Poetisa y artista
Córdoba. Años 416 y ss. de la Hégira
Wallada contaba con trece años, y ya era célebre como princesa culta que gustaba de hacer poesía, y eran conocidos sus poemas ágiles de forma y atrevidos. Contrariamente a su desafortunado padre, el cual había huido vergonzosamente de Córdoba disfrazado de esclava palaciega, la princesa era valiente y rápida de reflejos, inteligente, sensible y exquisita en los detalles, y por si algo más le faltara, Wallada era bella como un pecado. Adornábase su bello rostro de mejillas sonrosadas como flores silvestres, con unos ojos negros de expresividad hiriente, boca de labios como fruta madura y mandíbulas firmes, finas y rectas que denotaban la decisión de su carácter. Su cuerpo de gacela fue codiciado por altos príncipes y gobernadores que visitaron el palacio de su padre, el califa Al-Mustakfi durante su reinado, pero Wallada no permitió ser entregada a ninguno de ellos. Su cabello negro le llegaba a la cintura, leve como un suspiro, y al danzar, su cuerpo se cimbreaba como las espigas, pareciendo que fuera posible quebrarse de tan atrevidos sus movimientos. Su piel tenía el tacto de los pétalos de las rosas de que tanto gustaba la joven, sus brazos parecían palomas en vuelo y movía graciosamente sus caderas al andar, al modo de las bellas esclavas que ella había visto llegar desde Damasco.
Wallada fue educada directamente por su madre, la esclava Amin’am que había sido formada en la Escuela de Cantoras de Medina, y de una esclava más vieja, su ama negra Safia, experta en las artes de la escritura y la gramática y encargada de leer el Corán a los hijos más pequeños de su señor califa, recibió Wallada gran sabiduría en la formación de poemas, en gramática y en historia, además de ciencia en la manera en que una mujer puede dirigir sus asuntos y los de los demás, pues gustaba de describir la vida de los matriarcados de las tribus del norte de África, tan cercano, y de donde procedían algunas de las mujeres del harén, destinadas a las tareas de la administración de las cocinas, almacenes e intendencia de palacio, y que a pesar de no ser cargos principales, sí que eran importantes.
Tal sabiduría absorbió Wallada, a la que Alá, siempre grande, añadió un ingenio temprano y una frescura inusuales en una mujer y además tan joven, que no quiso someter su carácter al recato exigido en las ricas herederas, aunque por ello fuera ya, tempranamente, criticada. A gala tenía poner a prueba su coraje, como así lo hiciera durante toda su vida, y así lo demostró una vez que sus derechos como princesa le fueron suprimidos.
Contaba diecisiete años cuando decidió salir del harén de las vírgenes de buena familia, negociando con el sucesor de su padre, el último omeya Hissam III al-Mu’tadd, la renuncia a su título y a la mayor parte de su herencia real, a cambio de llevarse consigo seis de las esclavas cantoras más reputadas de palacio, dos de ellas, además, versadas en medicina y geografía, y una ama que bien ejercía de mandamasa de cocineras, lavanderas y aguadoras, y que bien le hubo después de servir como alcahueta para llevar y traer mensajes escritos a principales cordobeses que requirieron su consejo o consideración.
Wallada, tan pronto se vio libre de las ataduras de su rango, dio todavía más que hablar a la ciudad de Córdoba, pues ostentó con gallardía su desprecio por las conveniencias, rechazando el velo para cubrir la mitad de su rostro, impuesto por las normas de la decencia en la mujer, y se permitió ceñir su hermoso busto con cintas y sedas y pañuelos pintados que realzaban su belleza y también dieron lugar a numerosas habladurías sobre su particular manera de desenvolverse y su moral libertina.
Buscó casa habitable en una de las plazas más centrales y concurridas de Córdoba que pagó con parte de las joyas de su propiedad, abrió salón literario y otorgó a sus esclavas la condición de libres tratándolas de igual a igual, y dándoles derecho a participar en los beneficios una vez éstos empezaran a producirse, cosa que no iba a tardar.
Dispuso un salón público para reuniones cultas en el patio interior de la casa, bellamente construida aunque antigua, pero que ganó en gracia y encanto una vez Wallada hubo dispuesto sus detalles, adornándola con delicados tejidos de lino de Zaragoza y las buscadas pieles de comadreja y ardilla que tan cálidas resultaban, con ámbares de hechura perfecta, platas labradas y cobres de los más sólidos, cristales coloreados, esculturas, alfombras y espejos. Hizo traer, Alá sabe cómo, marfiles orientales, piezas de cerámica de Bizancio y sedas y otras telas raras de Bagdad; contrató los servicios de finísimos, pintores de la corte que simulaban los frescos de palacio que ella conocía tan bien, y los dirigió minuciosamente, hasta que hubo recreado en las paredes del patio de su salón el ambiente palaciego y rico que pretendía, y que sabía complacía al espíritu tanto como una buena comida. Encargó balaustradas de filigrana y celosías de yeso con motivos florales a los artesanos más reputados y adquirió lámparas y los mejores aceites aromáticos que expelían esencias embriagadoras en su combustión.
El patio estaba rodeado por galerías cuyas columnas eran de mármol y sostenían el techo. Wallada hizo instalar una alberca octogonal en el centro del patio y un surtidor, el más bello que se pudo esculpir, con una ninfa sonriente que surgía de las aguas, inspirada en la propia Wallada. Las habitaciones, situadas en el piso superior, eran también elegantes y bien dispuestas, con todo lo necesario para veladas íntimas y apartadas de la algarabía y de la música de los invitados del patio, con cojines y telas brocadas y copas de cobre y de plata y velas y lámparas de exquisito y refinado gusto, elegido todo ello por Wallada, y según el ambiente que quisiera sugerir. A ellas se accedía a través de una estrecha escalera de peldaños empinados situada en una esquina del patio. Las ventanas, protegidas por celosías tras las que en las horas de descanso las cantoras del salón de Wallada observaban pasar los bellos jóvenes de Córdoba, daban a la plaza, donde había bullicio y trajín de gentes casi de continuo.
Ya por fin, encargó, para dotar de discreción a las varias cámaras que rodeaban la parte posterior del patio, velos a las tejedoras más hábiles de Córdoba, consiguiendo las más finas y etéreas sedas de colores que imitaban las nubes en el atardecer de verano, y a todos ellos pagó, a pintores, artesanos, plateros, costureras, tejedores, ebanistas, forjadores y talladores, con joyas, con cantos, con poemas de amor para conquistar amantes, con veladas gratuitas, o con sonrisas.
No contenta con todo y tanto, acudió al mercado de esclavos varones y adquirió con el resto de joyas que conservaba, varios efebos bien dispuestos, jóvenes y bellos, a los que instruyó en el arte de escanciar licores y portar el agua, servir copas y platos, distinguir entre perfumes y bebidas espirituosas, encender los inciensos y sonreír con dulzura, pues pretendía Wallada que en su salón encontraran disfrute todos aquellos que llegasen, por cualquier mano que deseasen ser atendidos. Luego contrató tres eunucos que guardaran y protegieran la casa y seleccionaran a los más refinados de entre aquellos que pretendiesen entrar, y cobrasen el precio estipulado.
Tal fue el movimiento que desplegó, que toda Córdoba se enteró, se escandalizó, murmuró, criticó y rondó las cercanías de la casa de Wallada, tachándola de desvergonzada y de carecer del decoro propio de su nobleza.
Y por fin y siguiendo la moda del momento, mandó grabar sobre el umbral de la puerta la siguiente inscripción: «Ésta es la casa del amante de la poesía, que Alá sea con él». Y también, al modo de otros nobles elegantes, prestó la piel de sus hombros cual narcisos, para tatuar bellamente escrito en ellos: «Estoy hecha por Dios para la gloria, y camino orgullosa, mi propio destino». Esto, en el hombro derecho, y luego en el izquierdo este otro verso: «Doy poder a mi amante si descansa sobre mi mejilla y mis besos otorgo a quien los desea». Lo cual procuró todavía más habladurías.
No pocos días de escasez, sin embargo, soportó en el primer tiempo Wallada, y más de una noche pasó sin probar bocado, aunque no faltara el perfume de almizcle en su cámara. Pero Wallada y el resto de las mujeres de la casa resistieron haciendo acopio de valentía y coraje y no deteniéndose ante los malos augurios que pretendían algunos, y en menos de un año, el salón literario de la princesa Wallada era el más famoso conocido en Córdoba la grande y rica, y aun fuera della, donde Wallada resaltaba por su cultura, su belleza y su encanto, sus excepcionales dotes para la conversación y su exquisito trato. Las reuniones se nutrieron de los poetas, los literatos, los políticos, los gramáticos, los médicos, los filósofos y los intelectuales más importantes de su época, que buscaban la agradable compañía de la princesa y la elevada calidad de las veladas organizadas por ella, en las que solía disertar sobre ciencias de la vida, o recitar poemas y cuentos rimados que tanto gustan a los hombres, o cantar armoniosamente con su voz cautivadora cual la brisa de la noche entre los palmerales, o improvisar dísticos y coplas y rimas atrevidas de forma, retando a otros poetas a seguirla, y siempre brillando como la luna llena que hubiese descendido del cielo.
En el salón literario de Wallada se escribieron versos, discursos y teorías, igual que se conversó de filosofía o de medicina o de historia y se instauraron modas y estilos de hacer y costumbres que luego eran repetidas por toda Córdoba; igual se habló en secreto de magia y astronomía que se lloró por las ruinas del esplendoroso palacio de Medina al-Zahra, que Alá sea misericordioso, e igual que se gozaron placeres refinados para la mente y el cuerpo, se conspiró y se decidió política y se acordaron asuntos importantes que a la ciudad afectaban, y de todo ello, o de casi todo, aunque Alá es el que todo lo sabe, se enteraba el pueblo llano al alba, y así, las opiniones y las confidencias, los nuevos poemas y otros cuentos, corrían de boca en boca por los mercados y las plazas como las flores y el vino la noche anterior en casa de Wallada, y, por tanta fama y tanto prestigio que alcanzó su salón y más, pronto ella pudo prescindir del cobro previo a la entrada, pues la riqueza de Wallada aumentaba con los regalos de sus invitados, las donaciones de algunos, las generosas contribuciones de otros, los privilegios otorgados por aquí y los pagos de tasas perdonados por acullá, así que tuvo la gallardía de permitir la entrada libre a sus veladas literarias a todo aquel intelectual que de tal se preciase, a cambio de lo que él quisiera entregar, aportar u obsequiar.
Wallada aceptó hijas de hombres ilustres como alumnas, a las que instruyó en el arte de componer versos, enseñándoles los secretos de las rimas improvisadas, la música interna del poema y las moaxajas, y los estribillos de muchas dellas se llegaron a cantar como coplas en romance por las calles de Córdoba, acrecentando la fama de la princesa poeta, que a pesar de las habladurías, nunca fue deshonesta, Alá bien lo sabe, y quienes la conocieron mucho la admiraron por su discreción, esto es, que nunca fue libertina, y aunque tuvo cuantos amantes quiso, no hizo alarde obsceno de sus amores. Lo que sí hizo fue vanagloriarse de su libertad de mujer, y eso, seguramente, fue lo que atrajo las críticas de los muchos que hablaron mal de ella, Alá los haya perdonado.
Una vez en cada estación del año, Wallada realizaba una visita al zoco, con sus compañeras cantoras y con sus eunucos, pues gustaba de ver las novedades que con el cambio de temporada se traían al mercado desde otras regiones, y en un verano de apretada canícula se dejó deslumbrar por la graciosa Muhya, hija de un vendedor ambulante de higos. La muchacha era de una belleza extraordinaria, grácil de movimientos como una gacela y de piel delicada a pesar de su origen plebeyo. Wallada, prendada, llevó a Muhya con ella a su casa y la educó enseñándole su arte y sapiencia, la hizo poetisa, le mostró los secretos del disfrute en lo refinado y volcó en ella su afán amándola de corazón. Muhya era descarada y de lengua fácil, y a pesar de los ricos vestidos que le regaló Wallada, nunca abandonó cierto aire de bailarina de caminos, lo que la hacía todavía más deseable a los ojos de los políticos y dignatarios de la corte que visitaban el salón. Hasta que la muchacha se marchó de casa de su maestra, conquistada por un visir de Sevilla asiduo a sus veladas intelectuales, que se había enamorado y le había pedido que lo acompañara a la munya rodeada de grandes jardines de su propiedad donde sería su reina y señora, y la muchacha había aceptado, las dos mujeres fueron inseparables, y siempre recordó la princesa aquel tiempo con añoranza, a pesar del dolor por su partida.
Fueron invitados de la princesa, que Alá todopoderoso guarde, importantes pensadores, como Ibn Hazm, por siempre bienamado, que juró no haber conocido en su vida otra hembra más real y brillante que la princesa Wallada, y ya para entonces había concluido su tratado sobre el amor y los amantes conocido como «El collar de la paloma», críticos como el grande Ibn Rasiq, que Alá recuerde, cuando era joven y ya hablaba fervientemente de sus investigaciones de arte poético, el adusto Ibn Bassam, también grande, que consideraba fútiles y engañosos los relatos poéticos, y su oponente, el sereno Ibn Suhayd, por siempre a la derecha de Alá, que defendía las dotes naturales del poeta y su derecho a componer versos aun sin ser comprendidos por el público. Y otros muchos hubieron que gozaban de la compañía de Wallada, entre científicos, juristas, doctores en medicina, príncipes, chambelanes, embajadores e incluso astrólogos, y juntábanse en una velada hasta sesenta y más, igual cordobeses que venidos de Sevilla, para disfrutar de los placeres en el salón de la princesa poetisa.
En las sesiones literarias corrían el vino y los licores de mano en mano servidos por los coperos, efebos esbeltos y amables delicados como ciervas, que acudían solícitos a llenar las copas vacías, mientras otros hacían circular las bandejas bellamente dispuestas con manjares acompañando las libaciones del vino, escogidos entre lo más exquisito al paladar, como las peras y manzanas de la Alpujarra, las almendras de Denia, las granadas y los melocotones de Málaga, los higos de Almuñécar y las cerezas de Granada, además de pollos, pichones, conejos y carne de cabra cocinados con esmero y bien aderezados con especias, alcachofas, habas, castañas y frutas secas; no faltaban la carne de membrillo, los dulces, los pasteles de queso y los pasteles con azafrán de Toledo, tan refinado, ni el reputado queso de oveja de Dalaya. Los presentes comían, bebían, hablaban, recitaban, reían, seguían hablando y debatiendo, formándose gran algarabía de intercambio de opiniones, y voces, y versos recitados, y aclamaciones y cantos. Además estaban los músicos, que tocaban suavemente para alegrar el ánimo mientras comían los invitados, y luego pasaban a acompañar las rissalas, las recitaciones, los panegíricos, los relatos, los versos improvisados, las alegorías, los poemas ascéticos, los cantos de amor y de guerra, las sátiras en verso, las elegías y los debates rimados a los postres, según eran solicitados. Había un bello flautista que tocaba una flauta con dos tubos, muy requerido, y otro que sabía por igual sacar delicada música del laúd y la mandolina, y estaban los que tocaban el tamboril, la chirimía y la trompa. Las otras mujeres de la casa y las esclavas cantoras de Wallada se ocupaban de amenizar la conversación y alegrar con su compañía, ofrecían los cofrecillos de marfil con mondadientes aromatizados en su interior, esparcían aquí y allá los manojos de mirtos, las rosas blancas, los nardos, la genciana olorosa, las margaritas y las azucenas, y entonaban cautivadoras canciones que permitían el sosiego del ánimo y lo disponían para continuar sin esfuerzo la velada hasta bien entrada la madrugada, igual que podían jugar al ajedrez con sus invitados, o repetir las casidas de Wallada, aprendidas de memoria. Ella observaba el devenir de la velada, atenta al mínimo detalle y, sin embargo, haciendo gala de tal sabiduría en el arte de disfrutar del momento, que parecía ser una invitada como los otros, aunque la más espléndida sin duda, Alá no se sienta ofendido.
En una de esas largas libaciones nocturnas Wallada conoció al famoso poeta Ibn Zaydun, esmerado y distinguido, ya célebre entonces por sus poemas y sobre todo, porque ocupaba cargo importante en la administración política de Córdoba. Siendo él mismo osado, y sabido de la destreza verbal de la princesa omeya, pretendió poner a prueba su ingenio provocando sus respuestas rimadas. Cuentan los presentes, Alá sea bienamado, que se entabló un duelo dialéctico sin precedentes y que durante muchas horas y hasta muy entrada la mañana del día siguiente, continuaron recitando poemas y lanzando dísticos y rimas para que el otro contestara, y comenzando estribillos y haciendo gala de saberes poéticos y literarios, componiendo burlas y comparaciones, utilizando hipérboles desmesuradas, citando grandes obras de poetas anteriores, loado sea Alá, y despertando, con sus respectivas agilidades, las pasiones de los que escuchaban, jaleando unos a Ibn Zaydun, que prefería las odas, los poemas laudatorios, los proverbios, la erudición en la expresión y las descripciones de los cielos y los jardines, partidarios otros de Wallada, que defendía el verbo natural y espontáneo de las emociones, la armoniosa composición poética, la claridad, la simplicidad del lenguaje y la fuerza lírica. Corría destellante el vino, se alzaban gritos de júbilo, y vítores, y loores a Alá todopoderoso tras las intervenciones de los contendientes, tanto más brillantes cuanto más avanzaba la madrugada.
Con los ánimos desbordados, los defensores de uno y otra gritaban entre ellos, discutían, proponían temas, lanzaban más retos, apostaban, se conjuraban y bebían más vino, acompañado de dulces y frutas escarchadas. Veinticinco partidarios de Ibn Zaydun y otros veinticinco de Wallada, más sus esclavas, sus administradoras, sus eunucos y sus músicos, que añadían con picardía a la velada más juicios y comentarios provocadores, todos hablando y gritando y riendo, en favor de uno y otra, formaron una algazara sin precedentes, hasta que no resultando perdedor ninguno dellos, los resolvieron como ganadores a los dos, para poder dar por acabada la velada e irse a dormir, pero cuentan también, y nombran a Alá por testigo que, en la refriega poética, Wallada y Ibn Zaydun se habían enamorado perdidamente y como adolescentes.
Así fue que Ibn Zaydun, que rondaba la treintena, y Wallada, que contaba veintiuno, se entregaron a la pasión imprevista, viviendo la más grande y ardorosa vehemencia amorosa entrambos y sirviendo de más comentarios entre las gentes; componiéndose mutuamente bellísimos poemas de amor, para gloria de Alá, que intercambiaban en billetes escritos donde se citaban, se prometían veladas interminables, se juraban hechizados, se echaban de menos, se daban consejos, se comparaban mutuamente a la luna y al sol, o al nenúfar o a la flor de enredadera, se pedían respuesta, caían en la melancolía o cantaban con jubilosa alegría, recordaban las delicias de la cita de la noche anterior, se deleitaban con los versos del otro y se dedicaban las palabras más hermosas encontradas. Wallada acentuó su discreción no tomando en su lecho a ningún otro hombre, y si bien su amor por Ibn Zaydun era profundo y auténtico, el hecho de ser amantes renovó la fama de su salón literario y atrajo todavía más visitantes a sus veladas, que sabedores de los amores pasionales entre los dos tan grandes poetas, acudían para observar los movimientos de una y otro, descubrirlos en miradas cómplices de sus fantasías y escuchar los poemas que se entrecruzaban dedicados a su amor.
—Oh, gemela de la luna, llena de luz y de nobleza, eres una suave brisa que penetra en los corazones —cantaba el poeta a la princesa.
—Siento un amor por ti, que si los astros lo supiesen, al sol impediría su brillo, y a las estrellas mantendría ocultas y en silencio —expresaba ella, henchida de felicidad y orgullosa de que el eco de sus amores recorriese los caminos y las ciudades de Al-Ándalus de boca en boca, en coplas, en poemas y en romances que unos y otros contábanse admirados.
Una tarde aciaga en que Wallada regresaba de los baños acompañada de sus servidoras, acicalada y hermosa como era su costumbre, descubrió, para su desdicha, la torpe traición de su amante, quien se había encaprichado de los encantos de una esclava mulata de Wallada, lo que provocó la violenta reacción del orgullo de la princesa, sintiéndose profundamente humillada en su amor y en su condición regia. Dolorida, pero sin un ápice de duda, abandonó fulminantemente a su amante, porque, ya lo dice Alá, la dignidad de hembra entera sólo habla una vez. Wallada prohibió la entrada del traidor en su casa y pasó a satirizar encarnizadamente y en público al antiguo inspirador de sus poemas amorosos, escribiendo ahora para él duros versos donde expresaba su desdén y su desprecio sin tregua. Aunque Ibn Zaydun, que Alá se haya apiadado de su infortunio, arrepentido, pretendió volver junto a su amada intentando conseguir el perdón de la princesa y rogándole clemencia y llamando a su puerta con desesperación, no logró jamás que ella volviera a mirarlo al rostro, y se dice que más que rabia o rencor contra él, Wallada sentía desprecio y un tanto de lástima por aquel hombre que no supo disfrutar de su buena suerte, puesto que tan torpe conducta sólo podía deberse a quien no se cree merecedor de la fortuna de ser amado por mujer de semejante talla y precisa, sin embargo, de perderla, para cumplir con el fracaso al que viene destinado.
Ibn Zaydun, y ya para siempre, siguió escribiendo a la princesa Wallada poemas llenos de lamentos amorosos y melancolías y ruegos y súplicas de perdón y delirios de abandono imposible de resistir y otros versos de dolor de amante, que resultan de gran belleza al entendimiento, pero que en nada enternecieron el corazón desengañado de Wallada. La princesa cerró el salón literario y puso escuela para instruir a jóvenes de buena casa en las artes del refinamiento, las costumbres elegantes, el cultivo del espíritu y su adiestramiento en poesía y música, y pidió al visir Ibn Abdus, su protector, el destierro para Ibn Zaydun fuera de los límites de Córdoba. El visir, enamorado de Wallada y amparado por las diferencias políticas entre él y el poeta y por lo difícil de la situación social, se apresuró a complacer a Wallada, con lo cual, Ibn Zaydun obligado a partir y viajar a otras tierras, nunca volvió a verla ni a tener contacto con ella, ni conoció a la hija de ambos, y quizá ni llegó a saber de su existencia.
Wallada ya nunca jamás nombró a Ibn Zaydun, ocultando su despecho y aun olvidando que una vez lo había amado para olvidar que seguía amándolo. Pero ni una palabra de amor salió ya de su boca. Se convirtió en maestra de reputado prestigio aunque rechazó lujos que ya no le interesaban, conservó escasas amistades, continuó sin hacer caso de habladurías y despreciando las conveniencias oficiales y siguió bajo la protección del visir, aunque nunca casó con él, hasta su muerte en el año 484 de la Hégira, a la edad de ochenta y sin perder su entereza, su orgullo, su prestancia y su dignidad de princesa.
También dicen, aunque Alá lo sabe todo, que Wallada conservó una belleza misteriosa que con el tiempo se tornó en serena sabiduría y hermosura anidada en sus ojos y en su voz, y que con el tiempo, nuevos y jóvenes poetas la cantaron y la amaron platónicamente y la celebraron y la admiraron embelesados por su historia y su poesía y su arrojo, aunque ella nunca aceptó sus requiebros, y que aun en la madurez y en la vejez, el movimiento de su cuerpo poseía la cadencia propia de las gacelas graciosas y el movimiento de los tallos de las rosas en el jardín. No diré, a la luz de la misma luna que tantas veces acompañara las soledades de Wallada, no diré que ella no hubiera querido otra vida, pero Alá le concedió el privilegio de otorgar fama y orgullo a la grande ciudad de Córdoba, más allá de sus lejanas fronteras, y ella no pudo negarse a su destino.
Ésa fue Wallada la omeya.