grande y bien aireada, amueblada con un rico y elegante escritorio como único mueble de oficina. Sobre la gran chimenea de madera colgaba un Van Gogh de la primera época. Sillones, una cómoda Luis XIV convertida en coctelera y una rica alfombra persa completaban el decorado. Cuatro grandes ventanales daban a la dársena del Yacht Club y al mar.
El hombre, que se hallaba ante su escritorio, se levantó y le tendió la mano. Cuando Terrell le devolvió su apretón de manos, lo reconoció.
Mel Devon tenía treinta y nueve años. Era alto, de anchos hombros y corpulento. Su cabello castaño bien cortado tenía mechones grises. Sus facciones eran regulares, el cutis bronceado por el sol y el viento, los ojos azules y tranquilos, la boca firme y voluntariosa. Daba la impresión de ser hábil, inteligente y bueno.
—Hacía tiempo que no nos veíamos, capitán —dijo señalando una silla a Terrell—. A menudo me acuerdo de aquella copa que jugamos. Nunca lo veo ahora en el club. ¿No me diga que abandonó el golf?
Terrell se sentó.
—No juego tanto como quisiera. Doy una vuelta los sábados por la mañana, pero no puedo dedicarle más tiempo al golf.
—¿Qué tal va el juego?
—Bastante tranquilo. ¿Usted todavía juega un seis?
Devon se sonrió. Parecía complacido de que Terrell se hubiese acordado de su handicap.
—Ahora bajé a cuatro —movió la cabeza con aire un poco fanfarrón—. No sé por qué. Doy unos golpes horribles de vez en cuando —se inclinó hacia atrás en la silla y puso sus grandes manos sobre el escritorio. Parecía querer decir a Terrell que aunque estaba contento de verlo, tenía que hacer.
—Míster Devon —comenzó a decir Terrell, despacio—. Estoy averiguando datos sobre una mujer. Podría ser que usted estuviese en condiciones de ayudarme. Su nombre es Muriel Marsh Devon.
Devon se quedó helado. Apretó los labios y su mirada se volvió aguda e inquisitiva.
—Ese es el nombre de mi mujer, capitán —informó—. ¿Se halla en dificultades serias?
Terrell disimuló una sensación de alivio. Bueno, por lo menos no tenía que seguir buscando al padre de Norena, pensó, pero todavía tenía que actuar con tacto.
—Si quiere llamarlo así —se acarició el mentón—. Murió anoche… suicidio.
Devon se quedó inmóvil; luego fijó su mirada en Terrell, quien sintió lástima de él.
—Debe hacer cerca de quince años que nos separamos —explicó—. Nos casamos cuando éramos muy jóvenes. .Y® tenía diecinueve años. Nuestro matrimonio duró escasamente dos años. ¿Suicidio? Siento mucho que haya llegado a eso. Usted… ¿está seguro que es Muriel?
—Tiene una hija, Norena —dijo Terrell.
—Así es. ¿La conoce?
—Va a llegar a Seacombe de un momento a otro.
—Comprendo. Va a ser una impresión muy grande para ella —Devon levantó la vista—. ¿Usted sabe si quería mucho a su madre?
—Creo que sí —dijo Terrell, vacilando, luego prosiguió—. Este es un caso penoso, míster Devon. ¿Quisiera saber si no supo lo que ha sido de su mujer después que la dejó?
Sintiendo de pronto cierta desconfianza, Devon movió la cabeza.
En forma breve, pero sin omitir ningún detalle importante, Terrell le contó lo que sabía de Muriel Marsh Devon. Terminó con el asesinato de Johnnie Williams y el suicidio de Muriel en el restaurante «La Coquille».
Inmóvil, con una expresión fría en su rostro, Devon escuchaba.
Habiendo dicho todo lo que tenía que decir, Terrell se puso de pie y se dirigió al gran ventanal mirando los yates que estaban en la dársena. Unos minutos después oyó que Devon decía con entonación tranquila:
—Gracias, capitán. No es una historia muy bonita, ¿verdad? ¿Está seguro de que Norena no sabe nada de la vida que llevaba su madre?
Terrell volvió a su silla y se sentó.
—Edris dice que no. Me imagino lo que usted estará pensando, míster Devon, pero no debe preocuparse. Bien llevado, a este caso se le puede echar tierra. He hablado con Brewer, que, según tengo entendido, es amigo suyo. Estoy casi seguro de que estará de acuerdo en hacer que ni usted ni su hija aparezcan en este asunto. Además, Browning está dispuesto a tapar este lío y tiene mucha influencia en la prensa —Devon pareció tranquilizarse un poco.
—¿Pero es posible tapar este asunto? Ese hombre, Edris, ¿es un sujeto raro, verdad? A menudo me ha servido en el restaurante. Hay algo en él que no me gusta. ¿Le parece digno de confianza?
—Parece que quiere de verdad a su hija. Dijo que está dispuesto a hacer todo lo que pueda para mantener su nombre fuera de esto. Tengo cierta seguridad de que se puede tener confianza en él.
—¿Sabe algo de él, capitán? Estoy seguro de que se dará cuenta que si tratamos de mantener todo esto oculto puedo llegar a ser un blanco perfecto para el chantaje. Si se llega a divulgar, tendré que presentar mi dimisión al banco. No podría mantener mi actual situación aquí, a pesar de que hace diecisiete años que no tengo nada que ver con Muriel. La historia es demasiado sórdida.
—No tiene que preocuparse por eso —dijo Terrell—. No tenemos nada contra Edris. En realidad, por lo que hemos sabido, parece ser buena persona.
—Entonces dejo todo en sus manos, capitán, y le estoy muy agradecido. ¿Usted dice que Norena regresa esta mañana?
—Eso dice Edris. El cree que usted querrá verla lo más pronto posible.
—Por supuesto —Devon se dio la vuelta y miró por la ventana—. Me cuesta creer que ahora tengo una hija de diecisiete años. Siempre he sentido la necesidad de Norena. Apartarla de mi lado, como hizo Muriel, fue la maldad más grande que pudo hacerme. Es algo que nunca pude perdonarle. Hice todo lo posible para encontrar a Norena, pero no tuve suerte. La busqué durante cinco años, luego me di por vencido. La alejé de mi pensamiento —se miraba las manos frunciendo el ceño—. ¡Hubiese sido tan bonito verla crecer! Ahora tengo una hija mayor, con ideas propias, un modo de vida propio, de los que no sé nada —levantó la vista hacia Terrell, que en ese momento se había puesto de pie—. Usted no sabe nada de ella, ¿verdad, capitán?
—Nada más que lo que le he dicho —dijo Terrell, y sacó de su cartera la fotografía de Ira Marsh, que Edris había colocado en el dormitorio de Muriel. Puso la fotografía sobre el escritorio delante de Devon—. Esa es su hija. Mis felicitaciones. Creo que valía la pena esperar tanto tiempo.
Devon se quedó mirando la fotografía.
—Sí… ¡qué parecida es a su madre! ¿Cuál es el domicilio de Edris?
Terrell le dio la dirección y también el número de teléfono de Edris.
—Tal vez sea mejor que antes hable por teléfono con Edris, míster Devon, y hágale saber lo que usted piensa hacer.
Devon contempló otra vez la fotografía.
—¿Qué pienso hacer? Quiero que Norena venga a casa. ¿Es lógico, verdad?
Algir la reconoció al instante, gracias a la fotografía que Edris le había enseñado. Estaba sentada en un banco de madera en la terminal de autobuses de Seacombe, con las manos entre las rodillas. Estaba inmóvil, contemplando una mancha de aceite que había dejado un autobús al salir.
Aunque había llegado mucho después de la hora, detuvo el automóvil a unos metros de ella y quedándose un poco más atrás, la examinó con detenimiento. Sabía por la foto que era muy atractiva, pero no había esperado que fuese tan sensualmente excitante. Mientras seguía estudiándola vio, por el movimiento de su boca y por su postura en el banco, que era una jovencita muy desarrollada para su edad, que vería en un hombre de su edad, a un viejo cuadrado, cuya buena apariencia, simpatía y experiencia, no eran nada comparadas con la impetuosa energía vital de algunos jóvenes truhanes de su edad.
A Algir le asustaba la juventud. Envidiaba su vitalidad, y le espantaba su arrogancia. Lo que disimulaba sus años, eran su apariencia y su simpatía, y éstas, lo sabía, no tenían nada que hacer con la juventud.
Con un movimiento de hombros impaciente bajó del auto y se dirigió hacia donde estaba sentada la chica.
—Hola, Ira —dijo, deteniéndose ante ella—. ¿Ha tenido que esperar mucho tiempo?
Ella se puso de pie, lo miró con mucha tranquilidad desde los pies hasta la cara, fijándose en cada detalle de su vestimenta, con una expresión burlona, que a Algir no le gustó nada.
—Demasiado tiempo. Llegó tarde —respondió, mirando a lo lejos.
Cualquier clase de reproche ponía invariablemente a Algir fuera de sí. Con el rostro enrojecido, trató de dominar su deseo urgente de abofetearla. En cambio, no hizo más que emitir un gruñido y se dirigió hacia donde tenía estacionado el Buick. Se puso al volante. Cuando ella estuvo sentada a su lado, puso el motor en marcha y salió de la terminal de autobuses, dirigiéndose hacia la casa de apartamentos donde vivía Edris.
Ella encendió un cigarrillo, dejando escapar el humo por la nariz, mientras decía:
—Creo que llegamos en punto. ¿Qué le pasó? ¿Se quedó dormido?
—Guarde un poco su lengua —gritó Algir—. Cuando esté conmigo, yo hablo y usted escucha. ¿De acuerdo?
Ella inclinó la cabeza hacia un lado y se quedó observándolo.
—No hubiese creído que pudiera decir muchas cosas que valieran la pena. De todas maneras, si eso puede hacerlo feliz, trataré de complacerlo.
Los músculos de su rostro estaban tensos.
—¡Cállese! ¡No tengo nada que hablar con una chiquilla como usted!
—¿Es verdad? ¿Entonces con quién le gusta hablar?
—Le dije que se callara, perra, si no quiere que sea yo quien la haga callar.
—Me parece que este diálogo le iría bien a Paul Muni. ¿Va al cine a menudo?
El se puso pálido de rabia y le dijo una palabra obscena. Había pensado que podría reducirla al silencio, pero en cambio ella se rio realmente divertida.
—¡Oh, que gracioso! —dijo—. Parece escapado de un museo.
Aumentando ligeramente la velocidad, siguió conduciendo, ignorándola e hirviendo de furia concentrada. Ella estudió su rostro enrojecido y el cinismo pintado en sus facciones y se encogió de hombros con indiferencia. Nunca había temido a los hombres. Sabía muy bien cómo la miraban. Muchas veces había reflexionado sobre el miedo y después de algunos pensamientos profundos, había llegado a la conclusión de que las dos cosas que en realidad la asustaban eran la pobreza y la vejez. Ser pobre y volverse vieja eran las verdaderas pesadillas que la asustaban. Nada más… con toda seguridad, no este maniquí grande y reluciente que tenía al lado.
Por fin, cuando llegaron al apartamento de Edris, Algir ordenó, sin mirarla:
—Tome la maleta del asiento de atrás y bájese.
Ella salió del auto, tomó la maleta que estaba en el asiento de atrás y luego se detuvo y lo miró.
—¡Cuídese, muchacho! —le dijo—. A sus años es malo para las arterias ponerse en el estado en que se ha puesto… no es que me importe…
Con su aire de pavo real entró en el vestíbulo de la casa de apartamentos, con la cabeza bien alta, con su porte arrogante y muy segura de sí misma.
Ticky Edris había estado esperando su llegada con una ansiedad febril. Cuando ella tocó el timbre de la puerta, estaba mirando el reloj que tenía sobre la repisa, con creciente impaciencia. Eran las once y cuarto. Algir había llamado por teléfono a las diez y media. Le había parecido nervioso, lo que para él era incomprensible, pero por lo menos le había asegurado a Ticky que, hasta entonces, todo había ido sobre ruedas.
—¿Se acordó de traer su ropa? —le había preguntado Edris.
—Sí. Le digo que no se preocupe por nada. En este momento salgo a buscar a Ira.
—¿Que no me preocupe por nada? —la voz de Edris sonaba algo aguda—. ¡Eso es lo que usted piensa! ¡Se ha retrasado más de media hora! Tuve que llamar a Terrell. Tenía miedo que hubiese llamado al Colegio. ¿Por qué se retrasó tanto?
—No le importa —le había contestado Algir—. Se la llevaré dentro de media hora.
Ahora ella estaba aquí, tocando el timbre de la puerta. Edris salió saltando a través de la habitación, hasta el vestíbulo y abrió la puerta.
—¡Entre!… ¡entre! —urgió—. ¿Dónde está Phil?
—Parece que no nos gustamos mucho —dijo la chica, entrando en la habitación. Miró a su alrededor—. Se fue como si se hubiese tragado un anzuelo.
—¿Trajo la ropa de ella?
—¿La ropa de ella? —Ira se quedó mirándolo azarada.
—Phil tenía que recoger sus cosas en el colegio.
—Tal vez estén aquí —se dirigió hacia la maleta.
—¡Ábrala y vea!
Ella puso la maleta sobre el sofá y abrió las cerraduras. Levantó la tapa.
—Sí: están aquí.
—Allí está el dormitorio. Llévela allí y cámbiese. No pierda tiempo.
—¿Por qué tanta prisa?
—Devon puede llegar de un momento a otro —dijo Edris, saltando de un pie a otro—. Y escuche, recuerde bien: es su padre. Usted le es hostil. No fue bueno con su madre. Usted quería mucho a su madre. Aparente frialdad y controle todo lo que diga. ¿Se acuerda de todo lo que le dije?
—Muy bien, muy bien —dijo la muchacha—. Déjelo de mi cuenta. Tranquilícese. Está pagando por una representación y va a tenerla.
Tomando la maleta se dirigió con pasos rápidos al dormitorio y cerró la puerta.