2

Unos minutos después que Terrell y sus hombres abandonaron el restaurante «La Coquille», dirigiéndose a Seaview Boulevard, Ticky Edris se quitó la chaqueta blanca y se puso otra de alpaca gris clara. Luego fue trotando hasta la puerta del office, la abrió y echó una mirada al bar.

Louis y Jacoby estaban hablando en lo alto de la escalera.

—Me voy a casa, míster Louis —dijo Edris con su voz chillona—. ¿Le parece bien?

Louis le hizo una seña con la mano, sin dejar de hablar con Jacoby. Edris volvió al office; sus movimientos eran rápidos y bruscos. Salió por la salida del personal, bajó saltando un tramo de escalones y llegó al terreno reservado para el estacionamiento de los autos del personal. Medio corriendo, medio saltando, llegó donde estaban estacionados dos autos. Uno de ellos era un Cooper Mini; el otro un Buick Roadmaster convertible, con la capota alta.

Un hombre de anchos hombros estaba sentado al volante del Buick, fumando un cigarrillo. Llevaba puesto un sombrero de paja marrón y un traje claro muy bien cortado. Su camisa era blanca e inmaculada; su corbata de buena calidad y elegante. Su cabello de un rubio dorado, iba bien con su tez muy quemada por el sol. Era un buen mozo. Representaba unos treinta y ocho años y el profundo hoyuelo de su mentón le daba esa personalidad especial que atrae a la mayoría de las mujeres.

Se le podía tomar por un abogado próspero, un funcionario de un banco o incluso un político en pleno auge, pero no era ni abogado, ni funcionario de banco, ni político. Phil Algir se servía de su buena pinta, del conjunto de sus conocimientos generales y de su simpatía personal, para despilfarrar su dinero. Algir era un estafador que había pasado catorce años de su vida en la cárcel y que había tenido que escapar de Nueva York, para dirigirse a Florida, en el preciso momento en que aparecía una orden de arresto contra él. Había permanecido muy tranquilo en Paradise City, con escasos fondos, temeroso de que se descubriera alguna de sus estafas, sabiendo que la próxima vez que lo pescaran, volvería a estar dentro otros catorce años.

Tras su exterior agradable y simpático, Algir ocultaba un cinismo despiadado. Hasta esa noche, se las había arreglado para conseguir el dinero que necesitaba sin recurrir a la violencia, pero ahora se había arrancado la máscara. Si el plan que habían trazado él y el enano no marchaba, esta vez no iban a estar catorce años en una celda. Les esperaba un sitio en la cámara de gas. Pero tenía confianza en Edris y en sí mismo. Este asunto tenía que marchar… y así tenía que ser.

—¿Bien? —preguntó, arrojando su cigarrillo cuando Edris se reunió con él.

—Parece un sueño —dijo Edris, dejando descansar sus dedos deformes en la puerta del auto—. Ningún alboroto, ninguna dificultad. ¿Lo suyo fue bien?

—Sí.

—Se han ido al bungalow. Después vendrán a East Street. Será mejor que se vaya, Phil. Ya sabe lo que tiene que hacer.

—Sí —Algir puso en marcha el motor—. ¿Cree que han quedado satisfechos con la idea del suicidio?

—Parece que sí. Voy a vigilar a Terrell. Es muy vivo. No vaya a llegar al colegio antes de las siete y media.

—Ya sé… ya sé. Lo hemos repetido bastantes veces ¿no es así? Ocúpese de lo suyo. Yo me ocuparé de lo mío.

Edris retrocedió unos pasos y Algir salió con el auto del estacionamiento.

Edris se quedó mirando cómo desaparecían las luces traseras del Buick; luego se volvió y subió al Mini. Los pedales de embrague, freno y arranque habían sido levantados con tacos de corcho, para que sus cortas piernas pudieran alcanzarlos. Era un conductor experto e iba a gran velocidad. No había tenido ni un accidente durante los diecisiete años que llevaba conduciendo.

Salió a gran velocidad de Paradise City, lanzando al Mini a ciento treinta kilómetros por hora, una vez que estuvo en la carretera. Pero cuando iba llegando al número 247 de Seaview Boulevard, aminoró la marcha y condujo despacio, observando los autos de la policía estacionados delante del bungalow.

Tardó otros diez minutos en llegar a East Street. Dejando el auto delante de la casa, tomó el ascensor hasta el piso más alto y entró en el apartamento que ocupaba desde hacía ocho años.

Tenía un gran salón, un pequeño dormitorio, una cocina y un aseo con ducha. Había gastado mucho en arreglar bien el salón y seleccionar con cuidado los muebles y adornos y había conseguido tener un hogar confortable y amueblado con gusto. Usaba una mesita de café para sus comidas y se había mandado hacer una silla en miniatura y un sillón confortable para él: el resto del mobiliario era de tamaño normal pues a Edris le gustaba recibir a sus amigos de vez en cuando y había elegido el sofá y los sillones pensando en la comodidad de los demás.

Entró dando saltitos en el dormitorio, se quitó la ropa y se metió en la ducha. Bailó bajo la lluvia en su grotesca desnudez, golpeando las manos al ritmo de su tatareo. Luego se secó y se puso un pijama azul y oro y una bata azul. Se dirigió al salón, atravesando el bar en miniatura. Se sirvió un trago de whisky, le agregó agua, llevó su vaso al sillón y se sentó, poniendo los pies sobre un banquito. Tomó un trago, dejó el vaso y encendió un cigarrillo. Se quedó unos instantes sentado, relajado, aspirando el humo de su cigarrillo y echándolo por la nariz. Miró el pequeño reloj de pulsera de mujer que tenía en la muñeca. Eran las seis y media. Faltaba poco para que Phil llegara a Greater Miami. Si todo iba bien, Phil estaría de vuelta en Paradise City a eso de las ocho y media. No podía esperar noticias de Phil antes de las las nueve o tal vez las diez.

Edris terminó de tomar su whisky, ahogó un bostezo y arrojó la colilla de su cigarrillo. Le hubiese gustado irse a la cama, pero sabía que si lo hacía, se quedaría dormido y no quería. No tenía que dormirse y estar con la mente embotada cuando llegaran los «polizontes».

Saltó de la silla, llevó su vaso vacío al bar y se preparó otro trago. Edris era un gran bebedor, pero capaz de absorber una cantidad considerable de alcohol sin que le afectara lo más mínimo. Pero esa noche tenía que soportar una gran tensión nerviosa y estaba cansado. Se dijo que debía tener mucho cuidado con el whisky. Era importante que no se confiara demasiado.

Estaba terminando su copa, bebiendo con lentitud su contenido, cuando oyó que un auto se detenía abajo, en la calle. Controló su primer ímpetu de ir a mirar por la ventana. Los «polizontes» no debían sorprenderlo espiándolos. Llevó su vaso a la cocina y lo enjuagó. Luego fue al vestíbulo y permaneció parado ante la puerta de entrada escuchando.

Beigler le había pedido al portero la llave del apartamento de la mujer y éste se había encogido de hombros con indiferencia cuando Beigler le había dicho que había muerto. A las preguntas de Beigler, había respondido que sabía poco de la mujer, excepto que su nombre era Marsh, que pagaba su alquiler con regularidad, que no aparecía nunca por las mañanas, que se iba por la tarde y volvía a altas horas todas las noches. No tenía mucha correspondencia y escasos visitantes.

Bostezando prodigiosamente, Hess entró en el ascensor con Beigler y subieron hasta el último piso.

Al entrar al apartamento que pertenecía a la mujer, miraron en todas direcciones. El salón estaba amueblado con confort y había un televisor en un rincón. Una cama grande ocupaba gran parte del dormitorio y había un gran armario. Sobre la mesa de tocador había dos fotografías con marcos de plata; una de un hombre elegante, de cabello oscuro, de unos treinta años; la otra de una chica de unos dieciséis a diecisiete años, con el cabello rubio muy corto. Sus rasgos finos, su nariz respingona y su boca grande, le daban un aspecto de diablillo, que la hacía muy atractiva.

Un registro cuidadoso de los cajones de la cómoda, no les reveló gran cosa; no había nada interesante, excepto una cantidad de cuentas sin pagar y un paquete de cartas que empezaban con: «Querida Mamá» y terminaban con «Todo mi cariño, Norena». La dirección al principio de cada carta era, «Graham Co-Ed School, Greater Miami». Hess halló varias muestras de la escritura de la muerta, que comparó con la nota dejada por ella. Parecían haber sido escritas por la misma persona.

Beigler, que se había estado leyendo algunas de las cartas de la chica que firmaba Norena, levantó la vista hacia Hess.

—Supongo que debe ser la hija —preguntó y señaló la fotografía que había sobre el tocador—. Guapa chica. Me pregunto quién será el padre.

—Tal vez el enano lo sepa. Vayamos a hablar con él. Vive enfrente.

Abandonando el apartamento, los dos hombres cruzaron el rellano y Hess tocó el timbre de la puerta del apartamento de Edris.

Al cabo de unos minutos, la puerta se abrió y apareció Edris mirándolos inquisitivamente.

—Oh —dijo dejándoles paso—. Entren caballeros. En este preciso momento estaba haciendo café. ¿Quieren acompañarme?

—Por supuesto —dijo Beigler y los dos detectives entraron en el salón.

—¿Por qué está levantado, Ticky? —preguntó Hess.

—No puedo dormir sin café. En un segundo estaré con ustedes —dijo Edris y haciendo unas cabriolas entró a saltitos en la cocina.

—¿Qué especie de mono es éste? —dijo Hess. Miró en derredor—. ¡Por el amor de Dios! ¡Se ha hecho un sillón a medida!

—¿Y por qué no se lo iba a hacer? —dijo Beigler, dejándose caer en otro sillón—. ¿Le gustaría ser un enano?

Hess pensó un rato se encogió de hombros y se sentó.

—¿Por qué me voy a preocupar? No soy un enano.

Edris volvió trayendo una bandeja con las cosas para el café. Sirvió tres tazas y le dio a cada uno la suya; luego se sentó en un sillón y puso los pies en el banquito.

Los tres hombres bebieron un poco de café. Beigler, que se consideraba un entendido, movió la cabeza en señal de aprobación.

—Buen café —dijo—. Está en su punto.

Edris sonrió.

—El café para mí no tiene secretos. Yo…

—No nos interesa el café —interrumpió Hess—. Díganos lo que sabe de esa mujer. ¿Es su marido quien está en la foto del dormitorio?

Edris era demasiado vivo para caer en una trampa tan burda.

—No puedo saberlo. Nunca he estado en su dormitorio.

Hess se quedó mirándolo, luego se puso de pie, atravesó el rellano y tomó las dos fotografías. Volvió y se las mostró a Edris.

—¿Quién es?

—Ese no es su marido. Ese es el tipo que andaba con ella desde hace unos quince años.

—¿Esta es su hija?

—Sí, es su hija.

—¿Dónde está ahora?

—En el Graham Co-Ed School, en Greater Miami.

—¿Vive su marido?

—Sí, vive.

—¿Quién es?

—Melville Devon.

—¿Sabe dónde vive?

—En algún sitio de Paradise City. No sé dónde con exactitud.

—¿Dijo que se fugó con este tipo, Lewis? ¿Dejó a su marido por él?

—Sí. Por lo que me dijo, no se llevaba bien con Devon. Era el tipo de hombre demasiado serio, trabajando siempre. Después de menos de dos años de matrimonio, encontró a Lewis. Tenía dinero. Y se fue con él. Hace quince años de esto. Se llevó con ella a su hija. A Lewis le gustaban los niños. Fueron felices un año, luego él se murió.

Hess permaneció pensativo mirando a Edris.

—¿Ella misma le contó todo eso?

—Sí. No todo al mismo tiempo. Cuando se ponía melancólica solía venir aquí y se quedaba sentada sin decir nada durante horas. Luego empezaba a hablar y entonces no paraba. Cuando murió Lewis, no tenía dinero. Tenían el proyecto de casarse tan pronto Muriel obtuviera el divorcio. Dejó a su hija con una nodriza y consiguió un empleo como recepcionista en un hotel —Edris dejó de hablar para terminar su café. Se sirvió más y empujó la cafetera hacia Beigler—. Tuvo malas compañías. Después de un tiempo empezó a pincharse. La echaron del hotel. No tenía dinero para salir de apuros, y empezó a hacer la calle. Un viejo le puso un apartamento. Vivió bastante bien durante los cinco años sucesivos hasta que él murió. Metió a Norena… es su hija… interna en un colegio. Estaban juntas sólo durante las vacaciones. El hábito de la droga se apoderó de ella; tuvo que salir de Nueva York y se vino aquí. Entonces Johnnie Williams la conoció —Edris se detuvo de nuevo y miró a Hess—. Tal vez sería mejor que hablaran con él. Sabe más de Muriel que yo.

Hess se sirvió otra taza de café.

—Williams está muerto. Ella lo mató. ¿Por qué no se lo diría, Ticky? Le contaba todo, ¿no es así? ¿Por qué no le dijo que le había metido cinco balas en el cuerpo antes de ir a «La Coquille»?

Edris estaba sentado muy tieso. Sus grandes ojos se nublaron. Parecía un perro de aguas.

—No me lo dijo. Me di cuenta de que algo bastante malo había sucedido, pero estaba borracha. Sus palabras no tenían sentido. ¡De manera que lo mató! Bueno, él se lo buscó. ¡Sucio bastardo, hijo de perra!

—¿Por qué se lo buscó? —preguntó Beigler.

—Ella hizo de todo por ese truhán. Lo mantenía, le compraba ropa, le dejaba una habitación sin cobrarle nada. Estaba loca por él. Durante los últimos seis meses, más o menos, él empezó a buscar a las viejas del Palace Hotel. Encontró una con dinero. Para entonces, Muriel estaba deshecha. Se pinchaba tanto que ni siquiera conseguía clientes. Tenía las cuentas del colegio y otras deudas que pagar. Johnnie estaba lleno de dinero. Cuando ella trató de pedirle algo prestado, él se le rio en la cara. Me parece que esta vez habrá reído demasiado.

—¿Qué sabe de su hija? ¿Tiene idea de lo que ha sido de ella?

—No. Muriel y ella viajaban en barco durante las vacaciones. No quería que Norena viniera a su apartamento con demasiada frecuencia. Tenía esperanza de poder llevarla a las Indias Occidentales estas vacaciones, pero no tenía dinero y Johnnie no quiso ayudarla.

—Usted fue su mejor amigo… ¿No la ayudaba, Ticky?

—No quería aceptar nada. Se lo ofrecí, pero nunca quiso recibir dinero de mí.

—¿Por qué no? Usted era su mejor amigo, ¿no es así?… el hombre en quien siempre confiaba.

Edris miró pensativo a Hess, con expresión dura.

—Creo que pensaba que yo era más digno de lástima que ella. Nunca me miró como a un ser humano. Yo sólo era alguien… mejor dicho… algo.

Hess le echó una mirada despectiva.

—¿Le dijo que le tenía lástima?

—Sí.

—Bueno, usted ahorra dinero, ¿verdad, Ticky?

—No tengo tanto dinero como para ahorrar —dijo Edris.

—Oh, ¡vamos! Con sus chistes, estoy seguro que consigue sus buenas propinas.

—No insista, Fred —dijo Beigler con impaciencia—. De todas maneras eso no nos interesa.

—Oh, no sé. Creo que su extravagancia le sirve de pantalla —dijo Hess mirando a Edris con el ceño fruncido—. ¿Muriel no le dijo algo que le haga pensar que mató a Williams?

—No.

Hess empezó a abrir un paquete de chicles.

—¿Ella tenía una pistola, Ticky?

—Creo que no. Debió tenerla. No sé.

—¿Quién era el sujeto a quien ella le daba su dinero?

—No sé.

—¿No sería usted?

—No.

Hess se metió un chiclet en la boca, contempló sus manos durante un largo rato, luego se encogió de hombros. Se puso de pie.

—Creo que es todo. ¿Quiere preguntar algo, Joe?

Beigler también se puso de pie.

—No.

—Bueno, vámonos de aquí.

Los dos detectives se dirigieron hacia la puerta. Edris permaneció sentado en su sillón, con los pies en el banquito, siguiéndolos con la vista.

—Gracias por el café —dijo Beigler desde la puerta.

—Cuídese bien, pequeño —recomendó Hess.

Los dos detectives salieron, cerrando la puerta.

Edris se quedó aún varios minutos en el mismo sitio, sintiendo que la sangre le subía al rostro. Sus ojos brillaban. Sus dedos deformes apretaban los brazos del sillón como si quisiera desahogar su rabia.

Más tarde, cuando las agujas de su reloj marcaban las siete y cuarto, se puso de pie y se dirigió al teléfono. Marcó un número. Mientras esperaba la comunicación, encendió un cigarrillo.

—Graham Co-Educational School —respondió una voz de mujer.

—Deseo hablar con el doctor Graham —dijo Edris—. Es algo muy Urgente.

—¿De parte de quién?

—Mi nombre es Edward Edris. Es un asunto que se refiere a Norena Devon… una de sus alumnas. Es un caso muy urgente.

—¿Quiere esperar un minuto, por favor?

Edris aspiró el humo y lo soltó por la nariz. Hubo un momento de espera, luego una voz de hombre dijo:

—Aquí el doctor Graham.

—Doctor, soy Edward Edris. Soy amigo de la familia Devon. Norena me conoce muy bien. Ha habido un accidente. Su madre está gravemente herida.

—Lamento mucho esa noticia. ¿Qué puedo hacer, Edris?

—¿Quiere darle la noticia a Norena? No le diga la gravedad del caso. Sólo dígale que ha habido un accidente. Doctor Graham, sucede lo siguiente: míster Stanley Tebbel, el abogado de mistress Devon, está en Greater Miami. Ya he hablado con él. Como tiene que regresar en seguida a Paradise City, podría traer a Norena. Esto nos haría ganar tiempo. Su madre pregunta por ella —Edris esperó, sintiendo su creciente tensión. Esta era la parte crucial de la conversación. ¿Aceptaría Graham o pondría inconvenientes?

—Míster…, ¿cómo dijo usted? —preguntó Graham al cabo de unos instantes.

—Stanley Tebbel.

—¿Norena conoce a ese caballero?

—Debe conocerlo. No sé si se han visto alguna vez. Doctor Graham, comprendo muy bien lo que piensa. Uno no debe dejar a una chica de diecisiete años salir con un extraño.

Apreció sus escrúpulos. Pero es de una urgencia extrema. Para hablar claro, la madre de Norena se esta muriendo. Mire le sugiero que le de la noticia a Norena, dígale que he llamado por teléfono… ella me conoce muy bien. Dígale que me llame y le explicaré el arreglo con míster Tebbel. Mi teléfono es Seacombe quinientos cincuenta y seis.

Hubo otro silencio; luego el doctor Graham dijo:

No va a ser necesario, míster Edris. Haré que Norena se vaya con Tebbel en cuanto llegue. Siento mucho todo esto.

—Muchas gracias, doctor.

—Norena estará lista para salir dentro de media hora. Buenos días, míster Edris —y cortó la comunicación.

Edris colgó el receptor. Su rostro brillaba con una sonrisa astuta y cínica. De pronto empezó a saltar y, al descender; doblaba las rodillas, extendiendo sus cortas piernas como en una danza de cosacos, aplaudiendo con sus manos deformadas.

Siguió bailando dando vueltas y vueltas a la habitación; parecía la siniestra figurilla de un demonio.

El doctor Wilbur Graham, un hombre alto, corpulento, con aire de cansado, se paseaba de un lado a otro de su despacho, sus huesudas manos detrás de la espalda. Faltaban tres días para terminar el curso y tenía aún mucho que hacer, pero le parecía que no podía seguir trabajando hasta haber terminado con este triste asunto de Norena Devon, una de sus alumnas preferidas.

Había visto a la niña y le había dado la noticia. También le había dicho que el abogado de su madre llegaría de un momento a otro para llevarla a su casa.

Norena no era una chica muy atractiva. Usaba gafas con montura de plástico y tenía tez cetrina; pero poseía una buena figura y su pelo rubio tenía brillo y estaba bien cuidado.

—Ella… ¿va a morir? —preguntó.

—Está gravemente herida, Norena. Tiene que ser valiente. Creo que míster Edris me lo hubiese dicho si estuviese en peligro, pero está mal —le había contestado, tratando de disimularle un poco la verdad.

Aún estaba paseándose de un lado a otro cuando la criada anunció a Mr. Stanley Tebbel.

—Hágalo entrar —dijo Graham.

Phil Algir entró en el cuarto, con su sombrero de paja en la mano. Su cara agradable tenía la expresión exacta y necesaria de pesar, amistad y consideración para conquistar a Graham. La vestimenta de Algir también mereció la aprobación del doctor. Este, sin lugar a dudas, era un hombre bueno, cuya sinceridad absoluta estaba pintada en su rostro.

—Siento mucho tener que visitarlo tan temprano —dijo Algir con su linda voz de barítono. Se permitió una ligera y triste sonrisa—. Me imagino que, con el final de curso tan cerca, debe estar muy ocupado. Pero por desgracia éste es un caso de suma urgencia y pensé que tenía que venir en seguida.

—Sí, por supuesto —el doctor Graham le señaló una silla—. Por favor, siéntese. ¿Cómo está míster Devon?

Algir se sentó y movió la cabeza.

—Está muy mal. ¿Le ha dado la noticia a Norena?

—Sí, se la he dado. Por supuesto que está impresionada, pero no le dijo lo peor.

—Tengo miedo que sea lo peor. Tenemos que darnos prisa. Temo que lleguemos demasiado tarde.

—Está lista, estoy seguro —Graham tocó el timbre que tenía sobre su escritorio—. ¿En qué hospital está Devon?

Listo para contestar a esta pregunta, Algir dijo con voz tranquila:

—No lo sé. Fue todo tan precipitado. Míster Edris se olvidó de decírmelo. Pienso ir primero a su casa y luego al hospital. Me ocuparé de que lo tengan al corriente, doctor.

La criada se asomó a la puerta.

—Por favor dígale a míster Devon que estamos listos —dijo Graham.

Cuando la criada se fue, Algir se puso de pie y se dirigió al gran ventanal. Debía tratar de desviar la atención de Graham y evitar preguntas embarazosas. Miró hacia fuera, al jardín del colegio.

—Qué magnífico es todo esto, doctor. Me alegró de haber conocido este lugar. A menudo tengo clientes que me preguntan por un buen colegio para sus hijas. Será un gran placer para mí poderles recomendar el suyo.

Graham estaba resplandeciente.

—Muy amable de su parte, míster Tebbel. ¿Tal vez desearía llevarse algunos de nuestros folletos?

—Con mucho gusto.

El doctor Graham tomó varias hojas impresas que le dio a Algir y éste empezó a mirarlas. Sus preguntas llenas de interés hacían que la atención de Graham se apartara de Norena.

Por fin, se oyó un golpecito en la puerta. Graham atravesó la habitación y abrió la puerta.

—Entre, Norena. Míster Tebbel está aquí.

La chica entró y se detuvo con aire tímido en medio de la habitación. Llevaba puesta una falda gris plateada, una blusa blanca, un sombrerito negro y zapatos negros. Llevaba al brazo un bolso pequeño que hacía juego con la blusa. Parecía lo que en realidad era: una colegiala seria, que salía con su mejor atuendo.

Graham vio que había estado llorando. Sus ojos detrás de los cristales de sus gafas estaban enrojecidos y húmedos. Estaba muy pálida, pero trataba de dominarse y logró sonreír, mientras Algir atravesaba la habitación, con una sonrisa amistosa y con expresión grave.

—Nunca nos hemos visto, Norena —dijo tendiéndole la mano—. He estado ocupándome de los asuntos de su madre desde hace algún tiempo. Muchas veces me ha hablado de usted. Me hubiese gustado conocerla en circunstancias más felices.

—Sí, míster Tebbel —dijo Norena y miró para otro lado, luchando para dominar la emoción que la invadía.

—Tenemos que irnos —dijo Algir, volviéndose a Graham—. Le llamaré por teléfono en cuanto tenga alguna noticia —se volvió hacia Norena—. El auto está en la puerta. ¿Nos vamos?

Graham tomó la mano de la chica.

—Adiós, doctor, y gracias… —se dio la vuelta rápidamente y abandonó la habitación.

—¿Su equipaje está listo? —preguntó Algir—. No creo que pueda volver. ¿Es el último curso, no es así?

—Sí, es el último. Sólo ha podido hacer una maleta. El resto de sus cosas se las mandaré a su casa.

—Muy bien. Me voy. Bueno, esperamos…

Los dos hombres se dieron la mano, luego Algir bajó corriendo la escalera y subió al Buick al lado de Norena. Puso el auto en marcha y salió por el largo camino del colegio hasta la carretera principal.

Condujo con cuidado especial a través de Greater Miami. Su ímpetu lo llevaba a apretar a fondo el acelerador, pero sabía muy bien que un accidente o cualquier infracción de tránsito podría echar a perder el plan desesperado en que se había embarcado para hacer dinero. Fue en el momento que conducía el Buick a Florida Keys cuando Norena preguntó con expresión tímida:

—Míster Tebbel, ¿es verdad que mi madre está herida y muy grave?

—Está bastante mal, Norena —dijo Algir—. No tiene que preocuparse. Por ahora no podemos hacer nada.

—¿Fue por un auto, no?

—Así es. Ella bajó de la acera y el conductor no tuvo ninguna posibilidad de frenar.

—¿Estaba… ebria?

Algir se quedó helado. Echó una rápida mirada a la chica que tenía a su lado. Ella estaba mirando a través del parabrisas, con el rostro pálido e inmóvil.

—¿Ebria? ¿Qué quiere decir? No es muy bonito lo que dice de su madre, Norena.

—Mamá significa para mí más que cualquier otra persona en el mundo —dijo la chica con una pasión tan grande que Algir se estremeció—. La comprendo. Sé todo lo que ha pasado. Sé todo lo que hizo por mí. Sé que bebía. ¿Estaba ebria?

Algir se movió, molesto.

—No —dijo por fin—. Ahora vea, Norena, tengo que pensar algunas cosas. Estoy trabajando en un asunto. Quédese tranquila, ¿quiere? Pero no se aflija. La llevaré junto a su madre lo más pronto que pueda… ¿de acuerdo?

—Sí. Lamento ser un estorbo.

De nuevo Algir se estremeció. Sus grandes manos se asieron con fuerza al volante. No hubiese querido conocer a esta chica. Hubiese querido que permaneciera por completo extraña para él, como Johnnie Williams. Había sido bastante sencillo entrar en el dormitorio de Williams y pegarle cinco tiros en el corazón. No había conocido al sujeto. Era igual que disparar a un muñeco de trapo. Si permitía que la chica hablara, tener contacto mental con él, ¿cómo podría llegar a matarla? Incluso ahora, esas pocas palabras que habían intercambiado le habían dejado una sensación de malestar. Sentía que un sudor frío iba creciendo dentro de él.

Se salió del tránsito congestionado de la carretera de Miami y tomó el primer camino que la atravesaba. Inclinándose, sus ojos escudriñaron el camino y dirigió el auto hacia delante.

El avión de Nueva York en su vuelo nocturno, aterrizó en el aeropuerto de Miami a la hora exacta. Mientras los pasajeros se amontonaban en el vestíbulo de recepción, las agujas del reloj de pared señalaban las siete y media.

Entre los pasajeros había una chica delgada de diecisiete años. Tenía un aire de diablillo; su cara era bonita y atractiva. Llevaba un pañuelo blanco en la cabeza, una chaqueta de gamuza verde botella, pantalones negros ajuntados que le llegaban hasta los pies calzados con zapatos de tacón bajo y un pañuelo blanco atado al cuello. Su corpiño le subía el pecho en forma provocativa y sus bonitas y pequeñas caderas tenían un movimiento estudiado que atraía la mirada de todos los hombres que había en el vestíbulo.

Andaba muy segura de sí misma. Tenía un cigarrillo entre sus labios rojos, la mirada de sus ojos azules era dura y cuando los hombres la miraban, ella también los miraba de forma hostil, despectiva y desafiante.

Ira Marsh, la hermana menor de Muriel Marsh Devon, venía de un barrio bajo de Brooklyn. Su hermana, veintidós años mayor que ella, había abandonado su hogar y se había alejado de la familia Marsh antes que Ira naciera. Su madre había tenido once hijos e Ira era la última del rebaño. Cuatro de las chicas, incluyendo a Muriel, se habían ido del barrio que les había servido de hogar y no se las había vuelto a ver desde entonces. Si no hubiese sido por Ticky Edris, Ira no hubiese sabido que su hermana mayor era una prostituta adicta a las drogas. No es que le hubiese importado ni una cosa, ni la otra. Sus hermanas y sus hermanos significaban tanto para ella como su padre, un viejo libertino borracho, a quien había tenido que dar con la puerta en las narices.

Una tarde, unos cuatro meses atrás, un enano sonriente la había esperado delante del bloque de viviendas en que vivía, en un Mini Cooper colorado. Ira volvía de los baños públicos, donde había pasado una hora sibarítica bañando su lindo cuerpo en agua caliente, lavando su cabello y preparándose en general para la sesión de música de swing a que siempre asistía los domingos por la noche.

Al verla, el enano bajó del auto y se plantó delante de ella. Tenía puesto una chaqueta sport marrón con bolsillos pegados, pantalones de franela gris y una gorra de baseball inclinada hacia el ojo derecho.

—Si es Ira Marsh —dijo, con una radiante sonrisa y ojos observadores—, quisiera hablar con usted.

Ella se quedó mirando al hombrecito, frunciendo el ceño.

—Quítese de mi camino, Pulgarcito —respondió con tono hostil—. Soy muy exigente para hablar con la gente.

Edris se rió con aire burlón.

—Es sobre su hermana Muriel. No sea huraña, nena. Muriel es muy amiga mía. .

Las mujeres, desde los balcones de hierro de los apartamentos del bloque de viviendas, estaban observándolos. Los niños habían dejado sus juegos callejeros y se les iban acercando, dando gritos y señalando a Edris.

Ira rápidamente se dio cuenta de la situación. Conocía a su hermana sólo de nombre. De pronto tuvo curiosidad por saber más de ella. Se dirigió al auto y se sentó en el asiento del acompañante. Edris trotó hasta el asiento del conductor y condujo por la calle, seguido de un racimo de niños gritando a los que no tardó en dejar atrás.

—Mi nombre es Ticky Edris —informó mientras conducía—. Estoy proyectando un trabajito que podría hacernos ganar a usted y a mí algún dinero.

—¿Por qué a mí? —preguntó Ira—. No sabe nada de mí. ¿Por qué a mí?

—No hay nada que no sepa de usted —contestó Edris. Aminoró la marcha buscando algún sitio vacío para estacionar y se detuvo.

Un mes atrás en uno de sus momentos melancólicos, Muriel le había mencionado a su hermana menor. «¡Nunca la he visto! Si no hubiese andado con un individuo que vive cerca de mi casa, nunca hubiese sabido que existía. ¡Piense un poco! ¡Una hermana de la edad de mi hija y nunca la he visto!».

Fue esa observación hecha al azar la que dio a Edris la clave de un problema que hasta ahora había sido insoluble para él. Se había puesto en contacto con la Agencia de Investigaciones de Nueva York y les había pedido que averiguaran todo lo que pudieran sobre una chica de diecisiete años llamada Ira Marsh. Por doscientos dólares, la Agencia le proporcionó un informe de cinco páginas que dio a Edris los datos que necesitaba y la firme convicción de que con esa chica, bien manejada, su problema estaría resuelto sin mayores inconvenientes.

Además de una cantidad de detalles de menor importancia, se enteró por ese informe de que Ira Marsh era muy liberal. Había tenido algunos asuntos con la policía, pero había sido lo bastante viva como para no tener que comparecer nunca ante un juez. Era conocida como una experta ratera de tiendas, y los detectives de éstas no la perdían de vista ni un instante cuando la veían entrar. Estaba asociada a la pandilla Moccasin, una banda terrorista compuesta por muchachos muy jóvenes, que sin cesar chocaban con la policía y con las pandillas rivales del barrio. El jefe de los Moccasin era Jess Farr, un truhán de dieciocho años que se había abierto camino hasta llegar a su posición de jefe indiscutido a fuerza de palabrería y lucha. Seis meses atrás, decía el informe, Farr había empezado a andar sin disimulos con una chica llamada Leya Fetcher que tenía la misma edad que Farr. Era una marimacho fuerte y bien plantada, que creía que nadie iba a poder quitarle su título de dueña de Farr. Ira había decidido que quería a Farr y que iba a ocupar la posición de Leya. En un sótano lleno de gente, bajo un almacén, teniendo como juez a la parte masculina de la pandilla y a Farr como premio, las dos muchachas, desnudas hasta la cintura, lucharon con puños, dientes y uñas en la más larga y sangrienta pelea que los Moccasin hubieran visto jamás.

Ira sabía que iba a tener que pelear por Farr y se había entrenado en forma intensa para la lucha. Durante tres semanas había vivido como un espartano y visitado con regularidad el gimnasio de Mulligan, dirigido por un viejo pugilista, que, enterado del secreto, la había entrenado de la misma forma que lo hacía él mismo, con la entusiasta certeza de que ella no podía dejar de ganar.

Siendo la chica de Farr, Ira se había visto cada vez más envuelta en las actividades de la pandilla. Siempre se hallaba donde había peleas para animarlas. A veces la usaban como cebo para romper la tediosa paz que de vez en cuando se establecía entre las pandillas.

El informe se terminaba con las siguientes palabras:

«Es una jovencita viva, inteligente, cínica, orgullosa y amoral. La opinión de nuestro investigador es que no hay nada a que no se atreva para lograr los fines que se propone. Lo poco bueno que puede decirse de ella es que tiene valor, voluntad y una gran aptitud para los números. Cuando está sin dinero, lo que sucede a menudo, trabaja con Joe Slesser, un librero que habla muy bien de ella. Con él ha aprendido a manejar máquinas de sumar y computadoras».

Según esos papeles, Ira Marsh parecía ser la candidata ideal para la difícil tarea que Edris le tenía reservada. Al observar su atractiva cara, cuando Ira se sentó en el Mini, tuvo aún más seguridad de que podía confiar en ella.

—He estado haciendo averiguaciones sobre usted, nena —le dijo—. Estoy contento con lo que he sabido. ¿Quiere dinero?

Edris había estado conduciendo todo el tiempo y mientras hablaba, Ira lo había estudiado tanto como él la había estudiado a ella antes. Su instinto le decía que había que tomar en serio a ese pequeño monstruo.

—Depende de dos cosas: de la cantidad y de lo que deba hacer —dijo.

Edris dio unos golpecitos en el volante con sus pequeñas manos y se sonrió.

—¿Es jugadora, nena?

—Tal vez.

—¿Cuánto dinero quiere?

—Lo más que pueda conseguir.

—No quiero decir eso. ¿Alguna vez soñó con dinero? Yo sí —Edris cruzó una de sus cortas piernas sobre la otra—. Siempre estoy soñando con tener dinero. ¿Usted no?

—Creo que sí.

—¿Cuánto dinero tenía en sus sueños?

—Mucho más de lo que podría darme.

—¿Pero cuánto?

—Un millón de dólares.

—¿Por qué detenerse ahí? —comentó Edris y se sonrió con expresión burlona—. ¿Por qué no diez millones… veinte millones?

Ella echó una mirada a su reloj de pulsera.

—Dejémonos de bromas. Tengo que estar en casa dentro de diez minutos. Tengo una cita esta noche.

—Suponga que le dijera cómo puede ganar cincuenta mil dólares —dijo Edris en tono suave—, ¿estaría dispuesta a correr el riesgo?

Ella lo miró y pudo ver por la expresión de su mirada que hablaba en serio y sintió que los latidos de su corazón se aceleraban.

—¿Qué debo arriesgar? No tengo nada.

—Sí, tiene. Tiene lo mismo que yo y que estoy dispuesto a arriesgar. Depende del valor que usted le dé. Cincuenta mil dólares es una bonita suma. El riesgo no es muy grande, pero en realidad existe. Va a arriesgar su libertad, chiquita, así como yo voy a arriesgar la mía.

—¿Por qué cree que mi libertad vale cincuenta mil dólares? Mi libertad —se rio—. No hay nada que no haría por tener esa cantidad de dinero.

El observó la sonrisa amarga que quedó dibujada en su rostro cuando dejó de reír y movió la cabeza satisfecho.

—Tendrá que ganarlo, chiquita, no se haga ilusiones. Tengo un trabajo muy especial para usted, pero tendrá que merecerlo.

—¿Cómo?

—Antes que se lo diga, déjeme que empiece por el principio.

Entonces le habló de su hermana y de su matrimonio, y de cómo su hermana se había fugado con su hija y había terminado haciendo la calle.

—Su hermana es adicta a la heroína —dijo Edris—. Nadie puede hacer nada por ella. Sólo le doy cuatro meses… Se está muriendo de pie.

Ira se inclinó hacia delante, con la cara entre las manos, los codos apoyados en las rodillas, la mirada de sus ojos azules concentrada en sus pensamientos, tan absorbida en ellos que se olvidó de su cita con Jess, se olvidó de la sesión de los domingos por la noche, se olvidó de todo, excepto de la voz susurrante que oía y que iba derramando veneno en sus oídos.

Por fin Edris comenzó a explicar lo que quería de ella. Le parecía que le contaba un complot de alguna película, y al principio pensó, sin decírselo, que estaba loco; un monstruo a quien le faltaba un tornillo en la cabeza, pero cuando habló y habló, empezó a ver que ese plan podía funcionar y que si lograban realizarlo daría mucho dinero.

—El no ha visto nunca a su hija —concluyó Edris—. No ha oído nada de ella durante dieciséis años. Hay un parecido de familia. Yo lo veo. Usted se parece de una manera poco común a Muriel. El la verá también así. Por ese lado no tenemos que preocuparnos. La aceptará como su hija sin ningún inconveniente. ¿Se da cuenta, no?

Sí, se daba cuenta. Sabía por lo que su madre le había dicho, que era idéntica a Muriel cuando tenía su edad.

—¿Pero y qué pasa con su hija, a quien tengo que sustituir? —preguntó—. ¿Qué ha sido de ella? Suponga que haya oído hablar de mí.

—No —dijo Edris y cruzó sus manos—. Está muerta. Murió la semana pasada. Por eso estoy aquí. Si estuviera viva no podríamos hacer esto. Cuando Muriel me dijo que había muerto, surgió en mí esta idea —miró inquisitivamente el rostro de Ira, para ver si creía esas mentiras—. Incluso ahora no podemos hacer nada hasta que muera Muriel. Pero no tardará mucho… tres o cuatro meses.

Ira se movió sintiendo cierto malestar.

—¿Cómo murió su hija?

—Estaba nadando, le dio un calambre y se ahogó —mintió Edris hablando con volubilidad.

—¿No se puede hacer nada por Muriel?

—No. Es como si estuviera muerta.

Ira se mantuvo en silencio, mirando a través del parabrisas del auto.

—¿Bueno? —preguntó Edris con impaciencia—. ¿Está dispuesta a hacerlo? Hay poco riesgo.

—Lo pensaré. Necesito reflexionar mucho sobre todas estas cosas. Venga aquí el domingo que viene a la misma hora y le diré lo que he decidido.

—No puedo salir otra vez de Paradise City, nena —dijo Edris—. Esto es parte de mis vacaciones anuales. Tengo que ganarme la vida —sacó una tarjeta de su cartera—. Aquí está mi dirección, mándeme un telegrama cuando lo haya pensado bien. Que sea breve: sí o no. No hay mucha prisa. No podemos hacer nada hasta que Muriel haya muerto. Tenemos mucho tiempo para hacer las cosas, nena, y tienen que estar bien hechas.

Estaba pensando en ese primer encuentro con Edris mientras andaba por el vestíbulo de recepción del aeropuerto y se dirigía hacia la terminal de autobuses. Desde entonces lo había visto dos veces. Había pulido mucho su plan durante los cuatro meses de espera. Para ella no había nada que la hiciera pensar que podía salir mal. Se había despedido de su padre, diciéndole que tenía un empleo fuera de Nueva York y que no volvería. El estaba demasiado ebrio para que le importara. Lo único que sentía era tener que dejar a Jess Farr. No le dijo lo que iba a hacer. Le hubiese hecho demasiadas preguntas. Se decía a sí misma que podría conseguir hombres más importantes y más excitantes cuando tuviera cincuenta mil dólares. Pensaba eso, pero no lo creía. Se daba cuenta, por la desesperación que sentía, que estaba mucho más enamorada de Jess de lo que había creído. Iba a echarle mucho de menos.

Seguida por miradas masculinas, salió del aeropuerto, atravesó un camino donde brillaba el sol de las primeras horas de la mañana y alcanzó el autobús de Seacombe.