Abadesa del monasterio de San Salvador
y regente del reino de León
Era 1013. Año vulgar de 975
A doña Andregoto de don Galán, señora de Nájera.
Querida prima:
De mí y de mi sobrino se cuentan muchas falsedades. Estoy desesperada, acosada por la reina Teresa, la madre del rey; por los Ansúrez, sus familiares; por los Gómez; por el conde de Castilla; por nuestro mutuo sobrino, el rey de Navarra; por el conde de Barcelona; por el sultán Al Hakam y por mis monjas.
Te contaré poco a poco, si Dios me da sosiego para poder hacerlo. Me tiembla la mano cuando tomo el cálamo, no sé si son los años, que pasan para todos, o que se me lleva el nervio por tanta inquina y traición como he sufrido en mis propias carnes desde que asumí la regencia de este reino, porque mi sobrino don Ramiro III, hijo de mi difunto hermano don Sancho, todavía llamado el Gordo (aunque dejó de serlo, como bien sabes), era menor, y todos los nobles y el califa de Córdoba querían arrebatarle el trono para poner a otro que pudieran manejar a su antojo o ellos mismos nombrarse reyes.
Tú estás muy bien, ahí, en Nájera, sólo mirando los campos de vid y recaudando tus rentas… Por cierto que no viniste con el rey Sancho Abarca al sitio de Gormaz, mejor porque salimos desastrados, te hubieras llevado un disgusto. El general Galid nos infringió una terrible derrota, nos hizo a lo menos veinte mil muertos, y es que todos querían mandar, lo de siempre, hija. Un desatino tras otro nos llevó al desastre, y el califa está engallado, con motivos…, ha vencido a todos los pueblos cristianos…
Y es que, en estos últimos años, ha cundido el ejemplo de mi abuela, la reina Toda, que fue también tu mentora, y cualquiera se presenta en Córdoba a pedir ayuda a don Al Hakam, para derrocar a mi sobrino, el pequeño Ramiro, y para, de paso, encerrarme a mí en mi convento hasta que el Señor Dios tenga a bien llamarme de este mundo. Y no sé si tanta hostilidad va contra mí, contra mi sobrino o contra los dos, o, tal vez, sea que nunca quisieron a mi difunto hermano, pues, fíjate, todavía no he podido mandar ajusticiar al conde Gonzalo, su asesino, el que lo envenenó con una manzana ponzoñosa, que se la dio a la mano, una hermosa manzana, para que se quitara la sed, y don Sancho se vio muerto al primer bocado y, aunque picó espuelas camino de León, falleció antes de llegar, Dios lo tenga en su gloria, sin poder arreglar las cosas de la sucesión, sin que el niño hubiera sido jurado.
Yo hice que juraran al niño, que lo eligiera la Curia, del mismo modo que los magnates situaron en el trono a mi hermano Sancho, según la Ley Goda. Consciente de que era la primera vez que en el reino de León era nombrado rey un menor, consciente de que también por vez primera habría una regente, una mujer, la tía y madrina del rey, con prelacía sobre su madre; una monja además, yo, Elvira Ramírez, la hija de don Ramiro, que fuera emperador, y de que habría de librar muchas batallas, pero no tantas, prima, que empiezo a contar y no acabo.
Y es que los magnates han perdido el respeto a sus señores naturales, a los reyes. A los reyes los puso Dios, y más alto nadie en la Tierra. Los reyes de otros reinos no se alían con los reyes, si no con los condes. El señor califa también se rebaja y hace pactos con los nobles. Los caballeros van y vienen de una heredad a otra quedándose con el mejor postor, de tal manera que no se reconoce la autoridad real, al menos por estos predios; además todos quieren ser los primeros, cuando primero sólo hay uno: el rey, don Ramiro III, aunque sea menor, porque a los de la Curia Regia no les importó una higa el día en que lo juraron.
Andregoto, prima, veo mal, se me cansan los ojos, voy a mandar a una de mis monjas que escriba por mí, cambiará la letra de esta carta pero no temas, que yo dictaré a una de mis fieles, que no son muchas para mi desgracia, créeme, pues tengo el convento alborotado.
Con el ejército de don Abd-al-Rahman, arrojamos a don Ordoño IV del trono de León y éste anduvo en Burgos con Fernán González y en Córdoba con el califa, haciendo lo mismo que mi hermano, pidiéndole un ejército. Y no sé si entonces hicimos mal, pues siguiendo las consejas de mi abuela Toda mi hermano no le entregó al moro las diez fortalezas del Duero que acordó, y yo tampoco lo hice, porque mi abuela me escribió varias cartas diciéndome que habría tiempo, que demorara el asunto, pero don Al Hakam, que heredó a don Abd-al-Rahman III, su padre, se enojó y pidió el cumplimento del tratado, pero yo hice oídos sordos.
Estuve muy ocupada poniendo a nobles y obispos en su sitio. Por eso, por dar rango y boato a la nuestra monarquía, para separar al rey del común de los mortales, hice que los escribanos lo titularan en los diplomas «Flavio», como hicieran los reyes de Toledo, los godos, y, tras mucho porfiar, conseguí que lo ungiera don Velasco, el obispo, en ceremonia pública. Y a mí dejé que me llamaran «basilea», que quiere decir reina, en griego, y «dominisima», que es mucho más que señora… Pero todo cayó mal en esta corte. Los nobles, todos hombres rudos, no entendieron estas sutilezas. Los Ansúrez y los Gómez se dedicaron al saqueo; los piratas normandos atacaron las costas de Galicia, matando al buen obispo Sisnando, hombre de grata memoria; y todos estuvieron yendo a Córdoba y viniendo, como si se tratara de dar un paseo. Lo malo es que el sultán los recibía con honores y aceptaba sus regalos de grado, le llevaban esclavos: hombres, mujeres y niños, tratando de atraerse su amistad. Para terminar, ya ves, en el desastre de Gormaz, del que ya te he hablado, con todos los pueblos cristianos derrotados.
Y tiempo antes, aún tuve peor suerte, porque envié una embajada a Córdoba (no podía quedarme atrás, si todos iban, el rey y yo también teníamos que estar presentes), pero el intérprete se equivocó al leer, trocó mis palabras, lo dijo mal, dijo al revés, y don Al Hakam se enojó sobre manera, tanto, tanto que expulsó violentamente a mis hombres de la ciudad y rompió cualquier negociación conmigo. Cuando lo supe casi se me llevan los demonios… Creí que iba a morir del sofoco… ¡Don Al Hakam contra mí, directamente contra mí, contra mí el hombre que me había regalado los santos restos del Niño Pelayo!…
Ay, Dios Criador, todavía me vienen ahogos cuando pienso en ello… Es el recuerdo que permanece intacto, que no se borra… Lo que te decía, prima, el califa contra mí y todos los nobles enfrente de mí… Doña Teresa Ansúrez reclamándome al pequeño Ramiro, queriéndoselo llevar al castillo de Monzón, cuando un rey, tú lo sabes, no puede abandonar su reino…
Vuelvo a tomar la pluma, Andregoto, que esta monja que ha venido a hacerme favor escribe muy lentamente, y pierdo el hilo de la narración… Luego, mis monjas se pusieron corajudas. Que por dedicarme a la política, me dijeron, no atendía mis labores de abadesa… Una falacia, hija, porque, San Salvador, mi convento, está situado puerta con puerta con el palacio real, con lo cual no descuidé mis tareas sino que las dejaba el tiempo justo y me pasaba ora a vísperas, ora a completas, pues demasiado sabía yo que el hecho de ejercer la regencia no me exoneraba de rezar el Oficio Divino, pues lo primero fui, y soy, monja y luego regente… Así de claro lo tenía entonces… Pero, no ignoras que la maledicencia es como un pus que se extiende, que uno dice a, otro be y otro abc, que es como un pus, digo bien… Otro tanto has padecido tú la maledicencia, todos los condes de Navarra queriéndote arrebatar la honor de Nájera, que te dio mi abuela en buena hora.
Entonces, para conseguir un golpe de efecto y asentarme mejor en el trono, convoqué a todos los reyes y condes cristianos para tomar el castillo de Gormaz y así asegurarnos el Duero por aquella parte, y pasó lo que pasó: el desastre; y no me lo puedo quitar de la cabeza… Es que los hombres no me hicieron caso, no siguieron mis estrategias, que eran las de don Julio César, el primer emperador de Roma, puesto que estudié un libro suyo titulado La guerra de las Galias, un libro que encontré en un anaquel de la sala de reuniones de la Curia Regia, cuando mandé limpiar todo aquello.
Oye, Andregoto, ¿cómo no estabas al lado del rey de Navarra en el asalto a Gormaz? ¿Estás enferma? De ser así, lo sentiré… Los años no perdonan… Al acabar cualquier día, cuando me meto en la cama, me duele todo el cuerpo, a más, como estoy tensa, como estoy todo el día, a toda hora excitada, pues me matan a disgustos, me cuesta conciliar el sueño, y he de distender los músculos y, vive Dios, que ando en este menester, relajándome para descansar después de una jornada agotadora de peleas y oraciones (en Palacio peleo con denuedo por el niño rey, y por la memoria de mi padre, el emperador, y en la capilla de san Pelayo oro por los pecados del mundo) y, en el duermevela, me vienen punzadas a la cara, como si me picara un bicho, pero es que me relajo, por fin. Claro que tengo otros dolores, que se me han quedado fijos: en la espalda. Me duele terriblemente la espalda, entre las costillas y las nalgas, se trata de alguna vértebra, de un dolor muy agudo que dura tiempo. ¿A ti qué te duele? Pido a Dios que nada, que te conserves como una niña.
Y no creas que exagero cuando te digo que hube de mandar limpiar los salones de la Curia Regia, ni un ápice exagero, he tenido que ocuparme de que se hiciera todo en este reino, de lo grande y de lo menudo. Sirva de ejemplo que tuve que librar de rameras el camino de Compostela a su paso por estas tierras, con la oposición de los componentes del Consejo de Regencia y del señor obispo, que se negaban a que empleara soldados en tal menester, asegurándome todos que a los peregrinos les son perdonados los pecados cuando se arrodillan ante la tumba del apóstol Santiago y que lo mismo es que lleven en su alma uno que ciento, que hayan yacido con mujer o no, porque mismamente se les perdonan todos. Pero no es lo mismo, prima, no es lo mismo, las rameras transmiten enfermedades de bubones y los hombres no se los pueden quitar, es más, se mueren de ellos, yo lo he visto.
Después de este intervalo en el que te he hablado de cosas menudas, pero no por ello menos importantes (en el caso de las rameras, se trataba nada más y nada menos que de la salud de los habitadores del reino de León, nada nimio), paso a decirte, pues quiero que lo conozcas de mi mano, que me encuentro tan atosigada por unos y por otros que voy a abandonar la regencia. Doña Teresa, la madre del niño Ramiro ben Sancho, como lo llaman los moros, se va a presentar ante nosotros, un día de estos, para alegar que su hijo, que acaba de cumplir catorce años, es mayor y debe tomar las riendas del trono. Los del Consejo y el obispo, que están harto cansados de mí pues llevábamos porfiando largos años, aceptarán su proposición de inmediato, y yo, que espero el momento, me voy a encerrar en mi convento a pesar de que don Ramiro siempre será un niño para mí. Un niño torpe además, que quede entre tú y yo, pues ante los muros de Gormaz (contigo allí, tal vez don Galid no nos hubiera derrotado) fue incapaz de arengar a las tropas cristianas, no pudo abrir la boca, y eso que me ocupé de vestirlo de caballero, de buscarle un magnífico caballo, de mandar afilar la espada de su padre y de encontrar la loriga de su abuelo en los baúles. La criatura no abrió la boca y, como es menguado de carnes, no podía sostener alzada la espada de don Sancho… El niño y yo hicimos el ridículo en el real de Gormaz, pues yo le instruía sobre lo que había de hacer y como no me hacía caso, pues parecía bobo, había de alzar la voz y se enteraban todos… De nada me valió leer a don Julio César, ya ves.
Tal vez hayas oído que soy mujer varonil, pues no, prima, no nos conocemos de vista pero, si me vieras, observarías que soy menuda, ni alta ni baja y de rostro fino. No obstante, a fuer de sincera, reconozco que se me ha agriado el carácter con los años, sobre todo desde que falleció mi hermano, el señor don Sancho el Gordo. Desde esa malhadada fecha sólo he tenido un día feliz, a saber: el que recibí los santos restos del Niño Pelayo, mártir, de manos de un embajador de don Al Hakam, que me los regaló para sellar la paz de nuestros reinos; a mí, no al convento, no al reino, a mí, pues que se lo pidió mi abuela Toda, al parecer.
Aquella bendita jornada, mis monjas amanecieron muy contentas. Todas tenían cara de albricias cuando depositamos la arqueta de reliquias al pie del altar mayor de nuestra iglesia, todas cantaron muchas oraciones de alabanza, me besaron las manos, me palmearon la espalda, se arrodillaron ante mí, me llamaron «basilea» y «grandísima señora», oraron por la memoria de mis padres, los fundadores del monasterio, y por la de la reina Toda, pero aquello duró muy poco, a las veinticuatro horas me acusaron de no atender a mis labores de abadesa y yo, como tenía problemas afuera, tuve que nombrar una priora, que me sucederá cuando muera, pronto ya, a Dios le pido que sea presto. Es más, sé que me voy de este mundo.
Y, tal vez, sea lo mejor, pues estoy fatigada, harta de la vida. Mi abuela, la señora Toda Aznar, aquella gran mujer que derrotó a don Abd-al-Rahman en la gloriosa batalla de Alhándega, otro tanto hizo mi padre en Simancas, también estaba cansada de vivir, me lo dijo a menudo en sus últimas cartas, y también ella padeció muchas amarguras y sufrimientos. Tú que la trataste a menudo lo podrás corroborar, aunque creo que tenía más temple que yo, que era más animosa…
Termino ya esta carta, que parece un descargo de culpas, aunque no lo es, te explico lo que ha sido mi vida de regente para que lo sepas de mi boca y no hagas caso a otras lenguas, a las muchas lenguas de víbora que habitan en estos reinos, para que lo sepas de primera mano. Dejo copia de ella en mi convento. Que Dios incremente tu salud.
Facta carta in Legione, primo die octobris, era T.ª XIII.ª, rex Ramirus regnans in Legione. Ego, Elvira Ramírez, abbatissa coenobii Sancti Salvatoris in Legione (signum).