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Guirnaldas arremolinadas de vapor gris sobre el brezal. Su rostro, ¡qué grave y gris! Cabello liento enredado. Sus labios aprietan blandamente, me llega su aliento suspirante. Besada.

Mi voz, agonizando en los ecos de sus palabras, muere como la cansada voz sapiente del llamado de lo Eterno a Abrahán entre las colinas retumbantes. Ella se recuesta contra la pared acolchada: cincelada odalisca en la penumbra lujuriosa. Sus ojos han bebido mis pensamientos: y mi alma, disolviéndose, ha derramado y vertido e inundado un líquido, una abundante simiente, en la húmeda tibia pronta acogedora oscuridad de su feminidad… ¡Que la posea ahora quien quiera!…

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