Taleja

Monte Pindo (La Coruña)

Era 1053. Año vulgar de 1015

Taleja, la sanadora del monte Pindo y meiga porque era la séptima hija sin interposición de varón de otra reputada meiga, decidió dejar por un tiempo su casa y acercarse a Compostela, para ver lo que hubiere por allí, pues estaba cansada de mirar al mar, de sufrir el azote del viento y de que los cormoranes se le comieran las gallinas a poco que se descuidara. Además, su señora, la condesa Uzea de Finisterre, le había retirado el favor. La dama padeció fiebre alta por san Juan y no la llamó, no mandó encender una hoguera en el castillo-faro, situado frente por frente del Pindo, para requerir sus servicios, y eso le dolió sobre manera.

Por todo ello y, tal vez, por ver otro mundo, Taleja cogió un hatillo, metió una muda, saquetes de hierbas, yesca, eslabón, una vela, un pan, un trozo de queso de tetilla y una tartera llena de grelos y lacón, y partióse, con una piel resguardándose la cabeza, camino de la ciudad del Apóstol.

Iba rezongando del infame tiempo que el Señor enviaba a los habitadores del Fin del Mundo, como se llamaba de antiguo a aquella parte de la tierra, la última que había, al parecer, puesto que, después, sólo había un mar interminable, que no tenía fin y que resultaba asesino para los que se internaban en él. De que le venía poca parroquia; cierto que ningún mortal en su sano juicio se echaría al camino con semejante lluvia, que no era orvallo, no; de los cielos jarreaba desde hacía mes y medio, o más, que al principio no llevó la cuenta, hasta tal punto que, de continuar de ese modo, habrían de pudrirse las plantas todas y de ahogarse los animales domésticos, pues a ella, a Taleja, le rebosaba ya la alberca. Y también se quejaba de doña Uzea, su señora natural, que le había retirado su confianza y no había requerido sus oficios cuando sufrió calentura.

Y ya iba la meiga a devanar la madeja, a tratar de entender por qué la condesa no la había llamado, a repasar sus acciones con ella por si había cometido alguna falta, a rememorar el último remedio que le había dado no fuera que hubiera errado con él, pero no lo hizo, pues al final de la vereda, donde se deja el Pindo y se toma la vía de Cée, a un lado, o la de Muros a otro, le pareció oír gente. Le pareció, puesto que había tanta niebla, que apenas se veía.

Y sí, en efecto, aguzó el oído y constató que en el cruce de caminos había un grupo de personas, y conforme se acercaba descubrió a un hombre, a una mujer y a varios niños. Ella, como había de vender su mercancía y su talento, y como no estaban los tiempos para desperdiciar a ningún paciente, y como, por otra parte, no le corría ninguna prisa llegar a Compostela, inició su cantinela: «¡Salud os dé el buen Dios!, Taleja, la sanadora, cura por un queso: las bubas, los sarpullidos, la quemazón de las partes bajas de varón; por una gallina: la escasez de orín y el dolor de estómago; por un dinero: la fiebre, el mal de garganta, las pupas de la boca; por una manta: el mal de aire, el mal de mar y el “meigallo” o falta de vida…». Y la repitió varias veces.

La mujer del camino, una madre de familia, se abalanzó hacia ella. Taleja se hizo a un lado, evitándola, pues demasiado sabía que aquella dueña, que se le echaba encima, era una madre con un hijo enfermo de cuidado, y que, como haría cualquier otra, le iba a pedir que curara al fruto de sus entrañas por obra y gracia del Espíritu Santo, y que luego le gritaría a ella, que no tenía arte ni parte, y, si el marido no la llamaba al orden, hasta sería capaz de exigirle que se diera prisa, puesto que estaba ciega de dolor por el hijo que se le iba de este mundo.

Y sí, el marido puso sosiego. Mandó callar a la mujer y explicó a la sanadora que el niño que llevaba en brazos, un rapaciño de unos dos años o tres, no comía ni bebía, que estaba flojo y siempre adormecido.

La meiga tocó la frente de la criatura, se volvió hacia su casa y se adentró en el Pindo, sabedora de que estaba ante una urgencia. Y fue ella delante, luego los padres con el enfermito, y ya los otros rapaces, tres o cuatro, revoloteando alrededor de los mayores.

Taleja caminaba contenta, le gustaba que las madres creyeran que ella tenía en la mano la salvación de sus hijos, como si fuera una santa o la Virgen María; le satisfacía que acudieran a ella como pidiendo socorro, y a muchas no las defraudaba pues los tornaba curados, y ellas le pagaban bien, incluso le agradecían más volver a su casa con un hijo sano que con un marido sano… Ya sabía ella cuál era el padecimiento del niño, lo supo por el olor… Cierto que había de comprobarlo.

Y tal hizo, entró en su casa, dejó pasar a los padres y al enfermito, a los otros niños los envió fuera. Para Taleja que la criatura traía el mal de aire pegado en la ropa. Para curarlo, lo tendió sobre una mesa, lo desnudó, echó la ropa al aire, colocó en un plato aceite y tres hojas de laurel, lo puso en equilibrio sobre la cabeza del infante y, como las hojas se hundieron en el fondo, no le cupo duda, lo llevó a la artesa, lo metió dentro y colocó y quitó nueve veces una sábana blanca.

Pero tuvo que repetir la tarea, porque los otros niños, los sanos, los que no dejó entrar en su cabaña, la estaban molestando, ya que con sus gritos no le dejaban hacer, y advirtió a los padres que si se distraía y no rezaba las letanías oportunas, según el orden preestablecido, el niño aquejado de mal de aire no sanaría.

El padre salió de la casa y terminó con el barullo a bofetadas. Luego; cuando la meiga dio por acabado el ritual de la sábana, sacó de un talego que traía a la espalda una manta muy buena y se la entregó a Taleja, y ya se fue con todos los suyos, contento él, radiante la madre, los dos besando a su hijo, y los hijos sanos llorando, por los golpes, vaya, que seguro les saldrían abundantes moretones.

Taleja esperó a que la gente se perdiera de vista pues, acostumbrada a la soledad y a la paz del monte Pindo, no quiso ir con aquellas criaturas vocingleras. La familia desapareció al instante, había tanta niebla que no se veía más allá de dos varas. Para hacer tiempo sopesó la manta, la guardó en un arcón, comió algo y ya se dispuso a volver al camino, no sin antes mirar hacia el castillo-faro de Finisterre, que no se veía por la mucha niebla existente, y de suspirar porque doña Uzea le había retirado el favor, hecho que llevaba clavado en su corazón.

Anduvo unos pasos y regresó apresurada, se acercó a la alberca, que estaba rebosante, miró el agua y, aunque hubiera querido resistirse y no catar, pues a menudo se había hecho tal propósito, cató porque podía, porque era meiga, séptima hija sin interposición de varón de otra reputada meiga, cató en agua clara y contempló lo que le mostraba el elemento: a su señora bordando un pañito, sentada en una cátedra al amor de la chimenea, en el gran comedor del castillo y quiso la mala suerte que doña Uzea se pinchara con la aguja en aquel mismo instante y que hiciera un gesto de dolor y que Taleja lo viera, como si la tuviera delante de ella, y resultó que el pinchazo también le dolió a Taleja y hasta le salió sangre del dedo índice, como a la dama.

Taleja emprendió veloz carrera, de tal manera que iba trastabillándose, tropezando con las piedras, con peligro, pues podía torcerse un pie, jadeando por el esfuerzo, pero no paraba, no paraba, porque sabía que había hecho mal espiando a Uzea, que, salvo que se quisiera algo concreto, algo que favoreciera a alguna persona, tal como buscar a un desaparecido, no se debía catar. Que no se debía catar por satisfacer una curiosidad propia, porque ya le advirtió su madre, la anterior meiga del Pindo, que, en esas ocasiones, no se sabía quién estaba detrás del agua, si Dios o el Diablo, y que al Diablo era mejor no tentarlo.

Corría Taleja, y eso que no había aparecido el Diablo ni señal de él en el agua de su alberca, corría, deseosa, quizá, de olvidar a Uzea y de probar fortuna en otras tierras de Galicia.

Anduvo por Ezaro, durmió en Carnota en casa de una paciente que le dio cama. Ella correspondió dejándole un manojo de cola de caballo que iba bien contra el estreñimiento. En Muros curó unos lobanillos. En Nola buscó jenciana en el monte y limpió la boca llena de llagas de un hombre. En Rúa ya salían las gentes a buscarla al camino, pues se había corrido por toda la comarca que Taleja estaba por allí sanando, aliviando a pobres y a ricos, pues tenía un gran corazón y asistía por igual a los que le pagaban y a los que le dejaban a deber. Mucho trabajó la meiga en el camino de Compostela, tanto que llenó la faltriquera, que cambió en una taberna varios quesos y capones y un buen montón de enseres por dineros, para ir ligera de equipaje.

En Compostela encontró posada enseguida. Conocedora de que su fama la precedía, se nombró ser la sanadora del Pindo, y le dieron la mejor cama, un lecho con plumazo mullido y cubierto por un espléndido cobertor, propio de un rey, que destacaba entre los catres de la habitación, además le aseguraron que el cuarto estaba recién limpio de chinches y le cobraron menos.

Rápidamente, como le gustaba a ella hacer las cosas, se presentó ante los escribanos de la explanada situada entre la iglesia de Santiago y la de Antealtares y pagó porque le pintaran en un pergamino en letra gruesa que era Taleja, la sanadora del Pindo. Luego, se sentó en una esquina de la plaza y pronto se apercibió de que las gentes, los peregrinos que habían viajado millas y millas para ganarse el Cielo, no leían su cartel, que no sabían leer, por eso empezó con su sonatina: «Taleja, la sanadora del Pindo, cura las bubas, los sarpullidos, el mal de ojo, el mal de mar, el mal de muerto, la quemazón de las partes de varón… saca muelas podridas, endereza huesos…».

Las primeras personas que se le presentaron fueron los guardias del obispo, que no venían a dar, sino a pedirle tributo, un dinero por cada día que estuviere en la plaza ejerciendo su profesión. Taleja pagó para dos días, no dio más. Antes de completas había vendido ocho dracmas de hierba lombriguera para el dolor de estómago, siete de acedera para la escasez de orín, doce de argo de cuatro carreras para la fiebre y quince de veltónica para aliviar las fatigas que producen los viajes; había recetado gárgaras de vinagre para el mal de garganta y la carraspera de voz, y, en la posada, tuvo que curar un mal de muerto, dejando al doliente su medalla y haciendo un cocimiento con tres cabezas de ruda, tres dientes de ajo y un vaso de agua bendita, que alguien fue a buscar a la santa iglesia de Santiago. Y, después de cenar, todavía le esperaba una mujer extranjera, muy postrada ella, para que le quitara la melancolía.

La melancolía era cosa seria. No se curaba en un día ni en dos. No se conocía medicina que le hiciera efecto, Taleja lo tenía comprobado, el paciente necesitaba que le hablaran, que le hablara el sanador, su mujer o su marido, sus hijos, sus parientes, cuantas más personas mejor, porque de ese modo se distraía y no pensaba en lo que llevaba por dentro rondándole. Las palabras lo sacaban del muermo. El enfermo era una persona amuermada, que no tenía gana de nada, que todo, hasta abrir la boca o alzar una mano, se le hacía un mundo, por ello era preciso hablarle e interesarle por alguna cosa, aunque fuera baladí.

La mujer se despertó, movió las manos torpemente y se tocó el cuello rascándose con arrebato, como si le picara o le ahogara alguna cosa imaginaria, porque a la vista no llevaba nada. Taleja la interrogó: «¿Qué le sucede a su merced? ¿Ha sufrido alguna impresión? —preguntaba sobre la impresión porque una emoción fuerte o un disgusto inesperado pueden convertir a una persona cuerda en alunada—. ¿No? ¿Se le ha muerto algún ser querido? ¿Su merced tiene apetito…? ¿Qué vientos soplan en su país del norte o del sur? ¿Es fuerte el viento? ¿Es tierra de lluvia o de secano? ¿Su merced ha ganado ya los perdones? ¿Qué pasa que se rasca, le pica alguna cosa?». Pero la dueña no respondía, y es que no entendía nada, pues era extranjera. El marido tampoco comprendía, conocía veinte palabras de castellano y otras tantas de leonés y de gallego, totalmente insuficientes para describir los síntomas de una enfermedad.

La posadera habló de llamar a un canónigo de Santiago que supiera alemán. La concurrencia, que era mucha, en realidad todos los hospedados, se echó a reír. La dueña explicó que en aquella iglesia los canonjes confesaban en diez idiomas distintos, dejando pasmado al personal, y más de uno se hizo lenguas de que la ciudad fuera una Babel. De entre los curiosos salió un germano que se ofreció de intérprete. Taleja respiró con alivio y preguntó al hombre. El hombre tradujo al marido de la enferma.

Y se entendieron, entre otras cosas porque en Compostela se entendían todas las gentes, hacían un esfuerzo los vecinos, los yentes y los vinientes; y se entendían. La sanadora, oyendo lo que le contaban del viaje, de cómo, en la cima del puerto del Cebrero, una salamandra rondó a la mujer, a la mujer y a los demás del grupo, y la siguió o los siguió un día entero llevando el mismo paso que ellos e impresionando sobre manera a la dueña, comprendió al punto: su paciente no padecía melancolía, había visto una salamandra verdinegra y ésta le había transmitido su ponzoña, dejándosela en el cuello, de ahí la picazón. Y se puso a actuar con calma, con serenidad, prácticamente en soledad, pues que la concurrencia, en cuanto oyó mentar a la maldita alimaña, se retiró. Y, además, como era meiga, no tuvo miedo.

Como había hecho otras veces, preparó un vaso de vinagre y unas hojas de perejil, vertió todo en un paño, rodeó con él el cuello de la enferma y cortó el aire, la mala sombra de la salamandra. Al día siguiente la teutona estaba curada, riendo y comiendo con apetito. Pese a su éxito, Taleja le recomendó que fuera al santuario de San Andrés de Teixido a postrarse ante su bendita imagen, aunque no era gallega, aunque como no era gallega no tuviera que ir de viva ni de muerta, que fuera, sencillamente, para darle las gracias, pues que ella, antes de proceder, se había encomendado al santo, y para que la guardara de las ponzoñas del camino de regreso, tan largo como era.

Con tanto gentío, con tanta parroquia como tenía, pagando al obispo un dinero diario y ganando treinta, Taleja hubiera hecho una enorme fortuna en Compostela, pero regresó a su tierra porque se presentaron en la explanada entre Santiago y Antealtares otras meigas de gran valía a hacerle competencia, a menguarle la ganancia, a quitarle su sitio, pues había de porfiar por él, y no le importó volver a su casa pues le entró morriña por su mar, por su cielo y por la señora Uzea, a quien tenía abandonada, eso se dijo, y no reprimió sus sentimientos puesto que, allá en el monte Pindo, frente por frente del promontorio de Finisterre, en el Fin del Mundo, ella tenía su casa, su niebla y su lluvia sin que nadie se las disputara, y enfrente estaba Uzea con su niebla, con su lluvia y con todo lo demás que tenía, que era mucho: toda la tierra que se veía y mucha de la que no se veía. Y se fue contenta porque allí tenía su vida, y muy cerca a doña Uzea, que podía necesitarla en cualquier momento.