Fátima

Sultana y reina, primera esposa de Abd al Rahman III

Al-Nasir Medina al-Zahra,

Córdoba. Año 329 de la Hégira

Su señor Al-Nasir acercábase ya por el corredor. Oía sobre el mármol rozando el suelo el susurro de la zzihara, la túnica ligera de seda con dibujos que se había hecho traer de Susa, y que siempre colocaba sobre sus hombros cuando venía a la cámara della, porque sabía cuánto la complacía verlo así ataviado, tan hermoso como el sol rojo del atardecer que se dejaba ver entre las columnas de oro del patio oriental de Palacio, llamado Al-Munis, donde Abd al Rahman III Al-Nasir había ordenado instalar los salones privados para su solaz, los baños, las dependencias del harén y las cámaras de las mujeres principales.

Ella, Fátima, su esposa coreichita, hija de Al-Mundir, siempre grande, nieta del emir Muhammad el poderoso, emparentada por su linaje al propio Al-Nasir, única mujer libre del harén y primera entre sus esposas, gozaba del privilegio de ser además la preferida para el amor por su señor califa, quien la colmaba de atenciones y la requería siempre que se hallaba en Medina al-Zahra, la espléndida.

Ella se hallaba de pie a la puerta de su cámara, erguida entre las doncellas y esclavas personales a su cargo arrodilladas como un racimo a su alrededor, a la espera de la llegada del señor de Al-Ándalus, regocijada porque la luna llena marcaba su período fértil y deseaba darle un nuevo heredero antes de su próxima partida a las campañas del norte en tierras de Galicia. Había escogido para la ocasión una camisa con reflejos de oro tejida con hilos de la madreperla marina tan buscada de Santarem, un mizar que le cubría la parte inferior del cuerpo hecho de seda roja de Tustar, fácil de desprender y de tacto sensual al cuerpo, la musmala de color marfil que su señor le trajo de tierras de Damasco que la envolvía por entero dándole aspecto de novia eterna, gemela de una estrella, hermosa como un ramillete de nardos tomados de los fastuosos jardines que rodeaban esa parte interior del palacio, el velo sobre la cabeza, en señal de respeto a su dueño y señor Al-Nasir, y un litam de gasa leve que le cubría la boca insinuando el dibujo de sus labios carnosos y ardientes, y para su brazo izquierdo un brazalete de oro con filigrana labrada y un collar de marfil que perteneciera a su madre en el cuello.

Fátima era muy bella, poseía una piel suave y blanca, diríase de azucena, y della hacía gala con frecuencia ante las otras mujeres durante los baños, y todas la adulaban por ello y por su linaje coreichita y por su parentesco desde antiguo con el califa, y porque sabían que a ella le gustaba y era poderosa. Su maternidad no había quebrado la tersura de sus formas, antes bien, había ganado en redondeces y exuberancia, cosa que en mucho complacía a su señor.

Todavía se hizo traer un pomo por su esclava Hamda y se perfumó un poco más entre los senos con esencia de almizcle, tan de moda entre la nobleza de Al-Ándalus, y que fabricaban especialmente para ella hábiles perfumistas del puerto de Darin en Bahrayn, con mirto, violeta, junquillo y amapola, aderezado con rosa y jazmín, y a veces también con el nenúfar y el girasol amarillo, con el cual aroma emanando de su piel al menor movimiento, ella se sentía más reina y más señora, y entornaba despacio los ojos para dejarse elevar por encima de su propio cuerpo, extasiada en las sugerencias de tan exquisito olor.

Lo vio aparecer, a su señor Al-Nasir, grande entre los grandes, dando la vuelta por el pasillo principal, jalonado a ambos lados por las cámaras de las mujeres del califa, que ya se habían retirado a su interior y tenían los cortinajes echados mostrando sumisión, aunque muy bien sabía Fátima que todas ellas estarían detrás mismo de las telas adamascadas, junto al dintel de sus puertas, a la espera de sentir la llegada del señor del harén, y escuchar sus pasos y sus palabras, y aun acertar a verlo disimuladamente tras la cortina al pasar cerca de sus estancias y poder comentar, al llegar el alba, los detalles de su vestimenta en esta ocasión, o la expresión de su rostro, o las voces oídas, o los regalos que traía, o cuántos sirvientes lo cumplimentaban, y todas esas cosas de que gustan charlar las mujeres en tanto tiempo que pasan juntas.

Al-Nasir venía acompañado de Nasar el eunuco, oficial jefe inseparable del califa a cuyo cargo estaba la defensa del palacio, y detrás venían siete servidores personales de su señor, cargados con afeites y perfumes de ámbar y agua de rosas, almohadones de tela bordada en seda y lana escogidos por el califa y para su capricho, copas de oro, vino del que es dulce al paladar, bandejas con frutas secas preparadas con azúcar de caña y pasteles de queso de Jerez calientes, los preferidos del rey, una camisa, otra túnica de repuesto y presentes para la reina Fátima. Eran seguidos por una pequeña orquesta de cinco músicos que portaban una lira, una mandolina, dos laúdes de cuatro cuerdas y una flauta, y dos esclavas cantoras que ya venían entonando canciones de loor al califa y poemas panegíricos que ensalzaban su grandeza y su generosidad. Cerraba el cortejo el esclavo encargado de seleccionar y probar los alimentos deseados por su señor, y completábanlo dos esclavas vírgenes que arrojaban pétalos de rosas blancas, tan apreciadas en la corte, al paso de Abd al Rahman.

Fátima elevó sus brazos en señal de júbilo, al otro lado del hermoso pasillo de mármol verde, y se arrodilló sin bajar el rostro, sin embargo, mirando acercarse a la comitiva, y disponiéndose a recibir a su señor esposo. Cuando ya lo sintiera cerca, suavemente inclinó la frente ofreciendo su persona para el designio del califa, que la tocaría con dos dedos de su mano y la ordenaría alzarse…

Pero antes que la voz esperada, la reina escuchó un rumor verde, un sonido extraño al ritual nupcial, una respiración entrecortada que no era la suya, y le pareció que una brisa verde la envolvía, un viento verde y frío, un aire frío e imprevisto como un cuchillo en la sombra, y vio el oro serpenteante de los bordes de la gilala verde de Maryam, esa túnica de gasa, verde como el musgo y como el mármol del bello patio, que se hacía poner en recepciones y ocasiones especiales. Fátima se incorporó de un salto, pero ya Maryam se había interpuesto entre ella y el califa, ligera como el gamo, silenciosa como la pantera, ágil como la serpiente, y había logrado interferir la comitiva, obligando a Al-Nasir a detenerse ante ella.

Maryam ceñía su cintura con una tikka de cordón dorado como los bordes de su túnica y hacía descansar sobre su pecho un collar de piedras preciosas entremezcladas, coralinas, esmeraldas, turquesas, azabaches y crisolitos, que destellaban compitiendo con el brillo punzante de sus propios ojos, y su abundante cabello cobrizo y ondulado caía suelto sobre la espalda con un aire entre natural, sensual y voluptuoso, pareciendo que eran llamas de fuego lo que rodeaban sus bellos hombros hasta la cintura y exhalando un penetrante aroma a junquillo y azafrán. Fátima sintió un estremecimiento que le heló la garganta.

—Alá te guarde por siempre, mi señor califa Abd al Rahman Al-Nasir, hijo de Dios, señor de Al-Ándalus, padre de mis hijos bienamados y dueño de mi persona, abro las puertas de mi alcoba y las de mi corazón a tu visita, esta noche, oh califa, pues me pertenece tu compañía hasta el alba.

Éstas fueron las palabras de Maryam, para desgracia de la reina Fátima, que palideció de rabia, y como la mirara con ojos inquisitivos su señor Al-Nasir, se apresuró a hablar, ignorando a la concubina Maryam:

—Mi aposento aguarda tu entrada, oh, mi dueño y esposo Al-Nasir, donde Alá me hará gracia de tu cercanía y yo cumpliré mi deber, para solaz y deleite de tus sentidos, a ti, padre de los creyentes, señor de esta mansión y de todo lo que ella contiene. —Alargó su brazo para atraer hacia sí al califa, pero Maryam detuvo su intención:

—Esta noche me pertenece, mi señor, pues he pagado con todas mis posesiones el derecho a que pases conmigo la velada hasta que tú decidas que ha salido el alba. Tu esposa me lo ha vendido y me ha firmado una escritura que autentifica mi demanda y va sellada y conformada por las otras esposas y ella ya ha recibido su precio y yo ahora reclamo lo que es mío. —Dicho lo cual, le tendió el pliego que horas antes Fátima como propietaria y las otras como testigos, habían rubricado entre risas y burlas, creyendo estafar y engañar y aun dar una lección a la ingenua Maryam, que entregaba todo lo que era suyo a cambio de un imposible, pues, pensaba la reina Fátima confiada, que saldría de su error cuando, al ver que el califa no hacía caso de juegos entre mujeres, tendría que más pagar su compra con humillación, quedándose sin propiedades y sin noche con el rey. Pero Al-Nasir miró sombríamente a su prima Fátima, a la sazón su primera esposa, la más noble de entre todas sus esposas, a la que había elegido por su alta cuna y por su parentesco y su buena educación, y le reprochó su acción ásperamente, preguntándole qué riquezas podrían faltarle, si era la primera esposa y dueña con él de tantos tesoros, para vender su afecto tan vilmente.

—Y tú, Maryam, ¿en cuánto estimas tu herencia para cambiarla por una noche que no se te hacía tardar?

—Mi señor rey, hijo de reyes, ciento y una herencias como la entregada a tu esposa Fátima no serían precio bastante alto por una hora a solas contigo. Nada es demasiado por el honor de que compartas mi aposento y la dicha de demostrarte mi afecto y lo que mi corazón alberga en favor de tu persona.

—Sólo fueron bromas de mujeres, esposo mío. No escuches al demonio que habla por su boca, presta tu atención a Alá que dispuso que yo fuera tu elegida, mi señor, de tu misma sangre y de tu misma familia, la que más te ama y la madre de tus herederos.

Volvióse Al-Nasir hacia el oficial Nasar y que haría llamar al fiel secretario eunuco, y que él haría cumplir su orden, que el califa tomaba la decisión de nunca volver a solicitar a su esposa Fátima, y le ordenaba abandonar las dependencias de las esposas principales, permitiéndole seguir viviendo en el harén con las otras servidoras sin privilegios de señora y otorgándole el único derecho de elegir entre permanecer bajo potestad marital gozando de la protección califal, o bien ser repudiada y salir de Palacio.

—Bienaventurada seas, Maryam, que has ganado con tu negocio mi afecto, en hora buena eres llegada a mí, que no sólo por su linaje designo mis compañías y prefiero la nobleza de espíritu y el encariñamiento y los cuidados a mi persona a otras cosas, y tú serás nombrada desde hoy gran señora de este palacio y dueña de mi afecto.

Fátima sintió desplomarse el mundo sobre su cabeza, brazos y piernas le fallaban viendo cómo el califa acompañaba a la esclava Maryam al interior de su alcoba y despedía al séquito pues deseaba quedar a solas con ella, y ella tañería el laúd, y cantaría y danzaría para él, y le recitaría sus poemas favoritos y le escanciaría el vino dorado en su copa y aún le pondría los dátiles y los dulces en la boca. Fátima se arrojó al suelo llorando su desdicha, mesándose los cabellos, rasgando sus velos y su tocado, golpeándose el pecho, flagelándose el cuello y los brazos, suplicando a Alá una clemencia que su rey no le otorgaba. Hamda y sus otras sirvientas personales hicieron otro tanto, gritando, como las plañideras de los funerales, la desgracia que había caído sobre su señora y sobre ellas, maldiciendo la astucia de Maryam que las había conducido a tan oscuro destino, elevando plegarias a Alá misericordioso y a su profeta Muhammad y aun invocando a otras fuerzas mágicas para que trajeran los peores males a Maryam. Los guardias eunucos del harén restablecieron el orden, obligando a las mujeres a entrar en las dependencias del aposento de Fátima, su alcoba sólo por una noche más. Era la primera vez que el resto de las esclavas madres y concubinas del harén veían a Fátima derrumbada, abandonados su orgullo y su autoconfianza. Ella, la altiva coreichita que caminaba la primera de entre todas, que presumía de su linaje y de ser prima del califa, y de ser la elegida y la madre de su amado hijo heredero Al-Mundir, y que despreciaba a las otras mujeres de su esposo, y las tachaba de incultas y de tontería y de liviandad, y sólo se dignaba hablar con sus sirvientas, ella, ahora, arrastrábase por el suelo, pidiendo a Alá la muerte antes que soportar la humillación de verse apartada de las principales, y besaba el mármol por donde había pisado el califa, suplicando que él se desdijese de sus órdenes, y se aferraba de tal manera a las paredes del corredor, que tuvieron que cogerla entre dos guardias y entrarla por la fuerza a su cámara.

Una vez en ella, Fátima se dejó caer sobre el lecho dispuesto para su cita frustrada. Todavía sus sirvientas iban y venían, de un lado a otro de la estancia regia, no atinando a hacer algo útil, sollozando como perdidas, sin explicarse a ciencia cierta qué había pasado, a resultas, o increpándose unas a otras no haber frenado el orgullo de su señora y haber adivinado la fina estratagema de Maryam. Sólo Hamda, la de más confianza, habiéndose arrodillado junto a la reina, tragó sus lágrimas, descalzó los pies casi inertes de su señora y los besó, acariciándoselos, y musitando cantos de duelo de los que se cantan junto a las tumbas en los cementerios. La más vieja dellas, que había sido ama de la reina antes de llegarse a Córdoba, preparó una infusión tibia con hoja de amapola y azahar y obligó a todas las mujeres a que la bebieran, incluida ella, y fumigó la cámara donde todas se habían juntado alrededor de Fátima, con vapores medicamentosos de incienso y mirra, que tan beneficiosos son para la mujer, y ordenó a la esclava más joven, de hermosísima voz, que entonase canciones de su niñez en tierras de Alejandría, pues bien sabido es que la música obra milagros. Entre la amapola y la adormidera que en secreto la vieja ama añadiera al brebaje, y el ambiente saneado con los inciensos, y los cantos de Jatima y los disgustos y las altas horas de la tan aciaga noche, pronto las sirvientas de Fátima se durmieron unas con otras, abrazadas como niñas pequeñas abandonadas en medio del desierto. Ganado el silencio, la vieja quiso acercarse a Fátima, a que descansara también, pues ya la suerte de sus destinos estaba sentenciada y mañana sería otro día, pero Fátima con una seña, le indicó que no iba a dormir y la anciana se retiró.

Se escuchaba el repiqueteo del agua en la fuente del patio oriental de Al-Munis, la bella fuente de mármol que el califa había mandado traer de Siria para obsequiarla en sus bodas y que a ella se le apeteció completar con doce figuras de animales hechas en el arsenal de Córdoba de oro rojo con incrustaciones de perlas y piedras preciosas. La melancolía la envolvió recordando que eligió el león para una de esas figuras por simbolizar la bravura de su señor, y el antílope para la elegancia, y la paloma para indicar la belleza de su alma, y el dragón… No, era imposible que su señor la castigase de ese modo por una tontería, él siempre la había preferido a ella, ella era la noble, su señor se tendría a menos de elevar al rango de señora a otra sin alcurnia, o sin linaje, cómo su señor no iba a regresar al otro día a decirle te perdono, esposa, y no cometas más errores de caer en trampas urdidas tan hábilmente para tu escarmiento, y ella diría loado sea Alá, todopoderoso, que descansa sobre tu mano, mi señor califa Al-Nasir, esposo mío…, imposible que él pueda olvidar las veladas en que le consultaba las obras del salón principal del palacio, contándole que el tejado lo había mandado hacer de oro y de mármoles transparentes y que las paredes eran de los mismos materiales, y que quería para este salón califal ocho puertas de oro y ébano, porque el ocho decíase en viejos manuscritos que representaba el infinito, y que los pilares serían de mármoles de varios tonos y de cristales como agua, y que haría instalar en el centro una gran pila con mercurio, para mezclarlo con los rayos del sol, pues le habían explicado el efecto de movimiento que a la vista tiene el mercurio, y quería impresionar a sus nobles y a otros monarcas. Ella le había aconsejado tomar a su servicio a Abdullah como inspector de los trabajos, y le había inspirado los motivos, los laberintos y las formas de los jardines, igual los de Al-Munis que los de la parte exterior del palacio. Ah, desdichada della, pero su señor había hablado pidiendo nota para el secretario eunuco, no cabía esperanza de que volviera sobre sus palabras, y ella tendría que abandonar su vida regalada y fácil de señora, la sultana, como la llamaban las esclavas cristianas del harén, tan parlanchinas, tan sonrientes esas cristianas, y ella nunca las miraba, pero en secreto le gustaba escuchar cómo decíanle sultana mientras pasaba orgullosa…, pagada de mí misma en exceso, qué torpeza, pensaba, cómo pudo nublarse así mi mente, y no reparar en que la adulación de Maryam traía mi perdición, y que, pretendiendo humillarla yo, ella me ha humillado a mi, ya para siempre, ¿qué haré ahora?, Alá misericordioso, si en algo aprecias mi vida, quítamela, ¿qué haré ahora?, apartada de mis privilegios, teniendo que ganarme la vida en palacio desempeñando alguna tarea, yo, que fui educada para ordenar en qué debía estar servida, y en cambio ahora, habréme de buscar un oficio digno y ganarme el sustento y renunciar a agasajos y ver de lejos lo que antes fuera mío, y aun agradecer que sigo bajo la potestad del califa, y qué será de mi hijo principal Al-Mundir, heredero de su padre y de mi padre, qué he hecho, cegada por la vanidad de mi rango, que Alá se apiade de mí y no me deje de su mano, qué pronto olvida mi señor esposo el perfume de mi piel y mi sumisión para su solaz, y los placeres refinados que le procuró mi compañía, qué pronto silencia lo que yo sé de sus melancolías y de sus miedos y de sus deseos de no moverse de mi lecho mientras yo le arrullaba con suaves palabras, y canciones de cuna y otros trucos de madre con que conseguimos que los niños afronten de nuevo el día, mas qué digo, sólo fue mío el error, me ha vencido en batalla encarnizada mi rival Maryam, que sabido es que todo es permitido en lides de amor, que son las peores guerras, y yo resulté vencida.

Levantóse Fátima para contemplar la luna llena desde una de las ventanas gemelas de su estancia, adornada con tres columnitas de mármol rosa y dos arcos con filigrana exquisita, aquella luna blanca como el nácar, orgullosamente sola y altiva en medio de la noche como azabache, esa misma luna llena que otrora la regocijara con sus secretos y diérale la bienvenida con fiestas íntimas y cantos entre sus servidoras, esta noche presagiaba la oscuridad más doliente, la del destino que se conoce y no ha de evitarse, y Fátima creyó sentir el ahogo de las estrellas en el mar de las tinieblas, y la perplejidad de las nubes, y la tristeza de la brisa.

Puedo enseñar el arte del bordado, es tarea digna de mi posición, oh, Alá todopoderoso, no me apartes de tu lado, qué dirán las mujeres del harén, las esclavas servidoras, las concubinas, las esclavas madres, las cantoras y todas las otras, y aun las más bajas sirvientas, las plañideras, las maestras, las mandaderas, las hilanderas, las comadronas, todas en palacio han de saberlo, toda la fasta ciudad de Medina al-Zahra lo comentará en los mercados y en las plazas, y en los baños, y en todo lugar donde se junten mujeres y también entre los hombres, que ellos se entienden igual que las hembras, y luego llegará la noticia a Córdoba, para mi vergüenza, Alá mi dios misericordioso, evítame la afrenta de que mi nombre corra de boca en boca entre las esposas de los visires y de los chambelanes y más tarde sirva de copla y de romance que cantarán las esclavas de las ferias y los circos ambulantes, y judíos y cristianos lleguen también a enterarse… Estas lágrimas como cristal que nunca antes fueron lloradas de mis ojos presagian que ya soy sólo una mujer más del harén.

Los pájaros dormían todavía en los jardines del hermoso patio al pie de su ventanal. Pronto las tórtolas y los gorriones, y el francolín, el estornino y el mirlo serían los primeros en agitar sus alas entonando los primeros trinos, despertando a las grullas, y a los cuervos, y a los gavilanes y a las águilas, y todos ellos y los otros pájaros venidos desde los cielos para acompañarlos, formarían el eco ensordecedor y familiar del patio de Al-Munis, pero el que más le gustaba a ella era el canto del ruiseñor, y cuántos ruiseñores había liberado ella de su cautiverio abriendo sus jaulas para escuchar en ese instante en que el ave comprendía su libertad, para escuchar, deleitándose con su trino majestuoso y sin par, su canto jubiloso y fantástico, y los dejaba ir, soltaba a los ruiseñores y los hacía volar, porque cuanto más batían sus alas, más hermosos eran sus trinos.

Suavemente como suspirando, abríanse las nieblas nocturnas, el sol incipiente derramaba hebras de azafrán sobre las colinas del paisaje cercano, había llegado el alba, el amanecer de su nueva existencia. Con leves pasos sobre la rica alfombra tejida en Persia, Fátima se acercó a su amada Hamda, y la despertó con un dedo sobre los labios, en señal de que no deseaba levantar ruido ni que las otras esclavas despertasen antes de lo conveniente. Le hizo traer las ropas blancas que llevó como duelo por la muerte de su querido padre. Le hizo saber que ya para siempre cubriría su cuerpo con vestimenta de color blanco, porque asumía el luto para el resto de su vida, y no llevaría collar ni adorno alguno, en señal de humildad, y para purgar su culpa consigo misma. Vistióla pues con el luto su esclava Hamda, sin protestar, y lágrimas abundantes caíanle por su rostro que nacían del corazón. Fátima, serena, se sentó a la puerta de su cámara y esperó, dispuesta, la llegada del secretario.