Infanta de Aragón y condesa de Urgell
Un lugar del reino de Navarra
Era 1120. Año vulgar de 1082
La condesa doña Sancha venía airada. Desde que entrara y hasta que saliera de Pamplona, los canonjes de la iglesia de Santa María le habían recriminado que pasaban hambre porque entregaba excesiva parte de la recaudación de diezmos al señor rey para sus guerras. Y, además, había tenido que poner al obispo en su sitio, por lo de siempre, por los dineros, amenazándole con destituirle, puesto que el rey Sancho Ramírez, su hermano, había viajado a Roma, se había postrado ante el papa, que lo había ungido como si se tratara de un nuevo rey David, y había aceptado el reino de Aragón bajo su protección. Y, además, se había traído el encargo de sustituir en sus tierras la vieja liturgia hispana por la romana, a despecho de cualquier lego o seglar que no estuviera de acuerdo con la reforma. Por eso Sancha había podido intimidar a la máxima autoridad eclesiástica de Navarra, el otro reino de don Sancho, pero el negocio le había dejado mal sabor de boca, un cierto sabor amargo, y su rostro mostraba honda preocupación, no ya porque el prelado no le diera su bendición al despedirla sino porque se habían conjurado las iras del cielo contra ella y nevaba, en el mes de abril, fuera de estación, como si estuvieran sueltas todas las furias de la naturaleza y, con todo, no había de llegar al monasterio de San Pedro de Siresa para el Jueves Mayor, y tenía prisa porque había de dirimir asuntos de importancia. Y es que nevaba, nevaba como no se había visto por aquellas latitudes. Y así era imposible llegar a parte alguna.
La dama animaba a sus gentes con buenas palabras y les lanzaba miradas de aliento pero ellas se las devolvían sombrías, porque la tormenta arreciaba y la noche caía vertiginosa. Los hombres azuzaron a las mulas con intención de seguir la marcha y de refugiarse en la cueva del Santo Hombre de Salariña, pero iban maldiciendo, gritando que fue idea mala dejar la canal de Berdún y subir hasta el barranco de Gardalar, atravesando el valle del Roncal de oeste a este, en vez de esperar y tomar el río Aragón hasta llegar a Ansó.
En esto se atravesó un carro en la vereda, pues se le partió una rueda. La compaña de la condesa doña Sancha quedó apresada en la nieve, y no valió que la noble dama o sus mayordomos ordenaran a los criados y a la gente de tropa lo que habían de hacer, que las bestias, como puestas de acuerdo, se plantaron en el camino y no quisieron avanzar más, y eso que los hombres las golpearon con saña, tratando en vano de enderezar el carro.
Una nevada que se recordará, ¡válganos Dios!
Los hombres se rindieron ante las adversidades climáticas, descabalgaron y se quedaron mirando a doña Sancha. La infanta, como no se debilitaban ante el moro o ante otro hombre, como estaban ensopados y el mal tiempo no se podía arreglar, los dejó descansar y les ordenó que prepararan el campamento, pues les vendría bien a todos secarse la ropa.
Todavía la condesa no había puesto pie en la tierra y ya se despertó el pequeño infante Alfonso, su sobrino, que venía durmiendo entre los muchos baúles de su señora tía, en un carro, bien tapado con una piel de oso mora, de las curtidas en Sarakusta, sumándose de inmediato al vocerío, pues niño de nueve años empezó a arrojar bolas de nieve a todos y, luego, cuando se cansó de ello, a rebuznar como las mulas, a relinchar como los caballos, a cloquear como las gallinas y a aullar como los lobos; a brincar, a pulular por el campamento, a ayudar a los soldados que levantaban las tiendas, a encender las hogueras, y a estar aquí y allá, estorbando, en fin; mojándose todo, pues la tormenta iba en aumento, hasta tal punto que los aislados por la nieve no podían prender fuego ni encomendándose al Creador.
Los hombres lo mandaban al lado de su señora tía, para que no les ladrara como un perro cerca del oído, pues era bicho el crío e iba a meterles miedo en el cuerpo, cuando ya tenían suficiente pues aquella noche, que habrían de pasar al raso, los visitarían las fieras carniceras, los osos, los lobos y todas las alimañas del bosque para devorarlos, si no fallecían de congelación en aquella maldita primavera, y le pedían en voz baja que se fuera de su lado, pero el chico no se daba por enterado e insistía en sus juegos.
El caso es que el pequeño Alfonso estaba sacando a los hombres de quicio, que a gusto la hubieran emprendido a trompicones con él, pero era el hijo del rey y el sobrino de la condesa Sancha, y no podían descargar sus iras contra el niño, mal que les pesara, porque les estaba poniendo muy mal cuerpo, vive Dios, silbando como un reptil, rugiendo como una fiera y, desmandado, conjurando al demonio para que terminara la nevada, y ellos sin poder contárselo a la infanta, que andaba con sus monjas, las que llevaba de Santa Cruz de las Serós en sus desplazamientos, muy ocupada revisando sus baúles.
¡Los baúles, gran Dios! ¡Cinco carretas repletas de grandes arcones! ¡Cientos, miles de arrobas que habían de cargar y descargar! ¡Doña Sancha llevaba la casa a cuestas! Y ellos no paraban de viajar con los baúles arriba y abajo, para acabar, hoy, prisioneros de la nieve, todos mojados y tiritando que, si no por las fieras, habrían de morir helados, que ya las manos no eran suyas, que ya no podían moverlas y sólo habían conseguido encender un fuego para tanta gente, y el crío, incansable, la emprendía otra vez con las bolas de nieve contra ellos.
Y la dama inspeccionando el carro rico —así lo llamaban—, el que transportaba sus preciosas pertenencias: las reliquias, las sacras, los calvarios, los libros, los dineros, los pergaminos, las ropas de corte, el enorme plumazo, que hubiera causado envidia a un sultán, y la magnífica capa de drap de Carcassonne, que le regaló la condesa Ermessenda de Barcelona el día en que la señora maridó con el conde Armengoll III de Urgell, tal se decía del drap… Y la dama que se vestía con el drap, y que mandaba montar un altarcillo y llamaba al preste para que rezara completas… Y el niño que, ahora, se dedicaba a gatear entre los hombres y a morderles en las pantorrillas… Y menos mal que un soldado gritó: «¡Ah!», tan fuerte que se volvieron todos hacia él, y que entre varios agarraron al crío y se lo llevaron a su tía que, viéndolo sucio de tierra y que se podía escurrir, le dio un pescozón, lo metió con ella en el drap, y no le dejó cantear. Así, aunque aquella noche cenaron frío, pues no se pudo encender el figón, los hombres se quedaron un tantico más tranquilos, pues que ya sólo tenían que estar pendientes de las fieras verdaderas, que rondaban en la lontananza, y moverse para no morir helados.
La tía se entró en su tienda con el sobrino. Las gentes hubieran querido oír llorar a Alfonso, en justa venganza, pero lo escucharon reír. Cuando doña Sancha lo veía se le iluminaban las mejillas, la criatura era la niña de sus ojos como ya lo había sido el infante Pedro, el hijo mayor de don Sancho Ramírez, porque la dama había dado crianza a todos los hijos de su hermano y, como no tuvo hijos propios, vertió sus anhelos de madre en ellos. Pero, a éste, a Alfonso, lo estaba malcriando, acaso ¿no le estaba haciendo carantoñas cuando le debía dar una somanta de palos?
Doña Sancha le hablaba al niño, ea, ea, tratando de calmarlo, pero la criatura estaba muy excitada, además, tiritaba y para la dama que tenía fiebre, que, quizás, estuviera incubando una pulmonía, por la mojadina, y le limpiaba la tierra que llevaba en la cara con un paño húmedo que, a momentos, se le quedaba helado en las manos. Lo envolvió en la piel de oso y Alfonso entró en calor, de dormir no quiso saber nada. Es más hasta el alba se estuvieron oyendo sus risas en el campamento.
La tía y el sobrino jugaron a tablas. Cuando doña Sancha perdió tres veces quiso cambiar de juego. El niño la instó a que le contara su historia preferida, la valerosa muerte a manos de moros del conde Armengoll III de Urgell, que falleció en una algara, después de conquistar para el rey de Aragón la plaza fuerte de Barbastro.
La condesa dudó, como siempre hacía, porque el episodio le traía amargos recuerdos y por descansar un poco, pero ante la insistencia del niño habló de esta guisa:
«Me casó mi padre, el rey Ramiro, que haya gloria por los siglos de los siglos, con el conde Armengoll de Urgell, el tercero de ese nombre, y fuime a Ager, a los trece años, rodeada de mis damas, con mi carta de arras en una preciosa arqueta, a maridar, contenta de que el rey de los aragoneses sellara pacto con mi futuro esposo, que es mejor llegar a un país siendo fruto de una alianza llamada a durar, al menos en intención, que no casar por casar. Las bodas y tornabodas fueron espléndidas. El conde, los señores y los obispos me agasajaron. Condes y condesas me hicieron grandes regalos. La señora Ermessenda de Barcelona me envió esta tela, que tanto me ha servido desde entonces —decía señalando el drap de Carcassonne—, los reyes moros de Sarakusta y Lérida también me remitieron ricos presentes, y todo hubiera ido bien a no ser que, pronto, se torcieron las cosas. Que, a don Armengoll, mi marido, le entró prisa por volver a la guerra, por correr moros en la frontera y por poblar tierras, que el hombre llevaba la guerra en el alma, y me dejó en el castillo con mis hijastros, el futuro conde Armengoll IV y con doña Isabel, la que casaría con tu padre, la esposa que precedió a tu madre, los dos andaban muy unidos y ninguno me quería bien. Y yo me aburría terriblemente, Alfonso, hijo, que no es como ahora que voy y vengo y hago y deshago y sirvo al rey, que, allí en Urgell, sólo se veía bien que las condesas cosieran y atendieran a sus hijos, pero yo no tenía a quien cuidar y, además, en ausencia de mi marido el gobernador era su hijo, Armengoll IV, un ambicioso.
»Y llegaban noticias al castillo de las guerras de mi marido, de sus victorias contra moros, de la estabilidad de su alianza con don Ramiro, mi padre, de la amistad que le tenía mi hermano, tu buen padre, y yo no me holgaba con las buenas nuevas, porque don Armengoll era un buen hijo y un buen hermano para mi padre y mi hermano, es decir, para tu abuelo y tu padre, ¿sigues el parentesco, niño?, pero un mal marido, pues no se ocupaba de mí. Me ignoraba, hijo, como si no existiera, escribía a su hijo y a mí no, y eso que no le había hecho nada ni dicho apenas nada, que no tuve tiempo. Y, cuando partió doña Isabel con mucho aparato a desposarse con tu padre, mi hijastro se enconó conmigo, comenzó a decir que mi padre me había dotado poco, escasamente, como no se hace con hija, que las tierras del Cinca que me había dado valían poca cosa, que debió darme predios en Jaca o alguna villa de Navarra, y aún añadía que mi padre se olvidó de mí en su testamento, lo que fue cierto, niño. Te informo para que no hagas tú otro tanto, para que, cuando seas hombre y hagas testación, no dejes fuera a ninguno de tus hijos, que sabe malo. Que entonces te preguntas para qué has tenido tal padre…
»Y yo, que era moza, me disgustaba y lloraba en mi aposento… Hasta que conocí que mi hermano y mi marido, con otros muchos señores de países del norte de los Alpes Pirineos, lanzaban una terrible ofensiva contra la ciudad mora de Barbastro, que la estaban asediando, que la habían conquistado… Porque tuvieron suerte, Alfonso, te lo digo, una piedra cayó sobre la canal taponándola, una canal muy antigua, a lo menos construida por los romanos, hijo, que abastecía de agua a la población, y los sitiados se rindieron bajo la seguridad del amán porque se morían de sed, pero fueron asesinados. Los cristianos entraron en la ciudad, se repartieron el oro, las joyas y las mujeres, sin hacer distingos entre viudas, casadas y niñas, que no se hace eso, Alfonso, métetelo en la sesera para cuando seas capitán, y se dieron la gran vida durante un invierno entero.
»Poco antes había fallecido mi padre y señor… Y yo estaba apesadumbrada por su muerte y por la conducta que, según se oía, observaba mi esposo: que vivía en Barbastro de tenente del rey, como un sultán, vestido con ropas árabes, rodeado de oro y de alfombras muy valiosas, bebiendo, yaciendo con todas las mujeres de la casa que le tocó en la repartición, pues a las mujeres las redujo a esclavas.
»Ya ves, hijo, mi marido dándose al vicio, y eso que los cristianos habían ido a tomar la ciudad musulmana con los pecados perdonados, por gracia del papa Alexandre, que envió bula, pero volvieron a pecar enseguida, al menos el conde de Urgell.
»Yo, alterada de los nervios, harta de Urgell hasta el tuétano, pedí permiso a tu padre para personarme en Barbastro y tratar de meter en vereda a aquel perdido que tenía por esposo, porque yo, hijo, nunca he entendido que los hombres no sean capaces de controlar los humores que producen en el bajo vientre… Tú hazlo, Alfonso, no te dejes llevar por las pasiones… No mientas, si ofreces a los moros que te sirvan abonándote el amán, respétalos siempre, que sean tus vasallos también, que tu hermano Pedro te dará tierras y tú tendrás jurisdicción sobre muchos hombres de este reino… Oye, ¿quieres que durmamos un poco? ¿No? ¡No te cansas jamás! Sí, claro, ahora viene lo que más te gusta de la historia, la muerte del conde de Urgell…
»Mira, niño, voy a hablarte claro para que aprendas. Además, como tengo orden de tu padre de volverte a dejar en Siresa al cuidado de los frailes, porque ya muchos señores del reino se están haciendo lenguas de que llevas muchos días conmigo, y tal vez pase tiempo sin que nos veamos, te diré que el fallecimiento de mi marido me vino bien. Después de partir con su heredero, volvíme a Aragón y tu padre me dio quehacer… ¿Qué pasa ahora? ¿Que no quieres consejas, que quieres que cuente del conde?, bueno pues… Verás que salió el brioso conde de Urgell de la ciudad de Barbastro, donde vivía entre almohadones, el pecho henchido, montado sobre su mejor caballo, con una aguerrida tropa de hombres leales, en busca de unos moros que se decían los amos de un paso estrecho, de un congosto, como se dice por aquí, situado varias millas al norte de la población, sin escuchar al agorador que cató en palma de mujer y le encareció que no saliera, pero él no hizo caso y, creído de su buena fortuna y fatuo como un gallo, abandonó Barbastro a galope…
»Y subió la ribera del Cinca sin encontrar moros y se llegó a Olvena, al congosto, y lo atravesó al paso sin tomar ninguna precaución, y en esto los moros la emprendieron con él, le arrojaron enormes piedras desde las alturas y terminaron con los caballeros y los caballos cristianos. De ellos no quedó nada… Del conde un amasijo de huesos que tu padre, el rey, encerró en un arca de oro, que me entregó cuando me vine corriendo de Urgell adonde torné a enterrarlo…».
—¡Bueno, niño, se acabó, otro día más! ¡Nos vamos, los hombres están desmontando el campamento!… ¡Nos vamos, ha dejado de nevar…!
Arreglada la rueda del carro, la comitiva volvió al camino. El infante se durmió enseguida con el traqueteo. La condesa lo tapó con la piel de oso, y se metió en sus pensamientos. No le había contado al niño que el agorador que cató en palma de mujer en Barbastro no encontró ninguna virgen en toda la ciudad, como hubiera sido deseable para la predicción, por lo que tuvo que conformarse con lo que había, y que, pese a ello, dijo bien, ni que el conde Armengoll de Urgell, el ídolo de la criatura, no la había visitado en la cama mientras estuvo casada con él, quizá, porque ya tenía otros hijos, y que no cumplió como esposo. Ni que fue bueno para ella que falleciera don Armengoll porque así se vino a Aragón y estuvo ayudando a su hermano, el rey, con sus hijos y con los negocios de la gobernación. Y tantas cosas que no le dijo al niño…