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El reloj de pared marcaba las tres y cincuenta, cuando el teléfono colocado sobre el escritorio del sargento Beigler empezó a sonar.

Beigler, un hombre fornido, pecoso, de unos treinta y ocho años, miró el teléfono con gesto adusto, echó una mirada al reloj de pared, luego tomó el receptor con su mano grande y velluda, lo levantó y gruñó:

—Aquí, Beigler. ¿Qué hay?

—Harry Browning está al teléfono —le dijo el sargento recepcionista—. Quiere hablar con usted. Parece que tiene intención de echarle una filípica.

Beigler frunció el ceño. Harry Browning era el dueño del restaurante «La Coquille», uno de los tres restaurantes de más categoría de Paradise City. Era amigo personal del Intendente y del Jefe de Policía, capitán Terrell. Por ese motivo se le trataba con mucha consideración, según sabía Beigler.

—Póngame con él, Charley —contestó Beigler y tomó un cigarrillo. Miró pesaroso el vaso de cartón vacío que había sobre su escritorio. Hacía media hora que se había bebido la última taza de café. Beigler tenía dos vicios: beber café y fumar cigarrillos—. Y mande a alguien a buscar café. Charley. Tengo la boca seca.

—Muy bien —el sargento recepcionista, Charley Tanner, parecía resignado. A cada rato tenía que mandar a alguien que trajera café para Beigler—. Aquí está Browning.

Se oyó un chasquido en la línea, y una voz profunda, gruñó:

—¿Es usted, Beigler?

—Soy yo, míster Browning. ¿Necesita algo?

—¡Es un asunto endiablado! Tengo una mujer muerta en el restaurante. Quisiera que viniera aquí en seguida y me librara de ella. Ahora escuche, Beigler, para usted esto es un asunto de rutina, pero para mí es endiabladamente serio. No quiero ninguna publicidad. Y cuando digo que no quiero ninguna publicidad, sé lo que quiero decir. ¿Me entiende? Si la prensa se mete en esto, le arrancaré el pellejo a alguien y cuando digo que le arrancaré el pellejo a alguien, no me importa quién sea, pero tendré su pellejo. ¿Podré mantenerme fuera de este lío?

Beigler se había incorporado en su silla, en la semioscuridad de su cuarto.

—Está bien, míster Browning. No tiene por qué preocuparse. Iré para allá en seguida.

—¡Lo único que me preocupa es que maneje bien este asunto! Si lo maneja bien, Beigler, no tendré por qué preocuparme… ni tampoco usted —y Browning cortó la comunicación.

Beigler hizo una mueca, luego empezó a mover la horquilla del teléfono. Cuando el sargento contestó, Beigler preguntó:

—¿Hay periodistas abajo, Charley?

—Hamilton, del «Sun». Está dormido… medio borracho. ¿Por qué? ¿Qué pasa?

—Todavía no lo sé, pero algo pasa. Escuche Charley, tengo que salir. Si Hamilton quiere saber dónde voy, dígale que me fui a casa con dolor de muelas. ¿Quien está de servicio?

—¿Tiene dolor de muelas? —preguntó Tanner, con voz compungida—. Lo siento, Joe. Yo…

—No me importa que lo sienta —gruñó Beigler—. ¿Quién está de servicio?

—Mandrake fue a traer su café —dijo Tanner, con resentimiento—. Aquí está Jackson.

—Mándelo para que me releve. ¿Hess está todavía por ahí?

—En este momento se va.

—¡Atájelo! Dígale que me espere. Bajo ahora mismo.

Beigler se puso la chaqueta, palpó el bolsillo interior para asegurarse de que tenía su pistola, luego, tomando un paquete de cigarrillos, salió del cuarto de detectives y corrió a la sala de reuniones.

Fred Hess, a cargo de la sección de homicidios, estaba apoyado contra la pared, con expresión resignada en su cara redonda.

—Dos minutos más y me hubiese evadido de este gallinero —dijo con expresión amarga cuando Beigler se reunió con él—. ¿Qué pasa?

Beigler bajó los escalones hasta el automóvil de la policía que estaba estacionado. Subió y puso en marcha el motor. Hess saltó a su lado.

—Una mujer muerta en «La Coquille». Browning está enloquecido —Beigler llevó el automóvil a bastante velocidad a lo largo del camino principal, desierto.

Hess gruñó.

—¿Asesinada?

—No me lo dijo. No se lo pregunté. Empezaremos a indagar cuando lleguemos allí. No parecía dispuesto a contestar preguntas.

—Me imagino —Hess largó una carcajada—. Por lo que he oído de ese lugar, lo último que desearían tener es un cadáver. ¿Nunca estuvo dentro, Joe?

—¿Por mi cuenta? —Beigler conducía a lo largo de la Avenida. Había unos pocos autos estacionados cerca de la playa. No había tránsito—. Tenemos que estar alerta, Fred. Browning tiene muchas influencias en esta ciudad.

—Si se trata de un asesinato, importará un bledo las influencias que pueda tener. ¡Esto es una noticia!

—Sí… pero todavía no sabemos si es un asesinato. Deje este asunto en mis manos. Browning tiene muchos amigos influyentes.

—Es todo tuyo, compañero. Sé cuándo debo echarme a un lado.

El restaurante «La Coquille» estaba situado en el extremo de la Avenida, rodeado por zonas de césped, macizos de flores y palmeras iluminadas. Tres escalones de mármol llevaban hasta la imponente entrada. El restaurante cerraba a las dos y media y, en ese momento, la iluminación consistía en una araña solitaria en el vestíbulo y algunas luces disimuladas en la pared que lanzaban sombras alargadas sobre la gruesa alfombra de color claro.

Beigler y Hess bajaron del automóvil y subieron los escalones: entraron por la puerta giratoria al elegante vestíbulo donde Louis, el alto y aristocrático maître, los estaba esperando.

Louis, arrogante y digno, rara vez temblaba, pero Beigler pudo ver que esta vez estaba temblando.

—Por aquí —dijo Louis, y con pasos, largos y firmes condujo a los detectives a un segundo vestíbulo y luego, por una escalera, a un gran bar.

Allí, Harry Browning los esperaba. Estaba sentado en un taburete junto al bar, con un vaso de brandy en la mano, un cigarro apretado entre sus dientes.

Browning tenía cincuenta y cinco años, era corpulento y no muy alto. Su rostro afeitado estaba curtido por el sol. Llevaba una chaqueta de tela a cuadros y un clavel blanco en el ojal. Tenía la apariencia de lo que era en realidad: inteligente, rico, poderoso y arrogante.

—Allí está —dijo, y con un ademán señaló el extremo de la habitación. A lo largo de una de las paredes había una serie de reservados con mesas y asientos de roble tallado de color oscuro. Cada reservado estaba aislado con una cortina de terciopelo rojo—. En el último reservado.

Beigler y Hess fueron hasta el final de la habitación y miraron en el interior del reservado.

A la luz mortecina, pudieron percibir la figura de una mujer rubia, tirada sobre la mesa. Llevaba un vestido blanco de noche con la espalda descubierta. Su cabello rubio parecía una mancha dorada sobre la madera oscura de la mesa.

Beigler se volvió para mirar a Browning.

—¿Nos podría dar un poco más de luz, míster Browning?

Louis fue al bar y giró algunas llaves. El extremo del bar donde estaban parados los detectives se iluminó de pronto con luces colocadas en el cielo raso que los cegaron por un momento.

Beigler dio las gracias con un movimiento de cabeza y luego entró en el reservado. Tocó el hombro de la mujer. El frío de la carne confirmó la declaración de Browning de que estaba muerta; pero para estar bien seguro colocó sus dedos en un lado del cuello, pero no había pulso.

—Mejor sería que no la tocáramos hasta que le hagan algunas fotos —recomendó Hess.

Browning recorrió la habitación, masticando de manera nerviosa su cigarro.

—Quiero que la saquen de aquí en seguida, muchachos. ¡Muévanse! Pueden jugar y divertirse en la morgue. Si la prensa se entera de esto se acabó el negocio por esta temporada. ¡Sáquenla de aquí!

—No la podemos mover hasta que no le hayan hecho fotografías —dijo Hess en forma terminante—. Podría ser un asesinato.

Browning se quedó mirándolo.

—¿Quién es usted?

Beigler maldijo en silencio a Hess por haber hablado. Se apresuró a decir:

—Es el encargado de la sección de homicidios, míster Browning. Por supuesto, tiene razón. Esto puede ser un asesinato. Yo…

—¡Es un suicidio! —dijo Browning con una expresión dura como si fuera granito—. Hay una aguja hipodérmica en el suelo y su rostro está azul. No necesito ser detective para saber que ha muerto por una dosis excesiva de heroína. Ahora, ¡sáquenla de aquí!

Beigler miró debajo de la mesa. Vio una jeringa hipodérmica vacía sobre la alfombra. Se enderezó y tomó entre sus manos la cabeza de la mujer y con cuidado la levantó para examinarle el rostro. El color azul de la piel y las grandes pupilas de los ojos, le hicieron murmurar algo entre dientes. Volvió a colocar la cabeza sobre la mesa.

—Podría ser un asesinato, míster Browning —dijo con voz pausada. Pueden haberle disparado.

—Nadie se acercó a ella desde que llegó —comentó Browning con impaciencia—. Ahora, ¡sáquenla de aquí!

—Todos los casos de suicidios tienen que ser tratados como homicidios hasta que se prueba que son suicidios. Lo lamento, míster Browning, pero no puedo hacer una excepción.

Los ojos de Browning brillaron de rabia.

—No me gustan los «polizontes» que no cooperan, Beigler. Tengo muy buena memoria —se dio la vuelta hacia Louis—. Quiero hablar con el capitán Terrell.

Mientras Louis volvía corriendo al bar, Beigler dijo:

—Siento mucho, míster Browning, pero esto es lo único que podemos hacer, a menos que el Jefe diga otra cosa.

¿Hay algún teléfono aquí que pueda usar?

—¡Usted no tiene qué utilizar ningún maldito teléfono hasta que no haya hablado con Terrell! —interrumpió Browning y volvió hacia el bar.

Beigler y Hess se miraron. Hess sonrió. Sabía que si tenía que caer una cuchilla, no sería en su cuello. Caminó alrededor de Beigler y entró en el reservado. Al lado de la mujer muerta había un bolso de noche, de brocato blanco y dorado. Lo tomó, lo abrió y miró en su interior. Sacó un sobre, lo miró y se lo tendió a Beigler.

—Es mejor que vea esto, Joe. Es para usted.

Beigler tomó el sobre. Oía a Browning que hablaba en voz baja por teléfono. Echó una mirada a los grandes rasgos del sobre, que decían: «Departamento de Policía». Utilizando su cortaplumas abrió el sobre con mucho cuidado y extrajo una hoja de papel. La desplegó y sintiendo el aliento de Hess en su nuca, leyó la nota escrita por la misma mano:

«Vaya a Seaview Boulevard 247. Tuvo su merecido. Yo lo hice. Para evitar líos, tomé el camino más rápido para desaparecer.

Muriel Marsh Devon.

P. S. La llave está debajo del felpudo.»

—Eh, Beigler —llamó Browning—. Terrell lo necesita.

Tomando la nota, Beigler se dirigió hacia el bar y tomó el receptor del teléfono de manos de Browning, que se alejó unos pasos.

—¿Es usted, Jefe? —preguntó Beigler.

—Sí —contestó Terrell—. ¿Qué pasa, Joe?

Le dijo Browning que había una mujer muerta en el restaurante:

—Acabo de llegar. Parece ser un suicidio: una dosis excesiva de heroína. Hay una jeringa hipodérmica vacía y la cara de la muerta está azul. Hallé una nota en su bolso, anunciando su suicidio. Se la voy a leer —Beigler abrió la hoja y la leyó en voz baja para que Browning no pudiera oír lo que estaba diciendo—. Parecería que ella hubiese liquidado a algún sujeto. Míster Browning quiere que se retire el cuerpo. No creo que podamos hacer eso, ¿verdad, Jefe? Podríamos conseguir algún auto-patrulla.

Hubo una pausa, luego Terrell preguntó:

—¿Quién está con usted, Joe?

—Hess.

—Déjelo con el cuerpo. Usted vaya a Seaview Boulevard e investigue. Llamaré a Lepski para que se reúna con usted allí. Estaré en el restaurante dentro de veinte minutos. Dígale a Hess que llame al auto-patrulla.

—A Browning no le va a gustar esto —dijo Beigler, observando que andaba de un lado para otro.

—Hablaré con él. Usted váyase, Joe.

—Ya estoy en camino —contestó Beigler. Dejó el receptor y se dirigió a Browning que dejó de andar y lo miró—. El Jefe quiere hablar con usted, míster Browning.

Mientras Browning se apresuraba a alcanzar el teléfono, Beigler se dirigió a Hess.

—Consiga el auto-patrulla, Fred. Esto es todo lo que hay que hacer. El Jefe está en camino —sonrió—. Me voy a Seaview Boulevard. Hasta luego y tenga cuidado con Browning.

—Tal vez él se tenga que cuidar de mí —respondió Hess molesto.

Mientras Beigler bajaba corriendo las escaleras, oyó que Browning decía con voz fuerte y sofocada.

—No me puede hacer eso a mí, Fred. Usted…

Su voz se desvaneció cuando Beigler salía a la calle enfrentándose con el aire caliente de la noche. Cuando llegó a su auto, una figura larguirucha salió de las sombras. Era Bert Hamilton del «Paradise Sun».

—¿Cómo va su dolor de muelas, Joe? —preguntó plantándose delante de Beigler—. No creo que le quede ninguna muela que le pueda doler.

Beigler lo esquivó.

—Siga mi consejo, Bert, y manténgase fuera de esto —dijo—. Se va a volver loco.

—¿Qué le hace creer que estoy chiflado? —preguntó Hamilton.

Mientras Hamilton subía los escalones que conducían a la entrada del restaurante, Beigler lanzaba su auto a toda velocidad por la carretera y se dirigía a Seaview Boulevard.

Ticky Edris tenía una gran cabeza redonda, piernas y brazos que parecían muñones y medía poco más o menos un metro de altura. Era lo que se llama, en términos médicos, un enano.

Edris haba trabajado como mozo y ayudante en el restaurante «La Coquille», durante los últimos ocho años. La clientela elegante de Browning se divertía con el hombrecillo, que aparentaba ser bueno, con sus ojos tristes y su manera de caminar al trote. Sentían cierto placer sádico en verse servidos por un enano y, al pasar los años, Edris se había convertido en una especie de bufón, tratando a los clientes con una familiaridad a la que no se hubiera animado el mismo Browning.

Con un delantal de chef, hecho a medida, Edris estaba terminando de limpiar las últimas copas cuando Louis, el maître, entró en la habitación.

—Quieren hablar con usted, Ticky —dijo—. Sólo para hacerle algunas preguntas. Para míster Browning, será mejor que se comente lo menos posible este asunto.

Edris colgó el paño y se quitó el delantal. Su estrambótica cara demostraba cierto decaimiento y tenía grandes ojeras. Había trabajado sin parar desde las dieciocho y se sentía cansado.

—Muy bien, míster Louis —dijo colocándose su chaqueta blanca—. Déjelo de mi cuenta.

Salió del cuarto y entró en el bar. En un extremo un fotógrafo estaba haciendo fotos de la mujer muerta. El Jefe de policía Terrell, un hombre alto, con cabellos color arena veteados de blanco, con una mandíbula saliente y cuadrada, hablaba con Browning. Si no hubiese sido por su cara sin afeitar, nadie hubiese dicho que había tenido que saltar de la cama y vestirse en un abrir y cerrar de ojos.

El doctor Lowis, el forense, un hombre bajo y grueso, estaba esperando con evidente impaciencia que el fotógrafo terminara su tarea. Dos especialistas en impresiones digitales que estaban sentados junto al bar, mirando con codicia las filas de botellas, también esperaban.

Fred Hess y el detective de tercer grado Max Jacoby, con una libreta de notas en la mano, estaban sentados en uno de los reservados. Al mirar hacia abajo y ver a Edris, Hess le hizo señas para que se acercara.

Edris llegó trotando.

—¿Usted es el camarero que sirvió a la muerta? —preguntó Hess.

—Sí.

Hess estudió al enano. Por su expresión se notaba que no sabía qué pensar de lo que veía. Edris estaba mirándolo, con rostro inexpresivo, sus manos cortas y gruesas entrelazadas delante del estómago.

—¿Cuál es su nombre?

—Ticky Edward Edris.

—¿Domicilio?

—24, East Street, Seacombe.

Seacombe era una continuación de Paradise City, donde vivía la mayor parte de los trabajadores con pocos ingresos.

Mientras Hess interrogaba a Edris, Jacoby un judío joven y bien parecido, tomaba nota de las respuestas.

—¿A qué hora llegó ella aquí? —preguntó Hess, encendiendo un cigarrillo.

—Algo después de las veintitrés: a las veintitrés y ocho minutos para ser exacto.

Hess lanzó al enano una mirada penetrante.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—Tengo un reloj… Y lo uso.

—¿Estaba sola?

—Sí.

—¿Había reservado el sitio donde está ahora?

—No. Era tarde. Casi todo el mundo había abandonado el bar y se había ido al restaurante. Había mucho sitio.

—¿Ella parecía estar bien?

Hess sabía que Browning y Terrell habían llegado y estaban escuchando. Mirando por encima de su hombro, Edris vio que Browning le hacía una seña y dijo rápidamente:

—Estaba muy bien.

—¿Qué hizo cuando llegó?

—Se dirigió al reservado y se sentó. Le pregunté si estaba esperando a alguien y me dijo que no. Pidió un whisky sour. Lo batí y se lo serví.

—¿Entonces qué sucedió?

—Tuve que ir al restaurante con bebidas. Cuando volví, la cortina estaba cerrada. Le pregunté al barman si alguien había estado con ella, pero contestó que seguía sola. Pensé que quería estar tranquila y no me acerqué a ella.

—Tenía razón al pensar que quería estar sola. ¿Luego qué pasó?

—Cerramos a las dos y media. Como la mayoría de la gente se había retirado y la cortina seguía corrida, fui a ver lo que pasaba. Golpeé, pero no tuve respuesta. Miré dentro y allí estaba.

—¿No se acercó a ella durante tres horas y media?

—Así es. Estaba ocupado en el office. Tuvimos una noche de mucho trabajo. Había mucho que lavar.

Browning repentinamente se dio la vuelta hacia Terrell y dijo:

—Me voy a casa. Louis va a cerrar. Este es un asunto endiablado para mí. Podría hundirme el negocio. Retire sus hombres lo antes que pueda, Frank. Quiero que Louis duerma un poco.

—No tardaremos mucho, Harry —dijo Terrell; dio la mano a Browning y lo siguió con la mirada, mientras bajaba las escaleras y se perdía de vista. Luego se dirigió al bar donde el doctor Lowis estaba examinando a la muerta.

—Cuando preguntó hace un rato —dijo Edris— si ella parecía encontrarse bien, no le dije la verdad; me gustaría volver a contestar esa pregunta.

Hess se quedó mirándolo.

—Vea, su madre puede pensar que es muy vivo, pero yo no. ¿Quiere decir que estaba mintiendo?

—No quería perder mi empleo —Edris tomó su pañuelo y se secó la cara bañada en sudor—. Me gusta este trabajo. El patrón me estaba escuchando. Si le hubiese dicho la verdad y me hubiese oído, me hubiera echado a patadas.

—¿Qué le hace pensar que no lo echará a patadas si ahora me dice la verdad?

—Si no se lo dice, no lo sabrá.

Hess miró pensativo al enano; luego se encogió de hombros.

—Bueno. ¿De manera que no parecía encontrarse bien?

—No. En cuanto la vi, me di cuenta que andaba mal. Estaba blanca y temblorosa. Me di cuenta, cuando la vi en ese estado, que estaba a punto de hacer una escena… de gritar, de ponerse histérica. De modo que antes que empezara, la llevé a ese reservado y le serví un trago. Cerré la cortina. No quería que hiciese una escena. Al patrón no le gustan las escenas.

Hess y Jocoby se miraron, luego Hess dijo:

—¿Quiere decir que conocía a esa mujer?

Edris miró por encima de su hombro hacia donde estaba Louis parado, conversando con Bert Hamilton; entonces, bajando la voz, dijo:

—Sí, la conocía. Vivía en el apartamento enfrente del mío.

—¿Por qué diablos no lo dijo antes? —refunfuñó Hess.

—No me lo preguntó y además ya le dije que míster Browning estaba escuchando. Si se entera que la conocía y que la puse en el reservado, me echa a patadas.

—¿Qué sabe de ella?

—Era una basura y una ramera. La he conocido durante ocho años.

Hess se inclinó hacia delante.

—¿Quiere decir que es su chica, Ticky?

Edris lo miró un momento, con ojos tristes, luego preguntó:

—¿Cree que alguna mujer querría ser mi chica?

—¿Le mandaba algunos de los más ricos play boys y ella le daba su tajada? ¿No es así Ticky?

—Vivía en el apartamento enfrente del mío —dijo Edris con serena dignidad—. De vez en cuando hablaba conmigo. Supongo que me miraría de la misma forma que usted y todos los demás me miran: como a un monstruo. ¿Sólo porque hablara conmigo tenía que hacerme su amante?

Se miraron uno al otro. Hess fue el primero en retirar la vista.

—¿De qué hablaban?

—De gran cantidad de cosas. De su marido, su hija, su vida, sus amantes.

—¿Estaba casada?

—Sí.

Louis entró en el cuarto.

—¿Es usted míster Hess?

—¿Qué hay? —dijo Hess impaciente—. Estoy ocupado.

—Le llaman por teléfono —contestó Louis, con su aristocrática nariz aguileña.

Hess se puso de pie.

—Espere aquí, pequeño —le dijo a Edris—. Todavía no he terminado con usted.

Se dirigió al bar y tomó el teléfono.

—¿Sí?

—Soy Joe —dijo Beigler—. Tenemos un asesinato entre manos. ¿Está el Jefe con usted?

—Sí.

—Dígale que he encontrado al sujeto que ella menciona en su nota. Tiene cinco balazos en el cuerpo. Lo necesito aquí.

—Muy bien. Se lo diré. ¿Bonito, eh? Me hace el efecto que nunca más podré dormir.

—Es un caso feo. Dese prisa, Fred —y Beigler cortó la comunicación.

En el momento en que Hess ponía el receptor en su sitio, dos enfermeros con bata blanca subían la escalera con una camilla.

—¿Está listo el cadáver? —preguntó uno de ellos.

—Casi listo. Espere. Voy a ver —Hess bajó al bar. Cuando pasaba delante de Edris, le dijo:

—Muy bien, Ticky, puede largarse. Hablaremos con usted mañana. Pase por la comisaría a las once y pregunte por mí. Me llamo Hess. Siguió en busca de Terrell y del doctor Lowis.

—Sí, pueden llevársela —dijo Lowis, mientras terminaba de cerrar su maletín—. Le dejaré un informe sobre su escritorio mañana a las diez. Ahora, me voy a la cama.

Hess lo miró y se sonrió.

—Eso es lo que usted cree, doctor —dijo divertido—. Tenemos otro cadáver para usted. Acabo de hablar con Beigler por teléfono. Lo está esperando en Seaview Boulevard, 247.

La cara del doctor Lowis era digna de estudio.

—Eso significa que no podré dormir nada esta noche —protestó.

—¿Para qué necesitan dormir los muchachos como nosotros? —dijo Hess riéndose—. Somos superhombres.

Mientras Lowis se apresuraba, Terrell preguntaba sin mucha amabilidad:

—¿Qué es eso Fred?

—Joe acaba de llamar, Jefe. Dice que hubo otra muerte: asesinato. Nos necesita allí, señor.

Terrell se inclinó y miró a la mujer que habían dejado en el suelo. Tenía alrededor de cuarenta años; era delgada, bien parecida, con buena figura.

—Una basura, Fred. Sus muslos están marcados por continuos pinchazos.

—El enano nos dio un dato. La conoce. Dice que no sólo es una basura, sino también una ramera. Browning estará encantado cuando se entere.

Igual que un buitre oliendo carroña, Hamilton, del «Sun», entraba en ese momento al bar y se dirigía hacia ellos.

—Dejaremos a Max que se haga cargo de los últimos detalles —dijo Terrell—. Vamos a reunimos con Joe.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Hamilton. Era un hombre alto, de cabello gris, de unos cuarenta años. Alguien le había dicho alguna vez que se parecía a James Steward e imitaba su modo de hablar arrastrando las palabras, lo que acentuaba aún más su parecido con el famoso actor.

Terrell salió por el largo bar.

—Siga buscando y verá —contestó por encima del hombro.

—¿Qué están tramando? —preguntó Hamilton siguiendo los pasos a Hess.

—Otro cadáver. Ella lo liquidó y luego se suicidó —respondió Hess.

Cuando los dos hombres pasaron delante, Edris dio unos pasos hacia atrás y los miró. Después observó a los dos enfermeros que colocaban a la mujer muerta en una camilla y salían muy deprisa con ella.

Cuando llegó trotando al office y cerró la puerta, su rostro se iluminó con una sonrisa diabólica. Con alegre exuberancia, empezó a bailar alrededor del cuarto, balanceando sus brazos deformes para acompañar su danza.

Seaview Boulevard une a Paradise City con Seacombe. En la parte del Boulevard más cercana a Paradise City, las villas son grandes, lujosas y bien cuidadas. Cada una de ellas tiene poco más o menos media hectárea de jardín bien cuidado, piscina, garaje triple y puerta de control eléctrico para automóviles. Por el lado de Seacombe, las villas son pequeñas, descuidadas y baratas. Tienen jardincitos pequeños y los niños juegan en las aceras. Seaview Boulevard representa en su mayor grado, la diferencia del standard de vida superior e inferior de los americanos, de los que tienen y de los que no tienen, del rico y del pobre.

Los primeros reflejos pálidos de la aurora empezaban a iluminar el cielo nocturno, cuando el sargento Beigler se detuvo ante el número 247; un bungalow tipo villa, rodeado por una cerca alta y compacta.

Sacó una linterna de la guantera de su auto, luego atravesó la acera, abriendo la verja de madera y usó la luz de la linterna para iluminar el camino que llevaba a la puerta de entrada. Levantó el felpudo de nuevo y encontró la llave, según había dejado escrito la muerta.

Se detuvo unos instantes para mirar el bungalow de enfrente que se hallaba en sombras; luego, sacando su pistola de la funda, apretó el timbre y esperó. No creía que alguien le fuese a responder, pero era un «polizonte» muy cuidadoso. No iba a usar la llave hasta no estar seguro de que nadie más que el muerto se hallaba en el bungalow.

Una espera de dos minutos lo dejó satisfecho y, deslizando la llave en la cerradura abrió la puerta. Dio unos pasos por un pequeño vestíbulo, cerró la puerta y movió en círculo la luz de su linterna hasta localizar la llave de la luz. Encendió una araña, alumbrando un pasillo delante de él, con puertas cerradas a cada lado.

Se quedó un poco sorprendido al ver que, aparte unas cortinas de nylon blanco, las dos habitaciones delanteras no tenían muebles. La tercera puerta al final del pasillo daba a un cuarto de baño. La puerta de enfrente daba a una cocina. Los aparadores y los cajones vacíos, llenos de polvo, le hicieron pensar que nadie vivía en ese bungalow, ni había comido allí desde hacía mucho tiempo.

Se dirigió a los dos cuartos del fondo del pasillo. Abrió la puerta de la izquierda, encendió la luz y entró en el dormitorio. Con una mirada se dio cuenta que no era un dormitorio común.

En el centro de la habitación había una cama grande. Las sábanas y las fundas de los almohadones estaban inmaculados y no habían sido usados. Había un gran espejo en la pared opuesta a la cama y otro espejo cubría el techo. La alfombra era espesa y de color claro. Las paredes verde botella estaban decoradas con fotografías enmarcadas de coristas desnudas y sonrientes. Había un gran armario a un lado de la habitación; Beigler se dirigió a él y abrió las puertas. Una rápida mirada le hizo ver que allí había todo lo que podía necesitar una mujer pervertida, desde los álbumes de fotografías eróticas hasta látigos y bastones. Cerró el armario, luego salió del cuarto y se detuvo al encontrar la puerta cerrada de la siguiente habitación. Se adelantó, giró el pomo de la puerta y la abrió. La puerta se movió muy despacio. Había una luz en la habitación. Delante de él vio una cama normal. Un hombre estaba tirado en ella, con un diario sobre la sábana. La muerte lo había sorprendido en la inocente tarea de leer las noticias de la tarde. Tenía puesto un pijama azul y blanco; la delantera estaba teñida de sangre. Había sangre en sus manos apretadas y manchas de sangre en sus mejillas quemadas por el sol.

Beigler lo contempló un largo rato, luego entró en la habitación.

El muerto era corpulento, con hombros de boxeador. Su cabello, cortado al rape, era muy negro. Su bigote, que parecía una pincelada, le daba un aire fanfarrón y cierto sex-appeal. Pertenecía al regimiento de play boys que se ven en las playas de Paradise City, ostentando sus músculos, su hombría y su virilidad; era su único capital, pues los dólares pocas veces permanecen en manos de hombres como esos.

Beigler vio un teléfono sobre la mesita de noche. Marcó el número de «La Coquille». Acababa de hablar con Hess cuando sonó el timbre. Se dirigió a la puerta de entrada, donde encontró al detective de segundo grado Tom Lepski, parado sobre el felpudo.

—El Jefe dice que hay líos aquí —dijo Lepski entrando en el vestíbulo. Era un hombre alto, musculoso, recio, con una cara agradable, quemada por el sol y ojos celestes.

—Sí… un cadáver. Entre y véalo.

Beigler le mostró el camino hasta el dormitorio. Lepski es quedó mirando al muerto, luego se echó para atrás el sombrero.

—Ese es Johnnie Williams —dijo—. Bueno, por fin acabó así.

—¿Lo conocía?

—Claro que sí. Lo he visto bastante. Era uno de los más conocidos gigolós del Palace Hotel. ¿Qué estaría haciendo en un lugar como éste?

Beigler había registrado los cajones de la cómoda que estaba contra una de las paredes. Encontró una cartera de piel de cerdo. Dentro había un carnet de conducir y un talonario de cheques. Todo estaba a nombre de Johnnie Williams.

Por el talonario de cheques, Beigler se enteró de que Williams tenía en el banco 3.756 dólares en efectivo.

—Supongo que vive aquí —dijo—. Eche una mirada al cuarto de enfrente.

Mientras Lepski estaba en la otra habitación, Beigler siguió registrando el cuarto más pequeño. Encontró un armario lleno de ropa de Williams.

Lepski volvió a la habitación.

—Bastante curioso —dijo—. ¿Quién es la mujer?

—Se llama Muriel Marsh Devon. Se mató con una dosis excesiva de heroína, esta noche, en el restaurante «La Coquille». Dejó una nota confesando su suicidio y admitiendo que había liquidado a nuestro hermoso huésped.

Lepski examinó al muerto y en especial el pecho. Refunfuñó y retrocedió.

—Seguro que ella lo liquidó. Y su corazón se hizo trizas al verlo.

Beigler de repente se agachó y miró debajo de la cama. Con mucho cuidado arrastró, poniéndola a la vista, una 38 automática. Sacando su pañuelo, lo arrojó sobre la pistola y la levantó.

—Bonito caso recién iniciado y ya terminado —dijo—. Sería el colmo que ahora no pudiese tomarme una o dos horas de descanso.

Un auto se detuvo frente al bungalow y Lepski se dirigió a la puerta. Volvió con el doctor Lowis.

—Es todo suyo —comentó Beigler, mostrando al hombre muerto.

—Gracias por el regalo —exclamó Lowis—. Ahora tengo que hacer dos informes.

Beigler hizo un guiño a Lepski y lo empujó hacia la puerta de entrada. Salieron al jardín y encendieron sendos cigarrillos.

—Parece que nadie oyó los disparos —dijo Lepski, señalando el bungalow de enfrente.

—Quizá estén de vacaciones —contestó Beigler—. Además, esta parte de Seacombe es muy cerrada. ¿Sabe algo de eso? Llevo diez años en la policía… y hasta ahora nunca ha habido una denuncia de Seacombe.

—Me pregunto por qué le hicieron esto a Johnnie. Me pregunto también por qué perdía el tiempo con una ramera de dos dólares.

—Ella valía mucho más que eso. La he visto. Estaba bien vestida; bien cuidada. A la mayor parte de los hombres que buscan prostitutas, les gusta hacerlo en suburbios miserables. Me pregunto por qué.

—Entonces no sé —Lepski ahogó un bostezo—. Ojalá el Jefe no me hubiese arrancado de la cama.

—Ahí vienen —dijo Beigler viendo dos autos que llegaban por el ancho boulevard, con su faros iluminando la fila de bungalows a medida que iban pasando.

Media hora después, el doctor Lowis salió del bungalow y se reunió con el Jefe de Policía Terrell que estaba sentado en su auto, fumando una pipa, esperando con toda paciencia el informe de sus hombres.

—Ya he dicho que lo habían matado alrededor de las veintidós —informó Lowis—. Cinco balas en el corazón. Buena puntería, pero en realidad ella no podía haber errado. Le disparó desde los pies de la cama. Tendré el informe listo para las once. ¿Está bien?

Terrell asintió.

—Así tenía que ser, doctor. Muy bien, váyase y duerma un rato.

Cuando Lowis se fue con el auto, Bert Hamilton salió del bungalow. Había estado ocupado hablando por teléfono, dictando su artículo.

—Muy sustancioso todo esto —le dijo a Terrell—. ¿Tiene alguna idea de por qué lo mató?

—Eso es lo que quisiera saber —le dijo Terrell, saliendo del auto—. Hasta pronto, Bert —y pasando por delante del reportero entró en el bungalow.

Beigler y Hess estaban hablando en el vestíbulo.

—Todo bien por aquí, señor —dijo Hess—. Una tarea bonita y prolija.

—Así parece —contestó Terrell—, pero no va a ser tan fácil. Ustedes dos, muchachos, vayan a East Street y registren la casa. Averigüen si la nota que dejó fue escrita por ella misma. Me parece que este caso es muy claro, pero tenemos que estar seguros. Hablen con el enano. Parece saber mucho. Tal vez nos pueda decir por qué mató a Williams. Necesito tener un informe sobre mi escritorio a las diez, de manera que a moverse, muchachos.

Hess ahogó un gemido.

—Muy bien, Jefe.

Terrell entró en el cuarto del muerto donde Lepski estaba examinando las paredes, hablando con los hombres que tomaban impresiones digitales, quienes estaban ordenando sus equipos.

—Tom —dijo Terrell—, quisiera averiguar si alguien ha oído los disparos. Registre el boulevard de arriba abajo y consígame algunos antecedentes de Williams.

—¿No querrá que empiece ahora, Jefe? —dijo Lepski—. Son apenas las seis. No pretenderá que saque a la gente de la cama, ¿verdad?

Terrell se sonrió.

—Deles media hora más. En esta parte del boulevard se levantan temprano —salió al oír que se aproximaba un auto—. Llega la ambulancia. Dejo todo en sus manos —se volvió hacia los hombres que se ocupaban de las impresiones digitales—. ¿Encontraron algo?

—Cantidad de huellas —dijo uno de ellos—. Esta habitación no debe haberse limpiado desde hace muchos meses. La mayor parte de las huellas son de él, pero hay otras. Ahora vamos a examinarlas todas.

Terrell asintió con la cabeza, luego se dirigió a la puerta de entrada, en el momento en que llegaba la ambulancia. Les dijo a los dos enfermeros dónde encontrarían el cuerpo, luego subió al auto y se dirigió al cuartel de la Policía.