Copista del Corán
Toledo. Año 333 de la Hégira
¿Qué te hará entender lo que es la noche del Destino? La noche del Destino es mejor que mil meses. Los ángeles y el Espíritu descienden en ella, con permiso de su Señor, para todo asunto.
Azora 97, vv. 2-4.
Me enseñaron que ésa es la noche que fija el curso de los acontecimientos del año que en ella empieza. En esa primera noche del nuevo ciclo nací yo, en la casa que mi padre posee en la alabada ciudad de los reyes, Toledo. Era el año 300 de Alá, que Él me perdone, pues no puedo servirle como en aquella noche su designio me ordenara. Tengo en mis manos el largo papiro donde escribo la hermosa azora CXIII:
Me refugio en el Señor del alba / ante el daño de lo que creó, / ante el daño de la oscuridad, cuando se extiende / el daño de las que soplan en los nudos / y el daño de un envidioso cuando envidia.
La recito en voz alta, me deleito en la protección que brinda su dulce canto, mientras la escribo con mi mejor caligrafía cúfica, como ordena la tradición. Luego decoraré suntuosamente los frisos y medallones que marcan el principio de la azora, y señalaré su final con tintas doradas. En este quehacer llevo más de la mitad de mi vida y nunca traicioné la confianza de Alá, el único que es único, copiando una y otra vez la Ley que tuvo a bien revelarle al Profeta Muhammad, el Dogma Sagrado, nuestro Corán venerado; más de la mitad de mi vida copiando palabra por palabra, aleya por aleya, día tras día transcribiendo sus preceptos sacros y sus enseñanzas, desde la primera hasta la última azora, en largas bandas de pergamino fabricado con exquisito mimo. Empiezo y acabo distintos libros sagrados que siempre son el mismo; han nacido por mi mano muchos ya, Libros de Alá. «Tejiendo con mis dedos las sedas de mi destino, tejiendo el manto que cubre mi vida, así viene el Sol y se va la Luna, así florecen los mirtos y los rosales y cantan los ruiseñores, y los veo enmudecer, luego, a los ruiseñores, a los mirtos y a mis dedos».
Nací poeta, para gloria de Dios y mi desdicha. Me llamo Zaynab al-Bayyânî, y mi alma sufre grandemente, destinada como estoy a aceptar el silencio de mi existencia, pero también porque ya me es imposible seguir callando.
Hoy contravengo mi destino, utilizo estos pergaminos sagrados no para seguir copiando el mandato de Alá el grande y magnífico, no para reproducir una vez más las leyes contenidas en nuestro bienamado Corán como empecé a hacerlo a mis quince años, sino para dejar libre la expresión de mi deseo. A partir de hoy permitiré que mi alma hable por mis dedos, escribiendo aquello que mis vísceras guardan desde hace tanto tiempo. Escribiré en estos santos papiros lo que mi corazón siente, y leeréis, junto a las azoras sagradas, mis propios versos. Nadie, ni ama ni maestro vigila ya mi trabajo, estoy libre, por tanto, para componer nuevos textos a mi antojo. Soy poeta; a mí también me habla Dios, y entonces emana de mi boca la poesía como el perfume exhala de la flor. «El Sol juega con mi ansia. ¿Quién ocultó la Luna, para que no mire mi rostro en su rostro? ¿Dónde se fue el Sol, y no puedo escuchar mi corazón?».
Mi infancia fue dulce; recibí de mis amas maestras la educación habitual de las hembras de mi casta, a base de gramática, el estudio de nuestro Libro Sagrado Corán y la lectura de clásicos. También me contaron las leyendas maravillosas que se dicen sobre la historia de Toledo, las riquezas y las joyas y las alhajas que nuestro primer conquistador Tariq guiado por Alá, encontró al llegar a esta mi bienamada ciudad; las veinticuatro diademas de oro de los antiguos reyes en la Mansión de los Monarcas, y la mesa de Salomón, hijo de David, sobre ambos sea la paz, que encontraron los soldados en el castillo de Farás, que estaba cubierta de oro y aljófar, y adornada con esmeraldas verdes y perlas, y los otros tesoros innombrables que los primeros musulmanes consiguieron al llegar a Almeida, junto a Toledo, en el año 93 de Alá. «Pájaro volador, respóndeme, ¿dónde estuviste hoy? La noche pasaron mis ojos sin cerrarse, los ojos de mi alma abiertos sin probar el sueño, ay, dime, pájaro de mi pregunta, ¿dónde traes la respuesta?».
Gabriel, el que guió la visión de Muhammad el Profeta, el más grande después de Alá todopoderoso, aquel enviado que portaba la voz que dictaba al Profeta la palabra eterna de Dios, me visitó una noche en que mi alma parecía haber descendido a las más oscuras profundidades. Muhammad sólo tenía que escuchar su dictado y lo mandaba escribir, sólo tenía que estar atento a la revelación de Gabriel para llamar a sus escribas y que recogieran sus palabras. Gabriel me habló a mí también, del sol, de la noche y de la mañana, de la aurora y de la resurrección. Él fue el primer Poeta, y a él le invoco, en mis horas desesperadas, cuando la Poesía me duele.
Siendo aún niña hice notar a mi bondadoso padre la inclinación de mi espíritu, que se sentía invadir por una dicha extraña que me lanzaba a cánticos nunca antes escuchados, y ponía en mi boca palabras que hablaban de Dios. Fui alumna aventajada, destaqué del resto de mis hermanas y primas porque la voz parecíaseme huir detrás de las aleyas de nuestro Libro Sagrado, y pronto lo pude recitar de memoria. Sus versículos y sus azoras brotaban de mis labios como si Gabriel estuviera a mi lado dictándome las palabras de Alá, que Él no quiera ofenderse. Mi buen padre entendió que yo estaba capacitada para un aprendizaje más en profundidad, y me permitió recibir enseñanzas en materias varias como historia, matemáticas, música y filosofía de varios parientes varones en mi propia casa, y más tarde, pude acudir a la mezquita, y era él mismo quien me acompañaba. Por fin, hizo contratar a la que fue mi amada y principal preceptora, Maryam bint Abi Yaqûb, que enseñaba literatura en Sevilla y mandó traerla aquí, a Toledo, y ella vino de buen grado, porque esta ciudad es regia y hermosa, la atraviesa un río ancho como la Vía Láctea, y la adornan las más bellas flores por el día y las más relucientes estrellas en la noche. «El perfume de las mañanas bañadas en rocío mi alma recuerda, junto a los jardines despertando del largo invierno. Mis mejillas eran rojas amapolas que se abrían al ansia, mis ojos recogían los colores generosos de la aurora y mi voz se mezclaba con el aroma de los jazmines y el alhelí».
Viví con mi maestra horas deliciosas. Paseábamos por los jardines a orillas del Tajo, recorríamos los alrededores de la antigua residencia de los reyes visigodos que todavía conserva su esplendor, pasábamos a la orilla izquierda por el puente de Alcántara y regresábamos, caída la tarde, dando un largo rodeo, riéndonos de las protestas de mi ama, que volvía agotada, y nos colábamos a escondidas en nuestras dependencias del harén, para que mi padre no se apercibiera de cuánto habíamos tardado.
Ella me mostró la poesía de los antiguos, y también me habló de mujeres poetas, como las grandes Oraib y Shariyya de Bagdad, tan celebradas, y de Hassana at Tamimiya de Elvira, que ya había muerto, o de Qamar, la exquisita y refinada poetisa que vivía todavía en Sevilla, y de Hafsa bint Hamdum de Guadalajara, a la que Maryam había conocido, y de, la mejor de todas, Muta, la esclava de Ziryab el sabio cantor del que había aprendido su ciencia, y de la que memoricé un bello poema de amor: «Oh, tú, que ocultas tu pasión, ¿quién puede ocultar el día? Tenía un corazón, pero me enamoré y voló, ay de mí, ¿era mío o prestado? Amo a un príncipe, y por él olvidé mi vergüenza».
Fui feliz en ese tiempo. Componía mi propia música y mi propia poesía, fácil para mi oído y mi boca, y hacíalo tan naturalmente que parecía haber nacido para ello, tal que ése considero que sea mi destino, con el permiso de Alá. «¿Por qué sufro, madre, si no hay varón que me haga sufrir? Si muero de amor, ¡oh maravilla!, es pasión encendida que habita mi corazón».
Mi padre, sin embargo, prefería oírme recitar el Libro Sagrado, y yo lo complacía cuando así lo requería.
¿Acaso he de informarte sobre quién descienden los demonios?/ Descienden sobre todos los embusteros pecaminosos /que explican lo oído, pero, en su mayoría, son embusteros; / descienden sobre los poetas, y son seguidos por los seductores. / ¿No los ves cómo andan errantes por todos los valles / y dicen lo que no hacen?
Azora 26, vv. 221-226.
Fue en una reunión cuando le recitaba a mi padre ésta y otras azoras de sus favoritas, y ocurrió que en presencia de sus invitados, tras la celosía que nos protegía de la vista dellos a mí y a mis hermanas, me atreví a indicar a mi padre que la poesía era un don de Alá todopoderoso, ya que en forma de cánticos había hecho descender sus leyes al Profeta Muhammad; que el poeta posee la virtud de la profecía, pues sus palabras surgen a pesar de su garganta, poseídas de la dirección de Alá el único Dios y que, además, tiene el privilegio de retener la emoción que suscita la vivencia del momento para expresarla en bellos versos que alimentan el espíritu del que los escucha, y que por eso la poesía permite revivir los asuntos importantes de la vida. Pero mi padre, mi buen padre que Alá haya perdonado, interrumpió mi discurso con un bramido; llegóse hasta el lugar de las mujeres, dando grandes zancadas y resoplando como uno de los toros de las dehesas, rasgó la cortina que lo cubría provocando el terror de sus esposas, y de mis hermanas, y de las sirvientas, que huían como gacelas asustadas y me buscó con su terrible mirada, encontrándome mudada la color y espeluznada por tal arrebato, desconocido hasta entonces en mi bondadoso padre.
Con grandes gritos, me recordó los deberes y las virtudes de las mujeres de buena familia, el decoro, la honestidad, la castidad, la decencia y el vivir guardadas en casa, cosas en las que, a mi entender, yo no había faltado, pero él agitaba sus brazos con gran enojo y se mesaba los cabellos como si hubiese descubierto una gran deshonra; repetía mi nombre como una maldición, ¡Zaynab al-Bayyânî!, ¡Zaynab al-Bayyânî!, que había llevado la desdicha a su corazón, que mi formación debiera ser para su deleite y el de un esposo que él me buscara, y no para hacer poesía, proscrita en la ley antigua, que le había avergonzado delante de sus amigos, que yo, la más inteligente de sus hijas había osado emitir opinión en público, ofendiendo al Profeta. «¿Quién contendrá mi esperanza, cuando me haya ido? ¿Quién ha de llevar mi nombre hasta la cima de la colina donde vi atardecer y lloré, y lo esparcirá como lluvia sobre los arrayanes, como regalé mi llanto a las flores?».
El castigo había de ser en proporción a la ofensa y en desagravio a nuestro Sagrado Libro, por lo que me impuso el deber de asistir cada día a copiar el Corán a esta Escuela del barrio oriental de Toledo, asistida por dos amas, que más que sirvientas, son guardianas, y que, a pesar del tiempo transcurrido ya, todavía no ceden en su vigilancia. Se me prohibió escuchar música, hacer o leer poesía y, ante todo, seguir recibiendo las enseñanzas de Maryam, a quien mi padre expulsó, pues creyó ver en mis palabras la mala influencia de mi maestra. Nunca pude explicarle a mi querido padre que, mucho antes de que ella me hablara del infortunado Ibn Masarra, que Alá haya acogido, el filósofo asceta que fue tan temido y perseguido por nuestro califa Al-Nasir, el muy poderoso con permiso de Alá, yo ya pensaba por mí misma que los seres todos participamos de una materia espiritual, un alma superior, una memoria total, de donde procedemos y a donde regresamos, y que Alá, que me perdone y por siempre loado sea, conoce esa totalidad. Los poetas podemos sentir cómo nuestro espíritu se encuentra con el todo superior en el momento en que aquél abandona el cuerpo y viene la Poesía a morar en él. Es entonces cuando las palabras fluyen de la boca, en unión con el sumo entendimiento y apodérase de los sentidos una placentera sensación de muerte en vida, que si es contemplada por alguien ajeno, llégale a causar susto, y que cuando por fin es ida, deja sumido al que lo vivió en un vacío irreparable, que le lleva a añorar el anterior gozo y a penar porque desea vivir de nuevo aquella muerte. «Decid, oh hermanas mías, cómo contener mi mal, sin el amado no viviré yo. ¿Adónde lo buscaré? ¿En dónde me encontrará?».
¡Ten paciencia con la decisión de tu Señor! ¡No obedezcas, de entre ellos, ni al criminal ni al incrédulo! / ¡Recuerda el nombre de tu Señor en la aurora, en el crepúsculo, / y por la noche póstrate ante Él! ¡Lóale, por la noche, largo rato!
Azora 76, vv. 24-26.
Tenía quince años y otros tantos han pasado desde que empecé esta tarea que de siempre se ha reservado a las mujeres ilustradas de Al-Ándalus. Pero las otras lo hacen sólo hasta desposarse, o como ocupación de ocio cuando sus tareas de la familia se lo permiten, pero yo ya he visto pasar a muchas, muchas que han venido y se han marchado, y otras muchas que veré, que seguiré viendo, porque mi castigo no está expiado, y he de continuar copiando los textos sagrados de Alá, hasta que mi culpa sea perdonada, hasta que reniegue de la poesía. Y eso no lo haré nunca.
Ningún hombre en Toledo pidió mis favores, pues mi discurso fue llevado de boca en boca y creyéronme con falta de seso, que aunque eso sea mal perdonable, no lo es hablar en demasía, pues ningún hombre quiere para sí mujer respondona. Pero mi herencia me obliga a ser guardada por mi familia, y por tanto tampoco puedo pasear a mis anchas, como las esclavas o las mujeres sin herencia o sin varón, por cerca de la puerta de Curtidores, ni pararme en las fuentes, ni entrar en el mercado, ni detenerme a escuchar a los contadores de cuentos en mitad de las plazas, ni buscar amores ilícitos junto al cementerio; sólo me es permitido acudir a la Escuela, convenientemente velada y celada por mis dos amas, y ha llegado a tanto el silencio obligado de mi alma, que todas las cosas me hablan, los pergaminos, y las tintas, y el pupitre, y las arquetas donde se guardan mis pliegos, y viene Gabriel y se sienta a mi lado, y hasta el Profeta llegóse un día a contemplar mi caligrafía, y las azoras del Libro Sagrado me cantan en el oído sus aleyas, y los poetas antiguos me recitan versos que no conozco: «Alba que al rayar el día, despide fragancias de amores nuevos. El nuevo beso del rocío sobre la tierra, el nuevo adiós de la noche al cielo».
Saltóse José, sobre él sea la paz, de su azora XII, y me refirió su sueño, y me dijo que Dios habla también a través de los sueños, que Él tiene infinitas vías para hacer escuchar su mensaje, y me dijo que quizás en mí se hallaba también oculto un gran destino, que Alá me habría elegido para servir de santo instrumento para la transmisión de su intención, quién sabe lo que finalmente quiere Dios, si a cada cual nos habla de una manera.
—Hermanas, no hay en mí extravío. Os haré llegar los mensajes del Dios que habita en el silencio, soy el clamor de lo por venir, y sé, procedente de Él, lo que no sabéis.
Esto son las palabras de un noble Enviado / y no las palabras de un poeta —¡cuán poco es lo que creéis!—, / ni las palabras de un adivino —¡cuán poco es lo que meditáis!—. / Es una revelación procedente del Señor de los Mundos.
Azora 69, vv. 40-43.
¿Cómo si en nuestro Corán sagrado se avisa de que el mensajero puede ser cualquier ser, por ínfimo que parezca, cómo no quieren aceptar que yo traigo mensajes a través de mi urgencia poética? Quizá la esencia del mensaje divino ya fue desvirtuada, involuntariamente, desde los primeros memoriones en tiempo del propio Profeta, que Alá guarde, aquellos que memorizaban las palabras de Muhammad antes de que fueran recogidas por escrito. Desde niña recito de memoria el Sagrado Libro, pero, que Alá me perdone, que de tanto repetirlo, al final uno le inventa palabras, y se deja versículos, y le añade otros nuevos de su interpretación, o silencia aquellos otros de su desagrado, que ya se sabe, que todos tenemos preferencias o disgustos, y yo misma reconozco, que, en tantos años copiando los sagrados textos, no puedo asegurar que de una vez a la otra, los haya escrito igual. Eso sí, con letra pulcrísima e inmaculada, y cuidando caligrafía y caracteres con exquisita atención, pero los mensajes, ay, los mensajes, ¿cómo puedo hablar yo mal de la poesía y de los poetas, si la palabra de Dios es la Poesía?
En esta Escuela misma de Toledo, nos hallamos hasta setenta mujeres copistas, y cada cual hace su trabajo diario, redactando su copia de los textos sagrados, y luego un secretario guarda y recoge y clasifica y ordena los pliegos, de modo que todo se ordena según cada mujer que escribe, pero, ay, que yo he visto otros trabajos y he comprobado faltas y versículos errados, y palabras cambiadas, y correcciones de gramática que cambiaban la intención de la frase. Las tareas están divididas entre las que redactan los textos, las que decoran las bandas, los frisos y las páginas y desde hace pocos años, las que encuadernan. Yo prefiero la antigua forma, la larga banda enrollada de papiro sobre la que se lee el texto, pero ahora está la moda de distribuir las azoras por cuadernillos hasta formar un libro apaisado, y entonces todo ello se encuaderna con unas planchas revestidas de cuero decorado y bordes reforzados, y prefiérense por las familias de abolengo tardío, es decir esas que teniendo mucho dinero, buscan comprarse distinciones y rasgos nobles y títulos antiguos si pueden. Además están las tareas menores, de limpieza, fabricación del pergamino, mezcla de las tintas, mandaderas y servidoras. No se nos permite a las mujeres copistas que hablemos mientras estamos con la labor, pero siempre se escucha sobre la enorme sala un extraño y persistente rumor; seméjase al ruido que hace el silencio, el sonido que hacen las voces que hablan hacia dentro. Aun así, entre nosotras nos miramos, nos sonreímos, nos hacemos señas y aun nos mandamos notas, de tal modo que acaecen relaciones de todo tipo, y aunque no hablamos, nos entendemos igual. A veces, entre las que vinieron y se fueron, encontré alguna poetisa, que como yo, debía silenciar su ansia, y también la vi tristemente resignada. «Canto lo que ven mis ojos y lo que ve mi espíritu, y canto la flor olorosa que brota hermosa de la semilla que alberga mi vientre».
Entre sus aleyas está la creación de los cielos y de la tierra, vuestros distintos idiomas y colores. En eso hay aleyas para los mundos. / Entre sus aleyas están vuestro sueño, noche y día, y vuestra ansia por conseguir su Favor. En esto hay aleyas para gentes que oyen.
Azora 30, vv. 21-23.
Todas las mujeres hacen la parte del trabajo que les corresponde, pero yo llevo tanto tiempo en esta casa, que me es permitido trabajar en su totalidad la confección del Libro Sagrado, como se hacía de antiguo, y por eso puedo decorar mis pergaminos deleitándome también en ello, aunque mi inquietud es grande, al pensar que ninguno de los libros santos reproducidos sea el que en su origen Gabriel le dictó a Muhammad, el Profeta.
Desde que mi amada compañera Aisa marchó para ser casada con un gran señor como regalo de alianza entre sus familias, ya no he vuelto a permitir que ninguna otra mano interviniese en mis pergaminos. Ella era una exquisita dibujante y adornó mi trabajo de escritura con las más bellas filigranas de tintas coloreadas que nunca se hayan vuelto a ver. A ella le hubiera contado mi decisión de hoy. Pero ya se fue, y mi corazón todavía la añora.
De las setenta copistas de esta Escuela, sólo yo escribo sin necesitar muestra, eso me da gran prestigio; las demás copian las azoras del anterior ejemplar que acabaron, y las supervisa el maestro escribano, el cual, después de tantos años de escritura callada y perfecta, ya hace tiempo que no revisa mis trabajos, sabedor de mi cultura y mi excelente memoria, pero de las otras, vigila sus manuscritos, y mira minuciosamente los rasgos caligráficos buscando que sean perfectos, pues presume de vender los mejores Libros Sagrados de todo Al-Ándalus y en los que más se complace Dios. Sobre todo está pendiente de las más jóvenes pues desconfía de quien está aprendiendo, y con grandes voces las amenaza con la deshonra de devolverlas a su casa cuando consigue descubrir algún error. Una dellas, sin embargo, se levantó un día del pupitre ante los gritos, aventó los pliegos contra el suelo sin mediar palabra, le tiró plumillas y punzones a la cara y esparció la tinta por el cuero preparado para encuadernarlo. Por supuesto, no regresó nunca y el maestro anduvo en pleitos con la familia de la doncella. Todas mirábamos espeluznadas pero conteniendo la risa por la frescura y la gracia con que la muchacha despreció uno de los más apreciados menesteres que considéranse para la mujer en estos tiempos, porque ninguno otro es reconocido para nosotras más cercano a la religión musulmana, injustamente, según mi parecer, pues lo mismo que los hombres podríamos servir a Alá en los santos oficios y dirigiendo la oración del viernes y recitando las salmodias, aunque a mí, como más gustárame honrarlo, sería cantándole mis versos.
«¡Echa tu bastón!». Cuando Moisés vio que se agitaba como si fuese una culebra, dio la espalda para huir y no se volvió a mirar. Dios dijo: «¡Moisés! ¡No temas! Los enviados no temen».
Azora 27, v. 10.
A Él le pertenece mi boca y mi oído, y mi mano, de la que ya no salen más mandatos suyos, porque la paraliza mi alma seca.
Me regocijo en esta escritura secreta, en la que pensamientos, poemas y azoras mezclo como los líquidos para las tintas. Pido perdón a Alá, por la profanación de su Corán, este que finjo redactar, como tantos años atrás, y sobre el que estoy vaciando las ansias de mi alma. Será deseo suyo que yo busque mi destino a través de estos pliegos que nadie sabe que escribo. Así pues, convoco desde este pecado que cometo, a mi salvación, apelando a la Esencia que habita en el lector a cuyas manos llegue este libro que en la superficie será nuestro Corán sagrado, mas será, en su interior, la llamada desesperada de un alma que ansía la libertad.
Te aseguro, anónimo lector que en este momento cobras la mayor importancia para mí, que mi mente y mi ánimo se marchitan como alimentos enranciados por no haberse aprovechado. La poesía que no puédese expresar acaba haciendo daño, igual que el odio es el amor no manifestado, y que la enfermedad del cuerpo es la pura enfermedad del alma. La poesía que me da vida me está aniquilando, porque soy mujer y no puedo ser poeta.
Cada comunidad tiene un plazo, y cuando llega su plazo no puede retrasarlo ni adelantarlo un momento.
Azora 7, vv. 32-34.
Lector, poseo, como poeta, el tercio del vaticinio, el otro tercio de la locura y el otro tercio del nomadismo. Alá me selló con un designio que no puedo cumplir, y sé que pronto moriré, estéril para el futuro, pues el cansancio se cierne sobre mi corazón como una espesa sombra y cada día siento más pesada la vida, ahora más todavía, pues ya no me asisten las gozosas ráfagas de inspiración que tanto me alimentaron tiempo atrás. Es por lo que decido acabar mis días con estas escrituras, y me quedan tantos días de vida como pliegos restan hasta el final del falso Corán que redacto.
Marcharé alegre, a la espera de un tiempo más honroso para mujer como yo, sin dolerme por no dejar huella, aun sabiendo que mi nombre no será loado en poemas mortuorios, ni motivo de grandes llantos, más que los de plañideras pagadas. Nada me retiene para seguir viviendo, pues ya la poesía que fue capaz de escribir mi mano aquí la he recogido, y mi falta, cuando yo no esté, tampoco será ya pecado. Mi deuda será contigo, lector, pues te adeudaré un verdadero Libro Sagrado, y espero que algún día pueda reponértelo. Permíteme hacerte saber sin embargo, que por un día, mi nombre será famoso y buscado y publicado por heraldos y que un gran hombre poderoso querrá encontrarme, pues Gabriel me ha revelado en su última visita que el prodigio ocurrirá, que mi alma se reunirá en breve con su otra mitad para llegar a completarse y descansar tal como es su anhelo, que por eso clama en la angustia poética, y que el día de mi muerte, el gemelo de mi alma me reconocerá y se emplazará conmigo a encontrarnos a la derecha de Alá. «Ya las flores y las preguntas brotaron de mi pecho, y llovió grandemente sobre los prados. Ya descanso entre los nardos y entre los mirtos, y camino junto a mis amigos».
Este Corán profanado, sin embargo, podrá servirte también y si así lo decides, para escuchar la voz de tu alma.
Es en el mes de tammûz del año 333 de Alá, recibiendo la noticia de la gran derrota de nuestro señor califa Al-Nasir en la batalla de Alhándega.
(Esta batalla se hizo famosa en Al-Ándalus, porque en ella el señor de Al-Ándalus, Abd-al-Rahman III Al-Nasir y los musulmanes sufrieron fuerte quebranto en la guerra contra los cristianos, que eran guiados por una mujer, brava reina, llamada Toda de Navarra, y hubieron muchos muertos y muchos cautivos, y se perdieron muchos bienes del ejército de Al-Nasir, pero además en la huida, se abandonaron enseres personales del califa, extraviándose para siempre ya su Corán privado y su cota de malla preferida. De regreso, detúvose en la ciudad de Toledo para descansar, durante cuatro días, y, conocida como tenía la existencia de una Escuela de copistas de Libros Sagrados, pidió que le trajeran el libro mejor y de más perfecto acabado. El pergaminero dueño y maestro de la Escuela, no dudó: le entregó el Corán recién acabado de la copiadora más experta y sabia que tenía su Escuela, Zaynab al-Bayyânî, y así mandó que se lo comunicaran a ella, para su orgullo y satisfacción, pero por más que la buscaron, no la pudieron encontrar).