Reina de Navarra
Era 996. Año vulgar de 958
La reina Toda Aznar mandó embajada a su sobrino Abd al Rahman III, primer califa de Córdoba, para que le proporcionara un médico que sanara a su nieto el rey Sancho I de León, llamado el Craso o el Gordo, de su terrible obesidad, pues que, como no podía sostener la espada ni montar a caballo, había sido destronado y se había refugiado en Pamplona, bajo el halda de su abuela.
La respuesta del mayor señor del Islam no se hizo esperar, envió al sabio judío Hasday ben Shaprut a la corte de Pamplona con la promesa de que curaría al rey gordo en Córdoba y con la manda de que se presentaran los tres reyes de la cristiandad en la ciudad del Guadalquivir para rendir vasallaje al califa, que los recibiría bien.
Toda, la anciana reina de Navarra (había cumplido los ochenta y dos en enero), mujer que fue de Sancho Garcés I, organizó el viaje a la capital de Al-Ándalus y lo pagó de sus dineros reduciendo las congruas de varios monasterios por dos años y empeñándose con varias aljamas de judíos del reino. Siguiendo el mandato de don Abd al Rahman, también la acompañaba su hijo el rey García Sánchez I.
La reina, aquella mañana de San Juan, antes de partir consultó con el agorador, que cató en cosa luciente, en concreto en el alfanje de oro de Musa ben Musa, uno de los regalos que le llevaban al califa, dejando a todos contentos porque los agüeros eran propicios. Porfió con el obispo, que quería rezar otra misa, otra más, y eso que habían oído una de larga prédica, porque el religioso era contrario a que los reyes, los valedores de Cristo en Hispania, se postraran ante don Abd al Rahman, un infiel. Se encaró con un soldado de los que presentaban armas en la plaza de Santa María para que ajustara bien la cincha de su caballo. Revisó las provisiones que llevaban con el despensero. Preguntó por el ecónomo y la arqueta de los dinares. Mandó a sus damas que dispusieran en su carro un altarcillo para los restos mortales de santa Emebunda, su reliquia más querida, que precisamente le regaló la reina Iñiga, su madrastra, cuando, por orden del rey don Fortún el Tuerto, se fue a Córdoba a desposarse con el emir Abd Allá, como venía sucediendo con varias señoras navarras que maridaron con otros emires. Discutió con los capitanes, que querían tomar la ruta de Cesaraugusta en vez de la del Duero, por ser más segura y transitada. Se ocupó de los cautivos, que le devolverían al califa. Consiguió que el rey gordo entrara en su carreta, vive Dios, el pobre Sancho, que no cabía por la puertecilla y los hombres hubieron de empujarle. Y pidió a don Hasday que sanara al rey gordo en Pamplona para viajar más holgados, a lo que el judío se negó una vez más…
Toda se despidió de las dos reinas, de la actual y de la repudiada, de los hijos de García; del obispo, de varios abades que habían ido a decirle adiós; y del pueblo que, afincado en la ciudad o venido de lejos, se apretaba en la plaza y la vitoreaba, seguro de que la reina no se postraría ante el califa, que ya se las ingeniaría para no hacerlo, para dejar bien altas las enseñas de Navarra, puesto que ¿no lo había derrotado en Alhándega quitándole el Alcorán y la armadura de gala, dos objetos que, desde entonces, estaban bien guardados en el castillo de Pamplona…? Y si había de rendir homenaje que lo hiciera, ella sabía bien de negocios de Estado, llevaba en su sangre la brava herencia del rey Iñigo Arista, el primer señor de Navarra, y lo demostraba, no como su hijo García, el rey, que era indolente; además ya lo hizo, ya se inclinó ante el emir en Calahorra, cuando venía derecho y a marchas forzadas contra la capital del reino. Que hiciera lo que tuviera que hacer, lo que considerase oportuno, porque era mejor tener a don Sancho, enflaquecido y agradecido en León, que a Ordoño IV, llamado el Malo o el Jorobado que, pese a ser también nieto de Toda, era veleidoso y mendaz, porque había que asegurar la parte de la Rioja, la tierra que dieron a Navarra los emperadores de León en tiempos pasados.
La comitiva cristiana compuesta por unos trescientos hombres y la musulmana, con unos ciento, atravesaron la puerta de la Ribera y el puente del Arga camino del Ebro con las albendas desplegadas. Mientras anduvieron por tierra cristiana los pamploneses fueron los primeros, cuando entraron en tierra mora los cristianos pasaron a ser los segundos. Hicieron el mismo camino realizado por el rey Fortún, que estuvo veinte años preso en Córdoba: montes del Perdón, paso del Ebro en el lugar de Varia, sierra de Cameros, castillo de Oria o Soria y Almazán; y ya Al-Ándalus: Medinaceli, Guadalajara, puente largo del Jarama; Toledo, donde tomaron la Vía de la Plata, que hicieran los romanos; Castro Julia (Cáceres), dejaron a la derecha Mérida y Medellín, para entrar en la plana de Córdoba y en la ciudad, la mayor del Islam, tan rica y poblada como Samarra o Zabra al Mansuriyya, siendo agasajados y servidos en todas partes.
La reina, pese a que podían haber acortado, quiso hacer el mismo recorrido que su bisabuelo porque, estaba demostrado, se podía ir a Córdoba y volver a Pamplona, y eso que venía con sus damas y la reliquia de santa Emebunda, todas muy apretadas en el carro.
A dos leguas de la ciudad del Guadalquivir, los cristianos avistaron a lo lejos una tropa musulmana, sin duda de bienvenida. La reina Toda envió a su camarera mayor con una orden para el alférez pamplonés: «Esta noche, mande el capitán que se despiojen los hombres unos a otros, que se laven, vistan sus uniformes de gala e que, en la ciudad, no coman todos a un caldero, que vean y hagan como sea costumbre allí». Y ya recibió a los señores de Córdoba, a Chaafar ben Uthmán, el prefecto de la guardia y primer ministro (un esclavo eunuco, de los llamados esclavones, de cabello bermejo, traído de Europa del Norte, que había llegado a ser favorito del califa), al juez supremo, a varios generales y otras gentes de pro que, bajo unos entoldados y sobre gruesas alfombras orientales, le ofrecieron refrigerio.
Los reyes de Navarra atendieron a lo mejor de Al-Ándalus, a falta del califa y sus hijos, y para todos tuvieron palabras de agradecimiento. El rey de León no pudo salir de su carro, había engordado más.
A la entrada de la ciudad, Chaafar cabalgaba parejo a la carreta de la señora Toda e iba explicándole lo que veía: «Córdoba la llana… un millón de almas, doscientas mil casas, más de sesenta mil edificios públicos, cuarteles, escuelas y hospitales; cuatro mil mercados; mil mezquitas, novecientas casas de baños, todo agrupado en la medina y veintiún arrabales con una extensión de diez millas, dominadas por la Qasaba o Alcázar… Los jardines de la mano derecha pertenecen al palacio real… El río es manso, el puente tiene diecisiete arcos y fue construido por Octaviano, segundo césar de Roma… Os alojaréis, señora Toya, en el palacio de La Noria, que fuera residencia del emir Abd Allá…».
La reina Toda, Toya como decía Chaafar, no tenía ojos para lo que veía. Al atravesar la puerta llamada de Toledo, y también de la Recta Dirección y del Osario, tantos nombres le dio el eunuco, le latía muy fuerte el corazón y, en un aparte, cruzó parabienes con sus damas.
A lo largo del recorrido, una guardia de hombres, ataviados con pectorales de oro, rendía honores. La comitiva tomó la calle Mayor, Carnicerías, Judería, Caldoneros, unos callizos muy estrechos por donde casi no cabían los carros. En la puerta del Alcázar hicieron un alto en el camino. Ibn Bard, otro eunuco favorito del califa, que dirigía las obras de la fachada norte de la mezquita mayor, presentó sus respetos a los reyes que, rodeados de los grandes del reino, recibieron varias delegaciones cordobesas, que les dejaban a los pies ramos de arrayán y les traían a las manos agua de rosas.
Saliendo por la puerta de Al Kantara, enfilaron la ronda del Guadalquivir y la explanada llamada Al Musara, donde se celebraban los actos públicos, para avistar el palacio de La Noria, lugar de residencia de los navarros.
Continuaba Chaafar: «Aquí, señora, en La Noria, estuvieron hospedados los embajadores de Constantinopla y los del emperador Otón de Germania, y ahora la reina Toya y los reyes García y Sancho… larga vida a tan altos señores…».
Franquearon la puerta de hierro del palacio de La Noria. Entraron en un amplísimo jardín y caminaron bajo arcos de flores. Los navarros admiraron la fábrica de la casa principal. Los nobles de Córdoba se despidieron de los reyes en las escaleras de acceso, mientras varios esclavos bajaban los baúles de aparato y otros se hacían cargo de caballos y mulas. La tropa y la servidumbre de Pamplona fueron instaladas en una casa aneja.
Hasday ben Shaprut suplicó la atención de la reina: se retiraba con Sancho el Craso a un ala de palacio para curarle y le instaba a que se despidiera de él, asegurándole que si resultaba un buen paciente ya no volvería a verlo gordo; que lo iba a someter a una cura de adelgazamiento de cuarenta días, y que se lo llevaba con la licencia de la señora Toya.
Toda Aznar apretó la mano de su nieto y lo dejó al cuidado del médico. Una lágrima apuntó sus mejillas, pero la contuvo. Ella, que había vencido a don Abd al Rahman en la batalla de Alhándega, no podía llorar y que la vieran. Y si don Sancho sufría, y ella también lo hacía por el padecimiento del nieto, estaría bien empleado, todo fuera por el reino de León…
Corrió por Córdoba, y fue la comidilla en las casas nobles, que los navarros, apenas descabalgaron, se metieron en los baños de sus habitaciones y que estuvieron holgando en la agua caliente varias horas hasta acabar arrugados como uvas pasas; y que se asombraron sobre manera de que, por un ángulo de la bañera, saliera agua corriente… porque, en Pamplona, se bañaban en una tina, y no tenían aprecio al agua.
Y, en efecto, en la casa principal, la reina y sus damas por un lado, y el rey García y sus caballeros, por otro, se introdujeron en aquellas amplísimas bañeras y estuvieron varias horas, repitiendo día tras día, porque nunca habían visto portento semejante, nunca habían visto agua entrando por un orificio y saliendo por otro en un baño, como si de una fuente se tratara. Eso sí, en la cena, los navarros comentaron abundantemente que en Pamplona las gentes, principales y menudos, eran pobres como ratas, y se preguntaron si habrían traído pocos regalos, poca cosa, para el soldán que los recibiría en Medina al-Zahra pasadas cuarenta y ocho horas, una vez descansaran.
El día de la vista, la reina Toda se avió con sus mejores galas, con el brial de plata y oro que luciera en Pamplona para la Pascua de la Epifanía, con el velo de seda de Constantinopla que le cosieran sus damas durante el largo viaje, con el cinturón mágico de la antigua reina Amaya, muy válido contra venenos, con las joyas de la reina Nunila, y revisó personalmente los regalos que traían para el califa. El rey García vistió la armadura de Iñigo Arista, su antepasado en el trono, la espada de Sancho Garcés, su padre; la loriga de plata de Al Tawill, que fuera gobernador de Huesca; calzas carmesíes, y la corona de oro: un aro grande con incrustaciones de jaspe negro y la esmeralda del rey Fortún. Las damas y los caballeros lucieron sus mejores prendas.
Los pamploneses montaron en los carros. Abría la comitiva una escuadra de lanceros negros. Seguía otra de lanceros cristianos con las albendas de Navarra. Una multitud alegre y vitoreante, sostenida por la guardia armada a lo largo de todo el camino, aclamaba a los reyes cristianos, que eran puntualmente informados por los chambelanes de a dónde iban. A Medina al-Zahra, una nueva ciudad situada a cuatro leguas de Córdoba, construida por Abd al Rahman III con el legado de Azahara, una de sus esposas favoritas, que al morir destinó su fortuna al rescate de cautivos musulmanes de las marcas cristianas del norte, pero se enviaron mensajeros a comprar cautivos y no encontraron, por eso el califa cumplió otro deseo de la dama: levantar Medina al-Zahra.
Los reyes García y Toda entraron en el recinto urbano montados en sus carros, los demás hubieron de apearse. Hacían honores soldados del ejército, esclavos y arqueros. Marchaban por una calle ancha empedrada de sillares pulidos y cubiertos con una tela de plata. Ascendieron por una rampa al oriente y la comitiva se detuvo definitivamente en una amplia terraza enlosada de mármol pulido de color morado con salones abiertos a levante y a poniente.
Acudió mucha gente. Los reyes bajaron de sus carros, asombrados de tanto lujo, pesarosos tal vez de la riqueza de los musulmanes y de la pobreza de los cristianos.
Un general los introdujo en el salón Al Munis, una enorme estancia abovedada con los techos decorados con motivos vegetales, con una fuente en el centro… Al fondo el trono de don Abd al Rahman repujado en oro y repleto de joyas.
Los señores de Navarra avanzaron entre dos filas de señores principales, autoridades y parientes del califa. Éste descendió del trono y caminó a su encuentro. Los saludó a la manera musulmana, con tres besos en la cara, y los acompañó a unas sillas de oro.
Toda Aznar miró a su sobrino, don Abd al Rahman, al hijo de la vascona Muzna, que maridó con un hijo del emir Abd Allá, y lo contempló de forma diferente a como lo vio en Calahorra, cuando le rindió vasallaje para que no continuara su razzia hasta Pamplona, lo que consiguió a Dios gracias. Lo observó. El califa había envejecido, sensiblemente. Ya no tenía el cabello de color melena de león, o quizá se lo tiñera porque bajo el turbante verde (color exclusivo de los descendientes de Alí, el yerno de Mahoma), surgía negro, ah, pero sus ojos azules profundos seguían siendo los de Muzna y no habían perdido brío ni brillo con la edad. Ah, que no atendía la reina, que se distraía de la ceremonia, ¿quién le había de decir hace un año tan sólo que había de personarse en Córdoba a rendir pleitesía a su mayor enemigo? Si hacía tal, si García hacía otro tanto, era para que el sabio Hasday curara al rey gordo y que éste fuera repuesto en el trono, lo hacía por razones de Estado, que no de corazón. El corazón de la reina estaba en Alhándega viendo cómo corría el mayor señor del Islam por el campo de batalla, contemplando cómo los jinetes moros volvían grupas hacia Al-Ándalus, a uña de caballo, dejando todo, pues la cuestión era huir de aquella carnicería. Y ella, Toda, blandiendo espada vengadora, representando a su hijo García, que era menor de edad. Ah, pero se distraía, y no era cortés, no debía encandilarse en tiempos antiguos. Por eso volvió al mundo y escuchó a su sobrino nombrar a sus hijos e hijas y a los notables; dar la bienvenida a los navarros, saludar al ausente Sancho y ofrecerse a reponerlo en el trono de León prestándole un gran ejército que derrotaría a Ordoño IV el Malo, porque el sitial fue del padre y del hermano de Sancho, de don Ramiro II y de don Ordoño III, respectivamente, luego le correspondía a él, y no al otro. «Nos, lo volveremos a su trono que, bien sabemos, fue de su padre y de su hermano, le daremos mucho más de lo que pide», así se expresó el Padre de los Creyentes.
La reina Toda no cabía en sí de gozo. Cruzó con su sobrino los regalos de rigor y escuchó el tratado a firmar. Terminada la ceremonia en el nombre de Alá, el Clemente, el Misericordioso, los navarros pasaron a los salones privados del califa. ¡Un mundo los salones privados del califa! ¡Un mundo!: los muros enchapados de jaspe y pórfido, la gran perla colgando del techo, la pila de azogue a ras de tierra… el mercurio que, movido por un esclavo, lanzaba irisaciones de plata y parecía que la habitación se ponía en movimiento, mareando a los que contemplaban el prodigio. Ah, que los pamploneses no habían visto otro tal…
«¡Ah, señor sobrino, qué cosas he de contar en Pamplona, cuánto agasajo!». «Lo que merece tan grande reina, señora tía». «Dame permiso, señor, para visitar las tumbas de Muzna, tu madre, y de la reina Iñiga, mi madrastra, que se portó bien conmigo». «La señora tiene mi beneplácito…».
A la caída de la tarde, el califa sirvió a los navarros una comida suntuosa, lo mejor de sus mares, lo mejor de sus tierras, eso sí faltó vino. Luego, ofreció varios espectáculos muy donosos.
La reina y sus damas se escandalizaron de unas mujeres que movían el vientre al son de unas músicas, pero no hicieron comentarios. Tornaron a La Noria rotas de cuerpo, pero satisfechas. Don Sancho volvería a León victorioso y ellas a Pamplona. Laus Deo virginique Matri.
Las señoras de Navarra fueron atendidas por la hijas del califa. Llevadas, traídas, agasajadas y hasta jaleadas. Descubrieron un mundo nuevo. Se admiraron de las costumbres musulmanas, unas veces las reputaron malas y otras buenas, porque había de todo, como en la cristiandad. Lo que menos entendieron es que un moro pudiera tener cuatro mujeres legítimas y cuantas concubinas quisiere, pues lo que decían entre ellas que las mujeres en Navarra habían de quitarse a los hombres de encima y en Al-Ándalus se rifaban una noche con su marido o amo. Demasiada diferencia, y eso que todos vivían en un mismo solar, que fuera de los romanos y los godos.
El rey gordo fue tratado por Hasday. Adelgazó setenta arrobas pamplonesas, la mitad del peso que trajo de Navarra. Se dijo que no comió en cuarenta días, que lo mantuvieron dormido, o hechizado, y las malas lenguas sostuvieron que el judío le cosió la boca. Sea como fuere, don Sancho volvió a estar flaco con gran contento de su abuela.
Entrado diciembre, como la señora Toda había conseguido su propósito, pues había logrado que don Sancho adelgazara, y como lo quería ver repuesto en el trono de León antes de que Dios la llamara a mejor vida, dispuso el viaje de regreso para antes de Navidad. En tres días los navarros hicieron el equipaje y fueron despedidos por el califa y por los notables de Córdoba con mucha pompa y alharaca.
Toda y sus camareras montaron en el carro, y se apretaron unas con otras pues había poco espacio. Y eso, ya iban otra vez todas prietas en el carro.
En Toledo, don Sancho se despidió de los reyes de Pamplona, de Toda y de don García, prometiendo guardarles eterno agradecimiento, y partió camino de León con el ejército musulmán que había de reponerlo en el trono que fuera de su padre y de su hermano.
Los reyes de Navarra tomaron la vía de Cesaraugusta para no hacer el mismo recorrido de ida, que había sido malo. En Pamplona fueron recibidos con mucho cariño.
El ejército moro de don Sancho tomó la plaza fuerte de Zamora para asegurar que no quedaban enemigos por el flanco izquierdo y apenas iniciada la primavera sitió la Ciudad Regia. Junto al rey destronado acudieron varios condes gallegos, obispos y abades, y se sumaron a las tropas del califa. En la ciudad de León, doña Elvira, hermana de don Sancho y abadesa del monasterio de San Salvador, compró a unos y vendió a otros, haciendo grande tarea en favor de su hermano, el caso es que a principios de verano el rey Ordoño IV el Malo huyó a Asturias con sólo dos caballeros. Al día siguiente, don Sancho fue coronado rey en la iglesia de San Juan Bautista.
La reina Toda se holgó con la noticia. «No hemos perdido el viaje», dijo, pero erró, fue inútil, porque don Sancho fue envenenado con una manzana pozoñosa por uno de sus condes, por Gundisalvo Menendo, un traidor, apenas un año después de su proclamación. Le sucedió su hijo Ramiro III, un recién nacido. Fue regente doña Elvira, la abadesa.