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En la cruda velada mañana de primavera flotan tenues olores de mañana parisiense: anís, aserrín húmedo, masa caliente de pan: y mientras cruzo el Pont Saint Michel las andariegas aguas azulacero enfrían mi corazón. Trepan y lamen la isla que ha habitado el hombre desde la edad de piedra… Atezada tenebrosidad en la vasta iglesia de gárgolas. Hace frío como en aquella mañana: quia frigus erat. Sobre las gradas del altar levantado, desnudos como el cuerpo del Señor, los clérigos yacen postrados en rezos débiles. La voz de un lector invisible se levanta, entonando la lección de Hosea. Haec dicit Dominus: in tribulatione sua mane consurgent ad me. Venite et revertamur ad Dominum… Ella está junto a mí helada y pálida, vestida con las sombras de la nave oscura de pecado, su codo delgado tocando mi brazo. Su carne recuerda el estremecimiento de aquella mañana cruda velada de niebla; antorchas rápidas, ojos crueles. Su alma está apenada, tiembla y lloraría. No llores por mí, ¡oh hija de Jerusalén!
Le explico Shakespeare al dócil Trieste: Hamlet, cito, quien es muy cortés para los simples y apacibles, es rudo sólo con Polonio. Quizás, amargado idealista, tan sólo puede ver en los padres de su amada grotescos intentos de la naturaleza por reproducir la imagen de la hija en ellos… ¿Se dieron cuenta?
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